OLIVIA

No grites me dice ella y sus ojos parecen los de un animal Su mano me cubre la boca y sabe a masa y cebollas y su otra mano sobre los labios fruncidos de mi hermanito y el otro hermano es tan pequeño, casi recién nacido, que está dormido y le ruego a Dios que no se despierte riendo como suele hacer el bebé más alegre de Perquín. Nos dice que hagamos silencio lo dice todo el tiempo por supuesto porque somos niños pero esta vez ¡o dice y sabemos que hay que obedecer. Tiene mal aliento como ocurre con el aliento a mitad de la noche, cuando es denso y pastoso, y tengo ganas de orinar y ella está cerca y es tarde y no recuerdo cómo nos metimos debajo de la cama en la entrada la puertecita que mi padre hizo en el suelo de la que ella se burlaba y dijo que nunca necesitaríamos, una puerta más pequeña que ninguna otra que haya visto, con arañas y oscuridad al otro lado del suelo. Practicamos una vez, toda la familia, deslizan-donos a través del hueco, hacia el costado abierto de la casa, trepidando sobre nuestros vientres hacia la luz del patio.

Una mujer y tres niños nos apretujamos bajo la cama del cuarto oscuro y no nos movemos apenas respiramos. Ella tiene veintisiete años, se llama Soledad y es mi madre. Y hs oigo echar debajo de una patada la puerta principal el crujido de la madera el sonido más súbito y horrible que haya oído en mis diez años de vida. Y los oigo hablar con sus voces fuertes de hombre y yo soy pequeña pero sé cómo hablan los hombres cuando están borrachos; si me preguntan diré que no, que no sé, pero sisé. Los escucho decir que buscan a mi padre lo llaman puta fidelista comunista marxista palabras peores palabras terribles que mi madre no me deja pronunciar. Y puedo ver a mi Tata en el otro rincón de la habitación acurrucado en una silla luego se pone de pie detrás de la puerta con un arma en su mano temblorosa y su otra mano temblorosa corta el aire para ordenarnos que nos quedemos ahí. Tiembla sólo lleva sus calzoncillos como hace para irse a dormir y una camisa a cuadros, agujereada por las polillas. Parece un niño. Su pelo está revuelto y es tan flaco tan joven ahora me doy cuenta. Veo sus rodillas huesudas y su segundo dedo del pie más largo que los otros. Me doy cuenta de lo pequeño que es y eso me asusta porque siempre me había parecido tan alto y valiente, era todo para mí. Me mira y sonríe para darme a entender que todo saldrá bien pero sus ojos dicen otra cosa. Sus dientes están teñidos de marrón por los minerales que hay en el agua del pozo del pueblo en las lomas donde aprendió a ser honesto y bondadoso. Sé lo suficiente como para saber que está mintiendo, de la misma manera que sé cómo hablan los hombres cuando están borrachos también sé cómo miran los hombres cuando están mintiendo. Mi padre nunca supo decir mentiras. Esa fue su mejor y peor cualidad. Tata siempre dijo la verdad y eso no estaba permitido. Era un hombre amoroso y amable con los animales tan amable que ni siquiera se los comía era budista y todos en el vecindario y en el pueblo pensaban que estaba loco y trazaban círculos con un dedo apuntándose a la cabeza como si llevaran un arma, qué loco, qué loco.

Sé que el arma no tiene balas que mi madre se las sacó un día cuando mi padre estaba en la escuela estudiando para ser arqueólogo porque soñaba con documentar los asesinatos en masa los enterramientos anónimos de su gente mi gente nuestra gente. Lo sé porque la vi sacándolas y ella me contó por qué lo estaba haciendo mientras lo hacía, dijo que no creía que necesitáramos un arma, “Ninguna casa donde haya tres niños debe tener un arma cargada, ésa es una señal segura de decadencia social”, dijo ella y me besó en la cabeza y echó las balas a la basura, “Pero Tata dijo que podría necesitarlas”, dije, “Roland Reagan quiere capturarlo”. “Ronald”, me corrigió ella, y se rió y me revolvió el cabetto. Cloqueó como una gallina y me dijo que no creía que esos problemas llegarían hasta nosotros que no pensaba que las cosas se pondrían tan malas y que temía tener un arma en la casa tenía más miedo del arma que de los escuadrones de la muerte.

Siempre confié en mi padre porque me contaba historias a la hora de dormir y me peinaba con un cepillo plateado y yo no conocía de ningún otro Tata que lo hiciera, casi todos hs otros Tatas que conocía parecían borrachos y tenían ojos que mentían. No entendía lo que significaban estas cosas pero sabía que mi madre había sacado las balas y que mi padre las quería dentro del arma, Y nuestras cabezas se asoman bajo las camas y lo veo todo y entonces comencé a odiar a mi madre,

Y mis padres intercambian una mirada y elle dice con los ojos que sabe que no hay balas y que está asustado y ella le dice que lo siente y elle dice que no importa y ella llora sin hacer ruidos y aprieta mi mano hasta que los dedos se me entumecen, Y mi padre el budista maya comienza a rezar un rosario católico que aprendió cuando era niño y pensó que había olvidado y escucho caer las palabras una catarata de palabras y la cabeza de mi madre golpea el suelo y vuelve a golpeársela tres veces y dice que es una estúpida y yo estoy de acuerdo con ella.

Nos quedamos escuchando mientras ellos tiran y rompen en la otra habitación nuestra única otra habitación es un pequeño apartamento no tenemos mucho dinero compartimos el espacio y la comida lo mejor que podemos y sólo más tarde comprendo que éramos pobres. Y no golpean la puerta del dormitorio. La echan abajo. No está asegurada y pudieron haber hecho girar el picaporte y haber entrado eso es lo que pienso mientras observo hs trajes verde oscuros y las botas de caucho a través del piso de madera. Mi madre me aprieta más fuerte y ahora tengo todo el brazo dormido. Ni siquiera son unas botas bonitas porque estos hombres son unos ignorantes son muchachos que están borrachos y no saben por qué asesinan ni a quién asesinan porque creen que el dinero que reciben por eso es bastante. Veo la bota y el rifle y luego los hombres y veo que son cinco y que hay más hablando en la otra habitación riéndose. Esto no es justo pienso con mi mente de niña cinco contra uno, aunque ése uno sea mi padre que es grande y fuerte o lo era antes de que mi madre le robara las balas y él se fuera a dormir sin sus pantalones.

Nunca olvidaré qué pequeño se veía mi Tata con su arma vacía, sus piernas más flacas que las patas de un flamenco, tratando de sonreír y encogiéndose para tratar de parecer inofensivo. Intentó razonar con ellos con una voz suave y odié a mi madre por haber sacado las balas y ella nos agarró a todos como si fuéramos un bulto como tortillas y nos cubrió con su cuerpo con sus manos sus piernas nos envolvió con su cuerpo y sentí sus sollozos ahogados que nos estremecían y ahora mis pies están dormidos.

“No mires”, me dice y no sé de qué habla y entonces alzo la vista y la cabeza de mi Tata explota en rojo y gris y un pedazo de su cabeza con sus brillantes cabellos negros y rizados sale volando por la habitación y se incrusta en la pared. Apenas hay tiempo para entenderlo y ya ha sucedido. Y luego escucho los disparos como si llegaran con retraso y hs hombres se ríen mientras el cuerpo de mi padre cae sobre el suelo como una canasta de papas pesado e inmóvil y le disparan otra vez y otra vez y quiero gritar y no puedo mi madre no me deja y esto es culpa suya y la odio. Huelo el olor a pólvora y a sangre. La sangre huele a metal. Nunca supe hasta ese día que la sangre oliera. Mis piernas están dormidas.

Uno no se da cuenta enseguida de que su padre ha muerto de que en un pequeño intervalo de tiempo, una fracción de tiempo, unos hombres puedan arrancarlo de titan fácilmente que las personas son tan frágiles desechables que nuestras vidas cuelgan del más fino de los hilos que en cualquier momento alguien puede decidir volarte la cabeza. Eso es algo que más tarde te perseguirá en sueños por el resto de tu vida en la manera en que te aferras a gente y situaciones que no deberías en la manera en que pasas por alto las cosas malas la gente mala en la manera en que no quieres separarte de nadie por muy mal que te traten especialmente los hombres y en mi sueño uno de los hombres del escuadrón de la muerte es mi marido Samuel borracho que se ríe de mí.

Y mi madre que tiembla maldice susurra empuja un picaporte bajo la cama y hay un hueco debajo de la casa y ella nos va depositando en él uno a uno y no puedo sentir mi espalda cuando aterrizo en el suelo y nos abrimos paso por el túnel y salimos al patio trasero y ella nos empuja y levanta porque estamos demasiado asustados para movernos, yo y mi hermanito de cinco años que está quieto tan quieto que no puedo creer que sea el mismo niño que hace tanto ruido todo el día que quisieras pegarle y el otro todavía duerme y no puedo creerlo después que mi madre lo hizo rodar como una masa de maíz por todo el suelo. Es bueno que los soldados estén tan borrachos que cantan y gritan para celebrar el asesinato que les traerá oro, porque no nos oyen hasta que ya estamos fuera de la casa en el patio y corriendo hacia el único lugar que aún está a salvo: la iglesia.

Y quiero regresar a la casa para matar a bs hombres y mi madre dice que no y asegura que esto es lo que él quería que esperáramos hasta que ellos estuvieran en la casa hasta que lo agarraran y luego nos iríamos que ésa era la mejor manera y la única. Ella repite “esto no está sucediendo” una y otra vez y la odio por su manera de resolver la desgracia por la manera en que dejó que ocurriera y nos levanta y me coloca sobre uno de sus hombros los varones en el otro, y ella pequeña y flaca pero corre y siento la calidez salada de sus lágrimas y no son las mías son las suyas saben más amargas que el metal y muy malas en mi boca. Las lágrimas de mi madre empapan mi hombro y ella corre descalza en medio de la noche y délas balas que vuelan y tratan de detenernos.

Y ahora mi madre la maya atea ruega que Dios k permita llegar con sus hijos a la iglesia que lleguemos a la iglesia donde estaremos a salvo y la noche es tan oscura que no puedo imaginarme que alguna vez vuelva a haber luz otra vez y una bala alcanza en un pie a mi hermano el más pequeño el recién nacido y chilla y perderá su pie y nunca caminará derecho pero vivirá y será un médico y ayudará a los niños refugiados en todas la guerras habidas y por haber y ahora me siento tan entumecida que no puedo sentir nada…

Noooo!—me desperté gritando, empapada en sudor.—Olivia. Tranquilízate, cálmate.

Era la voz de Samuel, con su mano suave y cálida sobre mi brazo erizado, y su español forzado y torpe, pero cariñoso.

Seguía oliendo a algo extraño que yo no podía reconocer.

—Fue sólo un sueño—aseguró.

Me acunó como a un bebé. Escudriñé la oscuridad, observando las paredes del pequeño dormitorio, demasiado próximas, el aparador alquilado con su espejo barato, la silla que estaba en el otro extremo, el afiche de la Huelga de las Uvas del Sindicato de Trabajadores Granjeros que mi madre nos había regalado por nuestro aniversario, los tejidos del Perú con sus colinas y sus llamas que colgaban de las paredes. Miré sobre mi hombro la cabecera alquilada. Luego miré al rostro de mi marido, fuerte, amable, con ojos oscuros y acongojados.

Me acurruqué entre sus brazos, temblando.

—No—dije—. No es sólo un sueño. Es el sueño.

—Necesitas ver a alguien que te atienda eso—dijo—. Está empeorando. Te matará.

—No hables de matar.

Parecía un sueño. ¿Qué era ese olor? Se sentía tan caliente. Pólvora. No, metal. El olor de un sueño. Algo irreal. Samuel olía a sangre. Escuché la voz de mi madre, muy cercana, y vi una boca que se movía en el aire. Esto no está sucediendo, esto no está sucediendo,

—Tú estabas ahí—exclamé—. Esta vez lo mataste tú, eras tú.

Lo golpeé, lo abofeteé, abrí mi boca para morderlo, pero él me sujetó.

—Shhh—dijo, rodeándome fuertemente con sus brazos como si fuera un chaleco de fuerza—. Olivia, escúchame. Sé que quieres escribir la historia de tu madre. Sé que eso es importante para ti. Pero mientras más trabajas en el guión, peor te sientes. Debes dejarlo por un tiempo, ir primero a una terapia.

El silbido de una bala irrumpió en la noche. Salté y grité.

—Shhh—dijo de nuevo—. No es nada. Sólo la calefacción que se encendió. Estás en L.A., es octubre, hace frío. ¿Me oyes? ¿Oíste lo que dije sobre el guión? No quiero que trabajes más en él.

—Van a matarme—dije.

—Nadie va a matarte. Estás a salvo. ¿Quieres que te traiga agua?

—¡Samueeeel!—dije histérica—. Ve a ver si Jack está bien. Fue la pelona.

La muerte estaba aquí, en la habitación, respirando en las esquinas. Podía sentirla.

—Estoy seguro de que Jack está bien, Olivia. Escucha.—Sostuvo el monitor para que lo viera. No emitía sonidos inusuales. Samuel sonrió—. No te preocupes.

Trató de abrazarme otra vez, pero lo pateé.

—Ve a ver—le dije.

—El niño está bien—repitió.

—Pero el pie—grité—. El bebé perdió su pie.

Traté de zafarme. El intentó controlarme de nuevo, pero volví a patearlo con fuerza.

—No—murmuré—. Ve a ver al niño.

Samuel retrocedió.

—Está bien, está bien. Lo haré. Pero ¿vas a estar bien si te dejo sola aquí?—preguntó.

—Asegúrate de que Jack esté bien—me estremecí—. Le disparan a los bebés. No discriminan.

Samuel se deslizó por el dormitorio en penumbras, cuidando de no darme la espalda. Vi sus poderosas piernas, fuertes de tanto ciclismo, y los músculos de su abdomen. No tenía derecho a ser mucho más fuerte que mi Tata. ¿Por qué había estado allí, me pregunté, disparándole a mi padre?

—Regreso enseguida—me aseguró.

Tan pronto como Samuel salió del cuarto, las voces se arremolinaron sobre mí. Me quedé contemplando los fantasmas revoloteantes que danzaban por las pare-des, y esperé entumecida y helada. Me cubrí con la sábana e intenté calentarme de nuevo.

—Váyanse—les dije a los fantasmas.

Se rieron. Traté de olvidar el sueño y la manera en que el olor persistía. Incluso después que Samuel saliera, flotaba en el aire. Había espectros por doquiera que miraba, calaveras amenazantes, excepto un solo rostro, con barba y mirada bondadosa.

—Tata—llamé.

Sonrió tristemente y cortó el aire con una mano, diciéndonos que nos quedáramos quietos, quietos. Quise advertirle, decirle lo que iba a ocurrir para que corriera a salvarse, para que viniera con nosotros, por qué no escapamos todos juntos, por qué se quedó a pelear, pero mi lengua no podía moverse.

Salté de la cama y fui al espejo. Ya no era una niña. Frente a mí había una mujer de treinta y cuatro años que parecía joven para su edad, de piel canela y oscuros cabellos castaños salpicados de canas, a la altura de la barbilla. Ya no me arreglaba el pelo, aunque había puesto cierto empeño en él y en el resto de mi apariencia cuando estaba en la secundaria y la universidad. Pero ya no había tiempo, y de todos modos a nadie le importaba cómo luciera, ni siquiera a mi propio marido.

Olivia, llamaron los fantasmas. ¿Dónde estás?

—Aquí—contesté a mi imagen.

No podemos verte.

Yo era el tipo de mujer que la gente siempre estaba creyendo reconocer de alguna parte, aunque yo no conocía a mucha gente. Tenía un rostro ovalado y franco que inspiraba confianza y hacía pensar a muchos que te habían visto antes, y una o dos veces me habían dicho que me parecía a Talisa Soto, aquella mujer que se había casado con Benjamin Bratt. Usaba maquillaje tan pocas veces que había olvidado quitármelo la noche anterior, pero de algún modo el rímel se había corrido de una manera que parecía calculada, como si estuviera usando delineador y tratara de verme bonita. El rubor aún coloreaba los huesos de mis mejillas. Recorrí con los dedos mi estrecho cuello, en dirección a las clavículas. Me estremecí.

Olivia, venimos por ti.

Medía algo más de cinco pies, era fuerte y musculosa por los muchos años de carreras diarias, y el remolino de los fantasmas contra el techo me hizo sentir aún más pequeña. Escuché pasos y me agazapé en la cama, sumergiéndome bajo las mantas, temblando.

Samuel regresó, andando suavemente sobre la alfombra. Cuando entró al cuarto, los fantasmas se dispersaron como cucarachas.

—¿Está vivo?—pregunté.

—Jack está bien—respondió él y se trepó a la cama—. Ven aquí.

Me abrazó y acunó en sus brazos.

—Ya, ya, mi amorcito—dijo—. Ya pasó todo. Estás a salvo.

Me estremecí y me entregué al calor de sus poderosos brazos. Miré los números digitales rojos del despertador junto a la cama: 4-47. Samuel debería estarse levantando en una hora para ir a su oficina en la UCLA y prepararse para sus clases. Pero aún escuchaba el resonar de los pasos, unos tras otros, correteando, caminando, borrachos en busca de su presa en el otro cuarto, en las verdes colinas de Perquín. Cerré mis ojos para no escuchar las botas de los hombres sobre el piso de madera. Me dije que aquí no había ningún piso de madera, sino alfombra, la alfombra nueva de un apartamento; estaba en Calabasas, no en El Salvador; tenía treinta y cuatro años, no diez; no había nada que temer. La cortina de vinilo de la única ventana del dormitorio se tornó gris con la cercanía del amanecer.

—Ayúdame—sollocé.

—Llama a ese médico—dijo Samuel, con una herida sangrante en su mejilla por culpa de mis uñas.

—Está bien—dije.

—No me digas que sí otra vez, Olivia. Hazlo. No podré seguir aguantando esto.

—Lo haré.

Me acurruqué contra él y comencé a librarme de las pesadillas. Me abrazó y comenzó a besarme en el cuello y los hombros, y ahí estaba. Una erección. Contra mi muslo.

—No—le dije, mientras me libraba de él.

—No puedo evitarlo—se justificó con un gesto de vergüenza.

—No necesito eso ahora. Necesito ayuda.

Se apartó de mí.

—Lo sé. Es algo biológico. No quisiera que ocurriera. Lo siento.

—Está bien—acepté.

—¿Qué tal si hago tortas para el desayuno?—preguntó—. ¿Ayudaría eso?

—Sí—contesté—. Pero apenas son las cinco de la mañana.

—Duerme tú—me aconsejó—. Limpiaré un poco. Te despertaré dentro de un rato.

—Trataré.

—Ey—dijo, volviendo su rostro para que pudiéramos vernos los ojos—. ¿Sabes que te quiero?

Sonreí mientras los últimos fragmentos del sueño se disolvían en el aire.

—Yo también te quiero—contesté.

De repente, el rostro de mi padre apareció frente a mí, en la cama con nosotros, y de inmediato atravesó volando la habitación, tan nítidamente como si estuviera vivo, y se quedó allí, en el alféizar de la ventana, sonriendo.

—¿Tata?—llamé.

Samuel se volvió hacia el sitio donde miraban mis ojos.

—¿Lo ves?—preguntó.

Además de otros temas, Samuel enseñaba sobre la guerra civil en El Salvador en la UCLA. Era americano, de ascendencia mexicana, pero me comprendía.

—Sí—dije.

Pero apenas respondí, el rostro desapareció y me sentí más fría, mucho más fría de lo que me había sentido en días.

Samuel me besó la mano.

—El también te ama—me aseguró—. No lo olvides. Y tampoco quiere que sigas teniendo esos sueños. Quiere que te permitas a ti misma ser feliz.

—Seré feliz tan pronto termine el guión.

—Olvídate del guión—replicó Samuel—. Concéntrate en ponerte bien, Olivia. Eso es lo más importante ahora.

—Ay, Samuel—exclamé y me acurruqué contra su pecho. El olor a sangre se había ido de él; ahora olía a desodorante masculino—. ¿Me estoy volviendo loca?

—No—dijo—. Estás bien.

No sentí nada, sólo una somnolencia anestesiante que se extendía por todo mi cuerpo. Samuel hizo chasquear la lengua suave y adormecedoramente, y me dejó hasta que llegó la mañana y, con ella, la luz.