ALEXIS

En ciertos momentos me he sentido tan orgullosa de ser mexicana que he llorado hasta que el maquillaje se me arruinó … como cuando Vicente Fer-nández cantó “Cielito lindo” para la Convención Nacional Republicana del año 2000. Pero esta vez, querida, no se trataba de uno de esos momentos.

Me encontraba sola en medio de una multitud elegante, durante un cóctel privado que se celebraba en la terraza del museo Getty de Los Angeles, fingiendo interés en un cuadrado de atún crudo que se hallaba sobre una bandeja de plata-Parecía un dado rojo, húmedo y tembloroso. ¿Estaría muerto? Lo pinché con mi sofisticado mondadientes para estar segura.

—Es sólo gelatina, corazón—me susurré a mí misma, mientras cerraba los ojos y lo engullía. Pero no se parecía en nada a la gelatina, a menos que hubieran sacado un nuevo producto con sabor “ligeramente acre” que desconocía. Lo que yo necesitaba era un bistec bien cocido. Menuda ilusión.

De pronto, el parloteo disminuyó y todas las miradas se volvieron hacia una entrada, mientras yo contenía el aliento y rogaba a Dios que me diera paciencia.

Uno tras otro, los miembros de Los Chimpancés del Norte—la banda de música norteña que yo había terminado representando (explícame cómo, Dios mío)—entraron a la terraza, pavoneándose en fila india, vestidos con unos trajes de vaquero en los que parecía haberse vomitado un papagayo.

Les había rogado que vistieran de Armani. Armani negro. Como siempre, me ignoraron. Instintivamente acaricié las perlitas rosadas que llevaba en torno al cuello, y alisé con mis manos los costados del vestido de cóctel Ann Taylor, talla 14, al que yo consideraba “mi negrito”, pero que según los patrones de L.A. era más bien un “negrote”.

Escuché la exclamación de una mujer a mis espaldas: “¿De qué van vestidos?” Un hombre la tranquilizó, diciendo: “Me parece que se han inclinado por un kitsch posmoderno”. Me hubiera gustado contradecirlo. Piensan que están muy elegantes, y existe un gran porcentaje de personas en todo un país—el país de origen de mis ancestros—que está de acuerdo. Yo no me hallaba dentro de ese porcentaje, pero yo había sido educada en Texas, no en México.

Las chaquetas con flecos verde limón no son para todos; tampoco los pantalones Wrangler de color plátano amarillo, ajustados como el pellejo de una salchicha. Un sombrero blanco de vaquero se ve muy bien en Toby Keith. ¿Pero doce de ellos en fila, embutidos en unas grasientas melenas mexicanas, en medio de un museo moderno? Santo Dios. ¿Y quién hubiera pensado que veinticuatro pares de botas granates, con dibujos de piel de serpiente, podrían lucir tan mal cuando se alineaban como si fueran las teclas del piano del propio Satanás?

Estábamos ahí esa tarde, disfrutando de una exclusiva fiesta privada en los jardines de este museo: una obra maestra modernista y curvilínea que se alza en las colinas levemente brumosas de Los Angeles. Era una celebración. ¿Qué estábamos celebrando? Pues el hecho de que Los Chimpancés del Norte acababan de donar cinco millones de dólares al Centro de Estudios Chícanos de la Universidad de Los Angeles, en California, para el estudio de esa música con ritmo de feria circense, antes olvidada, típica de la frontera mexico-americana, y que era igual a la que ellos mismos habían infligido al público durante los últimos veinte años.

Yo era una muchacha nacida y educada en Dallas, armada con un arsenal de títulos—sí, corazón, Licenciatura y Maestría en Artes, otorgados por la Universidad Metodista Sureña (SMU)—, pero intentaba convertirme en una chica de California, con resultados ambiguos. Vine a este infierno de ciudad porque pensé que era vergonzoso que en un sitio donde las tres principales estaciones radiales de FM tocaban música mexicana, las grandes compañías de relaciones públicas siguieran indiferentes al talento y la riqueza de los hispanohablantes en Estados Unidos. Fui la primera en ofrecer a artistas como Los Chimpas una publicidad al estilo americano, incluyendo comunicados de prensa profesionales, llamadas telefónicas y almuerzos … Todo lo contrario de la publicidad al estilo mexicano, que usualmente se dedicaba a comprar a los reporteros con cocaína o vacaciones en una isla.

Mis clientes en Tower Entertainment, la firma con sede en Whittier para la que trabajaba, habían aparecido en el Tonight Show, en 60 Minutes y en The New York Times, algo que me había impresionado a mí, pero rara vez a mis clientes. Como solía decirles a los periodistas, Estados Unidos estaba cambiando… y rápido. Ahora se vendían más tortillas que roscas. Los americanos consumían ahora más salsa picante que catsup. Los supermercados Wal-Mart ofrecían plátanos, yuca y productos Goya. La marca Kraft había inventado algo que llamaban “mayonesa”, hecha a base de limón y mayonesa mexicana. ¿Por qué? No porque fueran buena gente, sino porque tenían que hacerlo. Las principales estaciones de onda corta en Nueva York, Los Angeles y Chicago transmitían en español, y Estados Unidos se había convertido en el cuarto país con el mayor número de hispanohablantes en el mundo. Ahora bien, yo era una de esas afortunadas que había vivido mucho tiempo en un Estados Unidos donde se hablaba el español y el inglés con igual soltura. Saltaba con facilidad del pésimo humor de Sábado Gigante al pésimo humor de las series del canal WB. Algunos académicos, como mis profesores de la Universidad Metodista Sureña, llamaban “biculturales” a personas como yo. Pero yo prefería que nos llamaran americanos, porque los latinos estamos a punto de convertirnos en la cuarta parte de la población de este país.

Por supuesto, a la mayoría de la gente en esta fiesta no le importaba esto. Sólo le importaba que había un grupo “latino” en Los Angeles con mucho dinero … un grupo del que jamás habían oído hablar hasta que el L.A. Times escribió un artículo sobre la donación. Todos conocían las estadísticas sobre la creciente población hispana, y querían conectarse con nosotros por razones económicas. Así es que vinieron. Pero no tenían idea de lo que encontrarían cuando vieran a mis chicos. ¿Mis chicos? Bueno, los llamaba míos, pero en realidad era yo quien le pertenecía a ellos: yo era su representante, su agente, su publicista, su chivo expiatorio.

Cinco millones de dólares era el tipo de regalo que las escuelas americanas solían recibir de benefactores no hispanos, cuyos apellidos se leían con entonación suave y monótona al final de los programas de la radio y la televisión públicas. Y una fiesta privada en el Getty era el tipo de acontecimiento elegante al que la gente acudía con vestidos de cóctel y corbatas de lacito.

En otras palabras, para mi mentalidad universitaria resultaba espantosa la imagen de Los Chimpas enfundados en sus estrafalarios atuendos, que les semejaban a toscos y escandalosos campesinos de Chihuahua. Yo sabía, por supuesto, que Los Chimpas se habían ganado sus millones (sí, millones) tocando la música de los “trabajadores” en todos los rodeos, desde Zacatecas hasta Whittier, y que también, alabados fueran, no lo olvidaban aunque habían amasado una fortuna suficiente para olvidar lo que les viniera en gana. Tal vez aquellas vestimentas idiotas fueran una declaración de principios sobre este hecho. O bien era eso, o sencillamente no tenían la menor idea de nada.

Por eso, aunque estaba orgullosa de que mis chicos pudieran donar el dinero suficiente como para atraer a toda la plana mayor de esta ciudad llena de temblores y sobresaltos—y debería añadir, para mantenerme a mí y a mi morbosa pasión por las carteras—, también era una distinguida mujer de veintinueve años, cuya adorable mamá había trabajado casi hasta la muerte vendiendo productos Avon para darme la clase de vida que ella siempre quiso: una vida en la que ganara mucho dinero, donde nadie pudiera pensar que yo era una tonta sin credenciales, donde supiera en qué parte de la mesa había que colocar la canasta del pan; como habría sido mi mamá si sus padres—mis queridos, pero excéntricos y atrasados abuelita y abuelito López—no hubieran pertenecido a esa primera generación de mexicanos tradicionales que decían cosas como “sólo las mujeres fáciles van a la universidad” y “no platiques tanto ni te hagas la viva, que a ningún hombre le gusta una mujer así”.

Yo había tenido la idea de donar algunos “centavitos chimpas”, como llamaba a la jugosa donación a UCLA, sugiriendo este regalo académico para aumentar la visibilidad del grupo entre los americanos y, de paso, dar más relieve a todos los mexicanos y mexicoamericanos aquí, lo cual, en última instancia, también podría contribuir a mejorar mi vida. Y quizá si los traficantes de influencias comenzaran a notar que los mexicanos teníamos dinero—dinero de verdad—, y no sólo tijeras de podar y cepillos para limpiar inodoros, podrían comenzar a producir películas donde el mexicano fuera una persona y no un arma, y donde Hidalgo fuera un ser humano, en vez de un apestoso (aunque valiente) caballo. Era una posibilidad muy remota; pero, en mi humilde opinión, todo lo que valía la pena resultaba difícil, y en Hollywood había muchas cosas que estaban por hacerse, amén.

—!órale, Alexis!—gritó Filoberto, el director de la banda, que me estaba es-piando. Sus labios se separaron para revelar un tablero de dientes amarillos y do-rados, uno o dos de ellos manchados con lo que parecía ser un delineador de cejas marrón. Lentamente levantó una mano y enseguida la bajó de golpe en dirección al piso, como si una cucaracha hubiera aterrizado allí y quisiera espantarla. Ese era el mero mero gesto con que Filoberto decía “Aquí llegó el machazo, ajúa, amén”.

Me apresuré a saludar a mi banda.

—Filoberto—dije, besándolo en la mejilla como era nuestra costumbre y sintiendo su olor a sudor—- Hola, querido.

Me le acerqué y le susurré al oído:

—¿No iban a usar los trajes Armani?

—Pues, no—replicó Filoberto.

Sus dos manos bucearon en su entrepierna, y yo me replegué. No quería mirar, pero lo hice. Agarró y sacudió de arriba abajo la enorme hebilla de su cinturón, y algunos de Los Chimpas hicieron lo mismo, en lo que pareció ser un extraño círculo de idiotas. Sentí alivio. Por un momento temí que Filoberto fuera a “sacarla”, como había hecho el mes pasado detrás del escenario cuando le sugerí que fuera amable con una reportera. “¿Quién es el hombre aquí?”, había preguntado mientras “aquello” se asomaba como una desinflada babosa tuerta.

Por lo general, las hebillas de los cinturones son una buena idea. Impiden que se caigan los pantalones y sostienen el cinturón. Son útiles. Pero cuando tienen el tamaño de una fuente de ensalada y llevan incrustaciones de brillantes piedras rojas, verdes y blancas, imitando la forma de una bandera mexicana, no sé, se me antoja que el asunto cobra un aire imperdonablemente Liberace. Sobre todo cuando se hunden en una barriga enorme. Observé a toda la fila de Chimpas. Todos tenían una.

—¿Por qué?—susurré a Filoberto.

Filoberto me miró con dureza.

—Mira—me dijo en el perfecto inglés que a menudo pretendía no hablar.

Los Chimpas eran de Sacramento, California, pero pretendían ser de Sinaloa.

—Los mexicanos nos dieron el dinero que donamos a la escuela. Les debemos nuestra carrera a los mexicanos. Nosotros somos mexicanos. Y no vamos a vestirnos como gringos sólo para que tus “finos” amiguitos se sientan cómodos.

¿Finos? Era bueno ver a Filoberto no sólo hablando inglés, sino mejorándolo.

—No les pedí que se vistieran como gringos—repliqué, replegándome ante su comentario racial. Mi padrastro era gringo y el hombre más bueno del mundo—. Les pedí que vistieran trajes Armant

—Y yo voy a pedirte que te vayas a la mierda—susurró en mi oído—, porque ésta es mi banda y aquí hacemos lo que yo mando, ¿entiendes?

—Muy bien—dije, sonriendo una vez más—. Entiendo. Es tu derecho y yo lo respeto. Espero no haberte ofendido. Buena suerte esta noche.

Comencé a alejarme. Eso era lo mejor en presencia de la ira: replegarse, calmarse y luego hablar.

—No somos nosotros los que necesitamos cambiar—continuó diciendo Filoberto, mientras señalaba a la multitud—. Son ellos.

Bla, bla, bla … Filoberto seguía pensando que aún estábamos en la batalla del Álamo.

—Tienes razón—mentí—. Estoy orgullosa de ti. Acaba con ellos, queridito.

Mucha de la élite reunida allí no parecía saber bien cómo lidiar con Los Chimpas, y parecían estar buscando la expresión facial adecuada. La condescendencia no funcionaba, pero tampoco la amable curiosidad. La mayoría, que desconocía el mundo de la canción norteña—gente que había venido, supongo, esperando encontrar un grupo de salsa—, observaba boquiabierta a Los Chimpas. Diablos, yo también los observaba boquiabierta. Pero ¿por qué no iba a traerlos al Getty? Después de todo, vivían en Estados Unidos, pagaban sus impuestos en Estados Unidos, y ganaban tanto dinero como otras muchas celebridades del pop norteamericano, aunque Rolling Stones, Spin y el resto de la crítica musical en el país, los ignorara con insistencia enfermiza.

Con alivio, vi que tres representantes de la UCLA surgían del interior del museo y caminaban hacia nosotros en sus trajes de tres piezas. Al menos, ellos sabían cómo vestirse. El más guapo, Samuel Reyes, se las arreglaba para ser bien parecido aunque se estaba quedando calvo. Me sonrió y sentí que mi pulso se aceleraba.

Cuando la gente de le universidad se acercó, me adelanté y pasé junto a Filoberto para ser la primera en saludarlos. Escuché que Filoberto suspiraba a mis espaldas, consternado una vez más de que yo me creyera con derecho a llevar los pantalones.

—Samuel—lo saludé con una gran sonrisa.

Le di la mano, estrechándosela con autoridad. El la retuvo más tiempo del necesario y buscó mi mirada.

—Se ven de maravilla—dijo—. Tienen valor.

—Sí, lo tienen. Y éste es un evento maravilloso. Has hecho un gran trabajo.

Samuel asintió, de acuerdo conmigo en que él era maravilloso. Un verdadero tejano habría devuelto el elogio. Pero, To to, ya no estábamos en Texas.

Mientras la gente de la universidad se mezclaba con Los Chimpas y se preparaba para presentar el galardón, yo me fui a chismorrear. Después de recolectar algunas tarjetas de negocios para uso posterior—sí, tenía la esperanza de escapar algún día del mundo de Los Chimpas—, me aparté para observarlos. Ojalá no lo hubiera hecho.

Primero, una reconocida dama de sociedad de Pacific Palisades y su esposo se acercaron tímidamente a Filoberto para presentarse. Filoberto sólo hizo contacto visual con el hombre, aunque fue la mujer quien habló.

—Mucho gusto en conocerlo—dijo ella—. Felicidades.

Filoberto notó sus enormes pechos flotantes, que eran un perfecto par de medias toronjas quirúrgicamente fabricadas, como otras muchas en el sur de California.

—Mucho gusto en conocerla—le dijo con lascivia.

Luego se volvió al marido, añadiendo un “!Felicitaciones!” con una risita su-gerente.

La pareja se alejó con rapidez para inspeccionar una escultura.

Cuando me aproximaba a Filoberto para darle una rápida lección de etiqueta, una camarera alta y preciosa atravesó la fila de Chimpas con una bandeja de camarones. Filoberto le dio una nalgada. Ese hombre necesitaba mucho más que lecciones de etiqueta. Y yo necesitaba otro trabajo.

Los dados de atún pasaron junto a mí de nuevo, pero, aunque estaba hambrienta, no me animé a tomarlos. No pude. Una vez era suficiente. Verán, en el fondo de mi corazón saturado en grasa, yo era una chica de bistec y papas fritas a la que no le gustaba el ejercicio, a menos que incluyera un hombre en mi cama. Era cristiana y furiosamente republicana, tal como mami y papi me habían criado. Ya podrán imaginarse lo lejos que me había llevado eso en esta ciudad de los mil demonios, donde todos querían pasar su tiempo libre haciendo yoga, ofreciéndose como voluntarios para las causas liberales o convenciendo al resto de nosotros para que nos uniéramos a ellos. Ah, y tenía el pecho plano … un crimen en el sur de California.

Como iba diciendo: a chacharear. Avancé con aire seguro hacia un grupito de personas hermosas y me colé entre todos.

—Hola—dije, adelantando mi mano hacia el rostro más cordial—. Soy Alexis López, la representante del grupo que estamos homenajeando esta noche. Gracias por venir.

Los guionistas, los actores y el único presentador para MTV del grupo me dieron la mano. Me mantuve con mis pies abiertos en un ángulo de noventa grados, en la tercera posición de ballet, porque apuntarlos directamente hacia el sujeto con el que uno hablaba significaba que me había comprometido con él, y no hay nada peor para “trabajar” un salón que comprometerse con una sola persona o grupo.

Yo tenía amigos. Cierto, la mayoría estaba en Dallas, pero los tenía. Yo no venía a estas recepciones a hacer amigos, sino a hacer contactos. Tomé las tarjetas de todos, incluyendo la del presentador.

Después de escucharlos quejarse y chismear durante tres minutos, fingí que había visto a un conocido. Era hora de seguir.

—Fue un gusto conocerlos—dije, abriendo mi estuche de tarjetas y actuando como si trabajara en una mesa de naipes en Las Vegas—. Gracias de nuevo.

Me alejé con la desagradable impresión de que alguien me seguía.

—¿Esos cretinos son tuyos?

La voz femenina resonó sombría, junto a mi oído, y percibí en mi nuca los tonos tintos de su aliento perfumado con vino, que se confundía con un aroma oscuro y almizclado. Conocía esa voz. Tenía una memoria auditiva perfecta.

Me volví para toparme con la esbelta y delgada camarera que Filoberto había manoseado. Vestida con una blusa blanca muy ajustada (bueno, para ser sincera, se pegaba a sus pechos como si llevara globos llenos de agua en el sostén) y pantalones negros, tenía una larga y brillante cabellera, con reflejos en oro y miel que descendían ondulando hasta la mitad de su espalda. Hermosos pendientes de oro, en los que reconocí un diseño de 550 dólares perteneciente a Paloma Picasso (también tenía un sentido perfecto para reconocer los precios), brillaban en sus lóbulos, y me avergoncé de preguntarme cómo una camarera podía permitirse algo así. Medía seis pies de altura, pero seguramente pesaba unas 130 libras. También tenía un sentido perfecto del peso. Sus ojos, de un azul eléctrico, se movieron con viveza y una especie de rabia controlada. Antes de hablar, la piel dorada de sus mejillas enrojeció. Era ese tipo de mujer que no podías dejar de mirar, aunque quisieras, porque te recordaba lo delgada y hermosa que jamás podrías ser sin una intervención quirúrgica o divina.

—¿Te refieres a los muchachos de la banda?—pregunté.

Asintió.

Le eché una mirada a Filoberto. Había alzado su corpachón sobre el pequeño escenario, separando sus pies como un caballete. Era la postura que adoptaba cuando estaba a punto de cantar. No era el momento, pero a Filoberto no le importaba. Sin un micrófono, comenzó a cantar a grito pelado algunos compases de su cancioncilla favorita: “El rey”, de José Alfredo Jiménez.

Yo sé bien que estoy afuera—comenzó.

Le eché un rápido vistazo a los rostros del salón y me di cuenta de que, para ellos, Filoberto era poco más que un pintoresco mariachi de restaurante, mientras que él se creía el rey de México.

—Sí, son míos—suspiré, pensando, “para bien y para mal… sobre todo, para mal.”

—Muy bien—su voz densa era tan familiar como su rostro. Frunció el ceño y colocó una mano firme sobre mi hombro—. Dile al gordo ése que no vuelva a po-nerme sus jodidas manos encima, a menos que quiera tragarse sus huevos. Enteros.

Filoberto cantaba:

—Con dinero y sin dinero, hago siempre ío que quiero

—Lo siento—le dije a la camarera—. Es un poco …

Busqué la palabra adecuada y sonreí con tanta energía, y tan forzadamente, que mi rostro se contrajo. Como decía mi madre, uno hace cosas por su trabajo que nunca haría en la vida real.

—Es un poco anticuado.

La camarera se rió en mi cara como si le hubiera contado una flagrante mentira y sacudió su espléndida cabellera. De pronto me di cuenta de que en aquella fiesta llena de gente hermosa, ella, con su enorme pecho y su vientre liso (dicho sea de paso, yo era exactamente lo opuesto), era probablemente la más hermosa.

—Es más bien un poco cretino—me corrigió—. Y si no te ocupas del asunto, me ocuparé yo misma.—Cerró un puño antes de golpearlo contra la palma de su otra mano—. Soy cinta negra en karate, niña.

Su modo de sonreír me resultaba extremadamente familiar.

—¿No nos hemos visto antes?—le pregunté.

Sus grandes ojos se contrajeron mientras me estudiaba, apoyando un dedo de cuidada manicura en el mohín de sus labios llenos. Finalmente sacudió la cabeza.

—¿Fuiste a Cate?—preguntó.

—¿Adonde?

—A la escuela Cate, en Santa Bárbara. Pero si tienes que preguntar, la respuesta es no.

Me miró de arriba abajo.

—No—dijo—. Nunca nos hemos visto.

—Entonces te pido disculpas—dije, tristemente consciente de mis labios estrechos y mi doble papada.

Parecía como si la camarera tuviera coronas de porcelana en sus dientes; a mil dólares por diente, me pregunté otra vez, cómo era posible. Recordé la primera vez que fui a hacerme una manicura en Los Angeles, cuando la manicurista vietnamita me dijo asombrada que yo era“bonita, pero una bonita gordita y natural”, como si esto fuera una rareza. En Los Angeles, hasta la servidumbre había invertido en cirugía cosmética.

—Creí que te conocía de algún sitio.

Pareció relajarse y bajó la voz, como haría alguien que va a decir algo no muy apropiado para la ocasión, en el mismo tono conspirativo y gozoso que solían usar mis amigas en Dallas. ¡Cómo las extrañaba!

—¿Alguna vez ves novelas?

Asentí.

Se refería a uno de esos culebrones en español que pasaban todas las noches por los canales de Univision o Telemundo. Si tu familia era de West Dallas, como la mía, era poco probable que hubieras escapado a la experiencia mientras crecías, sobre todo si tenías a una abuela como abuelita López, que vivía para el melodrama y los finales felices.

—¡Eso es!—exclamé—. ¡Tú hiciste la campesina analfabeta que se enamoraba de Fernando Colunga en Sus raíces!

Sus raíces había sido la única novela que yo había seguido religiosamente, como si se tratara de una droga, con mis amigas de la universidad; y esta preciosa camarera no sólo había sido una actriz hermosa, sino muy buena, a la que habíamos envidiado y admirado. Incluso había comprado un ejemplar de esa re-vis tucha en español, TV y Novelas, cuando ella apareció en la portada, y recordaba cómo me había sorprendido al saber que esa actriz, que hablaba un perfecto español, en realidad era mitad dominicana y mitad francesa, nacida y criada en Santa Bárbara, California. Y de familia rica. Eso explicaba los dientes, los pendientes y, posiblemente, los senos. Pero ¿por qué estaba trabajando aqui?

La agarré de un brazo y escuché mi propia voz llena de emoción.

—¡Dios mío! ¡Eres Marcella Gauthier Bosch!

Recordaba su nombre, aunque ya habían pasado casi diez años desde que saliera el programa. Calculé que posiblemente tendría unos treinta años. También recordé haber leído en algún sitio que ella había expresado su deseo de dejar la televisión en español para trabajar en Hollywood. Había dejado de hacer telenovelas más o menos en la misma época que Salma Hayek, pero al parecer no había navegado con la misma suerte.

—¿No ibas a actuar en inglés?

Me sentí extrañamente deslumbrada, y un poco avergonzada y confundida, de ver a esta mujer sirviendo cócteles. No estaba bien. Ella sintió, confirmando el hecho de que era la actriz que yo creía.

—Aja—dijo—. Pero me niego a hacer de mucama con acento hispano o de puta drogadicta, así es que estoy tomándome mi tiempo para encontrar el papel perfecto.

Echó una mirada inquieta sobre su hombro. Un tipo alto, de semblante severo, con pantalones negros y camisa blanca, se hallaba detrás del bar, dando golpecitos a su reloj en dirección a ella. Se parecía a Moby.

—Sí, ya va, pedazo de esfínter inútil—susurró por lo bajo. Luego añadió, dirigiéndose a mí—: por favor, pídele a ese asqueroso corrido de chimpancé que me deje en paz, o se las verá conmigo. Así y así.

Agitó las manos frente a su rostro, mientras dejaba escapar un gritito de karate que me hizo pensar en Angelina Jolie. En realidad, se parecía a Angelina. A ella y a Carmen Electra.

—¡Espera!—le grité, mientras se alejaba dando una patada, demasiado atractiva y furiosa con su trabajo. No lo dije, pero pensé:“¿Qué demonios haces sirviendo cócteles?”.

Me pregunté, no sin interés personal, si tendría un buen agente. Noté que más de un invitado, hombres en particular, la observaban con fijeza. En una ciudad como Los Angeles, donde posiblemente existiera la mayor cantidad de gente hermosa per capita del mundo, era un inmenso logro conseguir que la gente volviera la cabeza para mirarte. Sabía que L.A. podía ser brutal, pero al ver la evidente caída de Marcella Gauthier Bosch, me dieron ganas de llorar.

En el escenario situado a un extremo de la terraza, un micrófono soltó un chirrido mientras la plana mayor de la UCLA se preparaba para entregar a Los Chimpas una especie de placa y responder preguntas de la prensa. La banda debía estar allá arriba, junto con la gente de la universidad, alineada para una amistosa foto de grupo, pero sus miembros se hallaban dispersos por la terraza, ocupados en cosas como arrojar centavos a una fuente que, en realidad, era una escultura que no debía tocarse. Intercepté a Filoberto en el instante en que volvía a acercarse a Marcella Gauthier Bosch, relamiéndose los labios.

—No toques a las camareras y no les hables—le dije—. Necesitas subirte al escenario y hablar sobre lo emocionante que resulta todo esto para ustedes, cuan honrados se sienten, la importancia de la educación para los tuyos, etcétera. ¿Te acuerdas de lo que hablamos?

—No me digas lo que tengo que hacer—replicó con aliento etílico—. Haz tu trabajo, que yo haré el mío.

Sus ojos no se separaban del encantador cuerpo de Marcella, mientras ella se movía hacia uno y otro lado con la bandeja, con una mezcla de esperanza y rabia en la mirada. Realmente odiaba a las mujeres con vientres planos y tetas grandes. De veras. Espero que Dios me perdone. La envidia es algo muy feo.

—Por favor—le pedí—. Esto no es un club de bailarinas desnudas. Es un museo. Actúa como un caballero, por favor. Todo el mundo está aquí. El Times, el NewYorker. Todos.

Filoberto, desbocado ante el hecho de que su riqueza y poder fueran homenajeados por un grupo de gringos, pareció sentirse invencible y se zafó de mis garras, avanzando hacia su objetivo, que no era otro que encontrar y acariciar a Marcella.

—Hazme caso—le dije, tirando de sus flequillos verdes—, habrá otras muchas mujeres en tu vida.

—Me vale madre—dijo sin misericordia—. Quiero esa buenota.

En otras palabras, que le importaba un rábano lo demás.

Pensé con desespero.

—Está embarazada—mentí en un español susurrante y audible. Su expresión se transformó en miedo al instante. Coloqué una mano amistosa en su antebrazo, como si fuera una hermana ofreciéndole un compasivo consejo—. La conozco, y…—Pensé de nuevo—. Y creo que está enferma, amorcito. Por eso está tan delgada. Te mereces algo mejor. Sólo estoy cuidándote.

Filoberto hizo una mueca, que pensé iba muy bien con la subsiguiente rascada de entrepierna y su exclamación de“Ni modo”, y dejó de perseguir a Marcella.

Sí, señor, hubo momentos en los que me sentí orgullosa de representar a esta banda…pero éste no era uno de ellos. No sabía si sentirme orgullosa de mí misma por calmar la situación, o avergonzada hasta los huesos por mentir. Pero Los Angeles era una fábrica de decir mentiras, y mientras más vivía aquí, las men-tiras—como el asma o las cafeterías Starbucks—cobraban mayor fuerza.

Arrastré a Filoberto hacia el escenario y lo dejé al cuidado del apuesto Samuel. El profesor se hallaba junto a una mujer bonita y pequeña, de unos cinco pies de altura, con intensos ojos negros y cabellos brillantes que rozaban sus hombros, salpicados con algunas hebras de blanco y cortado al descuido, sin ningún estilo en particular, como si ella mismo lo hubiera hecho con unas tijeras de podar mientras escuchaba distraída la radio.

—Alexis—dijo Samuel—, quiero presentarte a mi esposa Olivia.

Demonios. ¿Estaba casado? Había esperado que no lo fuera, y me sentí un poco sorprendida, dada la desvergonzada manera en que el muchacho había flirteado conmigo. O por lo menos, creí que había estado flirteando. Pero ése era uno de mis problemas. Nunca entendía a los hombres. Creía que estaban interesados en mí cuando lo único que les interesaba era un emparedado. Y en más de una ocasión había ignorado a un tipo maravilloso que me amaba porque no creía que alguien así pudiera amar a una mujer como yo. En esta ciudad, todos los hon bres que valían la pena estaban casados o eran gays, por lo cual yo estaba saliendo con un periodista fracasado, llamado Daniel, que tendría que haber estado aquí conmigo de no haber tenido una asignación urgente de última hora para cubrir un tiroteo relacionado con el mundo del rap. No debería haberme sentido aliviada de que Daniel se hallara en otro sitio, especialmente en un sitio con violencia, pero así era. Tenía casi cuarenta años, y usaba sus amplios jeans tan bajos que podías ver sus calzoncillos Fubu. Lo peor era que él creía estar en la onda. En una época pensé que lograría mejorarlo, pero últimamente parecía que eso no iba a suceder.

Olivia extendió su mano para estrechar la mía y su vigor me impresionó. Para ser una mujer tan menuda y frágil, tenía fuerza. Hasta los tendones de su antebrazo parecían musculosos, como si nunca hubiera comido grasa y corriera en los maratones para divertirse, como Gandhi. Samuel se llevó a Filoberto hacia un rincón y comenzó a aleccionarlo para la conferencia de prensa. Yo me quedé con su esposa.

La mujer se encorvó, encogiéndose como si temiera algo. ¿Sería a mí? ¿Me tendría realmente miedo? Qué tonta. Se aferró con sus dos manos a la húmeda copa de vino y bebió con cuidado, entrecerrando sus ojos y observando el entorno, con lo que juzgué era una expresión de placentera crítica salpicada de paranoia.

Vestía un sencillo vestido negro de punto, con una falda demasiado larga, que habría sido perfecta para una maestra mormona y que parecía haber conocido mejores tiempos. Su bisutería de plata manchada necesitaba un lustre. Sus zapatos azul marino estaban gastados y polvorientos, y no hacían juego con el vestido; se movía incómoda en ellos, como si estuviera más acostumbrada a usar botas o zapatos para correr. O ningún tipo de zapatos. No llevaba medias, y un par de horribles vellos negros se asomaban en el empeine de sus pies. ¿Es que nunca había oído hablar de la cera caliente? ¿De cremas para depilar? ¿De una cuchilla? Algo. Su cartera se parecía a la de mi abuela, comprada en un Wal-Mart o un Target, hecha con una especie de tejido de malla, forrada con nyhn abajo. En la agarradera llevaba pegados una decena de distintivos con mensajes políticos de izquierda, en español e inglés, al estilo del Sindicato de Granjeros y de Frida Kahlo, que tanto había visto desde que me mudara para acá, y una insignia especialmente desconcertante que parecía una etiqueta de la campaña Bush/Cheney, pero que en lugar de ‘Cheney’ decía ‘Chupa’. ¡Qué desvergüenza!

Sin embargo, Olivia irradiaba inteligencia y una intangible aura de gracia, casi como mecanismos de defensa, al parecer en proporción inversa a su gastado vestuario. Debía de ser consciente de la cantidad de trajes elegantes que había en el salón, y del hecho de que ella no llevara uno así. Pese a sus principios políticos, y quizás debido a mi enorme capacidad de piedad, sentí una instintiva simpatía hacia ella. Mi mamá siempre me acusó de“coleccionar desastres”, refiriéndose a que, de todas mis condiscípulas latinas, yo era la más propensa a entablar amistad con los desamparados y los drogadictos que conocíamos durante los proyectos sociales, la más propensa a andar con gente necesitada, la más propensa a querer adoptar a un niño, previendo la posibilidad de que no lograra tener uno, lo cual, dadas las recientes circunstancias, era mucho más que probable. La pequeña Olivia parecía un poco desamparada, y yo deseaba aliviar su sufrimiento de algún modo.

—¿Así que estás casada con Samuel, eh?—pregunté.

Era una pregunta idiota, pero no sabía qué otra cosa decir. Evidentemente no podía hablar de modas. Apenas pensé esto, me detuve, porque se trataba de un pensamiento nada amable, y yo había sido educada para ser amable. Que sea Dios quien juzgue, me dije, pero no siempre era fácil.

—Es muy buena persona—dije, refiriéndome a Samuel—. Me ha ayudado mucho.

También me había imaginado lo bueno que sería en la cama, pero no lo mencioné.

—Desde hace diez años—dijo ella, con una sonrisa más triste de la que yo hubiera imaginado que debía acompañar un anuncio tan bueno. Su inglés estaba teñido de un ligero acento castellano. Suspiró—. Hemos estado juntos durante mucho tiempo.

—¿También perteneces a la universidad?—pregunté, asumiendo que la respuesta sería afirmativa, dados sus zapatos y la horrible colección de distintivos.

Ella sacudió su cabeza y bebió del vino con un sorbido audible, replegándose aún más en la estrecha armazón de sus hombros.

—Fui redactora técnica para una revista de medicina, pero dejé mi trabajo cuando nació nuestro hijo Jack. Tiene dos años.—Finalmente me miró a los ojos y sonrió, recordando a su hijo. Por eso me caía bien, pensé. Es una buena madre—. No creo en niñeras, ni en centros infantiles.

Me gustó eso también. Yo nunca contrataría una niñera. Nunca. Bueno, quizás si me veía obligada.

Echó una ojeada a mi mano izquierda, e hizo una pregunta cuya respuesta se desprendía de la propia desnudez de mi dedo anular.

—¿Estás casada?

—No—contesté, y me guardé los pensamientos que siguieron:“Estoy llegando a los treinta y todavía no encuentro a un hombre que pueda aguantarme. Nunca tendré hijos, a menos que sea mediante una intervención quirúrgica. Estoy pensando que el mejor remedio para todo esto sería adoptar trescientos gatos, uno por cada libra que espero aumentar pronto, porque no puedo dejar de arrojar helado de galletitas en mi enorme buche, gracias a mi justificado y creciente miedo de quedarme soltera para siempre, amén.”

—Suerte que tienes—bromeó ella, aunque no le vi la gracia. ¿Qué había de malo en estar casada?

—¿Te gusta quedarte en casa?—le pregunté.

—Me encanta—respondió ella, con un dejo de fingida felicidad—. De veras me encanta. Adoro a mi hijo.

Sonaba como si intentara convencerse a sí misma.

—Qué bueno.

—Así es que representas la banda.

—Aja.

—Son muy buenos. Realmente se conectan con la gente.—Parecía como si de verdad le gustaran Los Chimpas, o los admirara, o se sintiera orgullosa de ellos—. ¿Qué te parece tu trabajo?

Que yo recordara, era la primera vez que alguien en Los Angeles me hacía una pregunta tan personal, sencilla y directa. Le contesté honestamente, hablándole de mi sueño de tener algún día mi propia agencia de talentos y terminar con Los Chimpas.

—Vaya—sus ojos se iluminaron con sorpresa—, ya veo que todos tenemos sueños.

—¿Cuál es el tuyo?

Habíamos comenzado a susurrar porque los hombres ya se acercaban al micrófono.

—Quiero escribir el guión de una película.

Miró con fijeza sus pies sin afeitar y se sonrojó.

—Qué maravilla.—Traté de mostrarme entusiasmada.

Todas las personas que conocía en L.A., desde los barman hasta las chicas que vendían cosméticos, decían ser guionistas o actores, pero en el caso de Olivia no parecía que el ego jugara papel alguno en esa declaración. De hecho, parecía extrañamente humillada por el hecho. Todo esto me hizo pensar que quizás ella tuviera cosas que decir, y supuse que debido a su costumbre de replegarse y observar lo que ocurría a su alrededor (algo que francamente podría calificarse como una tendencia antisocial) a lo que se sumaba su anterior empleo como redactora técnica (independientemente de lo que esto significara) era posible que resultara una guionista bastante buena. O al menos tan buena como la mitad de los aspirantes a guionistas en esta ciudad.

—Bueno, la verdad es que ya lo tengo escrito—se disculpó—. Pero no sé qué hacer con él.

Samuel, su marido, se veía alto y confiado. Se acercó al micrófono en el escenario, dio uno o dos golpecitos en él, se aclaró la garganta, y comenzó su minuciosa y halagadora presentación de la banda.

—Me encantaría leer tu guión—le espeté a Olivia, preguntándome, al mismo tiempo, si no había cometido un error. A veces mis impulsos caritativos iban de-masiado lejos.

Olivia me miró con fijeza. No sabía por qué había dicho que quería leer algo de lo cual nada sabía, como no fuera el hecho de que me sentía capaz de pensar que algún día podría tener mi propia compañía si podía decir esas cosas y lograba que una persona insegura creyera que yo era muy importante.

—¿Lo harías?—susurró ella—. Quizás es una basura. Necesito una opinión honesta. Samuel dice que es bueno, pero él es mi marido.—Le lanzó una mirada iracunda—. Y los hombres mienten.

Le sonreí con tanta amabilidad como pude, para dejarle saber que ya era hora de guardar silencio y escuchar a los oradores. Tampoco la conocía lo bastante bien como para hablar sobre su desconfianza hacia su marido y los hombres en general, y no me sentí cómoda con su evidente e inmerecida confianza en mí. Captó mi mensaje de inmediato—después de todo, era una mujer sensible—y se apartó un poco de mí, murmurando una disculpa. Esperé no haberla ofendido, y buceé en mi cartera para sacar una tarjeta de negocios.

—Llámame—le dije con un movimiento de labios—. Envíame una copia de tu guión. Hablaremos. Podemos almorzar.

Asintió sombríamente y se alejó.

Una vez que la conferencia de prensa hubo terminado, con estimulantes aplau-sos y amables sonrisas por doquier, Filoberto se acercó otra vez a la mesa de los tragos con una mano inexplicablemente oculta en la cintura de sus pantalones, como si estuviera posando para imitar a Napoleón. Olivia se colgó del brazo de su marido, con una media sonrisa de complicidad hacia mí, y yo me quedé sola, rodeada por una multitud susurrante de adinerados anglolinos.

Llegué al salón, preguntándome a quién me presentaría ahora. Se respiraba tanto poder que apenas podía resistirlo. Finalmente distinguí a una pareja, cuyas fotos había visto en una revista de chismes. El hombre, Darren Wells, era un famoso productor de dramas televisivos que se había hecho rico con un programa sobre chicos blancos de Beverly Hills atormentados por la ansiedad. Su hijo actúa-ba en él. De baja estatura, con un tinte castaño en el cabello y modernas gafas bohemias, llevaba un falso bronceado bajo su suéter negro y bebía vino con estudiada indiferencia. Su también bronceada esposa era un tributo ambulante al Bótox, a Chanel y a las dietas, de cuya cintura colgaban innumerables cadenas.

—Hola—dije con una sonrisa de oreja a oreja, extendiendo mi mano en el espacio que había entre el señor Wells y yo—. Mi nombre es Alexis López, y soy la representante y publicista de la banda homenajeada. Muchas gracias por venir.

Cuando el señor Wells me tomó la mano, quedé impresionada por su suavidad y calidez. Mis propias manos parecían de hielo. Su rostro se iluminó con una ama-ble sonrisa que no esperaba, y tanto él como su esposa se mostraron más que en-cantados de conocerme.

—Esto es una verdadera sorpresa—dijo Darren Wells—. He estado buscando algo con sabor latino, y alguna gente que conozco pensó que quizás podría hacer algunos contactos aquí.

Mi sonrisa pasó de forzada a fabulosa.

—¿Qué clase de sabor latino?—pregunté.

—Un programa. Hago programas de televisión. Mi nombre es Darren Wells.

—Sé quién es usted, señor Wells—dije con un guiño—. Y también sé que hace programas de televisión. ¡Todo el mundo lo sabe! Y nadie los hace mejor. Creo que usted es genial y cuando lo vi aquí, me dije: caray, no puedo dejar de conocer a este hombre. Nos sentimos muy honrados de que viniera. De veras.

Sonrió con modestia y desechó con un gesto mis desvergonzados elogios, aunque pareció disfrutar de la alabanza.

—No, de verdad, señor—continué—. Me encanta todo lo que ha hecho.

Le hice todo un listado de sus programas y de los nombres de actores y guio-nistas que recordaba. Primera regla para unas buenas relaciones públicas: el ha-lago. Segunda regla: conoce con quién estás hablando y lo que ha hecho. El y su esposa parecieron impresionados, y ella me puso una mano en el brazo.

—¿Eres sureña?—preguntó—. Hablas precioso. De una manera muy expresiva. ¿Verdad que es expresiva, cariño?

El asintió.

—Soy de Texas—dije con orgullo.

—¡Qué encantadora!—sonrió el señor Wells.

Ambos parecían sorprendidos de que alguien como yo—es decir, alguien con piel y cabellos oscuros—pudiera ser tejana. Siempre pasaba eso aquí. Hollywood pensaba que los latinos sólo existían en East L.A. Lo dejé pasar porque, honesta-mente, no me molestaba. Bueno, quizás me molestara un poco que la gente se sor-prendiera de que yo fuera“expresiva” o tejana. Pero me encantaba ser embajadora de mi estado.

Después de alguna chachara más, él me dijo que estaba montando un pro-grama parecido a Baywatch, y que esperaba contratar a una latina para el papel protagónico femenino con el fin de reflejar, según dijo,“el verdadero L.A.” Me encantó eso.

—El único problema con esta maldita ciudad es que adondequiera que voy me dicen:“Darren, no existen hispanos hermosos. Mira a George López. Eso es lo que me dicen.” Siempre mencionan a George.

—¿Es cierto que dicen eso?—me sorprendí.

En privado, tuve que admitir que una o dos veces había pensado que existían hombres mucho mejor parecidos en el mundo que el gracioso y dulce George López, pero no podía imaginar cómo Hollywood podía asumir que él fuera el pro-totipo físico de los latinos. Era como decir que todos los anglosajones se parecían a Rodney Dangerfield o a David Spade.

—Pues lo dicen. Todo el tiempo.

—¿Y Jennifer López?—pregunté.

—Bueno, piensan que es la única diferente y, además, no es precisamente la mujer más agradable para trabajar y nadie se mata por firmar un contrato con ella después de Gigli.

—Me han dicho que es vulgar—dijo su mujer.

—De cualquier modo, no he podido conseguir que ninguna agencia de la ciu-dad me envié a alguien que valga la pena. Estoy a punto de darme por vencido y contratar a otra muñequita Barbie más, pero no quiero hacerlo. Eso es lo que quieren las cadenas, pero pienso que eso es decadente y estúpido. Tarados hijos de puta.

—Viajamos mucho a Los Cabos—dijo su esposa—. Hay tantas mujeres hermosas en México.

Mencioné algunas actrices latinas muy conocidas, que también eran hermosas, pero el señor Wells meneó su cabeza.

—Demasiado famosas—afirmó—. Quiero crear expectativas. Alguien nuevo que pueda sacar la cara como hicimos por los chicos en Beverly Hills High Life. No quiero que el programa gire alrededor de una celebridad. Quiero que la gente crea que estos actores son personajes porque es la primera vez que los ven.

Lo que ocurrió a continuación fue un verdadero toque de genialidad al estilo Alexis. Si yo hubiera sido un personaje de los dibujos animados—algo que a veces he creído ser en esta ciudad—, sobre mi cabeza habría aparecido un bombillo de sesenta vatios, haciendo ¡bing!

—¿Es usted un hombre religioso, señor?—pregunté.

La pareja me contempló con horror. Había olvidado que uno no hace esa clase de preguntas en Los Angeles. Obtendrías la misma reacción si le preguntaras a alguien si le gustaba la pornografía.

—Quiero decir, espiritual—añadí, utilizando la palabra que, para mí, se refería a la Biblia, y que en L.A. significaba camisetas alusivas a la marihuana y vegetarianismo.

—Pues, claro.—Parecía preocupado por el rumbo que seguía la conversación.

—Yo también—afirmé—. Por eso pienso que nos hemos encontrado esta noche. Hay alguien aquí que creo que debe conocer. La actriz perfecta para su programa.

Miré a mi alrededor, tratando de localizar a Marcella, la camarera, pero no la vi. Le pregunté al señor Wells si le importaba esperar allí mismo mientras buscaba a alguien, y asintió. Recorrí toda la galería, pero no pude hallarla.

—Disculpe—le dije al hombre que se hallaba detrás del bar y que asumí era su jefe—. ¿Podría decirme dónde puedo encontrar a Marcella, esa camarera tan bonita?

—No tengo ni la más puñetera idea—gruñó.

—¿Cómo dice?

—La muy puta renunció hace diez minutos.

—¿Renunció? ¿Y adonde se fue?

—No lo sé y no me interesa.

—¿Sabe cómo puedo ponerme en contacto con ella?

—¿Para qué?—preguntó—. Está loca.

—Soy una vieja amiga y quiero seguir en contacto—mentí una vez más. Ya me estaba resultando demasiado fácil.

Debajo de una caja con dinero en efectivo, el hombre sacó un papel destrozado con una lista de números telefónicos. Me señaló el de ella. Saqué el Palm Pilot de mi bolso blanco de flecos Tod y tecleé su número.

Regresé donde el señor Wells y le expliqué la situación, adornándola un poco al decirle que acaba de firmarla como dienta. Dijo que recordaba haberla visto y que no le sorprendía que hubiera sido actriz.

—Una chica espectacular—dijo.

—Es fabulosa—le aseguré mientras le daba mi tarjeta—. La nueva Salma. Y como puede ver, necesita el trabajo. Puedo enviarle vídeos de su trabajo, si quiere, y organizar una reunión.

El pareció dudar, pero su esposa se mostró confiada. Me recordó esa frase de que tras cada gran hombre existe una gran mujer. Era tan cierto.

—¿Por qué no, querido?—preguntó—. Tal vez no suceda nada, pero quizás sea la decisión más inteligente que hayas hecho nunca. ¿No fue por eso que viniste aquí?

—Sí, pero ¿una camarera?

—Es una celebridad en el mercado hispano—le aseguré.

—Jennifer Aniston fue camarera, querido—dijo su esposa—. Y Brad entre-gaba refrigeradores a domicilio.

—Pero necesitamos que hable inglés—objetó él.

—Ella es de Santa Bárbara, señor, completamente bilingüe, sin ningún acento en ambos idiomas. Estudió en Cate.

—¿De veras?—preguntó él—. Tenemos una sobrina en Cate.

Nunca había oído hablar de Cate hasta esta noche, pero sabía el efecto que causaba mencionar nombres de escuelas preparatorias.

El señor Wells tomó mi tarjeta y se la metió en un bolsillo con un gesto que me hizo pensar en Woody Allen.

—Veremos—dijo—. Gracias por la recomendación, Alexis. Ya te llamaré.

Durante varios minutos deambulé por el salón recolectando tarjetas, hasta que me acerqué a Filoberto, que aún montaba guardia junto a la mesa de las bebidas. Le pregunté si estaba bien, y cuando me dijo que sí, le dije que me marchaba.

Había sido una larga jornada, y en mi condo de Newport Beach me aguardaban una pinta de helado Chunky Monkey y una chihuahua de pelo largo a quien había bautizado como Juanga, en honor a Juan Gabriel, mi cantante favorito. Mi perrita Juanga no era macho, sino hembra, pero igual hubiera podido serlo Juanga el cantante, con sus brillantes capas y sus ropas de cuero.

El trayecto para llegar hasta Orange County no era corto…pero valía la pena porque era el único lugar del sur de California donde no sentía necesidad de disculparme por ser republicana. Casi encajaba allí. Aunque me encantaba correr en mi precioso y pequeño Cadillac de color crema, temía esos sesenta y tantos minutos que aún debería pasar en las autopistas del sur de California. Gracias a Dios que existían los CDs; esta noche, mi compañía sería una selección de canciones rock de los ochenta.

—Vete—gruñó Filoberto, no sólo como si ya no me necesitara, sino como si nunca me hubiera necesitado y como si nunca fuera a necesitarme. A pesar de todo, sonreí.

—Te portaste muy bien hoy, querido—le dije—. Estoy muy orgullosa de ti. Todos lo estamos. Gracias por tu gran trabajo y generosidad.

Filoberto se tragó su cerveza y me observó con el rabillo del ojo. Luego, para mi sorpresa, eructó suavemente y me atrajo con un abrazo paternal.

—Ven aquí—dijo—. Sé que soy duro contigo. Quizás…quizás tengas razón. Me refiero al traje. Pero creo que luzco bien.

A continuación, con la misma rapidez con que se había aflojado, volvió a endurecerse de nuevo, rechazándome como si hubiera sido yo quien lo hubiera abrazado. Permanecí mirándolo, como una tonta, mientras las lágrimas se asomaban a mis ojos.

Era la niña que llevaba dentro. Lloraba por casi todo. Recién nacidos, aviones que aterrizaban a tiempo, comerciales sobre duchas, la amable señal de mi secadora de ropa. Por todo.

Pero si se trataba de algo que me recordara que no había conocido a mi padre biológico (mexicano) hasta los dieciocho años, entonces lloraba como Tammy Faye en una entrevista con Barbara Walters.

Había cumplido los dieciocho cuando mis padres me dijeron la verdad: el donante de mi espectacular ADN no había sido otro que Pedro Negrete, el famoso mariachi y actor mexicano. El era, y seguía siendo, el cantante romántico de mediana edad más querido y bigotudo de todos, tan popular en sus grabaciones como en los granulosos filmes que Telemundo transmitía a altas horas de la noche. Un pedazo de hombre alto y lleno de picardía, que usaba pantalones muy ajustados, con objetos brillantes que colgaban como monedas a sus costados, y chalecos bor-dados que rozaban la parte superior de su amplio trasero. Tenía ranchos en México y en McAllen, Texas, llenos de hermosos caballos blancos que hacían cabriolas como perros de circo durante sus conciertos, que habitualmente se celebraban en terrenos de rodeo. Cada vez que podía, Pedro cantaba sentado sobre el lomo de un caballo, y mujeres de avanzada edad y senos caídos arrojaban pantaletas cada vez mayores sobre el polvo apisonado por los cascos. Al principio, cuando mami y papi me lo contaron, creí que bromeaban; pero pronto supe que era cierto.

Creo que mi madre estuvo temporalmente loca cuando pasó aquella sola noche con Pedro en 1974- Pero en West Dallas, Pedro Negrete era como Elvis o los Beatles. Así es que cuando mi tía Dolores llevó a mi madre a uno de los conciertos de Pedro para celebrar su graduación en SMU (fue la primera de la familia en ir a la universidad, en contra de sus padres), Pedro escogió a mi madre en-tre el público porque pensó que era muy bonita con esa melena corta y rojiza, sus botines blancos y su vestido corto de color turquesa. He visto las fotos; era delga-dita y muy mona. La gente cree que sólo los cantantes de rock escogen chicas lindas del público, pero por lo visto los ídolos de la canción ranchera también lo hacen.

Aunque mi mamá es metodista ahora, igual que mi papá, fue criada como católica. Abortarme nunca fue una opción…gracias, Jesús, María, José, Mel Gibson y todos los demás. Cuando nací, ella vivía con mis abuelos, quienes aseguraron que la“situación” (es decir, yo) era exactamente lo que podía esperarse cuando se enviaba una hembra al colegio. En un gesto de desafío, Dolores también decidió graduarse de SMU, y su decisión de besar los labios (superiores e inferiores) de las mujeres solamente sirvió para afianzar en mis abuelos la idea de que la universidad era una Escuela Satánica del Pecado para Chicas. Mamá esperó a que yo cumpliera los dos años para buscar trabajo como secretaria en una compañía petrolera. Ahí conoció a mi padre, que entonces formaba parte del equipo de vendedores jóvenes. Cuando digo papá, me refiero a la persona que me crió.

—Filoberto—me detuve, porque las palabras adecuadas se negaban a salir de mi boca-Quería decir algo, pero me di cuenta que no era a Filoberto a quien quería decirlas. A veces todo se confundía en mi cabeza: quiénes eran los hombres y qué significaban para mí, qué quería de ellos y por qué.

—¿Todavía estás aquí, mujer?—me limpió una lágrima de la mejilla con su pulgar calloso y sonrió—. Vete a casa, chiquita.