ALEXIS

Cuando mami me envió aquel horrible libro amarillo con el dibujo de una mujer embarazada en la portada, sentada en un sillón y con un vestido de guinga, juré por todo lo que me era sagrado que jamás me parecería a eso, o que jamás me parecería a lo que esa mujer aparentaba sentir, es decir, desgraciada.Se supone que el embarazo te haga brillar, querida, no desteñirte.

Pero cuando pasé frente al espejo de mi armario, camino hacia la cama, con una fuente de wafflesuntados con mantequilla de maní y sirope de arce artificial (por alguna razón, mientras más artificial, mejor sabía), bien podía haber estado mirando al desastroso modelo de ese legendario dibujo. Qué esperar cuando esperasse había convertido en el segundo libro más importante en mi vida, después de la Biblia.

Enfundada en mi batín blanco y negro, que imitaba las manchas de una vaca, trepé a la cama como un gigantesco oso panda que se acomodara en su árbol. Coloqué mi plato sobre la bandeja de Crate and Barrel que había decidido instalarse permanentemente allí, y traté de no pensar en las migajas ni en las manchas. De algún modo, los libros y los programas de televisión dedicados a las mujeres embarazadas jamás mencionaban las migajas o las manchas, ni la horrible sen-sación de que tu vientre podía estallar como una crisálida en una película de horror. Acomodé las almohadas, tratando de aliviar el agudo dolor de mi espalda. Era como si los huesos del sacro estuvieran resquebrajándose. ¿Qué era este niño? ¿Un jugador de fútbol? Coloqué mis pies hinchados sobre otra montaña de almohadas y traté de recordar cuándo fue la última vez que me había visto los huesos de los tobillos. Entonces me di cuenta que había dejado el control remoto del DVD en el otro extremo del cuarto, sobre el armario. Y no me sentía capaz de levantarme denuevo. Por alguna razón, esto me hizo llorar. A juzgar por mis berridos, cualquiera habría pensado que acababa de enterarme de la muerte de alguien. De ninguna manera lograría levantarme de nuevo. ¿Y arrastrarme hasta ese armario, que es-taba a millas de distancia? No quería hacerlo. Pero sabía de alguien que sí lo haría.

—¡Goyyyyoooo!—grité.

Tras seis meses de matrimonio, y un año después del estreno de la primera película que yo había producido, mi estelar marido había aprendido la importan-cia de atender a una mujer embarazada.

Goyo apareció en el umbral del dormitorio principal de nuestro nuevo hogar en Silver Lake: una obra maestra de Richard Neutra, completamente renovada, que se alzaba encima del lago, entre Silver Lake Boulevard y Earl Street. La casa de tres dormitorios no había sido mi primera opción, por supuesto. Me hubiera gustado una mansión en las afueras, con unos tres mil pies cuadrados y un enorme patio con piscina. Pero a Goyo le encantaba Neutra, y decía que la casa, rodeada de palmeras y abundante vegetación, le recordaba “Labana” donde, según tenía entendido, las casas del período modernista se hallaban tan inmaculadamente conservadas como en Silver Lake.

Habíamos soportado los tres primeros meses de embarazo, con los continuos vómitos y el perenne sueño, y nos dirigíamos hacia el quinto. Eso significaba que el monstrito que llevaba en mi vientre estaba aumentando de peso casi con tanta rapidez como yo, y mi insaciable apetito me había hecho sentir que las praderas de papi eran mi verdadero hogar. Ya sabía de memoria todos los detalles del crecimiento fetal. Estaba desarrollando la cubierta blanca de una sustancia parecida a la cera, llamada vernix, para evitar que la piel se arrugara con todo ese fluido am-niótico. Y necesitaba mucho hierro. En los dibujos que aparecían en los libros y en Internet, el feto siempre parecía rosado y blanco, pero había muchas probabilidades de que nuestra hijita no se pareciera en nada a eso. Sería morena y hermosa, como su papá y su mamá.

—¿Qué pasa ahora?—se quejó.

En su mano sostenía un papel para escribir música y un lapicero, lo cual me hizo pensar que estaba componiendo. Ay, yo siempre parecía molestarlo en medio de alguna composición. Pero, sinceramente, no tenía por qué mirarme de ese modo. ¿Acaso yo no llevaba a su hijo? ¿No era ese niño más importante que cualquier cancioncita que podía escribir en otro momento?

—¡Ayúdame!

Goyo suspiró y dejó el papel sobre el armario. Se frotó las sienes, y por un momento temí que fuera a soltar algo desagradable, como la vez pasada, cuando dijo: “Lo siento, Alexis, pero tengo que cumplir con una fecha de entrega y necesito acabar este trabajo. ¡Habrase visto! Pero no lo hizo. En vez de eso, sonrió y después se echó a reír. De mi.

—¿Qué?—grazné.

—¿Pijamas de vaca?—preguntó—. ¿No te parece un poco … qué sé yo … lactoso?

—Esa no es una palabra—dije.

Los raperos, como los poetas, se pasaban todo el tiempo inventando palabras.

—Muuu—dijo, aún sonriendo.

—Cállate. Fuiste tú quien me hizo esto, recuérdalo.

—¿Qué necesitas?—preguntó.

—El cambiador—pedí con tono de humildad y disculpa.

Sabía que no estaba bien que viera tanta televisión. Pero no tenía fuerzas para mucho mas. Depués de todo, estaba haciendo un niño.

—¿Cambiador?

Aún había palabras en inglés que él no conocía.

—No puedo alcanzar el remoto—gemí.

Siempre me estaba quejando ahora, pero a Goyo no parecía importarle. Era el hombre más paciente que jamás hubiera existido, más de lo que yo hubiera con-siderado normal.

—El cambiador—repitió.

Goyo cogió el remoto y se subió a la cama conmigo.

—¿Cómo estás?—le preguntó a mi panza—. ¿Y cómo estás tú?—me preguntó ami.

—No tan mal—dije.

Me sentía horrible, pero no tanto como antes.

Se quedó para ver lo que estaba mirando. Cuando se dio cuenta, se arrepintió.

—¿Otra vez, Alexis?

Agarré mi caja de pañuelos y comencé a frotarme los ojos y la nariz. Sabía que pronto estaría llorando a moco tendido.

—Es tan lindo—gemí.

—Aun así, ¿cuántas veces puedes ver la misma cosa?

Lo miré fijamente, fingiendo enfado.

—Oye—le dije—, ese DVD de la boda es lo único que me impide sacarte las tripas por haberme hecho esto.

—Estaré en el estudio—dijo sonriendo—. Lejos de cierta preñada quejosa.

—¡No puedes abandonarme!—protesté.

—Alexis, por favor. Lo siento, pero tengo una fecha de entrega.

¡Otra vez con la maldita fecha! ¿Y acaso yo no tenía una? Vaya desparpajo.

—Está bien—murmuré en un tono que yo sabía le haría sentir culpable.

—No hagas eso—me rogó—. Enseguida vuelvo. Dame unos minutos. Estoy amasando algo bueno.

—Mmm … Amasar … ¿Me puedes traer un pedazo de pan?

Sonrió, después frunció el ceño y se marchó.

Cambié al cable para ver el canal dedicado al jardín y al hogar. De alguna manera, con mis aguzados instintos maternales, ningún otro canal me tranquilizaba tanto como éste. Estaba aprendiendo bastante sobre diseño y arquitectura, y me daba cuenta—si bien un poco tarde—que mi casa era una joyita, al igual que mi marido, aunque éste fuera un egoísta y pensara que tenía derecho a trabajar en su álbum en lugar de darme masajes en la espalda ahora mismo.

Miré por la ventana de nuestro dormitorio. Había árboles y colinas por do-quier. Me sorprendió hallarme tan a gusto aquí y pensar que fuera imposible vivir en ninguna otra parte sobre todo después de haber pasado tanto tiempo extrañando Texas.

Había dudado la primera vez que Goyo me trajo para que viera este lugar. Pero después de pasar unos minutos admirando el espléndido panorama, desde la curvilínea mansión de Neutra, quedé atrapada. ¿Qué importaba que colgara precariamente sobre una escalonada colina en una región de terremotos? ¿Qué importaba si se hallaba en medio de la ciudad a la que una vez consideré la primera parada hacia el infierno, después del purgatorio? ¿Qué importaba que sólo pudiera tener una vista clara del océano en los días menos contaminados, y que esto ocurriera una o dos veces al año? Mi inhalador y yo ya estábamos acostumbrados, y casi me avergonzaba admitir que ahora me sentía casi enamorada de la ciudad. No sabía si alguna vez sería capaz de vivir en otro sitio. Y Silver Lake era un oasis en medio de todo, un amasijo de caminos serpenteantes, demasiado estrechos para que un carro pudiera pasar junto a otro, y de colinas escalonadas cubiertas con espesa vegetación bandadas de pájaros. La asombrosa variedad de mansiones, cada una de ellas una verdadera obra de arte, era lo opuesto de las casas móviles y las viviendas comunes con las que yo había crecido. Mi nuevo vecindario era impre-decible, con sus senderos de curvas y giros siempre inesperados entre los diminutos desfiladeros, algunos de los cuales terminaban en cafeterías, otros en tiendas de baratijas. No existía ningún otro sitio que se asemejara.

Además, Goyo dijo que se sentía inspirado para escribir en nuestra casa de la colina, lo cual era importante para un hombre al que la prensa llamaba la primera estrella del popnacida en Cuba desde Gloria Estéfan. Yo rogaba a Dios por que la adulona manía que tenía la prensa de llamarlo “amante latino” e “ídolo latino” no lo despojaran de su espíritu poético. Yo pensaba que el público lo comprendía mejor que los reporteros. Ya había vendido más de un millón de discos, y estaba trabajando muy duro en su segundo estreno. Por supuesto, yo también estaba trabajando, y siempre lo haría; pero era agradable saber que si yo quería dejar de hacerlo por un tiempo, y dejaba que los agentes jóvenes y nuevos de mi compañía se ocuparan de las cosas, podría permitírmelo. Y las cuentas serían pagadas por mi poeta cubano.

Tampoco extrañaba esas horas adicionales de viaje desde Orange County. Y eso que yo tenía numerosas reuniones por semana en sitios como Santa Mónica, Burbank y Culver City. Las oficinas en Sherman Oaks de Talentosa, Inc., estaban a media hora de mi nueva casa, y ya tenía suficientes clientes—de diversos estratos—como para contratar a dos agentes más que trabajaran para mí. No éramos CAÁ … todavía. Pero éramos importantes.

Por supuesto, la ventaja personal de vivir en Silver Lake era que estaba muy cerca de Olivia. Ella y Chan no se habían casado, y ella afirmaba que no pensaba volver a “responsabilizarse” tanto con ningún otro hombre, pero eso no les había impedido comprar una casa cerca de sus madres, a las que podían visitar a pie. Tampoco les había impedido concebir un bebé. Y aunque yo tenía opiniones muy definidas sobre el hecho de traer al mundo un niño de padres no casados, eso no era asunto mío. Olivia me dijo que no estaba segura de que Chan fuera el hombre que ella buscaba, pero añadió que era tonto seguir esperando a medida que se acercaba a los cuarenta. Quería otro hijo y lo consigiuió.

Y era agradable tenerla tan cerca. Significaba que tenía con quien compartir bolsas enteras de salchichones, y resultaba gracioso contar con alguien que sufría de dolencias similares para caminar alrededor del lago en las tardes templadas. Ya estaba terminando de escribir el piloto de un programa dramático para una cadena infantil, y me dijo que ansiaba tomarse algunos meses para reflexionar sobre lo que le había pasado. Había rechazado a casi todos los que habían tocado a mi puerta, interesados en ella, y planeaba hacer una serie documental para PBS. Jamás se haría rica con esa clase de trabajos, pero me aseguró que no le interesaba ser rica, y yo le creí.

Bromeábamos diciendo que lo único que necesitábamos ahora era que Mar-cella también quedara embarazada, pero no había muchas posibilidades de que eso ocurriera pronto. El arrollador éxito de Soledad,no sólo en los mercados latinos sino en todo el mundo,la habían convertido en una estrella de primera línea a la que le llegaban muchas solicitudes para participar en proyectos importantes. (Hasta el momento, Soledadhabía hecho 70 millones de dólares en todo el mundo, siete veces más de lo que había costado hacerla). Estaba en Nueva Orleans filmando una película de vampiros y, de vez en cuando, hablaba con ella por teléfono. Carmelo seguía con ella, y habían alquilado una casa embrujada en la que celebraban sesiones espiritistas con sus invitados. Me contó que ella y Carmelo estaban experimentando con el sexo, haciendo tríos donde siempre había otra mujer. Muy raro … y muy Marcella. Su éxito era mi éxito, puesto que todavía era su agente, aunque me pasaba los días en la cama comiendo y sintiendo los movimientos del bebé. Incubando.

Finalmente Goyo regresó al dormitorio, visiblemente más relajado.

—Terminé—anunció.

—¿Dónde está el pan?—le reclamé.

Se estremeció de un modo que me hizo pensar que lo había olvidado.

—Lo siento.

—No importa—dije—. Con lo gorda que estoy, no lo necesito.

—Se supone que así es como debes estar ahora—me recordó—. Hazte a un lado.

Me deslicé para darle espacio, y un dolor agudo se me clavó en la espalda.

—¡Aaay!

Se sentó en la cama junto a mí, con semblante acongojado y culpable.

—Lo siento—dijo—. Si hubiera sabido que ibas a sufrir tanto …

—Ni se te occurra terminar la frase—le amenacé, llevándome una mano pro-tectora al vientre—. Sufriría cien veces más por mi Emily.

Goyo arrugó la nariz.

—No creo que ése sea su nombre, Alexis.

—Sí lo es.

—Su nombre es Gisela.

—Emily.

—Gisela.

Me acarició el cuello y me besó en la mejilla. Lo rechacé juguetonamente, y apreté la tecla de playen el remoto.

—Emily.

—¡No vuelvas a poner el vídeo, por favor!—me rogó, acomodándose conmigo en el nido de almohadas.

Aunque él nunca lo admitiría, sabía que era tan bobalicón como yo y que le gustaba ver el vídeo casi tanto como a mí.

—Un masaje, por favor—pedí.

—¿Todavía te duele la espalda, mi cielo?—preguntó.

Asentí y él puso a trabajar sus dedos. El alivio fue inmediato, y supe que él continuaría hasta que lo necesitara. La otra noche me había masajeado la espalda durante tres horas seguidas, cuando no lograba sentirme cómoda y no hacía más que llorar. En estos días, casi todo me hacía llorar.

El reverendo Mark Craig nos había casado en julio, en la hermosa y apacible Capilla Cox de la Iglesia Metodista Unida de Highland Park, en Mockingbird Lane, donde siempre soñé casarme. Mamá me ayudó con casi toda la planificación, y se ocupó de que la capilla estuviera llena de orquídeas y lirios, todos rosados y blancos.

Goyo había aguardado por mí en el altar, muy guapo en su traje de etiqueta negro, bajo la luz azul y roja del vitral redondo. Su padrino había sido Carmelo, y mientras me preparaba para caminar hacia él por el pasillo, pude ver en el vídeo cómo Goyo se secaba las sudorosas manos e intercambiaba miradas con su mejor amigo. Pero la mejor parte había sido ver a la famosa señorita Marceña, en medio de una fila de hermosas damas de honor tejanas, mis amigas de la secundaria y de la universidad. Casi se veía normal junto a las hermosas Heather.

Yo había llevado un traje de Vera Wang, adornado con canutillos, que se com-pletaba con un corpino estilo imperio y una falda flotante con pliegues atrás. Era sencillo y elegante, perfecto para la muchacha tejana que había sido … y para la chica califomiana en la que me había transformado. Mis dos padres caminaron conmigo por el pasillo—mi padre de crianza a la izquierda y papi Pedro a mi derecha—, y mientras mi madre se sentaba a empapar su pañuelo, abuelita López ponía todo su empeño en mirar con desprecio a abuela Stiffler, por alguna imaginaria afrenta ocurrida minutos antes en el parqueo de la iglesia.

Cuando el órgano tocó la marcha nupcial, sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Fue realmente el día más feliz de mi vida, y recordé con claridad lo que fue caminar junto a una multitud de familiares, amigos y colegas, sabiendo que había logrado el éxito en mi negocio, que me había convertido en todo lo que había soñado ser profesionalmente, y que al final de la alfombra me esperaba el ser humano más talentoso, inteligente, atractivo y generoso que había conocido. Sabiendo, también, que no moriría sin tener hijos.

Goyo me tomó de la mano y me la besó.

—Me duelen mucho los dedos—dijo—. ¿Puedo descansar un minuto?

Colocó su mano tibia sobre mi vientre. Su tacto me excitó. Nadie me había dicho que el embarazo pudiera provocar semejante deseo sexual. De algún modo, no parecía correcto. Pero no podía negarlo. El embarazo me llenaba de ansias… cuando no tenía ganas de vomitar.

Goyo me miró con sus ojos de hombre en celo.

—Pero estoy muy gorda—me quejé, enjugándome las lágrimas, mientras mi imagen vestida de novia, mucho más esbelta en la pantalla, finalmente llegaba junto a su novio.

Goyo me miró fijamente a los ojos, sin que su expresión de hombre en celo desapareciera.

—No lo creo—afirmó, sin dejar de mirarme.

—No, Goyo—dije—. No está bien.

Mientras él se pegaba a mí, mantuve mi vista clavada en la pantalla.

La pareja de la pantalla recitó los votos que habían escrito para intercambiar mutuamente, y yo los repetí de memoria. Goyo apretó su cuerpo contra mí y me besó en el cuello.

—Olvídate de la boda. ¿Te acuerdas de Canadá?—preguntó mientras sus labios se acercaban a mi barbilla. Goyo había querido que su luna de miel fuera completamente diferente a nada de lo que él hubiera conocido en su vida en el trópico. Así es que había hecho las reservaciones para nuestra luna de miel en un agradable y pequeño centro turístico en las montañas de Whistler, cerca de Van-couver. No habíamos esquiado, obviamente, porque era verano. Pero en las raras ocasiones en que no estábamos en la cama, habíamos montado a bicicleta y caminado, y tanto él como yo nos sentimos impresionados ante los parajes verdes y salvajes de las montañas.

—Me acuerdo—dije, sabiendo por sus besos que se refería a las actividades realizadas bajo techo.

—Repitamos Canadá—me dijo.

—Pero estoy gorda—protesté—. Mira, llevo una bata de vaca. Muuu.

—Estás embarazada de mi hija—dijo, como si yo aún no lo supiera—. Y apenas encuentro palabras para decirte cuan hermosa luces. Pareces una diosa.

—Pero ¿y si ella nos oye … o nos siente?—pregunté.

—El bebé no puede decir nada—sus dedos dejaron rastros de electricidad sobre mi piel, como había ocurrido en nuestra noche de bodas—. Ven aquí.

Mientras el vídeo saltaba a la recepción que habíamos celebrado en el hotel Crescent Court, de Dallas, sentí que me desmadejaba en el edredón junto a mi marido, sintiéndome finalmente en casa… con él, conmigo misma y, que Dios me perdone, con Los Angeles.