Fui al médico porque Samuel juró que me abandonaría si no lo hacía. ¿Y por qué quería dejarme? Porque, después de recibir por correo la única copia que quedaba de mi horrible guión, que la tal Alexis me enviara tres meses atrás, no había dudado en quemarla y, en el proceso, casi quemé también el apartamento.
Y más tarde, después de reescribirlo todo de nuevo, por sugerencia suya y porque Alexis seguía llamando y visitándome y almorzando conmigo y diciéndome que lo necesitaba, me llevé a Jack a pasear por las colinas cercanas a casa el mes pasado, y volví a quemar el guión de una vez y por todas. Hice una pequeña hoguera en la zona de picnics, y mientras Jack y yo tostábamos alteas, fui rompiendo las páginas y las fui echando en la hoguera. Mientras lo hacía, estaba convencida de que era la peor escritora que hubiera existido, y pensé que si lo quemaba tal vez las pesadillas no regresarían.
Por supuesto, no era una escritora tan mala, por lo menos no lo pensé así cuando me sentí mejor. Cuando Alexis no estaba diciéndome que quitara algunas partes y añadiera otras, aseguraba que tenía talento.
Pero las pesadillas continuaron, con su acostumbrado final en el que yo acababa golpeando a Samuel con los puños y arañándole los ojos. Había estado sangrando y lleno de moretones más tiempo del que estábamos dispuestos a admitir, y me dijo que se sentía cansado de todo eso. No lo culpaba. Hasta Jack parecía detectar la tensión, y el otrora alegre niño se hallaba más sombrío de lo que hubiera esperado, y parecía observarme con miedo.
El médico no tardó en diagnosticarme. Síndrome de estrés postraumático. Yo no estaba loca, me dijo. No me sucedía nada malo. Era una mujer normal, dijo, que había sido testigo de una violencia horrible y casi inimaginable. ¿La solución?
Reunirme con él una vez por semana, o hasta dos, para hablar sobre el tema, y tomar medicamentos, una cosa llamada Zoloft. Y me recomendó que intentara escribir sobre mi experiencia otra vez. Estaba segura de que a Alexis le gustaría saberlo. Parecía creer que su más reciente dienta, esa preciosa actriz dominicana a la que todos llamaban la nueva Carmen Electra, podría realizar un magnífico papel, pero yo no estaba segura de que fuera tan buena actriz. Y estaba menos segura aún de que yo fuera una guionista que valiera la pena, ni siquiera que fuera una guionista.
Le dije al doctor que ya había escrito sobre mis experiencias, que había escrito dos guiones, ambos titulados Soledad, como mi madre. Hasta le conté que a una mujer que representaba a una banda de música y a una actriz bastante conocida le habían gustado las primeras dos versiones; y que después que quemara la última había vuelto a escribir la mitad de una tercera versión, trabajando en una especie de trance durante las siestas de Jack y muy temprano en las mañanas, cuando no podía dormir. Le dije la verdad: quería dejar de escribir, pero no podía. Para mí, escribir era una manía y una maldición.
A diferencia de Samuel, el doctor creyó que era buena idea hacerlo por tercera vez, y hasta pensó que era lógico que mis ataques empeoraran después que comenzara a escribir el guión.
—Las cosas se están resolviendo en tu cerebro—dijo—. El cerebro durmiente está aprendiendo a solucionar problemas con los que no puede lidiar conscientemente. Es asombroso. No dejes de hacerlo.
El doctor también preguntó si existían tensiones en mi matrimonio. No tuve que pensar mucho para responder: sí. No había peleas abiertas, pero Samuel y yo no estábamos tan unidos como antes. El trabajaba mucho, yo siempre estaba cansada, ya no teníamos relaciones sexuales. El doctor sugirió que pasara más tiempo conmigo misma. Dijo que la falta de una identidad o de tiempo personal podía generar los problemas que yo estaba teniendo, y que yo parecía prestar muy poca atención a mis propias necesidades y deseos. Me preguntó qué me gustaría hacer, aparte de escribir, y la respuesta fue fácil: correr. Me encantaba correr. Pero desde el nacimiento de Jack había dejado de hacerlo porque parecía muy egoísta de mi parte y porque no tenía a nadie con quién dejarlo.
—Las enfermedades cardiacas son la principal causa de muerte en las mujeres—aseguró el doctor—. No creo que sea egoísta querer vivir más. Creo que a tu hijo le gustaría que estuvieras más tiempo con él, ¿no te parece?
Pensé en el incidente de las tijeras, y no me sentí muy segura.
Con ese objetivo vine aquí, a East Hollywood, junto a Silver Lake, cerca de Waterloo y Reservoir, a la calle donde crecí. Ahora era un vecindario sumido en una crisis de identidad, con cibercafés y anticuarios de moda que se codeaban con tiendas mexicanas baratas y salones de manicura poco higiénicos, cuyas pare-des exteriores estaban pintadas con graffitis. Pensándolo bien, no era tanto una crisis de identidad como una soberbia expresión de la diversidad de Los Angeles.
Esa tarde iba a dejar a Jack con Debbie, la esposa de mi hermano Frascuelo, para poder irme a correr. Después iría con Alexis y Marcella a una sesión de fotos. Alexis no se había dado por vencida. Nos habíamos reunido a almorzar un par de veces, pero Jack siempre estaba conmigo y yo no había podido concentrarme en los consejos de Alexis. Después de leer la última versión del guión, me dijo que pensaba que era mucho mejor que las anteriores. Estaba segura de que mentía, pero ella me había tranquilizado.
Frascuelo y Debbie vivían en una casita alquilada, con tejas de placa, rejas en las ventanas y fragmentos de vidrio oscuro en el jardín, dejados allí por gente que arrojaba botellas de cerveza desde sus autos en marcha. No era lo ideal. Pero en el interior, la casa era bonita y cómoda, y a Jack le gustaba quedarse porque sus primos tenían peceras con tortugas y cangrejos ermitaños, y ésas eran las cosas más maravillosas que él podía imaginar. Yo no deseaba cuidar mascotas, así es que los animales pequeños resultaban muy interesantes y novedosos para mi hijo.
Debbie abrió la puerta. Vestía unos jeans, una camiseta negra que llevaba sobre el pecho la palabra chica, escrita en letras de color rosado brillante, y unas sandalias de plataforma negras, demasiado pequeñas para sus pies. Llevaba las uñas de los pies largas y amarillas como colmillos caninos. Tenía el largo cabello peinado como siempre, desde que la conocía, liso sobre la espalda y con un gran cerquillo que se curvaba encima de sus ojos. No era exactamente la esposa de Frascuelo, pero así la llamábamos. Era su mujer, la madre de sus dos hijos, y habían estado juntos desde la secundaria. Aunque ambos se llamaban mutuamente esposo y esposa, que yo supiera jamás se habían casado. Pero en este vecindario “esposa” era una actitud mental.
Debbie era una madre y ama de casa, como yo, pero apenas había terminado la secundaria. Hacía cosas por sus niños que yo jamás haría con los míos. Por ejemplo, colocaba gruesas colchas de personajes de dibujos animados sobre los coches de sus bebés porque creía que eso los protegería de los microbios y del mal de ojo. Muchas mujeres de esa zona lo hacían. Lo habían estado haciendo desde que yo era niña y seguían haciéndolo.
Realmente no sé cómo sobrevivían los bebés en East Hollywood, con todas esas madres que los ahogaban bajo colchas sofocantes para mantenerlos “saludables”. Debbie también permitía que sus hijos vieran programas de televisión con violencia y, al parecer, pensaba que las “comidas con queso” constituían uno de los grupos alimenticios más importantes y que eran mejor digeridos con “refresco de naranja”. Usaba la doble negación con mucha frecuencia, como por ejemplo:
“No creo que no haya ningún problema con las comidas con queso y los refrescos de naranja”. Debbie tampoco creía que hubiera ningún problema con dejar que sus niños jugaran con pistolas de juguetes, y yo me preguntaba cómo Frascuelo, que había perdido un pie por causa de un arma y que había sido criado por nuestra madre, una gran opositora de las armas, podía justificar la manera en que sus hijos se perseguían unos a otros, gritando: ¡Pum-pum, te maté!
A causa de nuestras diferencias de opinión sobre la crianza de un hijo, Debbie era mi última opción para dejar a Jack a su cuidado. Pero ella era lo único que tenía a mano. No me tranquilizaba el hecho de que tuviera un tatuaje en forma de lágrima debajo de un ojo, rezago de su época de pandillera, o que su otro tatuaje, en uno de sus rollizos brazos, dijera La Sad Girl Frascuelo había terminado la secundaria y la universidad, y ahora estaba en su tercer año de medicina de la Universidad del Sur de California, por lo que yo estaba completamente confundida sobre la relación entre ambos. No sabía de qué podían hablar, pero no me entrometía. Mi hermano amaba a Debbie y le gustaba decir que era su mejor amiga. Con sus veinticuatro años, Frascuelo se entregaba abiertamente a todo. Creo que ser tan leal era su modo de lidiar con las pérdidas. Paz y yo hablábamos sobre esto todo el tiempo, a espaldas suyas, lo cual supongo que no estaba bien, pero era nuestra manera de tratar de explicárnoslo.
Más temprano, mientras conducía hasta aquí, había llamado a Samuel para decirle que me sentía culpable de dejar a Jack con Debbie, pero él me dijo que me tranquilizara. Pero yo no estaba dejando a Jack para irme a hacer algo productivo, como pulir mi guión o irme a correr. Lo estaba dejando para irme a una sesión de fotos con mi famosa amiga. Samuel tenía la idea de que eso era algo saludable. Dijo que sería bueno que Jack saliera y pasara un rato con sus primos.
—Pero ¿y si lo ahoga con una de esas gruesas mantas que tiene con el Conejo de la Suerte?—le pregunté a Samuel.
—Dile que no lo cubra. Que lo haga con sus hijos, pero no con el nuestro.
—¿Y si él empieza a querer dispararle a todo con pistolas de juguete?
—Jack nunca tendrá una pistola de juguete. Le explicaremos por qué las pistolas son malas, pero le enseñaremos a ser tolerante con otros niños que no son como él. No es malo que conozca a personas diferentes, Olivia. Tienes que dejarle saber que existen otras cosas.
Jack corrió hacia la casa para buscar los cangrejos. Debbie sonrió de un modo raro y de nuevo vi que le faltaban varios dientes de atrás. Me invitó a pasar, y empezó a retirar la ropa que estaba doblando sobre el sofá. Se lo agradecí, pero le dije que tenía que salir corriendo…y lo hice literalmente. Estaba planeando correr cinco millas por la playa antes de regresar a casa a ducharme y vestirme. Tenía tres horas para encontrar el sitio de las fotos. Con el tráfico que había en L.A., no me quedaba mucho tiempo.
Le grité a Jack que lo quería, le di a Debbie un débil y obligado abrazo, y re-gresé a la camioneta. Cuando abría la puerta, escuché una voz familiar.
—¡Olivia!
Alcé la vista y vi a Chan Villar, un muchacho que conocía desde la infancia, de pie en el portal de una casa, a media cuadra de distancia.
—¡Ey!—saludé, agitando un brazo.
Chan corrió hacia la camioneta, sonriendo.
—Pensé que eras tú—dijo—. Hace tiempo que no te veo.
Chan, mitad coreano y mitad mexicano, había sido un chico gordo y pálido que estuvo enamorado de mí durante la mitad de la secundaria. Siempre lo ignoré, pero viví para lamentar la llegada del último año, cuando de golpe creció seis pulgadas, perdió toda la grasa y se convirtió en uno de los chicos más guapos y mejor formados que yo hubiera visto, al estilo de un chico de vecindario, una especie de Dean Cain. Pero para entonces ya yo estaba saliendo con Samuel, y perdimos el contacto. Le había oído decir a mi madre, amiga de la suya, que se había casado con una hermosa muchacha armenia llamada Katia, que vivía cerca.
—¿Qué te trae por el vecindario?—preguntó.
—Vine a dejar a mi hijo con mi cuñada.
Sonrió y pareció sinceramente feliz de verme. Una de las ventajas de ser un patito feo, pensé, es que cuando el Patino se convierte en cisne no deja de ser amable. Chan nunca había tenido tiempo de ser vanidoso, y se comportaba como si no supiera que era guapo.
—Te ves muy bien—dijo—. ¿Qué edad tiene tu hijo?
—Dos.
—Yo tengo una niña de tres años—dijo—. Melanie.
Me sonrojé sin querer, mientras él me sonreía. Estaba más guapo ahora que la última vez que lo vi, con los hombros más anchos, como si hubiera estado haciendo ejercicios.
—¿Todavía vives por aquí?
—¿Yo?—sacudió su cabeza—. Oh, no. Vivo en Santa Mónica, pero tengo el estudio aquí.
—¿Estudio?
—Dios, ¿ha pasado tanto tiempo?—preguntó—. Soy fotógrafo.
—Pensé que ibas a ser dentista.
—Yo también, pero no. Tomo fotos. Y hago algo de cine. ¿Y tú?
—Vivo en Calabasas—dije, y él alzó una ceja como si se hubiera impresionado—. Mi marido enseña en la UCLA mientras yo me quedo en casa, a cuidar de Jack.
—Parece una vida agradable y normal.
—¿Todavía estás casado con Katia?—pregunté.
Sonrió con tristeza.
—Supongo que no lo sabías—dijo—. Katia tuvo cáncer de ovario. Murió hace dos años.
—¡Dios! Lo siento, Chan.
—Por eso busqué este estudio aquí, para poder estar cerca de los míos. Es bueno que mi mamá me ayude con Melanie, que pueda darle una visión femenina de la vida. La visión de una chica. Perdón, de una mujer. ¿Ves lo que te digo? Necesita de alguien un poco más sensible que yo.
—¿Estás bien?—pregunté.
Sonrió sin deseos y se frotó las manos como si acabara de terminar un trabajo importante y ya fuera hora de irse.
—Me está yendo tan bien como podría esperarse. Bueno, si alguna vez andas por el vecindario y quieres conversar un poco, allí está mi estudio: es la casa púrpura con la puerta roja. Pasa cuando quieras.
Dio media vuelta y se dirigió a su estudio, con un gesto de despedida.
—Me gustaría ver tu trabajo.
—Con gusto—gritó—. Cuando quieras.
Llegué diez minutos tarde a la sesión de fotos. Al principio creí que tenía mal la dirección, porque el edificio no era más que un almacén. Pero Alexis estaba es-perando por mí en la puerta.
Dentro del almacén, había una esquina iluminada y decorada con muebles modernos en brillantes colores primarios. Marcella estaba sentada en una silla alta, como las que usan los directores, mientras un hombre la maquillaba, otro le arreglaba los cabellos y otros dos—ambos muy bien parecidos—comían panecillos y frutas de una mesa mientras observaban. Una mujer revolvía las ropas que colgaban de un largo perchero, escogiendo piezas.
Alexis me empujó hacia la actriz y nos presentó. Marcella no me dio la mano hasta que Alexis la obligó. Yo hubiera querido irme.
—Olivia es la guionista de la que te hablé. Tiene una película maravillosa que creo que sería buena para ti.
Marcella se miró en el espejo y dijo:
—Felicidades.
—No le hagas caso—susurró Alexis, mientras me apartaba de la actriz—. Es un poco rara, pero no es mala. Levanta sus murallas para defenderse. No sé por qué.
Después Alexis me llevó al rincón donde se hallaban los muebles y me presentó a una mujer que vestía un moderno traje de satén rojo ajustado, y cuyo nombre me resultó familiar.
—Olivia—dijo—. Quiero presentarte a Rebecca Baca, la editora de la revista Ella.
La mujercita de la melena negra sonrió y me estrechó la mano con una fuerza que no guardaba proporción con su tamaño. Recordé los días en que solía estrechar las manos de esa forma. Había pasado mucho tiempo. Me sentí falta de práctica.
—Encantada de conocerte—dije, sintiéndome fuera de situación.
Rebeca me preguntó si vivía aquí, en L.A., y le respondí que sí. Luego me pre-guntó qué hacía, refiriéndose a cómo me ganaba la vida. Me sonrojé, y le dije la verdad.
—Soy madre y ama de casa.
Asintió, pero pareció como si me tuviera un poco de lástima.
—Es el trabajo más importante del mundo—afirmó, pero enseguida pareció perder interés en mí y comenzó a hablar con su asistente.
Eso del “trabajo más importante del mundo” era un lugar común. La gente lo decía todo el tiempo, pero yo no pensaba que se lo creyeran. Si fuera así, los hombres estarían abandonando la fuerza laboral para dedicarse a eso.
Alexis me pellizcó el brazo.
—¿Rebecca? Olivia es guionista, pero es muy modesta.
Rebecca volvió a mirarme de nuevo.
—¿Sí?—preguntó.
Asentí, encogiéndome de hombros.
—Es muy buena—dijo Alexis—. No la pierdas de vista.
Alexis me arrastró a la mesa cercana de los hombres guapos, mascullándome al oído.
—No puedes hacer eso, corazón. Debes mostrarte segura cuando conoces gente o nadie creerá en ti.
—Pero yo no soy una guionista—contesté—. Todavía no.
—¿No escribiste un guión?
—Sí, pero no se ha publicado ni nada por el estilo.
—¿No escribiste un guión? —repitió, imitando al doctor Phil, que era su fuente de inspiración diaria.
—Sí.
—Pues ahí lo tienes.
La discusión pareció haber molestado a Alexis, porque sacó el inhalador de su cartera y comenzó a aspirarlo. Un montón de recibos y papeles cayeron al suelo. Los recogió.
—Lo siento—dije.
Alexis aguantó la respiración y sacudió su cabeza. Después respiró y dijo:
—¿Ves? Me refiero a eso. No puedes echarte la culpa por cosas de las que no eres responsable. ¡Maldición, Olivia! ¡Confía un poco en ti! Es que me sacas de quicio.
Miró los papeles a medida que los colocaba, uno a uno, en su cartera.
—Mira esto—dijo con expresión agria—. Me siguen llegando por correo boletos de este cantante ruso llamado Vladimir. Conocí a su amigo en el Ashram cuando fui con Lydia, una dienta mía, y desde entonces ha sido como un acoso. Creo que he recibido como seis pares de boletos. Estos llegaron hoy. Un loco que te persigue sí que es un problema. Pero ¿tú y tu imaginaria incompetencia? Olivia, no tienes nada de qué preocuparte. Te lo aseguro.
Alexis me llevó adonde estaban los hombres, con una sonrisa que amenazaba con cubrirle todo el rostro.
—Esta es Olivia Flores, guionista—anunció.
Los hombres sonrieron y extendieron sus manos para estrechar la mía. Traté de luchar contra el impulso de encogerme y desaparecer, mientras Alexis me observaba sonriendo.
—Eso está mejor—dijo.
El más alto de los hombres era un galán de telenovelas, Ian Cook, que estaba aquí con Marcella. Por supuesto. Ella tenía amigos glamorosos en su glamorosa vida. El hombre más bajo, pero que no dejaba de ser alto, era Nico, el hermano de Marcella. Hubiera jurado que flirteaba con Alexis.
—Creo que le gustas—le susurré, mientras nos alejábamos de los hombres.
—Ese quiere poder y piensa que llevarme a la cama sería un reto—comentó distraídamente—. Quiere convertirme en liberal.
—Es gracioso—comenté, preguntándome de nuevo qué hacía yo andando con fascistas de derecha como Alexis.
—Es demasiado fácil—continuó ella—. Además, no hago amistades ni fornico con la familia de mis clientes, especialmente si son liberales—añadió con un guiño.
Me dejó en una esquina, cerca de una nevera repleta de agua embotellada, y se excusó diciendo que tenía un asunto que atender. Me quedé allí, con mi agua, tratando de aparentar confianza. Así es que mientras los entrenadores mimaban a Marcella, mientras Rebecca hablaba por su celular en apagados susurros—posiblemente con algún novio—y mientras Alexis flirteaba con Nico, e lan flirteaba con Marcella, me mantuve allí, aferrada a mi bolso, que pesaba debido al guión; y me sentí como una idiota por haberlo traído. Yo no era una guionista, por mucho que Alexis insistiera en presentarme como tal. Yo no era como esa gente, tan importante y mundana.
No era de extrañar que me sintiera incompetente. Eso ya lo esperaba. Lo que no esperaba eran los fantasmas. Los sentía, aunque afortunadamente no los veía. Y también sentí, más que escuchar, las últimas palabras que el fantasma de mi padre me dijo en el apartamento.
Marcella volvió a colocarse en su puesto, sobre una chaise lounge que debía pare-cer como si estuviera en una biblioteca, cerca de un librero alto. El fotógrafo me colocó detrás del librero para mantenerme fuera de la escena, aunque yo aún podía ver lo que estaba sucediendo. Marcella se arregló y posó para la cámara, frunciendo los labios, abriéndolos, riendo con la cabeza echada hacia atrás. El collar hawaiano que llevaba alrededor del cuello amenazaba con mostrar sus senos en cualquier momento, pero se hallaba discretamente sujeto con cinta adhesiva. La escena era completamente glamorosa y sería un excelente recurso para algún futuro guión.
No es que sintiera exactamente envidia, pero me pregunté cómo sería tener la vida de Marcella. Se veía muy cómoda allí, casi desnuda, posiblemente llevando más maquillaje encima que todo el que yo había usado en mi vida.
De pronto sentí que el suelo se tambaleaba debajo de mí. Ya había pasado por esto muchas veces para saber lo que era. Un terremoto. Casi siempre terminaba antes de que uno tuviera tiempo de comprender lo que estaba ocurriendo. Pero éste seguía. Miré hacia las luces que se balanceaban como péndulos. Este iba a ser grande.
El librero comenzó a inclinarse hacia Marcella, mientras el fotógrafo y el productor le gritaban que se moviera. Inmóvil de terror, Marcella se quedó sentada como una linda conejita cegada por la luz de un auto. La gente corrió a guarecerse. Antes de que supiera lo que hacía, salí disparada tras el librero y agarré a Marcella por un brazo para alejarla de los estantes, momentos antes de que pudieran aplastarla. Mientras la empujaba hacia un rincón seguro, escuché el crujido del chaise lounge que se rajaba. Después oí el sonido de unos cristales que se rompían y algo parecido al disparo de un arma de fuego.
Cuando oí el disparo, caí al suelo y empecé a gritar. Como si ocurriera en cámara lenta, vi que el bolso se me escapaba de las manos y que Soledad, mi guión, se desparramaba por todo el suelo. Escuché gritar a los fantasmas y las botas que arañaban el piso de madera, y luego sentí un golpe claro y muy real en mi cabeza.
Entonces me desmayé.
Cuando recuperé la conciencia, el terremoto había terminado y Marcella me sostenía la cabeza en su regazo, mientras Alexis gritaba por el celular que necesitábamos una ambulancia. Nos hallábamos en una especie de habitación posterior que no había visto antes, y todos me rodeaban como si estuviera a punto de morirme. Ian Cook me tomó la mano, lo cual me resultó extraño porque él hacía el papel de médico en la telenovela y, por un momento tuve que preguntarme si acababa de despertarme en una realidad paralela en la que ahora vivía dentro de la televisión.
—¿Qué pasó?—pregunté.
—Creo que te cayó un pedazo de yeso en la cabeza—dijo Marcella.
—Los paramédicos están en camino—anunció Alexis.
—No—dije.
Me sentía bien. Me incorporé. Me dolía un poco la cabeza, pero nada por lo que valiera la pena ir a un hospital. Yo evitaba los hospitales siempre que podía, porque eran grandes catalizadores de mi padecimiento.
—Pero te desmayaste—insistió Marcella.
—Siempre me desmayo—expliqué.
—¿Entonces cancelo la ambulancia?—preguntó Alexis.
Asentí.
—¿Estás segura?—preguntó, frunciendo el ceño, entre preocupada e indecisa.
Asentí de nuevo.
Volvió a gritar en el celular que no necesitábamos una ambulancia, y luego me dijo:
—Si te estás desmayando siempre, deberías hacerte un examen. Yo tenía una amiga en Dallas a la que le pasaba lo mismo. Era falta de hierro.
—Sé lo que es—dije.
Ian me soltó y comenzó a pasearse por la habitación con las manos en los bolsillos. Busqué al hermano de Marcella, y lo descubrí sentado en el suelo de una esquina, leyendo mi guión con una media sonrisa en los labios.
—¡Ey!—grité—. ¡No leas eso!
Alzó la vista.
—¿Por qué no? Es muy bueno.
Alexis me preguntó a qué se debían mis desmayos y le dije la verdad.
—Padezco de síndrome de estrés postraumático. Cuando oigo algo que parece un disparo, se activa.
—¿De veras?—las cejas de Alexis se alzaron con sorpresa.
—Qué interesante—exclamó Ian Cook—. ¿De dónde salió?
Nicolás respondió por mí:
—Si esto es autobiográfico, padece el síndrome porque vio cómo un escuadrón de la muerte asesinaba a su padre cuando ella era una niña en El Salvador. ¿Tu mamá es Soledad?
—Qué interesante—repitió Ian.
Me puse de pie y caminé hacia Nico.
—Dame eso—le pedí, intentando llegar al documento.
—No—respondió, mientras lo alzaba fuera de mi alcance.
Pensé que estaba bromeando, pero escapó de la habitación con mi guión. Me sentía mareada y no quería perseguirlo. Volví a sentarme.
—Es un cretino—dijo Marcella, que se levantó para perseguir a su hermano.
Regresó con mi guión e inesperadamente me besó en la frente.
—Me salvaste la vida—dijo, mientras me lo entregaba—. Lo menos que puedo hacer es devolverte tu trabajo.
Sonreí antes de embutir las páginas en mi bolso.
Entonces regresaron las voces de los soldados y de mi madre y de mi Tata: “Ella te verá y jamás olvidará”.
Apreté mi manuscrito y salí del cuarto rumbo al almacén. Saqué mi celular del bolso y llamé a Debbie para ver si Jack estaba bien. Lo estaba, me aseguró ella, y había dormido mientras duró el terremoto. Por ese lado no tenía de qué preocuparme. Caminé hacia el parqueo.
Alexis corrió tras de mí, jadeando y taconeando sobre sus preciosos zapatos:
—Cariño, ¿seguro que estás bien?
—Lo estoy—aseguré—. Se me ha hecho un poco tarde. Tengo que irme.
—¿Cuándo podremos hablar sobre el guión?—preguntó—. Quiero que Mar-celia lo lea.
—No sé. Te llamaré cuando lo termine…si lo termino.
Sin despedirme de mis extraños y glamorosos amigos, escapé perseguida por los fantasmas.