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EL GIRO (1974-1982)

 

 

Éstos fueron los años en que se inició un giro decisivo, que iba a poner fin a la etapa en que creímos que la historia de la humanidad era el relato de un proceso ininterrumpido de progreso. Parecía que éste era el fin del sueño de libertad, igualdad y fraternidad anunciado por la Revolución francesa, y del de un mundo de paz y justicia asentado en unas bases nuevas que proponía «La Internacional» e incluso de la mera esperanza en la continuidad del crecimiento que Keynes predijo en 1930, cuando sostenía que «el nivel de vida en las naciones progresivas, dentro de un siglo, será entre cuatro y ocho veces más alto que el de hoy».

La revisión de esta esperanza de progreso ininterrumpido comenzó con las previsiones acerca de «los límites del crecimiento» y con la llamada «crisis del petróleo» de los años setenta. La crisis económica vino acompañada del inicio de una contrarrevolución conservadora que consideraba innecesario seguir manteniendo el clima de negociación social que había asegurado el consenso en los treinta años felices que siguieron al fin de la Segunda guerra mundial. Las concesiones del mundo empresarial que habían hecho posible este clima tenían su fundamento en la necesidad de combatir las amenazas de subversión del comunismo. Después del fracaso, tanto en Oriente como en Occidente, de los movimientos revolucionarios de 1968, estaba claro que no cabía seguir temiendo que una amenaza interior revolucionaria pudiese afectar a la estabilidad del sistema. De modo que, mientras se abandonaba la política de distensión con la Unión Soviética, con el objeto de seguir manteniendo el miedo al espantajo comunista en el terreno de la política exterior, se comenzaba a liquidar lo que un dirigente sindical definió como «el frágil acuerdo no escrito» en que se había basado la etapa de paz social y de crecimiento armónico iniciada al fin de la Segunda guerra mundial.

 

 

LA CRISIS ECONÓMICA DE LOS SETENTA

 

En 1972 el informe sobre Los límites del crecimiento, encargado por el Club de Roma, avisaba que los ritmos de crecimiento de la población mundial, de la producción y del uso de los recursos naturales eran insostenibles a largo plazo. Unas previsiones que se agravaron pocos años después, cuando los países industrializados sufrieron las consecuencias del alza de los precios del petróleo, iniciada durante la guerra del Yom Kipur.

Las importaciones de petróleo se reanudaron acabada la guerra, pero los precios del crudo no sólo no bajaron, sino que siguieron aumentando después de un segundo oil shock en 1979, como consecuencia de la revolución de Irán, y se mantuvieron altos hasta 1986. La dependencia de las potencias industriales respecto del petróleo importado les permitió a los productores multiplicar el precio del barril, que subió de tres a cerca de doce dólares en seis meses.

Las razones de fondo de esta alza de precios derivaban del fracaso de las negociaciones con las grandes petroleras occidentales, «las siete hermanas», a las que los países productores pedían que se aumentasen los precios del crudo para resarcirse de la pérdida que implicaba para ellos, que operaban con unos precios fijados en dólares, la depreciación por Nixon de la moneda norteamericana.

No existe, sin embargo, una relación simple y directa entre el aumento del precio del petróleo y la crisis económica mundial. De hecho sus primeras manifestaciones se produjeron en la primavera de 1973, seis meses antes del alza de los precios del crudo. El petróleo fue un factor agravante que contribuyó a sacar a la luz las deficiencias del modelo de crecimiento económico y aceleró una recesión que se hubiera producido probablemente algo más tarde. En el inicio de los problemas estaba el desorden monetario que sucedió a la crisis del sistema de Bretton Woods, como consecuencia del fin de la convertibilidad del dólar en 1971. Estas circunstancias ayudan a explicar que el shock del petróleo produjera una oleada inflacionista que se disparó desde 1974 (de un 12 % en Estados Unidos a un 23 % en Japón), acompañada de una subida excepcional de los tipos de interés, que condujo a una situación de crisis generalizada en que, contradiciendo las ideas establecidas, paro e inflación aparecían asociados en el fenómeno de la «estanflación».

Todo indicaba que estaba llegando a su fin la euforia desarrollista de las tres «décadas gloriosas» que, a partir de 1945, habían permitido una rápida etapa de crecimiento económico que había dado a los países avanzados la ilusión de que se había encontrado la fórmula de un crecimiento sin interrupciones, y a los subdesarrollados, la de que podían alcanzar otro tanto imitando sus métodos y endeudándose a largo plazo.

La primera consecuencia de la crisis fue que la producción industrial del mundo entero disminuyese en un 10 %, lo que arrojó a millones de trabajadores al paro, tanto en Europa occidental como en Estados Unidos. Éstos fueron, por ello, años de conmoción social, con los sindicatos movilizados en Europa en defensa de los intereses de los trabajadores, con lo que consiguieron retrasar unas décadas los cambios que se estaban iniciando en Estados Unidos y en Gran Bretaña, donde los empresarios decidieron que éste era el momento de iniciar la lucha contra los sindicatos y en favor del desguace del estado de bienestar, de la limitación del papel del estado en el control de la economía y de la liberalización de la actividad empresarial.

La existencia en la Europa occidental de una fuerte base de solidaridad social, fruto de su evolución histórica, ayudó en cambio a frenar los efectos de la crisis en una época en que el movimiento obrero se mantenía todavía vivo y activo.

El reparto a escala mundial de los efectos de la crisis fue muy desigual. Los índices del producto interior bruto por habitante (comparando las cifras del período 1973-1992 con las de los años 1950-1973) cayeron brutalmente en África, en Europa (en especial en la Europa del sur y en los países «socialistas» del este) y en América (mucho más en América Latina que en el norte). La única excepción, anticipando el nacimiento de un nuevo equilibrio mundial, fue Asia, donde la imagen global de un crecimiento positivo, matizada por el estancamiento de Japón, estaba sobre todo influida por el rápido ascenso de la economía de China.

En China, la muerte en 1976 de Zhou Enlai y de Mao Zedong dio paso a una etapa de lucha por el poder en la que acabó imponiéndose Deng Xiaoping, quien dio nueva vida al programa de las modernizaciones, con el apoyo de los cuadros descartados durante la revolución cultural: se comenzó a adoptar tecnología occidental y a enviar a los jóvenes a estudiar en el extranjero. Se había optado por una vía de transformación que buscaba mejorar el nivel de vida de la población a través de la reforma económica, introduciendo mecanismos de mercado, sin que ello implicase concesiones paralelas en el terreno político.

 

 

EL FIN DE LAS ILUSIONES DE UN CRECIMIENTO UNIVERSAL

 

La idea de que existían unos modelos de modernización y crecimiento económico de validez universal, tal como Walt Rostow lo había planteado en 1960 en su libro Las etapas del crecimiento económico, donde la historia de la industrialización británica se presentaba como una guía de los pasos a seguir para repetir el mismo éxito, con la condición de mantener un marco político y económico de liberalismo (no en vano el libro se subtitulaba un manifiesto no comunista), se vino ahora abajo ante la realidad del fracaso de los proyectos de desarrollo emprendidos por muchos países.

El caso del África subsahariana era un buen ejemplo de ello. Las nuevas naciones comenzaron su vida independiente con el propósito de emprender nuevos caminos de progreso, que les liberasen de la dependencia a que les había condenado el imperialismo. Casi todos compartían el sueño de llevar adelante un proyecto de industrialización, que parecía ser una condición necesaria para su progreso, de acuerdo con los modelos que tomaban en préstamo de sus antiguos dominadores, sin haber verificado si eran realmente de valor universal o correspondían a las características específicas de las historias de las sociedades europeas (Rostow no había tomado en cuenta, por ejemplo, la importancia que el trabajo esclavo en las plantaciones de algodón había tenido para el progreso de la industria textil británica).

A la industrialización dedicaron estos países buena parte de los ingresos que obtuvieron por sus exportaciones en los años dorados de 1960 a 1975, cuando los precios a que se cotizaban las exportaciones de café, cacao o cobre eran elevados, y no dudaron en complementar estos recursos con créditos exteriores para financiar sus inversiones.

Los primeros veinte años de la independencia estuvieron dominados por proyectos industriales fantasmagóricos, los llamados «elefantes blancos», que proporcionaron grandes beneficios a las empresas europeas y americanas que intervenían en ellos —y a los dirigentes locales que se embolsaban sus comisiones— y consumieron los recursos en intentos condenados al fracaso.

El sueño acabó a mediados de los años setenta, cuando la subida de los precios del petróleo se combinó con la caída de los de las materias primas que producían los países africanos, con descensos del orden del 40 % entre 1980 y 1982. En 1990 Robert Lucas, que pocos años después sería galardonado con el Premio Nobel de Economía, trataba de encontrar las razones por las cuales, desmintiendo «las predicciones igualitarias de los modelos más simples de comercio y crecimiento», resultaba evidente que los capitales no fluían de los países ricos a los pobres, sino preferentemente en sentido contrario.

Partiendo de visiones que interpretaban el desarrollo capitalista como un proceso desequilibrado entre el centro y la periferia, tal como sostenían los teóricos latinoamericanos de la dependencia, y en especial Raúl Prébisch, surgió la idea de corregir el problema con un Nuevo Orden Económico Internacional (NIEO, en sus siglas en inglés), que la ONU formuló en una resolución de 1 de mayo de 1974 en que abordaba el problema del desequilibrio del crecimiento económico que había dado como resultado que «las naciones en vías de desarrollo, que representan el 70 % de la población mundial, reciban tan sólo el 30 % de los ingresos del mundo», una situación agravada por las crisis que se habían producido desde 1970.

Se proponía para remediarlo el establecimiento de reglas de comercio internacional más justas que dirigieran una parte equitativa de los beneficios a los países en vías de desarrollo, en un proyecto de diálogo norte-sur que no salió adelante, porque el norte no sólo no estaba interesado en remediar estas desigualdades, sino que deseaba seguir sacando provecho de ellas.

El fiasco final del proyecto se produjo en la reunión de Cancún del 21 de octubre de 1981, en que líderes de ocho países industrializados, entre los que figuraban Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y de catorce en vías de desarrollo se reunieron para discutir estos problemas. Reagan se encargó de dejar claro que él creía que el libre juego de las fuerzas del mercado era lo más provechoso para los países pobres, y Thatcher estuvo de acuerdo con esta opinión, lo que significaba el fin del sueño del NIEO.

Fueron, efectivamente, las fuerzas del mercado, en la peculiar versión del Fondo Monetario Internacional, las que se aplicaron para resolver los problemas. Cuando los gobiernos que habían solicitado créditos para invertir en su desarrollo industrial comenzaron a encontrarse ahogados por sus obligaciones (la deuda exterior del África negra pasó de 6.000 millones de dólares en 1970 a 66.000 en 1982) y pidieron nuevas ayudas, el Fondo Monetario Internacional les impuso programas de ajuste estructural que exigían la reducción del déficit fiscal, recortando el gasto social, y la privatización de los bienes y empresas públicos.

Esta línea de actuación no sólo agudizó el estancamiento, sino que acabó conduciendo a una tragedia social colectiva, agravada por el hecho de que la población del África subsahariana se triplicó entre 1961 y 2005, a unas tasas de crecimiento demográfico que no podía seguir su producción de alimentos.

El propio Fondo se encargó además de obligarlos a sujetarse a las condiciones con que habían de competir en un mundo de pretendido «libre comercio». El GATT (General Agreement on Tariffs and Trade), fundado en 1947, al que iba a reemplazar en 1994 la Organización Mundial del Comercio (OMC, o WTO, World Trade Organization), fueron las instituciones que fijaron las reglas de este supuesto «comercio libre», que nunca fue, en todo caso, un comercio neutral, sino que estaba condicionado a favor de los intereses de los países desarrollados.[1]

En 1975, en los momentos en que surgió el proyecto del NIEO, el PNB per cápita del África subsahariana equivalía al 17,6 % del PNB medio mundial; en 1999 había caído al 10,5 %.

 

 

JIMMY CARTER

 

En las circunstancias de crisis mundial de la economía, con una Unión Soviética en plena decadencia y con las perspectivas de pacificación que ofrecía la experiencia de la distensión iniciada por Nixon, se hubiera necesitado en Estados Unidos un gobernante capaz de enfrentarse con lucidez a los problemas económicos y a las nuevas coordenadas de la situación internacional. Por desgracia, la sucesión de Nixon y Ford fue a recaer en un hombre incompetente, que no sólo fracasó en cuanto abordaba, sino que reavivó la guerra fría y alimentó el nacimiento del terrorismo islámico.

Jimmy Carter, ingeniero de marina, predicador baptista y cultivador de cacahuetes, era un hombre profundamente religioso y tímido, al que, una vez convertido en presidente, le gustaba sobre todo retirarse a la residencia rural de Camp David. Se presentaba como alguien desligado de las intrigas políticas del mundo de Washington: un hombre sencillo y provinciano, con una sonrisa permanente. Su imagen de honradez contrastaba con la de Nixon: su mensaje inicial era «Nunca os mentiré». Con los escándalos de Watergate todavía recientes, y con la decepción pública por el perdón que Ford había concedido a Nixon, era el momento en que se les podía vender a los ciudadanos un programa tan trivial como el de prometerles «un gobierno tan bueno, honesto, decente, veraz, correcto, competente, idealista y compasivo, y tan lleno de amor como el propio pueblo americano».

Su imagen personal, fundada inicialmente en esta retórica, se completó posteriormente con el rumbo que dio a su actuación una vez abandonada la presidencia, dedicándose a la búsqueda de la paz y a causas humanitarias, o con la sinceridad con que denunció en 2015 que Estados Unidos es hoy «una oligarquía, en que una corrupción ilimitada constituye la esencia del procedimiento para conseguir la nominación o para elegir al presidente». Pero la realidad es que no sólo hay que culparle por su incapacidad y su incompetencia, sino que en el terreno de la política internacional dio apoyo a toda una serie de tiranos indignos y mantuvo actitudes como la de negar la responsabilidad americana por la guerra de Vietnam, alegando que «la destrucción fue mutua» y que no habían de disculparse por haber ido a defender «la libertad de los survietnamitas».

Pronto se pudo ver que, más allá de los tópicos morales de su campaña, no tenía una política propia. Pero una vez instalado en la presidencia no podía seguir jugando a vivir al margen de la realidad, de modo que si bien se limitó inicialmente a una gestión burocrática, a medida que fueron apareciendo las dificultades, carente como estaba de un programa propio que aplicar, se vio obligado a aceptar toda una serie de compromisos.

Parte de los desastres que cometió en política internacional se debieron a la influencia de su consejero de Seguridad Nacional, Zbigniew Brzezinski, nacido en Polonia (hijo del embajador polaco en Washington), que era su asesor más próximo en la Casa Blanca —«nos veíamos cuatro o cinco veces cada día, dirá Carter, y empezaba el día reuniéndome con Zbig»— y quien le acompañaba en sus viajes al extranjero. Brzezinski consiguió además convencer a Carter para que transfiriese la jurisdicción sobre la CIA de las manos de Vance, pasándola del departamento de Estado al Consejo de Seguridad Nacional, esto es, a sus propias manos, lo que le dio el control de las operaciones encubiertas y le permitió iniciar una política más agresiva contra los soviéticos, a espaldas del departamento de Estado.

La actuación de Carter en política exterior estuvo marcada en sus inicios por la esquizofrenia de verse sometido a la doble influencia de su secretario de Estado, Cyrus Vance, partidario de una política de negociación, y del feroz antisoviético que era Brzezinski. Una esquizofrenia que se reproducía en su entorno en relación con la influencia de dos instituciones con visiones contradictorias. Por una parte la Trilateral, una organización de dirigentes políticos y económicos de Europa occidental, Japón y Estados Unidos, fundada en 1973 por David Rockefeller, a la que pertenecían tanto Carter, como Vance y Brzezinski, que consideraba errónea la fijación en el enfrentamiento contra la Unión Soviética y en las soluciones militares, y propugnaba adaptarse a un mundo de interdependencia creciente.

En contra tenía al Committee on the Present Danger (CPD), integrado por halcones procedentes del «Team B», el equipo que George H. W. Bush había creado para revisar la actuación de la CIA: hombres como Richard Pipes, Paul Nitze, Donald Rumsfeld o Paul Wolfowitz, que desde el primer momento de su mandato se le enfrentaron con una visión alarmista de la amenaza soviética, sosteniendo que tanto Carter como sus predecesores «habían traicionado los intereses de la nación» con la política de distensión.

El CPD sobrevaloraba la potencia de una Unión Soviética que, según su opinión, seguía armándose para aniquilar a Estados Unidos, lo que les llevaba a propugnar un nuevo rearme que cerrase la imaginaria «ventana de vulnerabilidad» y asegurase a los norteamericanos una superioridad total. Se oponían además a la visión de la Trilateral de una economía mundial gestionada globalmente por Estados Unidos, Japón y Europa, para sostener que debía ser Estados Unidos quien dominase unilateralmente la escena internacional, y que para imponer sus objetivos al resto del mundo no había de dudar en hacerlo más por la fuerza que por la persuasión.

El 22 de mayo de 1977 Carter pronunciaba su primer gran discurso de política exterior en el que expresaba su preocupación por los derechos humanos y decía: «Estamos hoy lejos del exagerado temor del comunismo que nos llevaba a asociarnos con cualquier dictador que coincidía con nosotros en este temor». Lo cual resultó ser una falacia, con escasos efectos en la práctica, puesto que toleró los crímenes de los militares en El Salvador (a los que proporcionaba helicópteros para que siguieran exterminando campesinos) y que sabemos hoy, gracias a la reciente desclasificación de documentos sobre Argentina, que, aun conociendo los crímenes de los militares, recibió a Videla en la Casa Blanca el 9 de septiembre de 1977 para expresarle «su admiración por los logros obtenidos por el gobierno del presidente Videla en su lucha contra los problemas del terrorismo y de la reconstrucción de la economía argentina», en la espera de que «la fuerza, estabilidad e influencia» que había conseguido su gobierno le permitiría despejar las dudas que algunos mantenían con referencia a los derechos humanos.

A esto hay que agregar que favoreció a dirigentes despóticos como el Shah de Irán, el dictador Zia-ul-Haq de Pakistán (que estaba construyendo por entonces su bomba atómica), su «amigo» Sadat, el presidente filipino Marcos o el dictador congoleño Mobutu, que recibió ayuda norteamericana para defenderse de quienes intentaban derribarlo. Aumentó además la ayuda militar a Suharto, que la usaba para dominar Timor Oriental a sangre y fuego, y decidió apoyar a Pol Pot para que prosiguiese su genocidio en Camboya. Todo lo cual oscurece el golpe de efecto del tratado de devolución a los panameños de la zona del canal —que culminaba unas negociaciones que llevaban muchos años gestionándose— y devalúa su retórica acerca de los derechos humanos.

Su otro éxito, jaleado como un triunfo, aunque a la hora de la verdad resultase inoperante, fueron los acuerdos de Camp David de septiembre de 1978, que llevaron a la firma por Sadat y Begin del tratado de paz de 1979 por el que Egipto reconocía al estado de Israel y éste se comprometía a devolverle la península del Sinaí, a cambio de lo cual los norteamericanos les concedieron tres mil millones de dólares en préstamo a bajo interés para construir nuevas bases aéreas en el desierto de Néguev. De hecho no era más que un acuerdo bilateral, que no tomaba en cuenta los intereses de los palestinos, de modo que sus repercusiones reales fueron mínimas. Arafat diría: «Sadat ha vendido Jerusalén, Palestina y los derechos del pueblo palestino por un puñado de arena del Sinaí». Con estos acuerdos no se consiguió nada de lo que Carter pretendía obtener, puesto que Begin se negaba a reconocer la resolución 242 de las Naciones Unidas y a ceder terreno alguno en la orilla occidental del Jordán. Lo único que se logró fue acabar con los enfrentamientos entre Israel y Egipto, dejar a la Unión Soviética al margen del conflicto y poner a Egipto «firme e inalterablemente en la órbita norteamericana».

A la vez que hostigaba a los rusos acerca de los derechos humanos, Carter normalizaba las relaciones con China, culminadas con la visita de Deng Xiaoping a Estados Unidos en enero de 1979, lo que implicaba reforzar la alianza contra el enemigo común soviético que había iniciado Nixon, e incluía la venta de tecnología y armas a los chinos, con el añadido de la aceptación tácita por parte de Washington del ataque que China iba a emprender contra Vietnam, al cual colaboraron los norteamericanos «ofreciendo información acerca de emplazamientos de tropas [soviéticas] alrededor de China».[2]

Mientras proseguía la construcción de las armas que no estaban incluidas en SALT I, las negociaciones de desarme continuaban: Carter y Brézhnev firmaron SALT II en Viena el 18 de junio de 1979, un tratado que quedó pendiente de la ratificación por el senado norteamericano, que no llegó a revalidarlo. La excusa para este alto en la distensión fueron las actividades soviéticas en África: «SALT fue enterrado bajo las arenas de Ogaden, las arenas que dividen Somalia de Etiopía», diría Brzezinski. Pero la realidad era que los soviéticos «no estaban siguiendo ningún plan global para extender su influencia hacia las regiones del Golfo Pérsico o del África subsahariana», como imaginaba Brzezinski, sino que simplemente respondían en ocasiones «a las demandas de asistencia de líderes de los países en vías de desarrollo, o de facciones dentro de éstos, que se proclamaban socialistas y usaban la retórica del internacionalismo proletario» para legitimar sus peticiones de ayuda.

La crisis de Afganistán, en la que Carter se estaba preparando para intervenir meses antes de la firma de SALT II, vino a liquidar toda posibilidad de acuerdo.

 

 

CRISIS DE LA ECONOMÍA E INVOLUCIÓN SOCIAL

 

Carter iba a convertirse además en protagonista de los inicios del giro a la derecha de la política económica y social norteamericana. La influencia que los empresarios habían adquirido resultó patente en las dos grandes batallas legislativas que ganaron en estos años. La primera fue la que libraron contra el proyecto de creación de una «Oficina de representación de los consumidores». La segunda, mucho más grave, fue la que tuvo por objeto el proyecto de Labor Law Reform Act, presentado en octubre de 1977. Los sindicatos, que pretendían defenderse con ella de las campañas hostiles de las empresas, estaban convencidos de que este proyecto iba a ser aprobado por un Congreso con mayoría demócrata. El voto de los representantes, favorable por 257 contra 163, parecía anunciarlo así; pero el proyecto, objeto de una dura campaña hostil de las organizaciones empresariales, se eternizó en el senado, hasta que acabó retirado en junio de 1978.[3]

Fue seguramente Douglas Fraser, dirigente del poderoso sindicato de los trabajadores del automóvil, quien entendió mejor que nadie lo que esto significaba, argumentándolo al presentar su dimisión de un organismo dedicado a la conciliación de las relaciones industriales, en la que es sin duda la más lúcida visión de los orígenes de la gran divergencia: «Creo que los dirigentes de la comunidad empresarial, con pocas excepciones, han escogido desencadenar una guerra de clases unilateral ... contra los trabajadores ... y contra buena parte de la clase media. Los líderes de la industria, el comercio y las finanzas de Estados Unidos han roto y descartado el frágil acuerdo no escrito que estuvo en vigor durante un período pasado de crecimiento y progreso». Fraser denunciaba que los empresarios querían «un gobierno dócil» y la eliminación de los sindicatos, lo que iba a darles facilidades para conseguir mayores ventajas con respecto a unas leyes fiscales que eran ya «un escándalo».

La incapacidad de Carter, que hizo posible que el reflujo social se iniciara con un presidente demócrata, asistido por unas cámaras en que dominaba su propio partido, se reflejó también en su actuación en el terreno de la economía. Había llegado al poder cuando el país estaba inmerso en una crisis que las autoridades económicas no habían sabido frenar, a lo que se agregó el impacto del encarecimiento del petróleo, agravado posteriormente por la revolución iraní, y se encontró con una etapa de paro, inflación y caída del poder adquisitivo de los salarios, a la vez que había de enfrentarse a déficit crecientes de los presupuestos estatales.

Carter se desentendió del paro y fracasó ante el problema de la inflación (pasó del 7,4 % en 1978 al 13,5 % en 1980), que pretendió remediar con las medidas tradicionales de control del gasto, a la vez que pedía a los sindicatos que aceptasen una «deceleración» de los salarios, a lo que éstos se negaron. A esto hay que agregar que desvió fondos de los servicios sociales y de una serie de programas destinados a aliviar la pobreza y el hambre para destinarlos al gasto militar.

En agosto de 1979 puso a Paul Volcker al frente de la Reserva federal, desde donde éste inició una política económica destinada a luchar contra la inflación subiendo los tipos de interés, sin que importasen sus consecuencias en términos de desempleo. En abril de 1980, dice Alan Greenspan, cuando los tipos de interés nominal subieron al 20 %, «los coches quedaron sin vender, las casas sin construir, millones de personas perdieron sus puestos de trabajo».

Fue así Carter, y no Reagan, quien puso fin a una larga época de política reformista favorable a las capas populares y a los trabajadores, que se había prolongado desde Roosevelt hasta Johnson como un objetivo de gobierno propio de los demócratas, y que tanto Eisenhower como Nixon habían respetado.

La crisis de la energía parecía un problema adecuado para quien, como Carter, tenía una formación en ingeniería. Preparó su plan para hacer frente al problema, elaborado casi en secreto, lo anunció el 18 de abril de 1977 en un discurso a la nación en que calificaba esta crisis como «el mayor desafío al que nuestro país se deberá enfrentar en el tiempo de nuestras vidas», lo presentó al Congreso dos días después, y creó en agosto un nuevo departamento de Energía. Sus objetivos eran reducir la dependencia del petróleo, aumentar la producción de energías alternativas procedentes de fuentes limpias, y ahorrar en su consumo. Pero su National Energy Plan fue recortado y enmendado en el Congreso hasta convertirlo en una ley inocua, llena de concesiones a los intereses de las industrias del gas y del petróleo.

Los problemas se agravaron, además, por los repetidos aumentos del precio del petróleo impuestos por la OPEP, que culminaron en junio de 1979, hasta amenazar con obligar a los norteamericanos a recurrir al racionamiento del combustible. Un presidente que había hecho del tema de la energía el punto central de su política estaba obligado a responder a las inquietudes de los ciudadanos. Carter, que se encontraba en Tokio en los momentos de inicio de la crisis, en una reunión del G7 en que el canciller alemán criticó a Estados Unidos por haber provocado este aumento de los precios del petróleo con sus incompetentes manejos en el Oriente próximo, regresó a Washington y se retiró a Camp David, donde pasó once días meditando acerca de los problemas globales de su presidencia, a la vez que invitaba a un total de 134 personalidades, «los mejores pensadores de nuestra sociedad, junto a ciudadanos medios», a hablar con él. De ahí surgió su discurso del 15 de julio de 1979, que sería conocido como «el discurso del malestar», en que sostenía que lo que fallaba era «el espíritu de América», pero no ofrecía soluciones prácticas para resolver los problemas. Fue, afirma Edward Kennedy, «un discurso producto del pánico», que destruyó sus esperanzas de reelección. Lo acabó de estropear, dos días después, con el anuncio de que había pedido la dimisión de todos los ministros y ayudantes del más alto rango, lo que ponía de manifiesto su incapacidad para dirigir al país en esta crisis.

 

 

LA REVOLUCIÓN IRANÍ

 

A comienzos de 1963, al cabo de una década de gobierno autoritario en que el parlamento iraní estuvo dominado por los terratenientes y por sus representantes, con los partidos populares prohibidos y el gobierno dirigido por políticos dóciles, el Shah Mohammad Reza presentó su proyecto de «revolución blanca», que se definía como un programa de transformación pacífica y de modernización, con la intención de introducir cambios políticos que pudieran satisfacer las aspiraciones de los grupos dominantes, haciéndolos compatibles con la continuidad de la monarquía. Su primer enfrentamiento fue con el clero musulmán chií, los ulemas, lo cual condujo a que en junio de 1963 uno de los principales dirigentes religiosos, el ayatolá Jomeini, fuese arrestado por hablar contra la reforma agraria y contra la emancipación femenina, y al año siguiente fuese expulsado del país, en lo que significó el inicio de catorce años de exilio.

El Sha gobernó en estos años como un autócrata, sin contar con sus aliados tradicionales, terratenientes y clérigos, en una línea de despotismo pretendidamente ilustrado. Sostenía, en privado, que la democracia al estilo occidental no convenía a su país, y procuraba tranquilizar a Carter respecto de las frecuentes violaciones de los derechos humanos que se producían en Irán, diciéndole que para él lo primero era la lucha contra el comunismo, y que sólo cuando lo hubiese vencido podría modificar su conducta.

Gradualmente la oposición se fue aproximando a los sectores que propugnaban la revolución islámica: los terratenientes afectados por la reforma agraria simpatizaban con un clero que también la condenaba; más adelante, al agravarse la situación económica, incluso los militantes obreros se aliaron a la protesta liderada por el islamismo. Mientras tanto el soberano aumentaba sin tasa el gasto militar, para realizar el sueño megalómano de convertir Irán en una gran potencia armada, con un peso decisivo en Oriente próximo y en el Índico.

Culminando este proceso de «revolución blanca», el 2 de marzo de 1975 se anunció el fin del sistema de partidos, reemplazados por un partido único, el Rastakhiz, que en vano se intentó poner en marcha entre 1975 y 1978, en medio de las protestas generales.

Todo había marchado más o menos bien mientras los ingresos crecientes del petróleo permitían asumir los gastos, pese al malestar que producían la corrupción de los grupos dominantes y las exhibiciones de opulencia de la corte. Pero cuando, a mediados de los años setenta, llegaron los primeros síntomas de la crisis económica, las cosas cambiaron rápidamente.

En noviembre de 1977 el Shah y su esposa visitaron Washington, lo que sirvió para aumentar la admiración que Carter sentía por el soberano, sin tomar en cuenta las manifestaciones de protesta con que lo acogieron los estudiantes iraníes en Estados Unidos, a los que la policía hubo de dispersar con gases lacrimógenos. Al cabo de poco más de un mes, el primero de enero de 1978, fueron el presidente norteamericano y su esposa quienes hicieron una visita a Teherán, durante la cual Carter y el Shah llegaron a acuerdos en privado para ayudar al desarrollo de un programa nuclear iraní «para usos pacíficos». En el transcurso de esta estancia Carter dijo en un banquete: «Irán, a causa del liderazgo del Shah, es una isla de estabilidad en una de las regiones más turbulentas del mundo. Esto es un gran tributo para vos, majestad, para vuestra política y para el respeto, admiración y amor que os tiene vuestro pueblo». «Comprensiblemente —dice Carter en su diario— esto fue ridiculizado cuando el Shah fue derrocado, trece meses más tarde.» Lo que no es comprensible es que los servicios de inteligencia norteamericanos no fuesen capaces de informar mejor al presidente.

Al cabo de un mes de este discurso comenzaban los disturbios que acabaron con la expulsión del soberano, en medio de la perplejidad de los dirigentes norteamericanos, que no sólo no habían sabido preverlo, sino que no comprendían nada de lo que estaba ocurriendo. La propia CIA, obsesionada con el comunismo, no se había percatado del potencial revolucionario del islamismo.

En enero de 1978 los ataques de algunos periódicos al exiliado ayatolá Jomeini provocaron manifestaciones religiosas a las que se sumaron otras de los trabajadores en paro. Antes de marchar a México, donde se proponía pasar dos meses de vacaciones, el embajador norteamericano en Teherán comunicó a Washington que la crisis se había superado: el Shah había comprado a los mullahs y éstos habían regresado tranquilamente a sus mezquitas. En agosto la CIA aseguraba al presidente Carter que Irán «no se encuentra en una situación revolucionaria, ni tan sólo prerrevolucionaria». Algo en que coincidía con el informe confidencial de la DIA (Defense Intelligence Agency) de 18 de agosto de 1978, que concluía: «No hay ninguna amenaza a la estabilidad del gobierno del Sha».

Tres semanas más tarde, el 7 y el 8 de septiembre de 1978, nuevas manifestaciones en los barrios populares de Teherán, suscitadas por una situación creciente de paro y de hambre, eran reprimidas a sangre y fuego por el ejército, que el «viernes negro» causó decenas, tal vez centenares, de muertos. Pocos días después un terremoto causaba quince mil muertos en Tabas, en Jorasán, y la rápida reacción de ayuda de las instituciones religiosas musulmanas ponía en evidencia la debilidad e ineficacia del estado. El diálogo con la oposición estaba roto y los líderes religiosos iban tomando el control del movimiento de protesta, con un Jomeini que se erigía desde el exilio en su dirigente máximo.

El 10 de octubre hubo manifestaciones y huelgas en más de cuarenta ciudades, y a fines de este mismo mes la producción de petróleo quedó prácticamente paralizada. Carter descubría ahora que los informes de la CIA acerca de la popularidad del Shah eran falsos. A comienzos de diciembre se produjeron grandes manifestaciones en Teherán y aunque la represión militar causó unos setecientos muertos en los tres primeros días, el movimiento fue en ascenso hasta reunir dos millones de personas en una inmensa manifestación. En estos momentos los soldados, hartos de disparar contra civiles indefensos, comenzaban a desertar y a unirse a los manifestantes.

Mientras tanto, en Washington, el tema se discutía en el Situation Room, sin asistencia del presidente, en una de sus frecuentes ausencias para descansar en el campo, con Brzezinski manteniendo que era necesario que el Sha respondiese con una solución de fuerza, y oponiéndose furiosamente a los consejos del embajador en Teherán, William H. Sullivan, que proponía que se favoreciese la formación de un gobierno civil que reemplazase al Sha.

El Sha se vio obligado a anunciar que marchaba del país por tiempo indefinido y el 16 de enero de 1979 tomó con su familia un avión hacia El Cairo, en lo que iba a ser el inicio de un viaje sin retorno. En Washington seguían sin entender lo que estaba ocurriendo, mientras Brzezinski insistía en que la URSS y los comunistas estaban detrás de la revolución, y pretendía seguir incitando a los militares iraníes a impedir el acceso de Jomeini y de los suyos al poder.

Tan sólo el embajador Sullivan tenía claro lo que estaba sucediendo, y llevaba muchos días pidiendo que se retirase el apoyo incondicional al Sha y se entrase en contacto con Jomeini. En respuesta a su insistencia, el 15 de enero de 1979 se iniciaron conversaciones secretas en Francia con Jomeini y con su entorno, en el transcurso de las cuales los americanos llegaron a aceptar que hubiese un cambio político, con tal que fuese gradual y ordenado, y que se evitase un enfrentamiento con los militares. A cambio, Jomeini ofrecía garantías para la continuidad de los tratos con Estados Unidos.

El primero de febrero de 1979 Jomeini regresó a Teherán en triunfo y todo el proceso se precipitó. No hubo la transición gradual y ordenada que deseaban los norteamericanos, sino una rápida descomposición del orden establecido en que un ejército dividido dejó que los partidarios de Jomeini se adueñasen del poder y que, después de ganar un referéndum con el 98 % de los votos a favor, proclamasen la república islámica el primero de abril de 1979.

En octubre de 1979 los norteamericanos aceptaron que el depuesto Sha, que se encontraba gravemente enfermo, recibiese atención médica en Estados Unidos, no sin notificarlo previamente al gobierno de Teherán. El 4 de noviembre grupos de estudiantes iraníes asaltaron la embajada de Estados Unidos en Teherán, tomaron como rehenes a 66 norteamericanos y exigieron, para liberarlos, la extradición del Shah, con el fin de que pudiese ser juzgado y ejecutado, y la confiscación de su fortuna. La ocupación, que parece haberse planeado como un movimiento de protesta temporal, se endureció cuando Jomeini le dio apoyo público.

Un indignado Carter reaccionó inicialmente cortando las compras de petróleo, lo que agravó la escasez de carburante en Estados Unidos, y congelando los fondos iraníes en bancos norteamericanos, a la vez que emprendía negociaciones secretas con Teherán. Ante el fracaso de estas gestiones intentó, en abril de 1980, resolver el problema con una operación militar de rescate en gran escala, ideada por Brzezinski, contra la opinión del secretario de Estado Cyrus Vance, partidario de continuar por la vía de las negociaciones.

La llamada «operación Eagle Claw» («Garra de águila») era un proyecto tan complicado como insensato, cuyo estrepitoso fracaso dejó a Carter en ridículo. Cyrus Vance dimitió, indignado por esta aventura a la que se había opuesto en vano. Los iraníes acabaron negociando la devolución de los rehenes a cambio de una elevada suma y de la disponibilidad de sus activos en Estados Unidos, pero no fue posible que Carter aprovechara el valor propagandístico que hubiera podido tener el regreso de los rehenes al final de la campaña electoral, sino que éste se produjo una vez pasadas las elecciones que dieron el poder a Ronald Reagan.[4]

 

 

AFGANISTÁN: EN EL INICIO DE LA GRAN GUERRA ISLÁMICA

 

A fines de diciembre de 1979 los rusos entraron con sus tropas en Afganistán, un país con el que siempre habían mantenido una política de buena vecindad (Jrushchov y Bulganin habían visitado Kabul en 1955). La monarquía, representada por el rey Zahir, había sido derribada en 1973, después de una hambruna que causó decenas de miles de muertos, en un movimiento dirigido por el general Daoud, pariente cercano del rey, que instaló una república con un programa modernizador, y gobernó asociado a una parte del Partido Democrático del Pueblo Afgano, que se proclamaba comunista.

Daoud se aproximó a la Unión Soviética, que de 1955 a 1978 proporcionó a los afganos una considerable ayuda militar y económica. A partir de 1975 trató de emanciparse de la tutela de Moscú con un acercamiento a Irán; pero el ejército estaba ya penetrado por militantes comunistas, que el 27 de abril de 1978 dieron un golpe, la «revolución de abril», que, tras asesinar a Daoud, llevó al poder al Jalq, la facción más radical de los comunistas, dirigida por Nur Muhammad Taraki y por Jafizulá Amín, quienes procuraron marginar al ala más moderada del partido, conocida como el Parcham, que dirigía Babrak Karmal.

En junio de 1979 el gobierno del Jalq inició la persecución y liquidación física de sus presuntos opositores y se lanzó a una política radical con la que no estaban de acuerdo los rusos, que pensaban que una sociedad de campesinos analfabetos en que predominaba el islam no estaba preparada para los grandes cambios que los comunistas locales querían introducir de súbito, y temían las consecuencias que todo ello podía tener, en momentos en que la revolución iraní empezaba a extender su influencia por Asia central.

En marzo de 1979 comenzaron en la región predominantemente chií de Herāt movimientos de revuelta islamista, protagonizados por una fuerza nueva en Afganistán, que tenía el apoyo de Irán y explotaba el descontento campesino contra el gobierno central, que se había ido acumulando a lo largo de décadas de corrupción e inmoralidad de los diversos regímenes afganos. La revuelta fue inicialmente dominada y los derrotados se refugiaron en Irán, pero los soviéticos temían por la suerte que le esperaba a la revolución afgana si seguía por este camino, ya que pensaban que era la propia intransigencia radical del Jalq la que había provocado esta primera reacción de protesta islámica.

Sabiendo que los soviéticos estaban preocupados por lo que ocurría en Afganistán, la CIA, que había establecido ya en 1978 contactos con los islamistas afganos a través de los servicios secretos de Pakistán, recomendó a comienzos de marzo de 1979 que se ayudase a los grupos islamistas, una opción que apoyaban el subsecretario de Defensa norteamericano, Walter Slocumbe, quien especulaba con la posibilidad de que la insurgencia afgana «metiese a los soviéticos en un cenagal a la vietnamita», y sobre todo Zbigniew Brzezinski, que había desarrollado una especie de fantasía geopolítica según la cual las actuaciones de los soviéticos en África, en especial en Etiopía y Somalia, formaban parte de un gran proyecto ruso para hacer una pinza con otra presión que, actuando desde Afganistán a través de Irán, les permitiría alcanzar el Golfo Pérsico para apoderarse de un petróleo que creía que los rusos necesitaban a causa de la insuficiencia de sus propias reservas.

Desaparecido el Sha, se había quebrado la barrera que protegía el petróleo del Golfo Pérsico de una posible intrusión soviética. Brzezinski pensó que convenía buscar el apoyo de los grupos islamistas, incitándolos a una especie de guerra santa preventiva, para obligar a los rusos a intervenir en Afganistán, lo que los mantendría alejados de la ruta del Golfo. El 2 de febrero de 1979, en un informe al presidente, sostenía que los movimientos islamistas del Próximo oriente no eran de temer, sino que podían convertirse en una «potente fuerza política de cambio» y que convenía apoyarlos. El 3 de julio de 1979, unas semanas después de haber firmado un acuerdo de desarme con Brézhnev, Carter autorizó a la CIA a realizar operaciones encubiertas en Afganistán.

El propio Brzezinski lo explicó en 1998 en unas declaraciones que publicó Le Nouvel Observateur: «De acuerdo con la versión oficial de la historia, la ayuda de la CIA a los muyahidines empezó ... después de que el ejército soviético invadiera Afganistán ... Pero la realidad, mantenida en secreto hasta hoy, es totalmente distinta: la verdad es que fue el 3 de julio de 1979 cuando el presidente Carter firmó la primera disposición para dar ayuda en secreto a los opositores al régimen prosoviético de Kabul. Y este mismo día yo le escribí una nota al presidente en la que le explicaba que en mi opinión esta ayuda iba a inducir una intervención militar soviética».

En octubre el embajador norteamericano en Arabia Saudí llegaba a un acuerdo para compartir el coste económico de la ayuda a los islamistas afganos, y el 17 de diciembre, una semana antes de la entrada de los soviéticos, se acordaba en Washington que la CIA proporcionase armas y logística a los rebeldes e iniciase una campaña mundial de propaganda en su favor.

Ante las dificultades con que se encontraba, el régimen de Kabul había pedido ayuda a Moscú. Los soviéticos enviaron inicialmente armas y asesores, pero no deseaban implicarse directamente, sino que pidieron a los gobernantes afganos que frenasen la política de reformas que creaba malestar en los islamistas y formasen un gobierno de coalición con miembros del Parcham e incluso, si era posible, con representantes de algunos grupos islamistas moderados.

Amín no sólo rechazó estos consejos, sino que prosiguió con una política represiva que llevó a la emigración de gran número de islamistas a Irán y a Pakistán. Moscú no logró tampoco convencer a Taraki, que desempeñaba la presidencia, de que hiciera los cambios políticos que se le pedían y se librase de su segundo en la jefatura del Jalq. En lugar de ello fue Amín quien consiguió apoyos militares, se hizo con el poder, ejecutó a una serie de políticos, incluyendo al propio Taraki, que fue estrangulado en la cárcel, pese a las peticiones personales de Brézhnev para que se respetase su vida, y asumió la presidencia en septiembre de 1979.

Amín expulsó entonces al embajador ruso, a la vez que intentaba recuperar personalmente la confianza de Moscú, donde se negaban a recibirlo, e inició contactos amistosos con el encargado de negocios de Estados Unidos en Kabul. Los soviéticos no podían dejar ni que los islamistas afganos ganasen la partida, ni que Amín hiciese un viraje de alianzas, semejante al que había hecho Sadat en Egipto, y se uniese al campo norteamericano. El nuevo embajador ruso en Kabul avisaba de que la situación era grave: el clero islámico, los campesinos y las tribus estaban contra Amín, que no tenía a su alrededor más que lacayos que repetían consignas sobre la construcción del socialismo y la dictadura del proletariado.

Para entender la reacción que llevó a la intervención rusa hay que prestar atención a lo que sucedía entre tanto en Europa, donde, por estas mismas fechas, se producía la llamada «crisis de los euromisiles». Ante la alarma manifestada en la Alemania occidental por la instalación de los misiles SS 20 rusos, la OTAN instaló en Europa occidental 572 misiles, incluyendo los Pershing II con carga nuclear,[5] algo que los soviéticos interpretaron como una amenaza. Esto explica sus temores de que los norteamericanos tuviesen el proyecto de instalar también misiles en Afganistán.

Sabemos hoy, gracias al testimonio de Chernyaev, que la decisión de intervenir en Afganistán fue obra de cuatro miembros del politburó —Gromyko, Ustínov, Andrópov y Ponomarev— que se impusieron a la debilidad de Brézhnev, quien «apenas entendía lo que estaba sucediendo a su alrededor», y a las dudas de los demás, que opinaban que aquélla era una aventura sin sentido, puesto que no había en Afganistán las condiciones necesarias para emprender una política modernizadora, y que era imposible realizar este tipo de cambios con el apoyo de una fuerza militar extranjera. Se oponían también a la invasión los militares, a los que Ustínov se impuso, recordándoles que no eran ellos los que debían tomar las decisiones políticas, sino que lo que les correspondía era obedecer las órdenes y presentar un plan de operaciones.

Con el propósito de eliminar a Amín e instalar un gobierno más moderado que garantizase la estabilidad del país, se infiltró en Kabul a comandos de la KGB que atacaron el palacio en que residía Amín y lo ejecutaron el 27 de diciembre de 1979, mientras las tropas rusas entraban en el país y Babrak Karmal se proclamaba primer ministro y presidente, e iniciaba una política de tolerancia y de reformas sociales que le enfrentó a los grupos islámicos, que comenzaron a organizar guerrillas contra un gobierno que pretendía cambios tales como que las mujeres aprendieran a leer. La intención de los soviéticos no era la de imponer un régimen comunista al país, sino tan sólo la de asegurar en él un gobierno estable, para lo cual emprendieron un programa de «nation-building», enviando equipos de asesores y proporcionando ayuda económica, de acuerdo con los propios militares, que entendían que ésa era una guerra que no podía ganarse tan sólo por las armas.

Cuando se produjo la invasión soviética, Carter, que había contribuido deliberadamente a provocarla, declaró que era «la más seria amenaza a la paz desde la Segunda guerra mundial». Preocupado ante todo por el efecto que el secuestro de la embajada en Teherán podía tener en su campaña para la reelección, reaccionó diciendo: «Por el modo en que he manejado el asunto de Irán piensan que no tengo el valor de hacer algo. Quedaréis asombrados de lo duro que puedo llegar a ser». Una consideración que ayuda a entender que replicase con una política que quería ser enérgica, suspendiendo las ventas de cereales a la URSS, lo que perjudicó en aquellos momentos a los agricultores norteamericanos que exportaban sus excedentes, y negándose a presentar a ratificación el SALT II, acompañada de gestos tan ridículos como el de proponer al Comité Olímpico Internacional que cambiase el lugar de celebración de los juegos que habían de desarrollarse en Moscú en 1980, y negarse, al no conseguirlo, a participar en ellos (otra idea de Brzezinski).

El 23 de enero de 1980, dentro de su discurso sobre el estado de la unión, el presidente norteamericano formuló la llamada «doctrina Carter», que sostenía que «un intento por parte de cualquier fuerza exterior de ganar el control del Golfo Pérsico será considerado como un ataque a los intereses vitales de Estados Unidos y será rechazado por todos los medios necesarios, incluyendo la fuerza militar». El texto, ideado por Brzezinski de acuerdo con sus fantasías geopolíticas, estaba modelado sobre el de la doctrina Truman. Su finalidad última era preservar el acceso de los norteamericanos al petróleo, que consideraban vital para su economía.

Aunque su intención inicial fuese tan sólo la de disuadir amenazadoramente a los soviéticos, sus consecuencias a largo plazo serían considerables. Como ha dicho Andrew Bacevich, esta doctrina era, aunque Carter no se diera cuenta de ello, una declaración de la que se derivaría «una secuencia de guerras sin fin», a medida que el ámbito de acción se extendía del Golfo Pérsico al conjunto del mundo islámico, con lo que acabó iniciando una gran guerra del Oriente Próximo que ha seguido ininterrumpidamente durante más de treinta y cinco años.

En febrero de 1980 Brzezinski viajó a Pakistán para establecer acuerdos con el dictador Zia-ul-Haq, con el fin de que diese pleno apoyo a los islamistas afganos, y pasó en su regreso por la Arabia Saudí, donde se renovaron los acuerdos para que los saudíes colaborasen en la ayuda a los muyahidines invirtiendo una suma equivalente a la que aportarían los norteamericanos, lo que vino a significar que cada uno de los dos «socios» gastase a la larga más de tres mil millones de dólares en la financiación de la guerrilla. «Durante los años ochenta —explica Milton Bearden, que fue responsable de la oficina de la CIA en Pakistán— la compañía proporcionó varios cientos de miles de toneladas de armas y de material militar a Pakistán para que se distribuyesen entre los rebeldes afganos.» Los pakistaníes, que tenían sus propios intereses en el conflicto, fueron los encargados de canalizar los recursos hacia aquellos jefes de guerrilla que podían controlar.

Años más tarde Brzezinski resumía así la estrategia global de la aventura afgana: «La administración Carter no sólo decidió de inmediato apoyar a los muyahidines, sino que organizó una coalición que abarcaba Pakistán, China, Arabia Saudí, Egipto y Gran Bretaña en favor de la resistencia afgana. De igual importancia fue la garantía pública norteamericana de la seguridad de Pakistán contra cualquier ataque militar soviético, con lo que se creó un santuario para las guerrillas».

De este modo el presidente que había prometido no embarcar a su país en nuevas guerras, lo llevó a la aventura de Afganistán, que se ha convertido en la guerra más larga que Estados Unidos haya sostenido en toda su historia, y que sigue sin resolverse muchos años después. Los grandes objetivos políticos asociados a la «doctrina Carter» se convirtieron en uno de los fundamentos de la gran guerra islámica del siglo XXI.

 

 

LA REACTIVACIÓN DE LA GUERRA FRÍA

 

Fue Carter quien puso en marcha el proceso de reactivación de la guerra fría que Reagan iba a continuar (y finalmente a cerrar). El hombre que había asumido el poder anunciando que se proponía luchar para la eliminación de las armas nucleares en el mundo, acabó convirtiéndose en el iniciador de una nueva etapa de rearme nuclear. Carter, que había servido en un submarino nuclear y tenía conocimientos sobre la materia, descubrió muy pronto que Estados Unidos era vulnerable a un ataque nuclear y que sus sistemas de alerta eran de escasa eficacia, como lo revelaron varios episodios de falsa alarma de ataque, como el del 9 de noviembre de 1979, a las tres de la madrugada, en que un error envió a los ordenadores del NORAD (North American Aerospace Defense) un falso aviso de un ataque de doscientos cincuenta misiles soviéticos. Brzezinski esperó a tener una nueva confirmación antes de despertar al presidente para desencadenar un ataque de respuesta, como estaba previsto; pero no hubo más indicios, y como esto había sucedido anteriormente —volvería a ocurrir seis meses más tarde— se evitó el desastre.

Esta situación llevó a desarrollar una serie de planes, no sólo para mejorar la alerta, sino para prever «un mosaico de alternativas viables en lugar de las opciones de ataque agregado relativamente amplio de los planes actuales del SIOP». Unos planes que llevaron a un aumento considerable de la inversión en este campo.

Son estos antecedentes los que permiten entender la génesis de la Directiva presidencial/NSC 59 (PD 59) de 25 de julio de 1980 sobre «Política de empleo de las armas nucleares», un documento que proponía mantener y aumentar las fuerzas nucleares con el argumento de que eran necesarias para disuadir a cualquier enemigo, convenciéndole de que era imposible que alcanzase «ninguna definición plausible de victoria» y que, si la disuasión fallaba, debían ser capaces de responder «de modo que el adversario no alcance sus objetivos de guerra y sufra daños inaceptables».

Los objetivos soviéticos incluidos en el plan de destrucción del SIOP se aumentaban de mil setecientos a siete mil. Entre ellos se incluían «mandos militares, comunicaciones y capacidades de inteligencia» y «el sistema de control político». Uno de los aspectos de apariencia más siniestra del plan era lo que se dio en llamar «la decapitación», o sea, la teoría de que era posible alcanzar la victoria sobre los soviéticos mediante la eliminación sistemática de sus dirigentes en una serie de ataques destinados individualmente a sus despachos, domicilios y refugios.

La campaña tenía, además, una motivación electoral. En el transcurso de un año, escriben Craig y Logevall, «el presidente adoptó una medida política antisoviética tras otra, autorizando nuevos sistemas de armas, aislando diplomáticamente a la URSS, y sobrepasando a sus críticos en la exageración de los peligros que amenazaban al país».

Le movía a ello el intento de quitar argumentos al belicismo de los republicanos, y de responder a los feroces ataques del CPD, donde un grupo de intelectuales y políticos, no sólo republicanos, sino también demócratas conversos, le acusaban de debilidad ante la amenaza soviética, criticaban muy severamente su política de «derechos humanos» y comenzaban a definir las grandes líneas de lo que iba a ser la política de Ronald Reagan.

El ala «liberal» de los políticos demócratas criticó la «insensatez apocalíptica» del NSC 59, que acababa con el equilibro del MAD, la idea de una destrucción mutua asegurada, que había sido la base para alcanzar la distensión. Acabar con el equilibrio del sistema implicaba, además, el inicio de una nueva carrera armamentística que obligó a Carter a aumentar de nuevo el gasto militar, con el objetivo de financiar nuevos programas de construcción de armamento, a costa de disminuir el gasto de carácter social, lo que vino a sumarse al desprestigio en que le hundieron la captura de los rehenes norteamericanos en Teherán y el fracaso de su intento por rescatarlos. A todo ello se añadió la mala situación de la economía, como consecuencia de una política que dejó a millones de norteamericanos sin trabajo, con una inflación del 18 %: un 86 % de los norteamericanos rechazaban su gestión en el terreno de la economía. «La miseria económica, unida a la crisis de los rehenes de Irán —dice Greenspan— le hicieron perder a Jimmy Carter la elección de 1980.»

Al término de su mandato Carter dejaba las relaciones soviético-americanas en su punto más bajo desde hacía muchos años. Había iniciado una nueva guerra fría, de la que Reagan se convertiría en portavoz, en los mismos momentos en que en la URSS iba desapareciendo la vieja guardia de los sucesores de Stalin. El enemigo contra el que se intentaba movilizar de nuevo todas las fuerzas no era más que un fantasma nacido de los terrores de unos y de los intereses inconfesables de otros.

 

 

EL FINAL DE LA ERA DE BRÉZHNEV

 

¿Cuál era la realidad de ese enemigo fantasmal contra cuyos horrendos planes de dominación mundial se estaban rearmando Carter y Brzezinski?

El dirigente máximo de la Unión Soviética, Leonid Brézhnev, se sentía feliz con sus avances en la distensión, puesto que deseaba ser recordado como el hombre que había traído la paz a su país. En mayo de 1972 parecía haber comenzado un período en que se abrían perspectivas de que la coexistencia de ambos sistemas podía ser posible. Un año más tarde, en mayo y junio de 1973, visitó Alemania occidental y Estados Unidos, donde iba a desarrollar las negociaciones que debían conducir a SALT II, convencido de haber alcanzado el objetivo de poner los fundamentos para una paz a largo plazo.

Pero las cosas cambiaron con la caída de Nixon. «Ahora —se lamentaba Brézhnev en enero de 1976— incluso después de Helsinki, Ford y Kissinger y algunos senadores piden que América se arme todavía más, quieren ser los más fuertes. Nos siguen presionando por nuestra flota, por Angola o por cualquier otro motivo.» La consecuencia de este cambio era que el ministro de Defensa le venía a pedir más dinero, «y yo lo apruebo una vez, y otra, y otra. Y el dinero se va volando».

La distensión comenzaba a encontrar resistencias en Rusia, ante las concesiones que Brézhnev estaba haciendo para mantener abiertas las negociaciones. A todo ello se sumó el problema de los disidentes rusos, que empezaron a actuar en público al amparo del acuerdo de Helsinki. No iban a parar ahora a la cárcel, sino que se les facilitaba la marcha al extranjero, y en algunos casos se les retiraba la ciudadanía soviética cuando se encontraban en el exterior, para impedir que regresaran. A Solzhenit-syn, en concreto, que exhortaba a los dirigentes soviéticos a abandonar el marxismo y reemplazarlo por el cristianismo ortodoxo, le pusieron en un avión para que marchara.

El tratado SALT II, del que un Brézhnev enfermo y agotado firmó junto a Gerald Ford un acuerdo básico en Vladivostok en 1974, y que el propio Brézhnev y Carter volvieron a firmar en Viena en junio de 1979, no fue ratificado nunca por el senado norteamericano. Brézhnev quedaba ahora como el único firme defensor de la distensión, en momentos en que se sentía agotado y en que su salud empeoraba progresivamente, agravada por las sobredosis de un sedante opiáceo que se había acostumbrado a tomar después de la crisis de Checoslovaquia, y que le hacía caer en largos períodos de abatimiento. Tras las conversaciones con Gerald Ford en Vladivostok sufrió un colapso del que le costó semanas recuperarse, y en la cumbre de Helsinki estaba en tan precaria situación que le resultó difícil incluso firmar el acta. Después pasó mucho tiempo en que apenas aparecía por el politburó.

La derrota de Ford en las elecciones significó una nueva decepción para él. Ahora se veía enfrentado a un Carter que no aceptaba la negociación personal, que estaba bajo la influencia de Brzezinski y que, además, en abierto contraste con el realismo de Nixon y de Kissinger, pretendía inmiscuirse en los asuntos internos soviéticos con su retórica acerca de los derechos humanos, estimulada por sus asesores con una clara intención antisoviética.

La cumbre de Viena de junio de 1979, en que hubo un encuentro personal cordial entre Carter y Brézhnev, pareció que podía cambiar el signo de las cosas, pero el giro a la derecha del presidente norteamericano, que éste pretendía legitimar con una hipócrita condena por la intervención rusa en Afganistán, acabó de arruinar cualquier perspectiva de arreglo: la guerra fría se recrudecía de nuevo.

Se iniciaba ya, al propio tiempo, la crisis interna en las «democracias populares». Las huelgas de Gdansk, dirigidas por un sindicato independiente, Solidarność, que obtuvo su reconocimiento legal en 1980 y creció en influencia en los años de crisis económica, no sólo perturbaron la vida de Polonia, sino que alcanzaron un eco internacional, gracias a la colaboración que les prestaba la Iglesia católica, dirigida en aquellos momentos por un papa polaco. Lo cual sucedía al tiempo que se acentuaba también, en el «campo socialista», la divergencia de la Rumania de Ceaușescu.

En estos momentos, con el secretario general del partido soviético enfermo y agotado, recluido habitualmente en su dacha, eran los miembros de la troika integrada por Andrópov, Ustínov y Gromyko, con Súslov como presidente de la comisión del politburó, quienes debían tomar las decisiones respecto de la crisis polaca. Contra las propuestas de intervención planteadas por Ustínov, Yuri Andrópov se opuso a una nueva aventura militar, que hubiera acabado con todo el proceso de distensión y hubiera puesto en peligro los acuerdos de Helsinki: «El cupo de las intervenciones en el extranjero se ha agotado», diría. Una actitud que coincidía con la del propio Brézhnev, que no hizo caso de las peticiones de los dirigentes de otros países del Pacto de Varsovia para que invadiera Polonia. El deseo de recuperar el clima de distensión y el temor al coste de una operación militar de ocupación, que los soviéticos hubieran tenido que financiar, tanto si la ejecutaban directamente como si se encargaban de ella otros países, pesaron fundamentalmente en su decisión.

Los miembros de la troika decidieron que podían tolerar por el momento algunos socialdemócratas en Polonia y que lo mejor sería una solución con un movimiento militar interno que reemplazase a la impotente y desmoralizada dirección del Partido comunista polaco. Se esgrimió, para facilitar el cambio, la amenaza de una intervención soviética, que no tenían intención alguna de hacer, y se facilitó de este modo el «golpe de estado» del general Jaruzelski, que restableció el orden el 13 de diciembre de 1981, a costa de imponer la ley marcial.

Para paliar la grave crisis en que vivía la economía polaca los soviéticos se habían visto obligados a invertir en ella cuatro mil millones de dólares, sin resultado apreciable, mientras el malestar económico agudizaba los sentimientos antisoviéticos de los polacos. En el invierno de 1981 tuvieron que aprontar mil quinientos millones más para evitar una catástrofe humana, pese a que en la propia Rusia escaseaban los alimentos que se estaban entregando a Polonia. El problema de los costes del imperio se estaba planteando ahora con toda crudeza.

Brézhnev murió el 10 de noviembre de 1982. El balance de su gestión en el interior era más bien mediocre. Abandonó las medidas descentralizadoras de la economía que había intentado Jrushchov y reprimió los movimientos nacionalistas internos. La estabilidad política la aseguraba manteniendo a los funcionarios en sus puestos, en lugar de practicar los cambios que Jrushchov había realizado en sus intentos por mejorar la gestión.

Había conseguido estabilizar inicialmente la economía —la producción agraria creció de 1960 a 1970 a una tasa del 3 % anual y la industrial lo hizo globalmente en un 38 %—, pero no se atrevió a implantar las reformas más ambiciosas que proponía Kosygin y que eran necesarias, sobre todo para mejorar una agricultura estancada que no siempre era capaz de satisfacer las necesidades de subsistencia de la población. La economía, decía Chernyaev, estaba iniciando un período de estancamiento que apuntaba a una decadencia irreversible. Se pudo aplazar la reforma de una industria ineficaz y anticuada gracias a los beneficios que proporcionaba el petróleo que se exportaba, y el propio Brézhnev tomó la iniciativa de invertir en los gasoductos que habían de permitir que la exportación de gas natural se convirtiese en uno de los ingresos fundamentales de la economía rusa. Por otra parte, los costes del programa de rearme hicieron imposible una mejora sustancial de los niveles de vida de los ciudadanos soviéticos.

En política internacional tuvo dos grandes fracasos. No logró la reconciliación con los chinos y se frustró su intento de ayudar a los regímenes árabes amigos tras sus derrotas en las guerras «de los seis días» y del Yom Kipur. Por otra parte, la política de intervención en el tercer mundo que había organizado Jrushchov —en el cuerno de África o en Angola, con la mediación de Cuba, que envió a África tanto combatientes como médicos— estaba en franco retroceso.

El gran empeño de toda su gestión había sido la lucha por conseguir la paz a través de la distensión, lo cual exigía, paradójicamente, reforzarse militarmente para poder negociar en pie de igualdad. Ésta fue la obra de su vida, a la que dedicó los mayores esfuerzos, incluso cuando estaba ya gravemente enfermo. Pero vivió lo suficiente para ver que todo lo que había conseguido se desmoronaba ante el retorno de Carter a una política de guerra fría.

Años más tarde Chernyaev haría justicia a Brézhnev y a la sinceridad y entrega de su lucha por la paz. Algunos de los mayores errores de su gestión no fueron obra suya. En el caso de la intervención en Checoslovaquia en 1968, a la que se resistía, cedió a las presiones de su entorno, porque no se sentía aún seguro en el poder. En el caso de Afganistán fueron, como se ha dicho, tres miembros del politburó los que decidieron, aprovechándose de su debilidad física y mental.

En la propia Unión Soviética se podía afirmar que la ideología del comunismo había perecido a manos del fracaso económico. Y era evidente, además, que el modelo soviético no tenía ya capacidad de atracción para el resto del mundo. Como diría Karen Brutents, uno de los dirigentes del departamento de política internacional soviético, en aquellos momentos «las consideraciones ideológicas no tenían papel alguno en nuestra política. Los intereses del estado, tal como los entendíamos, eran la consideración principal. La coloración ideológica se mantenía, influía aún a algunas personas; pero la consideración que prevalecía era siempre la de los intereses del estado».

Contra lo que los norteamericanos temían, los soviéticos no estaban fraguando proyectos para atacarles, sino que, atemorizados por sus amenazas, se armaban para defenderse. Les había llegado la noticia de que la directiva PD-59 de Carter incluía a los propios dirigentes rusos como uno de los objetivos inmediatos de un primer ataque que, con los misiles Pershing II instalados en Europa, podía completarse en pocos minutos. ¿Quién podría dar las órdenes para responder a este ataque, si la cúpula gobernante era eliminada? ¿Cómo podría organizarse una respuesta?

Los soviéticos crearon entonces un sistema de represalia automático, «Mano Muerta», integrado por satélites de observación que transmitirían la noticia de un ataque a unos oficiales instalados en un búnker subterráneo, desde el cual podían dar las órdenes para lanzar la respuesta, incluso si todos los dirigentes y todos los sistemas de mando habían sido destruidos. Un sistema que estaba a punto de completarse a fines de 1984 y que incluía, al parecer, elementos de guerra biológica.

En estas condiciones, y tras la experiencia de estos años de búsqueda desesperada de acuerdos de paz, acompañada por la retirada gradual de las intervenciones soviéticas en el resto del mundo, tras su derrota en el escenario de Oriente próximo ¿cómo puede entenderse que en Estados Unidos se optase por revivir la guerra fría? La amenaza soviética había sido desde el comienzo un fantasma utilizado por unos dirigentes que conocían bien la debilidad del adversario, pero la ocultaban para mantener la disciplina social interior y la colaboración de sus aliados, aparte de para garantizar el negocio del complejo militar-industrial. Pero ¿qué utilidad tenía en estos momentos un nuevo llamamiento a la guerra?

La única respuesta válida es que los norteamericanos habían acabado siendo víctimas de su propia máquina de propaganda. Acostumbrados a asociar al enemigo rojo a todos los problemas a los que se enfrentaban, tanto a los de su propia sociedad como a los que planteaban en el mundo las aspiraciones de los pueblos a la independencia y al bienestar, sucumbieron al complejo de la guerra fría y acabaron devorados por unos miedos irracionales que algunos utilizaban para su propio provecho.