Ian Cross vivía en una casita de color azul oscuro, en Encino, a pocas cuadras del Ventura Boulevard. Se había ofrecido para venir a buscarme y llevarme a Santa Bárbara a almorzar con mis padres y Nico, pero no me parecía lo más conveniente. Su casa se hallaba en mi camino, y yo podría encontrarlo allí.
Estacioné mi Bentley en la entrada y taconeé con mis Prada hasta la puerta posterior, como me había recomendado hacerlo. Todavía no éramos grandes celebridades, pero había ciertos paparazzique se estacionaban cerca de nuestras casas, de vez en cuando, con la esperanza de que sucediera algo emocionante. Y el hecho de que yo fuera a casa de Ian Cross, probablemente causaría algún revuelo. Por esa razón me puse unas grandes gafas de sol, esperando ocultar mi identidad. Con un poco de suerte, pensarían que yo era Carmen Electra.
Como era probable que Mère me criticaría por vestirme de manera demasiado informal si iba en pantalones, decidí ponerme una falda negra, de Roberto Ca-valli, que me llegaba a la rodilla, con un bajo asimétrico que la hacía parecer irregular y aleatoria. También llevaba un bustiernegro y crema, y el cabello suelto. Tenía una chaqueta ligera en el auto, porque aunque estábamos a finales de marzo y hacía más calor que de costumbre, no podía llegar a casa de mi padre en un bustiersin que me dijera que debía vestirme más conservadoramente.
Arañé levemente la puerta de malla, admirando la limpieza de la pequeña piscina y el jardín, dividido en impecables cuadros. Su césped estaba recién cortado y muy verde. El aroma de ropa recién secada salía de un respiradero cercano a la puerta posterior. Era evidente que Ian Cross sabía ocuparse de su casa.
Abrió un poco la puerta, me vio y, antes de darme cuenta, me agarró y me llevó adentro.
—Dios, luces maravillosa—dijo, dándome un gran beso húmedo en los labios.
Todavía no habíamos dormido juntos, aunque hubiéramos podido hacerlo la noche de la sesión fotográfica si el terremoto no nos hubiera dejado a todos tan asustados y temblorosos. Nos habíamos besado apasionadamente, nos habíamos acariciado un poco y, desde entonces, hablábamos por teléfono todas las noches, al menos durante media hora. Según mi impresión, las cosas iban muy bien.
Ian llevaba unos pantalones beigey una camisa negra de mangas cortas. Olía a cedro y menta. Su cabello, recién cortado, le caía graciosamente sobre un ojo; y cuando sonreía, yo sentía que mi sangre burbujeaba.
—“Quien conserva la capacidad de ver la belleza nunca envejece”—dije—. Kafka.
—Estás loca—dijo.
Se rió y me alzó en sus brazos. Comenzó a pasearme por su casa. Yo no sabía cómo interpretar ese gesto. Me besaba el cuello y yo reía nerviosamente. Todo era tan fácil con él que casi parecía demasiado bueno para ser verdad. Yo apenas lo conocía, pero él sonreía y parecía juguetón. Decidí relajarme en sus brazos y de-jarme llevar adonde él quisiera.
Su cocina era muy ordenada, decorada con materiales cromados y bastante desnuda. El comedor, por el que pasamos rápidamente, era muy similar. En su pared principal había un gigantesco cuadro con el rostro de Ian, algo desconcertante.
Ian me depositó en el sofá de la sala, y se paró a mi lado, sonriendo. Otro re-trato suyo colgaba sobre el sofá, y observé no menos de cuatro espejos en la habitación.
—Compláceme, ¿está bien?—dijo, desabrochándose la bragueta.
—¿Qué haces?
Me alejé, y él me siguió.
—Es lo que comentamos el otro día. Deberíamos tratar de ser totalmente honestos en la vida, todo el tiempo, para ver qué sucede. Tenías razón. Me inspiraste.
De pronto, se sacó el miembro. Así, sin previo aviso. Se movía a ciegas frente a mí, ansioso y expectante. Levanté la vista hacia Ian, para ver si se estaba riendo.
—¿Estás bromeando?
—Por favor, chúpalo.
Me puse de pie y me alejé, invadida por recuerdos horribles. Me siguió y se cerró la bragueta, sin el menor atisbo de vergüenza.
—Soy yo. Estoy siendo honesto contigo—explicó con las manos extendidas, mostrando su inocencia—. Quiero que me la mames.
Sólo pocas veces en mi vida me he quedado sin habla, pero ésta fue una de ellas.
—No puedo resistir la idea de pasar contigo todo el día sin hacer esto primero. Me sentiría mal. No podría concentrarme. Podría haberme aliviado antes de que llegaras, pero quería que lo hicieras y pensé que entenderías, ya que te gusta tanto la honestidad.
—Lo siento, lan—dije—. No me gusta tanto.
Me pidió disculpas y se sonrojó. Le di algunos puntos por intentar algo nuevo, y dejé pasar el incidente porque la otra alternativa sería recordar, y eso es algo que no me gusta hacer.
Ian condujo mi Bentley hacia Santa Bárbara. El tenía el suyo, pero comprendió que yo deseaba mostrar el mío a mis padres. Sin embargo, me rogó que le dejara conducir, y yo se lo permití porque pensé que le debía algo por no haberle, bueno, ordeñado como pedía.
—Hay algo muy excitante en conducir un hermoso auto con una mujer her-mosa al lado—dijo.
No me molestó el comentario. Me gustaba que pensara que mi auto y yo éramos hermosos.
lan optó por la autopista Pacific Coast.
—Es un camino más largo—explicó—, pero más pintoresco.
—Es un recorrido muy agradable—coincidí, aún alejada de él, dentro del auto.
—Oye—dijo dulcemente, tomando mi mano y besándola con suavidad—. Realmente lamento lo sucedido allá. Debo haber comprendido mal lo que estabas tratando de decirme la otra noche. Te pido disculpas, ¿está bien? Me porté como un imbécil. Normalmente no soy tan estúpido. Lo juro.
Me sonrió y tuve que perdonarle. ¿Cómo podía seguir molesta con un hombre tan atractivo? Tuve que admitir que se le veía muy guapo conduciendo mi auto. Era apuesto por todas partes. Ian Cross no tenía un ángulo malo. Y conocía todas las letras en inglés de mi último CD de Chérie, que sonaba en el estéreo. Nadie conocía a Chérie, la increíble cantante francesa, por lo menos no muchos americanos que yo conocía. Con la excepción de su atolondrado pedido de sexo oral, Ian Cross era interesante y pensé que podría estarme enamorando un poco de él.
—¿Qué estás leyendo ahora?—le pregunté, esperando que mencionara algún libro parecido al que le vi leyendo en el gimnasio.
—¿Leyendo?—preguntó, confundido.
—Pensé que te gustaba leer—aclaré—. Estabas leyendo a Descartes en el trailer.Impresionante.
—Oh, eso—dijo riendo—. Leo por razones de trabajo, cuando tengo que ha-cerlo. Tenía que decir algunas líneas de esa basura en el programa.
Sentí que mi corazón se encogía un poco.
—¿Ah, sí?
—Oye—me dijo, quitándole la envoltura a una goma de mascar, mientras acelerábamos pasando por Malibú—. Hazme un favor.
—El que quieras.
—Levántate la falda.
—¿Cómo?
—Levántala y acaríciate.
—¿Aquí?
—Aquí mismo.
—Ian, eso es estúpido.
—Anda, vamos. Métete los dedos para que yo pueda ver.
—¿Estás loco?
—Eres preciosa, cariño. Es por eso. Quiero ver.
—Estás siendo honesto otra vez, ¿verdad?
Crucé las piernas y me recosté un poco más hacia la puerta.
—No seas aguafiestas—se quejó—. Eres muy atractiva, Marcella. Cualquier hombre de sangre caliente desearía verte el cono.
Recordé una reciente conversación que había tenido con Alexis, en la que me contó lo mucho que le había ofendido esa palabra. En ese momento, yo le había dicho que no veía nada malo en ella, que era simplemente una palabra que des-cribía el sexo femenino, pero ella insistió que sólo la usaban los hombres que no respetaban a las mujeres. Una vez más, parecía que Alexis tenía razón.
Subí el volumen del estéreo, miré por la ventana y tuve la esperanza de que Ian no volvería a hablar. Mi deseo se cumplió, pero a medias. A mitad de camino a Santa Bárbara, Ian Cross, el médico más atractivo de la programación diurna, se volvió a abrir la bragueta y comenzó a masturbarse. Creo que me miraba mientras lo hacía, murmurando, “maldita puta, uf, uf, uf, maldita puta”, mientras seguía conduciendo, pero no podía estar segura porque no me atreví a mirarlo.
—Si manchas mi auto, estúpido maniático sexual, te mato—le advertí, mirando por la ventana.
—No temas—jadeó—. Siempre uso mis shorts.
Bonito lugar—dijo Ian con una voz casi normal, al pasar por la reja de seguridad guiando mi Bentley hacia la entrada de autos de la casa de mis padres, en Campanil Drive, que trazaba una larga curva. Se había cerrado la bragueta y volvió a pedirme disculpas. Trató de explicarme su comportamiento, diciendo que era un adicto al sexo y que estaba recibiendo tratamiento.
—Mis intenciones son buenas—dijo—. De veras. Y creí que podrías entenderlo, después de leer todo lo que había leído sobre ti.
—Ya te dije que nada de esa mierda es verdad—dije.
Me quedé mirando la propiedad donde había crecido. Extensas áreas verdes, árboles enormes, pájaros por doquier, nubes blancas y algodonosas. Había tanta paz y quietud que, si uno escuchaba con atención, podía oír a las ballenas que lanzaban sus chorros de agua cerca de la costa, o a mi madre tratando de ahogar sus sollozos en la almohada por las noches.
—¡Uy!—exclamó.
—Sí, está bastante bien—asentí.
Pero era mentira. Mis padres tenían una casa increíble, por la que habían pagado una cantidad igualmente increíble: cerca de ocho millones de dólares. Situada en lo alto de una colina, con vista al océano Pacífico, era un gigante de piedra gris y blanca con nueve dormitorios, nueve baños, una piscina, un spa,casa para huéspedes y canchas de tenis. El patio posterior se extendía en forma de césped y flores hacia la falda de una colina que bajaba al mar y estaba arreglado como un jardín inglés. El aire parecía más limpio aquí que en cualquier lugar de Los Angeles.
—¡Uy!—dijo Ian.
—“Uy” es una palabra muy útil para ti, ¿verdad?—dije mientras abría la puerta y me bajaba en la sombreada entrada. El Land Cruiser de Nico ya estaba allí.
—¡Uy!—dijo Ian, mirando la casa con asombro—. Esto es de primera.
Me quité los zapatos antes de entrar a la casa. Ian hizo lo mismo. No se pedía a los invitados que lo hicieran, pero con esa alfombra blanca que iba de pared a pared en todas las habitaciones donde no había pisos de mármol, yo lo hacía por precaución. ¿Por qué tenían huecos las medias de Ian? ¿No ganaba lo suficiente para comprarse medias nuevas? ¿Y por qué se quitaba los zapatos si sabía que sus medias tenían huecos?
Mère se acercó a la puerta, acompañada por el murmullo que producían capas flotantes de fibra natural, en tonos coral y amarillo claro, y el tintineo de costosas joyas en forma de cuadrados y triángulos. Tenía entre los dedos un cigarrillo encendido, y sonreía como un gato … no exactamente de felicidad, sino más como si estuviera lista para matar.
Observé la expresión de Ian al verla. Su rostro expresaba un “¡uy!” puro y directo. Mère llevaba el cabello largo, teñido de rubio, cortado en capas que ponían de relieve su agraciado rostro redondo. Aún usaba pestañas postizas, por lo que la inmovilidad de sus párpados operados resultaba aún más sorprendente. Se había pintado los labios con el más pálido de los tonos rosados. Mantenía el mentón alto, probablemente para estirar la piel del cuello, por temor a que se viera arrugada, y eso le daba un aire distante. Su aspecto reflejaba, en todo sentido, lo que ella era: una estrella de cine francesa, entrada en años, a la que le gustaban los ci-gárrulos, la bebida y el drama.
—Bonjour,Marcella—me dijo, con un beso hipócrita en la mejilla—. Me alegro de verte a ti y a tu amigo. Pasa.
Olía a tabaco, a alcohol y a algún vago perfume.
Cuando entré en la sala—una habitación espaciosa y bien iluminada, con alfombra blanca y muebles negros—, me miró de pies a cabeza con desdén. Las persianas estaban abiertas, y el sol del mediodía se reflejaba en el mar azul que se divisaba desde las ventanas.
—¡Uy!—dijo Ian.
—Que vous êtes belle—dijo Mère, elogiando mi aspecto.
Sospeché que lo decía por exhibicionismo. Si no hubiera llevado a un invitado, dudo que me hubiera dicho algo tan agradable y maternal como “Te ves bonita”.
Lo que no comprendía, sin embargo, era por qué lo decía en francés, un idioma que probablemente mi invitado no comprendía. Quizás estuviera tratando de impresionar e intimidar a Ian.
Mère hablaba muy bien el inglés, pero se resistía a hablarlo por las mismas razones por las que se resistía a la televisión, las cadenas de supermercados y los McDonald’s. Odiaba Estados Unidos. Vivía aquí y se beneficiaba de las libertades que le brindaba el país, y hasta era muy probable que jamás pudiera volver a vivir en otro lugar, simplemente porque aquí la vida le resultaba muy fácil. Pero lo odiaba de todos modos.
—Mamá, te presento a Ian—dije, pensando, “es un psicópata que se masturba, y que se chorrea de leche por las piernas hasta sus asquerosas medias viejas.”
—Me alegro de conocerte, Ian—saludó ella, tendiéndole una mano.
Él le dio la mano con que se había masturbado y que, por supuesto, no había tenido la oportunidad de lavarse.
—¿Cómo está, señora Gauthier?—sonaba tenso y falso como Keanu Reeves en una obra de Shakespeare—. Soy un gran admirador suyo.
—Por favor, llámame Brigitte—pidió Mère, que lo miró de arriba abajo con la misma expresión de desdén—. Qué hombre tan apuesto. Pasa, por favor. Nos agrada mucho tenerte en casa.
Seguimos a Mère hasta la cocina, donde Nicolás y mi padre se hallaban sentados frente a un mostrador, jugando ajedrez y bebiendo café dominicano. La cocina era enorme, con mostradores de granito claro y equipos electrodomésticos de acero inoxidable. La cocinera de mis padres, Georgina, estaba frente al fogón, salteando algo que olía a cebollas y crema. Aquí, al igual que en la sala, los inmensos ventanales proporcionaban una hermosa vista del mar.
—¡Princesa!—exclamó Nico, poniéndose de pie, muy sonriente—. Hola, Ian.
Mi padre levantó la mirada, por lo que sabía que me había visto, pero enseguida volvió a bajarla, examinando las piezas de ajedrez. Me cerré un poco más el suéter, esperando no haberle dado una razón para que volviera a llamarme puta.
—Hola, Papá—saludé.
Levantó una mano como para detenerme.
—Marcella—respondió sin mirarme—. Enseguida estaré contigo.
Mère se acercó a mi padre y le susurró algo al oído. Vi que lo pellizcaba con fuerza en el brazo. El volvió a levantar la vista, y mi madre habló:
—Papá, éste es Ian, el novio de Marcella.
—Es sólo un amigo—le corregí.
Mi padre se puso de pie y frunció el entrecejo, que es lo que solía hacer cuando conocía a los hombres que yo le presentaba. Estaba vestido con pantalones grises y una camisa de seda, e irradiaba poder y dinero. Bajó un poco la voz y se acercó con el brazo extendido.
—Hola, Ian—dijo.
Mientras le estrechaba su mano, vi que el rostro de Ian se tensaba de dolor. Mi padre era un hombre fuerte, sólo tenia cincuenta y nueve años, y no se andaba con remilgos. Desde que comencé a salir con muchachos en el noveno grado, mi padre dejó muy claro ante los chicos quién era el amo—. ¿Juegas ajedrez?
Ian me miró como pidiendo auxilio, pero fue Nico quien lo salvó.
—Acaban de llegar, papá. ¿Por qué no le mostramos la casa a Ian y terminamos la partida más tarde?
—Muy bien—dijo papá.
—A lo mejor hasta te dejo ganar ahora—bromeó Nico, que era un experto en diluir el efecto que causaba papá, una habilidad que lo ayudó a convertirse en un magnífico abogado.
Con expresión de aburrimiento, Mère se sentó frente al mostrador para observar cómo Georgina preparaba el almuerzo. Pensé que estaba drogada, pero no podía saberlo con certeza. Papá se acercó al refrigerador para sacar una cerveza.
—Haz lo que quieras, Nicolás. Siempre lo haces—dijo, abriendo una botella de color café oscuro.
Nico me echó una mirada de complicidad: sabía que me desagradaba el estrés de estar con esta gente tanto como a él.
—Ey—propuso Nico—. ¿Por qué no nos acompañas, Marcella? Muéstrale a Ian dónde creciste.
—Con gusto—respiré aliviada.
—Ya volvemos—anunció Nico.
Ian recorrió la casa exclamando “¡Uy!” a cada momento y, cuando llegamos a la casa para huéspedes, preguntó si podía usar el baño. Mientras permanecía allí, sabe Dios haciendo qué, Nico y yo hablamos sobre él, junto a la piscina.
—¿Así que te gusta este idiota?—gruñó con incredulidad.
—Pensé que me gustaba—confesé—. Pero es un poco raro.
—Me dio esa impresión—dijo Nico, que encendió un cigarrillo y apuntó con el mentón en dirección a la casa, antes de exhalar el humo pensativamente—. ¿Estás preparada para esta mierda de mamá y papá?
Le pedí un cigarrillo.
—No, realmente. ¿Y tú?
—Mierda, no. Cada vez que los veo, me siento peor que antes.
Ian salió de la casa de huéspedes y vino hasta nosotros, sonriendo. Me pre-gunté qué habría estado haciendo allí.
—¿Quién tiene hambre?—preguntó Nico, tratando de animarse.
—¡Uy!—exclamó Ian—. Ese es un baño realmente lindo.
Mientras se servía el almuerzo, Nico finalmente se refirió a algo obvio que ni mi madre ni mi padre habían mencionado.
—Deberían ver el auto de Marcella. Es realmente bonito.
—¿Qué compraste esta vez?—preguntó mi padre.
Ya se lo había dicho dos o tres veces. Se lo repetí. Hizo un gesto de aprobación, mientras observaba un suculento trozo de pato que Georgina le servía.
—Buena elección—dijo papá.
No pude recordar cuándo fue la última vez que me había hecho un cumplido. Me sentí muy bien.
—A Marcella le está yendo muy bien—insistió Nico—. Me siento orgulloso de ella.
Mis padres me sonrieron. Para no sentirse superados, especialmente por uno de sus hijos, mi padre comenzó a hacer su propia lista de logros en esa semana. Se había reunido con personas importantes, había tenido ideas importantes y había hecho cosas importantes. Mère asentía mientras él hablaba, en actitud de admirar y proteger su delicado ego. Cuando él terminó de alardear, Mère dijo:
—Tu padre es maravilloso.
El resto del almuerzo transcurrió en un incómodo silencio, interrumpido sólo cuando Nico le hacía a Ian toda clase de preguntas corteses que mis padres no hallaban necesario hacer. En un momento, Nico preguntó cómo nos habíamos conocido, y enseguida Ian le contó sobre el episodio en el que había actuado como invitado especial y en cómo habíamos congeniado.
—¿Le diste tu teléfono a un desconocido en tu trabajo?—preguntó papá, con un severo tono de desaprobación.
—No era un desconocido—me defendí—. Ian también es actor. Yo había oído hablar de él. Hizo que su agente llamara a mi agente. Así es como hacemos estas cosas.
—Pero tú no lo conocíaspersonalmente, ¿correcto?
Papá quería pelear. Siempre sabía cuándo quería pelear. El aducía que, siendo abogado, estaba en su naturaleza hacer preguntas. Pero la verdad es que a mi padre le encantaba pelear.
—No exactamente—dije—. Pero todo salió bien. Nos llevamos muy bien.
—Se llevan bien—repitió Mère, tratando de apaciguar a mi padre, como de costumbre—. En estos tiempos es normal que las mujeres tomen la iniciativa para conocer a los hombres.
Mi padre pinchó un trozo de pato con su tenedor, y luego dirigió la comida hacia lan.
—¿Y tú?—preguntó metiéndose la carne a la boca—. ¿Te gusta cuando son las mujeres quienes te buscan?
lan no parecía saber qué responder. Sonrió y levantó los hombros.
—Cuando son tan hermosas como su hija, señor, no tengo el menor inconveniente.
Mère dio un respingo, y yo supuse que estaba recordando los tiempos en que ella era hermosa. Eso era algo que le preocupaba.
—La belleza se marchita—dijo mi padre.
La boca de Mère se puso tensa y tragó en seco.
—Marcy debió ir a la universidad—siguió mi padre. Así tendría algo en qué apoyarse cuando las tetas le lleguen al suelo.
Mi padre lanzó una mirada a mi madre y Nico y yo intercambiamos un gesto de resignación. El juego había comenzado.
Los ojos de lan se abrieron ante la imagen gráfica invocada por mi padre.
—Marcella está bien, papá, déjala en paz—dijo Nico.
Mère miró fijamente a mi padre, de un modo que me pareció cargado de odio, y posiblemente hubiera entrecerrado los ojos si hubiera sido capaz de semejante gesto después de tanto Bótox.
—¿Estás tratando de decir algo sobre mis senos?—preguntó con calma.
Mi padre siguió hablando como si mi madre no hubiera dicho nada, esta vez apuntando su tenedor hacia mí.
—Si hubiera ido a la universidad como sus hermanos, no sería un motivo de vergüenza para su familia, con esas fotos y esos artículos.—Miró a lan—. Si yo fuera tú, me mantendría lejos de ella. Es mi propia hija y la quiero, pero no es una mujer con la que un hombre quisiera casarse. Mi otra hija también es hermosa, pero tiene cerebro.
—¡Papá!—dije—. ¿Cómo puedes decir eso?
Mère soltó un bufido y abandonó la mesa con un dramático revuelo de faldas, murmurando en francés algo en defensa de sus senos. Eso era lo que solía hacer durante las comidas. Ian la miró alejarse con fascinación y embarazo, y se inclinó hacia mí.
—¿No crees que deberíamos marcharnos?—me preguntó en voz baja.
—Probablemente—respondí.
—Ven conmigo un segundo—dijo lan.
Se levantó y mi padre lo miró con severidad. Eso era contrario a las reglas: levantarse antes que papá. Pero yo estaba molesta con él. Así es que seguí a lan, haciendo un gesto de desconcierto a Nico, con la esperanza de que comprendiera que debería llamar a la policía si yo no estaba de vuelta en diez minutos. lan me llevó a la casa para huéspedes y abrió el refrigerador en la cocina.
—Vi esto hace un rato—dijo, mostrándome una botella de salsa para barbacoa—. Me acordé de ti.
Me condujo de la mano hasta el baño y se bajó los pantalones. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría, se estaba embadurnando la verga tiesa con el espeso pegote marrón.
—Para ti—dijo, con una sonrisa juguetona—. Mmm, qué rico.
Me le quedé mirando, y el corazón se me encogió hasta que dejé de sentirlo.
—Eres un enfermo hijo de puta—le dije.
Di media vuelta y lo dejé allí, chorreando salsa de barbacoa sobre la mullida alfombra tejida a mano de Mère.
Cuando regresé al comedor, tomé a Nico por un brazo.
—Ven aquí—le dije.
Nuestro padre siguió comiendo como si todos estuviéramos aún sentados a la mesa. Arrastré a Nico hasta donde papá no pudiera oírnos, y le dije que lan era un loco y posiblemente un psicópata.
—No puedo llevarlo a casa—dije—. Y no quiero quedarme más tiempo aquí.
A lo lejos, Mère gimoteaba en francés que iba a suicidarse porque nadie la amaba desde que sus tetas habían llegado al suelo.
—Vete—me apremió Nico—. Yo me las arreglaré con mamá.
—¿Y qué hacemos con John Wayne Gacy en la otra casa, que está bañándose los huevos en la salsa especial de Corky?
—También me las arreglaré con él.
No quería hacerlo, pero comencé a llorar.
—¿Por qué me odian, Nico?
Sonrió suavemente y me puso una mano en el hombro.
—¿Te acuerdas la primera vez que me preguntaste eso?
Lo recordaba. Aún estábamos en la escuela. Asentí.
—Dijiste que nos olvidáramos de ellos y que nos ocupáramos de nosotros mismos.
—¿Estaba en lo cierto?
—Sí.
Nico me enjugó una lágrima de la mejilla y me abrazó.
—Olvídalos. Son como una mercadería dañada. Tienen buenas intenciones, pero no tienen las herramientas. Vete a tu casa y métete en la bañera un buen rato. Vete de compras. Haz algo divertido. Llama a tus amigas.
Asentí con la cabeza, y tomé mi bolso y las llaves del auto.
—¿Y qué haremos con Ian?—le pregunté en la puerta—. ¿Cómo volverá a su casa?
—¿Crees que pueda hacer auto-stop?
Me reí.
—No, a menos que el conductor quiera mamársela. Y es tan guapo … Qué pena.
—“La belleza se marchita, la estupidez es eterna”—me recordó Nico, como si estuviera sobre un escenario, lo cual me hizo pensar en nuestro juego favorito.
—¿Quién lo dijo?
—La jueza Judy. No te preocupes, princesa. Yo llevaré a Ian a su casa.
—¿Estás seguro?
—Carajo, que sí—la amable expresión de Nico se oscureció—. Yo me ocuparé de él.