MARCELLA

Carmelo el Fantasma se presentó a mi puerta completamente vestido de ne* gro, brillante en casi todo su atuendo, y con los ojos delineados. ¿O era un tatuaje permanente? No tocó el timbre ni la puerta, y si no me hubiera asomado a ver qué era ese débil sonido de arañazos desesperados y gatunos, jamás hubiera sabido que estaba en mi porche.

Me recordaba a algún personaje de la época de Flock of Seagulls,Parecía un hombre hecho de gel. Su pelo, recién teñido de púrpura, se alzaba tieso como las púas de un puerco espín, lo cual combinaba muy bien con los diversos objetos de metal que llevaba enganchados en varios sitios. Se veía desgarbado y felino, pero nada de esto me molestaba porque había llegado a un punto en que los hombres me importaban un carajo.

—Hola—sonrió, ofreciéndome una rosa roja y mustia.

No tan mustia que estuviera marchita, pero no lo bastante fresca como para excitar a una abeja. O a mí.

Llevaba el extremo de una fina cadenilla enganchado a un aro que colgaba de su ceja; el otro extremo iba enganchado a su labio inferior. Si tiro de la cadena, pensé, podría despellejarle el rostro. Llevaba dos perforaciones en la mejilla, donde tenía algo que parecía un pequeño riel de ferrocarril o una larga aguja de tejer. Era grotesco.

Le abrí la puerta para permitirle entrar y tomé la rosa.

—Gracias, Carmelo—dije—. Una rosa muerta, qué maravilla.

Me pregunté si no le dolerían todos esos orificios y metales en su cabeza.

—Pasa.

Me miró a los ojos como un león dispuesto a atacar y entró.

—Siéntate. Enseguida vengo—dije, señalando a los sofás de la sala.

Quería buscar mi cartera, pero tuve que esperar porque Carmelo parecía ausente y vagaba por la casa, encorvado y farfullando macabramente.

Por fin aterrizó, como un ave de rapiña, en una de las sillas del patio. Allí se quedó, como si fuera el abominable hombre pájaro de Laurel Canyon. No en la sala, sino en el patio. Lo seguí, y lo encontré silbándole a un gorrión, que lo miraba con curiosidad y le respondía. Por lo menos éste no le temía a Carmelo. Me quedé en el umbral, observando. Me había vestido con minifalda, una blusa de encajes y zapatos de tacón bajo, y no había planeado pasar la velada en el patio.

—Éste es el mejor cuarto de la casa—observó, mirando los viñedos que se enredaban para formar una sábana verde sobre su cabeza—. Si yo viviera aquí, pondría una tienda de campaña. Nunca entraría a la casa. Todo se ve salvaje. Mucha gente diría que esto se encuentra abandonado, pero a nosotros no nos da esa impresión, ¿verdad?

—Es mi sitio preferido—dije, encogiéndome de hombros.

Desde los árboles, mis gatos lo miraban con sus ojos amarillos cargados de sospecha.

—Es mi segundo sitio preferido aquí—dijo él.

—¿Cuál es el primero?

—La estoy mirando.

Hizo un mohín y sonrió. Realmente era un hombre guapo, pese a toda su indumentaria y sus metales. Podría haber sido un tipo impactante con el cabello corto y con menos acero inoxidable en sus orejas, cejas, labios, lengua … y sabe Dios dónde más.

—¿No duele todo … eso?—pregunté, señalando las perforaciones.

Sacó la lengua y movió la punta, donde llevaba un arete plateado, mientras una extraña sonrisa cruzaba por su rostro demente. Lucifer, pensé. Se parecía al diablo. Pero apostaba a que era experto en el sexo oral. Pocos hombres lo eran. Lo intentaban, benditos fueran los pobrecillos, pero no tenían idea qué o dónde lamer. O por qué. Eso era lo peor; no parecían creer en la existencia del orgasmo femenino como una misión en sí misma. Nuestro orgasmo era más un accesorio que una necesidad para la mayoría de los hombres. Y cuando tratabas de corregirlos, de mostrarles el camino correcto, perdían su erección y comenzaban a hacer pucheros. La verdad es que no valía la pena. Era mejor fingir. Esa era mi teoría.

—No—contestó, mirándome a los ojos—. No duele. De todos modos, el dolor físico no es el peor dolor.

—¿No?

Yo seguía pensando en el sexo oral.

—Es peor el dolor psíquico y espiritual—dijo.

Saltó para tomar una flor rosada de la buganvilla que colgaba sobre su cabeza. Pasó su pulgar sobre su superficie con un movimiento breve y circular que me recordó el de una mujer que se masturbaba.

—Pero eso ya lo sabes—me sonrió como si yo le hubiera confiado algún secreto—. Tú sabes más de lo que aparentas. Eres un genio. Eso es lo que creo. Pero un genio controlado. Y más cínica que el carajo. Ésa es la parte difícil.

—Eres demasiado complejo para mí, Carmelo—repuse—? ¿Quieres un trago?

—Agua—dijo—. La tomaré yo.

Pasó junto a mí y comenzó a pasearse por el comedor.

—¿Quieres que te muestre dónde están tus gafas?

Había encontrado la cocina y giró con lentitud. Me sonrió.

—No sería muy difícil suponer que están aquí en la cocina, guardadas en un gabinete.

—Sí, ¿pero en cuál?

Se acuclilló como si fuera a defecar, recorrió con sus dedos las losas del suelo como si buscara algo en ellas, luego se irguió y saltó seis veces en sus botas de campaña.

—Eso es lo interesante de conocer a alguien—dijo—. Me gusta explorar a la gente.

Abrió un gabinete lleno de especias, cogió uno o dos frascos, leyó las etiquetas y los devolvió a su sitio.

—Quiero explorar tus gabinetes. Quiero ver cómo organizas las cosas.

—¿No crees que eso es un poquito descortés?

No respondió. En vez de eso, me tomó la mano y comenzó a besarla hasta que su lengua terminó ondulando y lamiéndome entre mis dedos del medio y anular. Sentí que un tornillo de metal me rozaba la piel, caliente y húmedo. Me guiñó un ojo y desapareció dentro de la casa.

—Ven adentro—dijo—. Tu energía es mejor aquí. Yo te encontraré.

Le obedecí, pero no estaba segura por qué. Nunca había conocido a alguien como él. Un minuto después, me trajo un vaso de agua con tres rodajas de limón, como me gustaba.

—¿Cómo sabías?—pregunté.

—Lo sé—contestó, fijando su mirada en la mía sin pestañear—. Presto atención. No soy sólo un músico. También pinto. Mis ojos ven cosas que otra gente no nota. Conozco cosas.

Todavía tenía en sus manos la flor, ya apagada de tanto roce.

Apenas podía recordar cuando había sido la última vez que un hombre me puso tan nerviosa o excitada. No tenía duda de que, por supuesto, conocía cosas. Buenas cosas.

—¿Dices que sabes cosas?—pregunté.

—Ajá.

—¿Cómo cuáles?

—Como que necesitas algo de un hombre.

Claro. Este era el momento en que emperzaría a masturbarse o a pedirme que le mostrara mis tetas. Este era el momento en que todos pensaban que tenían exactamente lo que yo necesitaba … entre las piernas.

—No me interesa oír esto—le advertí.

Carmelo se me quedó mirando.

—Sé por qué me estás mirando así—dijo.

—¿De verdad?—tomé mis cigarrillos de la mesa, saqué un Capri y lo encendí.

—Porque piensas que voy a pedirte que me cojas, como todos los otros imbéciles. Y lo único que hacen es eyacular y seguir andando. Conozco a esa clase de tipos.

Me detuve en medio de una chupada y lo miré. Sonrió, complacido de haberse anotado un home runen el primer intento. Entonces tomó mi mano y volvió a conducirme al interior de la casa, hasta el dormitorio. Corrió las cortinas y cerró la puerta.

—¿Debo llamar a la policía ahora o más tarde?—pregunté.

—No soy como los otros imbéciles—repitió—. Soy un imbécil. No lo niego. Pero no como los otros. Soy una clase distinta de imbécil.

—¿No quieres cogerme?—dije, tan directa y a la defensiva como siempre—. Sí, claro, por supuesto.

—No, no quiero. No ahora.

Una parte de mí deseaba preguntarle por qué. Todos los demás querían. Para eso me habían puesto en este mundo, ¿no? Para ser un objeto del deseo ajeno. Como si me leyera la mente, Carmelo me respondió.

—No quiero hacerlo porque no sería un desafío.

Se mantuvo a mi lado, lo bastante cerca como para que sintiera el calor de su cuerpo, como para que aspirara el olor a pachulí y a nuez moscada que escapaba de él. Me tomó una mano para que me incorporara y quedamos de pie, uno junto al otro. Luego hizo que nos moviéramos hasta el espejo que estaba tras la puerta del dormitorio. No era mucho más alto que yo. De hecho, parecía como si tuviéramos exactamente el mismo tamaño.

—Vete al diablo—le dije a su imagen.

—No, espera. No me dejaste terminar—acercó su rostro al mío, invadiendo mi espacio personal, aunque sin tocarme—. No sería un desafío porque estarías actuando,siguiendo una fórmula, observándote a ti misma: la diosa del sexo. Estarías ausente de tu propia carne. Tu espíritu estaría encerrado en una cajita, en esa hermosa cajita que has fabricado para esconderte donde nadie pueda hacerte daño. Hace tiempo funcionó, pero ya no. No me interesa la caja, Marcella.

Aparté la vista de él, incapaz de creer que hubiera visto todo eso en mí.

—Entonces ¿qué te interesa, Carmelo?

Me encogí de hombros y aspiré el cigarrillo, tratando de no parecer nerviosa.

—Tú—dijo—. Tu liberación. Que entres en tu propia piel y te quedes ahí.

—¿Mi liberación?¿De qué estás hablando?

—No te muevas—dijo—, por favor. Y no pienses en mí. Piensa en ti. Abre la caja y recuerda que eres dueña de tu propio espíritu. Quienquiera que fuera el culpable, no es tu dueño y ya no tiene ningún poder sobre ti. Tu cuerpo es para que lo disfrutes tú. Has olvidado ese detalle.

Carmelo se arrodilló y me levantó la falda, doblando con cuidado el dobladillo hasta convertirlo en un cinturón, con lo que dejó al descubierto la parte inferior de mi cuerpo. Pensé en protestar o retirarme, pero no quise. Quería saber qué ocurriría. Con un dedo, apartó mi pantaleta.

—Muy lindo—dijo.

Sentí su respiración. Ni siquiera nos habíamos besado en la boca y allí estaba, oliéndome ahí.

—Separa un poco las piernas—dijo, como si estuviera dándole instrucciones a alguien que trasladaba un sofá.

No parecía actuar de manera verdaderamente sexual, o al menos no de la manera en que yo estaba acostumbrada a que ocurriera. Era una actitud exhibicionista, casi de feria, frente a mi cuerpo. Hice lo que me pedía, y sentí el calor llenando mi centro.

—Bien—dijo.

Y entonces usó su lengua con el mismo ritmo que la había usado para mis dedos, pero más suave. Tan suavemente que apenas podía sentirla. Dejé escapar un gritito de sorpresa y sentí que mis rodillas se doblaban.

—Firme—dijo.

Bajé la vista para mirarlo y él me sonrió. Regresó a su tarea, esta vez un poco más fuerte. Evidentemente sabía lo que estaba haciendo. En el instante preciso, metió tres dedos dentro de mí y los movió a la velocidad exacta, y un momento después un cuarto, en el otro orificio. Antes de que me diera cuenta, ya me había corrido. Con un hombre.

Por primera vez. Mientras me miraba.

Supo exactamente cuándo terminé, y se detuvo. Volvió a colocar la pantaleta en su sitio, me bajó la falda, se secó la boca en un hombro, y se puso de pie.

—¿Estás lista para salir?—preguntó como si nada hubiera ocurrido.

—Claro—dije.

—Sólo iré a lavarme las manos—dijo sonriendo.

Y entonces me llegó. La cita inapropiada, y no tenía idea de dónde había venido.

—Es mejor que te mantengas limpia y pura—murmuré—. “Eres la ventana a través de la cual tienes que ver el mundo”.

Sonrió de un modo salvaje y desproporcionado para el momento.

—Lo dijo George Bernard Shaw.

—Oye, Marcella—dijo—. ¿La caja de la que te hablé?

—¿Qué hay con ella?

—Yo también tenía una. Sé lo que es eso.

—¿Sí?

—Un guía de los boy scouts—dijo—. Cuando murió en un accidente de tráfico, no sentí ninguna lástima por él.

Entonces Carmelo, el telépata y escalofriante Fantasma, me sonrió y salió en busca del baño sin pedir indicaciones.

Carmelo había hecho reservaciones sin consultarme. Por lo general, esto me encabronaba porque indicaba una falta de respeto por la opinión de la mujer.

Pero sorprendentemente escogió el mismo restaurante que yo hubiera es-cogido: LOrangerie, en La Ciénega. Considerado el mejor restaurante francés en Los Angeles por los franceses y otra gente, estaba bastante cerca de mi casa y era uno de los pocos lugares en el mundo donde yo me permitía olvidar que estaba bajo una dieta constante. También se trataba de un restaurante francés que trataba a las verduras con respeto. Era formal, casi hasta la comicidad, y romántico de un modo tradicional que negaba lo que Carmelo acababa de hacerme en mi jardín.

Carmelo también condujo, sin preguntarme. Podría haber pensado que tenía un coche fúnebre, pero me habría equivocado. Era un Toyota Prius plateado, estrecho y sin gracia; un auto con una parte delantera ancha y una enorme pegatina del Sierra Club en el cristal trasero.

—Si pudiera vivir sin carro, lo haría—explicó, aunque no le había preguntado nada—. Los carros son un asco. Por lo menos, éste quema menos combustible que otros. Uno puede sentir que este sitio se está muriendo—añadió con un gesto de su mano, que abarcó todo el tablero—. Esto debió haber sido una maravilla cuando sólo los Chumash y los Shoshoni vivían aquí, canjeando caracoles y granos de maíz, y navegando hasta la isla Catalina en sus canoas de troncos de veinte pies de largo. Debió de ser un paraíso en la tierra.

—Hablas como Alexis, mi agente. Ella también odia este sitio, aunque no creo que le importe un carajo el medio ambiente. Es republicana.

—A mí me encanta esto—dijo Carmelo—. Esta es la ciudad con más posibilidades para crear de Estados Unidos. Sólo que está rodeada de muerte. Uno puede sentirlo. El planeta se ahoga aquí.

—Nunca pensé mucho en eso—dije.

—Qué mentirosa—replicó. Y, por supuesto, tenía razón.

Abandonamos la oscuridad fluorescente de Los Angeles para adentrarnos en la claridad cremosa de L’Orangerie, y dejé escapar una exclamación de sorpresa ante la belleza del lugar. Enormes velas blancas iluminaban el centro de cada mesa. Una mujer semejante a una ninfa de madera rozaba las teclas de un gran piano negro, ondulando al compás del ritmo impresionista. Caminando sobre el piso de losas negras y blancas, me sentí transportada al pasado, a la campiña francesa. To-dos se volvieron cuando entramos, y alguna gente murmuró y nos señaló. Gracias a Dios, no hubo el flashde alguna foto. Me fascinó el gigantesco arreglo de flores silvestres en el enorme jarrón situado detrás del bar … Debía de tener seis pies de altura.

Me encantaba el lugar.

Durante la cena, Carmelo le hizo al camarero preguntas inocentes y desconcertantes al estilo de “¿Cómo le sacan el aceite a las aceitunas?” o “¿Para qué alguien iba a querer comerse un caracol?” También conocía de vinos. Y pese a sus perforaciones corporales y de su larga nariz, sabía usar sus cubiertos. Se trataba de un hombre que había tenido una buena educación, y que había decidido seguir su propio camino.

—Bien—dijo, mientras probaba su aperitivo de foie grascon compota de frutas, deteniéndose a saborearlo con los ojos cerrados—. Cuéntame sobre Marcella. ¿Qué le gusta a Marcella?

—¿Por qué hablas de mí en tercera persona?

Sonrió.

—Porque es lo mismo que haces, dentro de tu cabeza, todo el día.

—Yo no hago eso—insistí, a punto de atragantarme con una cucharada de crema de calabaza.

—Ya te dije que sé cosas.

La pianista se detuvo y anunció, pidiendo disculpas, que tomaría un breve receso. Carmelo dejó su tenedor y comenzó a cantar para mí, en voz alta.

Al principio, quería esconderme debajo de la mesa. Pero una vez que se disipó el shockde que un hombre me cantara en público, quedé hechizada por la canción, por Carmelo y por su hermosa voz, profunda como un pozo. Era una canción de amor para mí. Si me dejas ver b que hay en ti/ Tan dentro de ti que tú misma olvidaste/ a esa niña que leía y pensaba/ antes de creer que la belleza necesita callar y que el silencio trae riqueza.

Me miró a los ojos durante todo el tiempo que duró la canción, como si estuviera hablando conmigo.

—¿Qué crees?—preguntó.

El camarero colocó tímidamente ante Carmelo las chuletas de venado sobre masa de nueces con mermelada de arándanos. Algunos clientes aplaudieron su in-terpretación. Otros movieron sus cabezas, como si la desaprobaran.

—Creo que eres el tipo más raro que he conocido—dije.

El camarero me observó, con una expresión que aparentaba estar de acuerdo conmigo, antes de colocar ante mí el plato principal: un soufflevegetariano.

—Gracias—dijo Carmelo.

Tragó un bocado y me miró satisfecho, como si “raro” fuera un elogio por el que hubiera esperado toda su vida.

Llegamos a la fiesta una hora después que empezara, lo cual estaba bien. Se celebraba en una mansión de Hollywood Hills que pertenecía a un antiguo miembro del grupo de hair-metalWhitesnake, ahora arruinado. Incapaz de asumir el pago de su moderna casa, este otrora famoso la alquilaba ahora para sesiones de fotos y para fiestas. No estaba segura dónde estaría ahora, pero era muy posible que estuviera en el Motel 6 del valle, esperando poder regresar a su hogar.

La casa era enorme y sorprendentemente elegante para ser la guarida de un músico de hair-metalToda la parte posterior era una pared de cristal de dos pisos de altura, que daba a un patio inclinado con una piscina en forma de reloj de arena y una vista abierta que mostraba las parpadeantes luces naranjas de la ciudad. Los pisos estaban hechos de una especie de piedra blanca brillante, y los muebles eran completamente blancos o metálicos. Espesas alfombras blancas con aspecto de piel de oso sobresalían como islas peludas en medio de los suelos pulidos. Coloridas imitaciones de Warhol decoraban las paredes.

Un habitual surtido de ejemplares hollywoodenses hablaba en voz alta en medio de tragos y aperitivos irreconocibles en su pequenez, generalmente mirando en torno mientras hablaban, para estar seguros de que alguien, fuera quien fuera, los observaba. La música hip-hopsurgía de todos los rincones, lo cual supuse añadiría un nuevo insulto a un músico de metálica. Su época había pasado. Posiblemente aquello fuera un mensaje para mí, pero no quise pensar en eso por el momento.

Carmelo me tomó de la mano cuando entramos.

—No te importa, ¿verdad?—preguntó—. Me da la impresión de que necesitas apoyo, y mi mano está aquí sólo para eso. En otras palabras, esto no implica ningún tipo de propiedad.

—Gracias—dije, sintiendo la calidez y firmeza de su mano.

De inmediato descubrí a Wendy, inclinada sobre el mostrador de la cocina que hacía las veces de bar, con unos pantalones que imitaban piel de serpiente y un topbrillante que hubiera lucido mejor en alguien con brazos bien torneados. Me volvió la espalda tan pronto me vio, y salió de la sala rumbo al patio, caminando sobre sus inseguros tacones.

—Ignórala—me dijo Carmelo.

Le había hablado de Wendy y me dijo que ella estaría aquí, pero no le aclaré que ella era la mujer que acababa de irse.

—No la necesitas. Tienes a Alexis. Y mejor aún, tienes a Marcella.

Carmelo me condujo al bar y ordenó unos tragos. Yo tomé un vino blanco y traté de calmar mis nervios. Me observó beber del mismo modo que mis gatos ob-servaban a los pájaros revolotear entre las ramas. Casi había esperado que se pusiera a cotorrear.

—Tienes una gota ahí—dijo, señalando la comisura de mi boca.

Instintivamente alcé una mano para limpiarme, pero él me detuvo.

—¿Puedo?—preguntó.

Se acercó tanto que pude sentir su aliento en mi mejilla.

—Sí—respondí.

Me lamió. No de una manera grotesca. Fue sólo una lamida breve y delicada. Rápida.

—Sabes bien—dijo.

—No—dije—. Es que tienes buen gusto.

Para mi sorpresa, Carmelo conocía a más gente en aquella fiesta que yo … y eso que bastante gente me conocía o sabía de mí. Resultó que él componía mucha música para películas y trabajaba en unas cinco bandas sonoras al año. La gente se le acercaba como si fueran perros callejeros, con una mezcla de respeto y miedo. Me gustaba esa combinación. Mucho.

—Ah, perfecto—dijo Carmelo de pronto, agarrándome de la mano y llevándome al patio—. Hay alguien que quiero que conozcas.

Yo iba tropezando en la hierba, a sus espaldas, mientras él caminaba a toda prisa.

—!Karen!—llamó.

Vi cómo Karen Debray, la famosa crítica de cine, detenía sus pasos y se volvía a mirarnos. Pese a su apariencia desvalida y su rostro de ratón, era la crítica principal del país, con un gran poder. Llevaba los cabellos cortos con mucho permanente, gafas gruesas y un vestido estampado de rayón que parecía recoger las migajas en las arrugas de su voluminoso vientre. Resultaba un gran reconocimiento a su intelecto el hecho de que una mujer con semejante facha hubiera sido capaz de convertirse en una crítica ampliamente respetada, tanto en la prensa escrita—New Yorker, Vanity Fair—como en la televisión, con su propio resumen de películas sindicalizado que salía los fines de semana y rivalizaba con el de Ebert & Roeper’s.

—Ey, Carmelo—lo llamó—. Ahora mismo estaba pensando en ti.

—Ya lo sé—dijo él, sin indicios de que estuviera bromeando.

Nos acercamos a Karen y a su esmirriado esposo con su mota de pelo al estilo de Donald Trump. Estaban sobre un trozo de cemento cercano a la escultura de una jirafa. Se hicieron las presentaciones, hubo apretones de manos. Karen explicó que Carmelo había escrito la música para una de sus películas favoritas del pasado verano, un éxito de taquillas protagonizado por Ben Stiller.

—Creí que la había compuesto otra persona—intervine, con el nombre del compositor en la punta de la lengua—. Aaron Drake. Escribe un montón de música para películas.

Carmelo sonrió y se señaló.

Nom de plume—dijo y me guiñó un ojo—. Es francés antiguo para decir seudónimo.

—Sí, merci.

Entornó los ojos.

—No soy lo bastante estúpido para creer que Hollywood contrataría a un puertorriqueño con nombre en español para escribir otra cosa que no fueran mam-bos—dijo—. Así que los jodí con Aaron Drake.

—Un genio como tú tenía que saberlo—dijo Karen, señalando a Carmelo.

—Un genio como tú tenía que saberlo—dijo Carmelo, señalando a Karen.

—Pertenecemos a una sociedad de admiración mutua—bromeó Karen.

—¿Conoces a Marcella?—preguntó Carmelo—. ¿La despreciada y desaprovechada estrella de esa mierda conocida como Bod Squad!

—Es un placer conocerte, Marcella—dijo ella—. Eres más bella en persona que en televisión.

Me sobresalté.

—Soy una gran admiradora de tu trabajo—dije con sinceridad.

Había pocos críticos que me gustaran o con los que estuviera de acuerdo. Pero creía que Karen era una de las pocas que conocía realmente el arte cinematográfico, además de que era justa.Cuando el resto del país hablaba pestes de Adam Sandier porque era popular, Karen Debray entendió la profundidad de su trabajo y habló para aquellos que lo disfrutaban. No estaba interesada en hacer amigos en Hollywood y, curiosamente, eso la hizo más simpática que los lameculos que trataban de caer bien.

—Es un gran honor conocerla—le aseguré.

—Había estado por llamarte—le dijo Karen a Carmelo, pareciendo olvidar mi presencia. Pese a su aspecto correoso y común, no estaba impresionada ni intimidada en lo más mínimo por mí. Se hallaba muy cómoda dentro de su fofa piel. Era raro hallar a alguien así en esta ciudad, y eso me inspiró un gran respeto por ella—. Leí el guión que me enviaste. Me gustó mucho.

Carmelo me apretó la mano.

—¿Sí?—preguntó—. ¿Qué te gustó de él?

—Todo, cono. Tiene todo lo que este país está buscando ahora. El ángulo latino es obvio, pero además está el tema político, que se aplica a lo que está ocurriendo hoy. Y la historia de amor de esa madre por sus hijos… Santo cielo. Es algo hermoso. Creo que puede verse como una parábola sobre el destino de este país. Esa escritora tiene futuro.

—¿Qué guión es ése?—pregunté a Carmelo, aunque ya sabía la respuesta.

—La semana pasada Carmelo me envió el guión de una escritora nueva y desconocida a la que me recomendó prestar atención. Antes sólo me había enviado otro, que resultó ser un éxito. Así es que cuando Carmelo me sugiere algo, yo escucho. Es un chico listo.

Le dio unas palmaditas en la cabeza como si se tratara de un hijo o de su perro.

—¿De qué trata, si es que puedo saber?—pregunté.

Carmelo me miró con fijeza, como si estuviera hipnotizado, y sonrió como un demente.

—Escucha bien, Marcella—dijo él—. Presta atención.

—Es sobre la vida de una mujer salvadoreña, Soledad Flores. Se basa en una historia real. Es como la Romero feminista de nuestros días. Completamente hermoso.

—Una vida realmente increíble—dijo Karen.

—¿Entonces te gustó?—preguntó Carmelo.

—No sé a quién escogerán para el papel protagónico—dijo Karen—. ¿Lo sabes tú?

Carmelo me sonrió. Retrocedió y me abrió los brazos, como si acabara de hacer la presentación de un premio en el escenario.

—La tienes ante ti—dijo—. De carne y hueso.

Había algo en su manera de decir carneque me dio deseos de tenderme.

Karen y su esposo contuvieron una exclamación, como si no se hubieran dado cuenta, hasta ese momento, que yo estaba allí.

—¿Tú?—preguntó Karen, sonriendo con tanta fuerza que pensé que le estallarían las mejillas. Su marido se atoró y varias gotas de bebida salieron despedidas de su nariz.

—Sí—contesté y me dirigí a Carmelo—. ¿Cómo conseguiste el guión de Olivia?

—De Alexis—dijo con un guiño—. Ella es tu principal admiradora. Se lo dio a Goyo para que hiciera la música, y él me lo mostró. Esa Alexis es muy especial. Estoy pensando en contratarla.

Y a Karen, le dije:

—Sé que mucha gente cree que soy una actriz que sólo enseña las tetas, pero eso no es todo lo que sé hacer.

Karen me agarró por una mano como una posesa.

—Ven aquí—me arrastró a través del patio—. Sentémonos a hablar.

Me condujo hasta un par de sillas junto a la piscina.

—Querido, ve a buscar champaña—le dijo a su marido—. Haz algo. Piérdete. Flirtea. Cógete a alguien. Vete a jugar en medio de la calle. No me importa.

Carmelo se despidió de mí con un saludo militar y regresó a la casa, cantando para sí. Luego Karen me dijo:

—No voy a andarte con pendejadas. Me encantó el guión, creo que es una maravilla. Y realmente me intriga que te hayan escogido para ese papel. Me en-cantaría escribir el primer artículo sobre eso para Vanity Fair,apenas acabes la fil-mación. ¿Te importaría?

No estaba segura, pero casi me pareció que estaba … rogándome.

No supe qué decir.

—Creo que debes hablar con mi… Alexis, mi representante … sobre esto—respondí—. Pero mi instinto me dice que no habrá problemas.

Se me ocurrió que Vanity Fairsería el mejor lugar del mundo para mostrar a to-dos la plasta de mierda que era tío Hubert.

Karen sonrió.

—Sé que no vas a creerme, pero el otro día le estaba diciendo a mi esposo que estabas siendo subutilizada en el programa que está saliendo al aire. Nunca veo programas de ese tipo, pero te estaba observando. Un placer culpable, si se quiere.

—Gracias.

Karen me dio una palmada en la pierna.

—Hablaremos más adelante con tu representante. Tengo otras ideas en mente. Para otros artículos.

En ese momento, Wendy pasó con uno de los productores de la película de Morgan Freeman, donde aparecía la Bailarina Nudista Hispana Número Uno. Casi tropezó y se cayó a la piscina cuando me vio hablando con Karen. Recordé que las lecciones de “educación” nunca me habían gustado mucho. Ser educado apestaba.

—Wendy, querida—llamé—. Ven aquí.

La presenté como mi antigua agente, y le dije que Karen estaba interesada en hacer un posible artículo para Vanity Fairsobre mí y la nueva película que estaba protagonizando.

—No—me corrigió Karen—. Nada de “posible”. Quiero hacerlo. Y lucharé a brazo partido contra cualquiera con tal de hacerlo.

Wendy y los otros productores intercambiaron miradas.

—¿Me estás tomando el pelo, Marcella?—dijo Wendy.

—¿Yo?

—Ten cuidado—advirtió Wendy a Karen—. Esta es una bala perdida.

Karen me sonrió.

—¿Una bala perdida?—dijo—. No es algo que me intimide, Wendy. La cosa es que en este negocio y en la vida, eso se llama tener cojones. Y me gusta una tipa con cojones. Casualmente, yo también los tengo.

Pensé que yo no hubiera podido decirlo mejor.