ALEXIS

Nicolás, el hermano de Marcella, me esperaba en una mesa del fondo en el restaurante Hugo’s, sin haberse quitado las gafas oscuras. El restaurante parecía un sitio normal donde podría comerse una enorme tortilla con papas fritas. Pero, como todo lo demás en West Hollywood, su aspecto engañaba. Hugo’s era en realidad uno de los lugares favoritos donde desayunaba la élite de Hollywood, probablemente porque parecía el escenario cinematográfico de una cafetería tejana. Pero estoy segura de que no hay una sola cafetería en Texas donde los huevos vengan acompañados con “arroz sazonado con cúrcuma”. Excepto, tal vez, en Austin.

No me gustó el olor de las “hamburguesas vegetarianas tántricas”, y tampoco me gustó la forma en que los ojos de todos los comensales me miraron de pies a cabeza cuando entré. Sí, quería gritar, estoy gorda y tengo puesto un traje amarillo claro con tacones. No voy a vestirme como ustedes, quería gritar. Allí todos vestían sudaderas, que en realidad eran pijamas de todo tipo, pese a sus costosos zapatos que apenas les cubrían los pies. No me importaba cuánto dinero tuvieran en el banco, lo cierto es que todos andaban desaliñados.

Nico me vio y me hizo señas con la mano. Con su camiseta gris de mangas largas y jeans, el cabello peinado con gel y su teléfono celular sonando sobre la mesa, se parecía al resto de los comensales. Las gafas oscuras también indicaban que tenía dinero, y más de una chica interesada tenía los ojos puestos en él. En estos lugares, uno podía reconocer quiénes eran los legítimos y quiénes los falsos, por su lenguaje corporal. Las personas con verdadero poder parecían menos amenazadoras. Las que más alardeaban y escandalizaban probablemente no tendrían el suficiente dinero ese mes para pagar el alquiler de su casa.

Saludé a Nico desde lejos y atravesé el atestado restaurante hasta él. Había pe-dido un té de hierbas que olía a heno para alimentar ganado. Se puso de pie y me ayudó a sentarme, antes de ofrecerme otra de esas infusiones diabólicas, afirmando que era muy saludable y estaba de moda.

—No, gracias, querido—le dije—. Yo necesito un café. Un café de verdad.

Nuestro camarero, alto y bronceado, me escuchó, y luego de averiguar qué tipo de café quería—había una larga lista con pretenciosas variaciones—me prometió volver con una taza de café regular.

Observé el menú y decidí pedir una ensalada de frutas y pan tostado, lo mismo que Nico estaba comiendo. Nunca me había parecido apropiado comer más que un hombre durante una reunión.

Nico dijo que le gustaba el plan de trabajo, y me dio una copia de su versión editada. Había cambiado algunas cosas, pero dejó la mayor parte intacta.

—Ahora lo único que tienes que hacer es encontrar el dinero para comenzar—dijo.

—Lo sé—respondí.

—¿Has pensado en alguien?

Miré a mi alrededor y me di cuenta de que más de una persona estaba escuchando con atención.

—Sí—dije, vaciando casi todo el contenido de la jarrita de crema en mi sencillo café—. Tengo un plan.

Tomé un avión de la Southwest Airlines a Harlingen, Texas. Cuando comenzó a bajar, me sentí maravillada ante la hermosura verde y azul de la Costa del Golfo de Texas, y ante el aspecto llano y rural de la región, que parecía completamente desolada, pese a que estaba habitada por millones de personas a ambos lados de la frontera.

Papi Pedro estaba pasando unas semanas en su rancho, cerca de McAllen, y había aceptado reunirse conmigo para hablar del nuevo negocio esa tarde. Aterricé en Harlingen, recogí mi auto alquilado, un Mitsubishi Montero blanco, y encontré el hotel donde iba a hospedarme hasta el día siguiente.

Papi me había invitado, por supuesto, a hospedarme con él; pero eso era algo que yo evitaba siempre que podía, porque era agotador tener que estar elogiándolo y escuchando su música todo el tiempo, que es lo único que él quería que yo hiciera cuando lo visitaba. Prefería el servicio de habitación y pasar la noche explorando los canales de televisión, y le había dicho a Papi que tenía reuniones y un vuelo que salía temprano al día siguiente … ambas cosas, falsas. Cuando llegó el momento de ir al rancho, me puse mis jeans,mis botas, una blusa y un sombrero rosado de vaquero, y tomé el auto.

El rancho de mi padre biológico, Rancho Paraíso, era exactamente lo que indicaba su nombre. A dos horas por carretera desde Me Alien, era una extensión de 2.000 acres cerca de Randado, Texas, no lejos de la frontera con México y el mar. Originalmente el rancho había sido fundado a finales del siglo diecinueve, y Papi lo había comprado veinte años atrás al nieto del fundador, que tenía apuros económicos. Inmediatamente procedió a demoler la casa existente y construyó un brillante palacio para él. Yo lo había visitado varias veces, y cada vez me dejaba sin aliento y me hacía preguntarme en qué clase de persona me habría convertido de haber conocido todo esto hace años. Yo había crecido en un vecindario de simples viviendas de ladrillo, había ido a una escuela pública, a las Girl Scouts y a la iglesia.

Después que los guardias armados de Papi inspeccionaron mi auto a la entrada del recinto, me permitieron conducirlo por el camino de tierra hacia la gigantesca propiedad. Desde que atravesé el portón, el paisaje se hizo más frondoso, más verde, y me pareció más silencioso. El largo camino a la casa estaba flanqueado, a la izquierda, por los interminables pastizales salpicados de reses que pastaban, y grupos de cactus de poca altura. Bajé la ventanilla para escuchar el soplo de la brisa sobre el pasto amarillo, el suave murmullo del ganado y el gorjeo de lo que parecía ser un millón de pájaros. Yo percibía el olor a tierra, a agua de mar, y pensaba en lo que me gustaría tener un trabajo que me permitiera vivir en un lugar como éste. Lamentablemente, la única ciudad donde podía ejercer mi trabajo era Los Angeles.

Aunque a Papi no le hacía falta el dinero que podía producir un rancho activo, éste lo era, porque su premiado ganado de raza y sus sementales de enormes testículos lo llenaban de orgullo. Un molino de viento giraba en la parte alta de un bosquecillo sobre el lado derecho: era una imagen de tarjeta postal. Yo sabía que en algún lugar, detrás de los árboles, Papi tenía modernos establos, estanques para caballos y terrenos de entrenamiento, donde sus veinte caballos de pura sangre recibían los cuidados de una docena de empleados especializados.

Donde terminaban los pastizales, comenzaban los estanques y lagunas, algunos de ellos cercados porque estaban llenos de cocodrilos que a la esposa de mi padre le gustaba observar en su habitat natural desde trípodes ocultos en los árboles. La esposa de mi padre tenía costumbres interesantes. En los extremos sur y oeste del rancho, extensiones de mesquite salvaje llegaban hasta el Golfo de México; Papi juraba que esos sitios estaban tan llenos de peyote que sus guardianes tenían que ahuyentar a los “recolectores” del cercano Nuevo Guerrero, en México. Papi tenía un cobertizo para barcos cerca de la orilla, y otro muy vigilado por guardianes para uno de sus yates.

Papi Pedro había recibido premios de la Sociedad Audubon Monte Mucho por sus incansables esfuerzos por preservar el ecosistema y la fauna en el área. Después de observar a los cocodrilos, lo que más le gustaba a su esposa era observar aves, y Papi se aseguró de que Rancho Paraíso tuviera en abundancia las trescientas aves que ella había memorizado.

La casa principal era enorme, probablemente unos diez mil pies cuadrados, de dos pisos, y estaba hecha de estuco blanco con tejas azules en el techo. Los maceteros en las ventanas se desbordaban de flores, y altísimas palmeras de un verde eléctrico se mezclaban con albercas, fuentes y esculturas. Muchas de las es-culturas mostraban al propio Papi Pedro cantando en diferentes poses. Él mismo las había mandado a hacer para su propio deleite. La casa se alzaba en un pequeño valle, en el centro del rancho, con centinelas en torres de vigilancia para proteger al autoproclamado rey de la música mexicana y a su amante esposa.

Una de las empleadas de Papi abrió la puerta, vestida con su uniforme rosado, y me condujo hasta la elegante sala de proyecciones decorada en beigey marrón, donde él estaba sentado observando la grabación de uno de sus conciertos en una pantalla que ocupaba toda la pared. Me quedé atónita al ver la boca abierta de Papi Pedro, que cantaba desde la pantalla, grande como un camión. En la puerta se hallaban los habituales guardaespaldas fornidos. La esposa de Papi estaba sen-tada cerca, sonriendo con las rodillas muy juntas y las manos entrelazadas encima de ellas. Me saludó con un frío abrazo y de inmediato salió de la habitación, alegando que debía terminar de pintar una acuarela. Para ella era difícil aceptar que su esposo tuviera una hija de otra mujer, y supongo que pensaba que era injusto que yo viviera, mientras su propia hija con Papi Pedro había muerto.

—Pasa—saludó Papi, haciéndome una seña para que me sentara en el sofá, junto a él—. Dime qué necesitas.

—Como te conté, estoy fundando mi propia compañía—comencé, mientras él asentía, solemne y serio—. Y si me lo permites, me gustaría ocuparme de tus con-tratos en Estados Unidos, como hacía Benito, pero esta vez escritos. Benito tenía buenas ideas, pero no estaba preparado para negociar al estilo americano, y es por eso que perdió. Yo sé cómo manejar el mercado y la prensa estadounidenses.

Papi asintió con la cabeza. El sabía que Estados Unidos no era su principal mercado.

—Muy bien—aceptó—. Confío en ti.

No era una sorpresa. Yo me había estado ocupando de sus contratos de manera no oficial desde que Benito había ido a la cárcel. Y podía seguir haciéndolo con un contrato.

—Eso no es todo—continué.

—Bueno, dime lo que sea—dijo sonriendo, como si estuviera orgulloso de mí.

Me entusiasmaba compartir mi sueño con él.

—También quiero producir películas. O una película. Es una oportunidad increíble.

Le hablé de Olivia y Marcella, y él me escuchó con una expresión sombría.

—No sé—dijo—. Una cosa es administrar y publicitar música y otra, producir cine. Tienes un diploma en administración de empresas, no en producción cinematográfica.

Se me encogió el corazón.

—Pero sé rodearme de la gente indicada, como haces tú cuando tienes un concierto. Tú no tocas cada instrumento, pero sabes escoger a los mejores músicos que lo hagan. Eso es lo que yo puedo hacer.

Le entregué una copia de mi plan de negocios, incluyendo proyecciones de ganancias y análisis de mercado. Me pidió más información sobre el filme, y le hablé de él. Pero su entusiasmo se había desvanecido. Ya no mostraba tanto interés. Parecía mucho más interesado en una hilacha en su camisa que en cualquier cosa que yo pudiera decirle.

—Tienes que saber cómo atraer al público—dijo—. En Estados Unidos, los mexicanos no van al cine con la frecuencia que deberían. Lo leí en el L. A. Times.

“Entonces debe ser verdad”, pensé sin alterarme.

—Lo sé—respondi—. Yo puedo atraer al público. Además, no sólo es para el público mexicano. Esta película es de interés general. Se trata de una mujer salvadoreña que, luego de una increíble travesía a Estados Unidos, se convierte en una famosa líder sindical.

Papi Pedro volvió a hacer un gesto de duda.

—Realmente no lo sé. ¿De cuánto dinero estamos hablando?

Se lo dije. Probablemente era tanto como había costado esta casa que, pese a todo su esplendor, era solo una de las cinco casas que tenía, y la menos opulenta. Le recordé que no era un regalo, sino una inversión.

—Lo recuperarás con ganancias.

Aspiró profundamente, y exhaló lenta y dramáticamente. Frunció el ceño. Me recordé que no debía sentirme culpable por pedirle tanto dinero, porque Papi Pedro lo tenía y no sabía qué hacer con él.

Papi silbó entre dientes y sacudió la cabeza.

—No puedo hacerlo—dijo.

Me sentí devastada.

—¿Por qué no?—le pregunté—. El plan es bueno. Yo tengo la capacidad necesaria. Sé que lo que estoy haciendo tendrá éxito. Lo sé.

—¿Y si no funcionara?

—Funcionará.

Papi Pedro se puso de pie, alisándose los jeans.

—Lo siento, Alexis. Me gustaría poder ayudarte, pero a mi edad …—hizo un ademán de disculpa—. No sé cuánto tiempo más pueda seguir haciendo giras, y debo tener cuidado con mis inversiones.

—Pero …—protesté.

Él tomó un puñado de nueces de un plato que estaba sobre la mesa de centro y se lo metió a la boca, sonriendo mientras masticaba.

—Te irá bien administrando los conciertos—dijo—. El próximo año haremos algunas giras importantes, ¿sí? Tienes tu condominio, tu auto, y cuando te cases tendrás un esposo que te cuide. No te preocupes.

—Pero soy tu hija—dije finalmente.

¿Un esposo que me cuide? ¿De qué diablos estaba hablando?

Cuando le dije que era su hija, no sentí que eso fuera realmente verdad, pero tampoco sentí que fuera una mentira. No quería mostrarme débil y echarme a llorar, pero no pude evitarlo.

Papi Pedro me miró fijamente.

—Vamos a montar a caballo dentro de unos minutos—dijo—. Si quieres, puedes venir con nosotros.

—No, gracias.

No podía evitarlo, pero estaba sollozando amargamente.

—Ésta—dijo, refiriéndose a mis lágrimas—es la razón por la cual las mujeres no deberían administrar sus propias empresas. Son demasiado emocionales.

Lo miré y finalmente me di cuenta de que había sido mejor no haber conocido antes a este hombre. En todo caso, había sido una bendición.

Siguió farfullando.

—Las mujeres son demasiado débiles para estar a cargo de algo como la pro-ducción de una película. Mira a tu alrededor. Ninguna mujer lo hace, y si te ves en este momento, verás por qué.

Abandonó la habitación. Me puse de pie, sin saber qué hacer. No había imaginado que me rechazaría.

Estaba segura de que me daría el dinero que necesitaba. Yo era su hija, tenía su sangre, y él era extremadamente rico. Me había prometido ayudarme cuando lo necesitara, y me había decepcionado. Tenía una buena idea para hacer una película. Para mi compañía.

Pero aún no tenía el dinero.

No había planeado detenerme en Dallas en mi viaje de vuelta a Los Angeles, pero necesitaba ver a mamá y papá. Estaba devastada y no sabía qué hacer. Ellos siempre encontraban la forma de levantarme el ánimo.

Papá me recibió en el aeropuerto y me abrazó largamente.

—No te preocupes por nada, criatura—me aseguró—. Todo va a salir bien.

Después del rancho de Papi, la modesta casa donde yo había crecido inspiraba lástima.

—Podríamos tratar de obtener un préstamo—dijo papá, después de analizar mi plan de negocio y leer el guión—. ¿No crees que eso sería lo mejor, Mary?

Mamá asintió.

—¿Cuánto necesitas, Alexis? Haremos todo lo posible. Tal vez podríamos refi-nanciar la casa.

Mi papá asintió, y yo destruí su bien intencionado sueño informándoles la cantidad que necesitaba: más de diez millones. Se quedaron boquiabiertos.

—Lo máximo que podríamos obtener son doscientos mil—murmuró mamá.

—De alguna forma, lo haré—dije—. No vine a pedirles dinero. Guarden el que tienen.

—Me gustaría poder hacer más—aseguró papá—. Y no estoy de acuerdo con la política de esta película, pero creo en ti, Alexis.

—Gracias papá—dije, abrazando y besando a ambos—. Los quiero mucho.