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Pornografía: de la distorsión a la educación
Es la una de la madrugada y estoy tomando un café con la actriz porno Sophie Evans en un bar al lado de la sala Bagdad en Barcelona, en cuyo escenario la había visto desnudarse minutos antes. También había presenciado cómo una compañera suya ponía un preservativo a un chico del público para intentar hacerle una felación a su encogido miembro, y contemplado cómo una pareja de actores tenían sexo con toda la frialdad, sobreactuación y muestra de dominancia masculina característica del porno.
Sophie es encantadora, sonriente, y transmite una mirada inesperadamente cándida. Me asegura que su vida fuera de las cámaras es totalmente convencional, y hasta parece ruborizarse cuando le consulto si ella se excita física y/o mentalmente al rodar escenas. «¡Uy!… depende de muchos factores… hay chicas a quienes les encanta y otras que siempre fingen», responde intentando esquivar referencias personales. Seguimos hablando de cómo ha cambiado la industria pornográfica con internet, de si a sus seguidores les gustan más unas escenas u otras, e incluso de ciencia. De repente Sophie me dice que se está leyendo un libro científico titulado El ladrón de cerebros, yo la miro desconcertado, y respondo: «¡Pues si es mío!». Sophie abre los ojos, se tapa nariz y boca con ambas manos en señal de sorpresa y nos echamos a reír ante tal casualidad. No había relacionado mi nombre en las llamadas previas para concertar la entrevista.
Pasado un rato me siento en confianza de preguntarle si considera que el porno convencional puede ser denigrante para la mujer y si transmite una imagen perniciosa del sexo. Sophie responde: «Quizá sí puede parecer violento en ocasiones, pero a las mujeres a veces nos gusta que así sea. De todas formas hay muchos tipos de porno, muchas opiniones, y cada persona tiene valores diferentes». Sophie tiene razón, el debate sobre si el porno degrada a la mujer no es científico ni de ninguna manera debería serlo.
Más interesante —que no importante— resulta analizar cómo el consumo de porno afecta a las actitudes sexuales posteriores, o si algunas escenas pueden generarnos un rechazo mental al mismo tiempo que excitación física. Esto sí se puede medir y, por tanto, analizar científicamente. «Pero lo mejor es que regresemos al Bagdad y hables con más personas», me dice Sophie.
Ya en la sala, un actor intenta convencerme sin dato empírico más que su sesgada intuición de que a la mayoría de las mujeres en realidad sí les gusta el porno duro y abusivo. Otro me explica infinidad de curiosas, morbosas y hasta hilarantes anécdotas de su experiencia en la industria, y cuando le pregunto si toman algo para mantener erecciones me responde: «Pocos lo admitirán, pero sí se hace». Una transexual guapísima que confunde a mi cerebro defiende que los heteros estamos obsesionados con ver penes grandes, y una pareja del público explica que acude a la sala para poner un poco de picante en su relación pero también porque siempre descubren ideas nuevas. Este último punto es el más utilizado por quienes defienden el valor educativo del porno.
El ambiente es tremendamente amigable. La amabilísima Juani, propietaria de Bagdad, se muestra satisfecha de que la gente venga simplemente a pasar un rato agradable y diferente a su día a día, y una actriz me asegura que los contenidos han cambiado mucho en los últimos diez años y que ahora la gente quiere más violencia. Le respondo que un estudio científico reciente concluyó que en realidad no tanto, se queda dubitativa y dice: «Ah, no sé».
Me ha resultado interesante conocer —no sólo en la sala Bagdad— gente de la industria pornográfica. Fuera de las cámaras —tanto las del plató como las de aficionados— y de medios donde continúan representando su personaje, son personas más corrientes de lo que pensamos. Y no lo digo yo sino la ciencia. Un estudio publicado en noviembre de 2012 titulado «Characteristics of Pornography Film Actors: Self-Report versus Perceptions» preguntó a trescientos noventa y nueve estudiantes de psicología cómo creían que era la personalidad de los actores y las actrices porno, su vida sexual fuera de las cámaras, relaciones de pareja, índice de abusos, etcétera, y contrastó sus respuestas con los datos aportados por ciento cinco actores y ciento setenta y siete actrices porno del área de Los Ángeles. Los resultados constataron que el estereotipo mostrado por los estudiantes no reflejaba en absoluto la realidad. Los actores y las actrices tenían mucha mayor autoestima, ideales románticos y preocupación por enfermedades sexuales de lo que los estudiantes pensaban. La prevalencia de abusos sexuales en la infancia era idéntica a la población general, y habían tenido su primera experiencia sexual a una edad mayor de lo que los encuestados creían. Había diferencias muy significativas. Por ejemplo, los estudiantes creían que actores y actrices ganaban una media de doscientos veinticuatro mil y doscientos cincuenta mil dólares anuales de media respectivamente, cuando en realidad su sueldo promedio estaba en setenta y nueve mil dólares (hombres, edad media 35 años) y setenta y cuatro mil dólares (mujeres, edad media 26 años). Los encuestados acertaron el número de parejas diferentes con que las actrices habían rodado escenas eróticas (72 real por 78 previsto), pero se quedaron muy cortos en los chicos (97 previstas por 312 real). Actores y actrices también tenían más parejas sexuales fuera de las cámaras, decían disfrutar mucho del sexo, contradiciendo la idea de que su trabajo «les podría aburrir», y en general las actrices decían divertirse más durante las escenas y estar mucho más satisfechas con su profesión de lo que los estudiantes creían. De hecho, sobre este último punto, los investigadores compararon diversos índices de personalidad de las actrices con una muestra equivalente de mujeres, y si bien observaron mayor consumo de drogas, número de parejas y preocupación por enfermedades, sus índices de autoestima, satisfacción sexual, bienestar personal y soporte social estaban por encima de la media.
En este sentido, recuerdo asistir al Museo del Sexo de Nueva York a un recogido encuentro con antiguas leyendas del porno, como Candida Royalle, Veronica Hart o Gloria Leonard, quienes ya retiradas mostraban enorme satisfacción y orgullo de su paso por el porno, aunque reconocían que los momentos actuales son muchísimo más difíciles: hay más competencia, menos dinero, más abusos, está más «industrializado», y para las actrices jóvenes resulta difícil negarse a ciertas escenas. La ahora directora Candida Royalle, como muchas otras y otros, reclamaba un mejor porno que considerara también los gustos del creciente público femenino. Pero aquí, junto con la idoneidad o no de utilizar preservativo en los rodajes, empezaron a aparecer discrepancias.
En mi superficial contacto con el mundo del porno he escuchado casi tantas opiniones diferentes como personas. Reconozco que tras hablar con la cálida gente de la sala Bagdad salí con una visión más positiva de la que habría tenido como espectador, pero también desconcertado por tanta diversidad de visiones, algunas incluso contradictorias. Me di cuenta de que para mayor objetividad debía volver a la ciencia, sobre todo si pretendía averiguar si el consumo de porno conlleva riesgos individuales o sociales, e incluso para sacar algo en claro sobre qué tipo de porno gusta más a las mujeres.
LAS MUJERES PREFIEREN VER PORNO LÉSBICO QUE GAY
Sacadas de contexto, algunas investigaciones científicas pueden resultar de lo más cómicas. En capítulos anteriores vimos que las imágenes eróticas son utilizadas en laboratorios de psicofisiología sexual para medir la excitación genital y subjetiva ante determinadas circunstancias o disfunciones sexuales. Pues bien, como herramienta científica que son, los investigadores deben estar convencidos de que dichas imágenes eróticas hacen bien su función, y eso les da motivos para investigar de manera rigurosa qué tipo de porno gusta más a las mujeres.
Con los hombres es más sencillo, ya que varios experimentos han demostrado que los videos estimulan mucho más que las fotografías, la literatura erótica o las grabaciones de audio, que cuanto más explícitos mejor, y que «lo típico» funciona de sobras para aumentar la excitación. Pero con las mujeres, los investigadores tenían algunas dudas. Primero confirmaron que, aunque en menor diferencia que los hombres, a las mujeres también les excitan más los videos que la lectura o las fotografías. Pero luego, la pulcritud metodológica exigía estandarizar el contenido de los videos eróticos utilizados por diferentes laboratorios, y analizar meticulosamente «qué estímulos son los más apropiados para optimizar la respuesta sexual femenina», como escriben los autores del estudio «What kind of erotic film clips should we use in female sex research».
Es cierto que se podría preguntar a algún experto en el campo, pero, de nuevo, sus opiniones difieren una barbaridad. Una de las conversaciones más interesantes que tuve durante la documentación para este libro fue con la activista y reconocida directora de porno femenino Tristán Taormino. Cuando nos reunimos en el Distrito Financiero de Nueva York me dijo que las mujeres prefieren escenas no forzadas, en las que perciban conexión entre la pareja y donde se vea a la chica disfrutar. Las mujeres parecen contemplar más a la actriz y empatizar con ella que fijarse en los atributos masculinos. Pero medio en broma me reconoció que «hay muchas opiniones sobre el tema; la verdad es que ni yo lo tengo del todo claro, y ya me gustaría que se hiciera un estudio científico sobre ello».
Se hizo: los investigadores de la Universidad de Wayne en Detroit mostraron noventa fragmentos diferentes de películas pornográficas a un grupo amplio de mujeres que sí habían visto porno en el pasado, pero que no eran consumidoras asiduas. Éste es un matiz importante, e implica que los resultados del estudio no tienen por qué coincidir con las ventas o búsquedas online. El consumo de porno entre mujeres ha crecido enormemente debido, entre otras cosas, al anonimato de internet, pero los científicos no pretendían saber qué estimulaba más a las consumidoras habituales, sino encontrar las imágenes que más funcionaran en una población lo más estándar posible; es decir, en cualquier mujer que de repente le pusiera el cine erótico en pantalla. Por eso tampoco se fiaban plenamente de las conclusiones de la industria pornográfica dirigida al público femenino. Existe un cierto consenso en que las chicas prefieren escenas heterosexuales explícitas pero consensuadas, más románticas, y que no les gustan los primeros planos, eyaculaciones sobre personas, ni sexo lésbico o anal. Pero querían investigarlo por ellos mismos, y sobre todo comprobar si existía correlación entre la respuesta psicológica subjetiva y la fisiológica. A los científicos no les gustan las ideas preconcebidas.
Los noventa clips tenían un minuto de duración, en el 88 por ciento se mostraba sexo entre hombres y mujeres, y en el 12 por ciento restante, relaciones homosexuales. Había diferentes posturas, sexo en grupo, tríos, interracial, felaciones, cunnilingus, sexo anal, masturbaciones, sadomasoquismo o bondage, entre otras prácticas. Las mujeres tenían como mínimo educación secundaria, en un rango de edad entre 18 y 57 años con una media de 31 años, y todas las razas estaban representadas. Después de cada video debían responder qué grado de estimulación física y mental experimentaban.
El análisis estadístico de los resultados no generó grandes sorpresas. Las escenas heterosexuales con sexo vaginal eran con diferencia lo que más gustaba, se preferían las posiciones en las que el hombre tomaba la iniciativa, y hubo muy buena respuesta a las escenas rodadas en exteriores. El sexo entre hombre y mujer era preferido al homosexual, si bien claramente inclinaban —curiosa diferencia respecto al género masculino— más por las escenas entre dos mujeres a las de dos hombres. Esto último es coherente con la hipótesis que discutimos en el capítulo 3, sobre que el impacto de los videos eróticos se pueda deber a que activen en nuestro cerebro neuronas espejo involucradas en la imitación, haciéndonos así sentir parte de la acción. Entre lo peor para la mayoría de las mujeres estaban el sexo anal, las felaciones y las conductas consideradas abusivas, si bien un número considerable de ellas describía estas escenas como no estimulantes mentalmente, pero sí físicamente. Éste es un dato interesante, consistente también con otros que muestran que muchas mujeres tengan fantasías sexuales sobre actos que en realidad no quieren realizar.
Los investigadores son conscientes de las limitaciones de su estudio, especialmente por la gran diversidad de gustos que hay entre la población, pero aseguran que contemplaron factores como el atractivo de los protagonistas, la habituación a la que se llegaba en los últimos clips, o las condiciones de laboratorio, y sí encontraron algunas tendencias generales. Dudo que la industria les haga mucho caso, pero en Pubmed están sus datos y la de otros trabajos similares.
EL PORNO PUEDE EXACERBAR ALGUNOS PROBLEMAS, PERO NO GENERARLOS
Yo confieso que por lo general el porno me parece el McDonald’s del sexo, y no me gusta el rol que suele darse a la mujer. Pero sobre sus posibles efectos negativos, en Estados Unidos van mucho más lejos, y hay libros y movimientos conservadores que consideran la pornografía como algo casi apocalíptico que está destruyendo los valores del respeto y la moral. Un ejemplo de ello puede ser el libro The porn trap, cuyos autores argumentan que la pornografía se ha vuelto más extrema, que internet ha empeorado las cosas porque se convierte en más individualista y provoca aislamiento social, que el porno erosiona las parejas porque el consumidor habitual pierde atracción hacia su mujer y genera en ella la sensación de tener que competir, que el consumo continuado causa desórdenes anímicos, que afecta al cerebro como una droga, que se percibe a la mujer como un objeto y que aumenta tanto las conductas de riesgo como el número de agresiones sexuales. Un pequeño detalle: todos sus argumentos están basados en opiniones parciales y no en evidencias contrastadas. Y, por ejemplo, si el porno genera adicción o no sí es hasta cierto punto investigable.
La idea básica es que ver porno es un acto placentero que activa el sistema de recompensa del cerebro haciéndonos segregar altas cantidades de dopamina desde el área ventral tegmental al nucleus accumbens, y como otras actividades placenteras, si la realizamos en exceso aislada de otros placeres y de manera obsesiva, puede llegar a volverse una adicción conductual. Aunque muchos neurobiólogos rechacen utilizar la palabra «adicción» y prefieran «dependencia» o «conducta compulsiva», si definen a la ludopatía como adicción también lo deben hacer con el porno online. Son tremendamente parecidas. De hecho, algunos conceptualizan la adicción al porno dentro de la «adicción a internet», es decir, a la novedad y excitación constante que nos ofrece el mundo online. Somos buscadores compulsivos de novedades, y es en este sentido que podemos pasarnos horas y horas navegando de un enlace a otro por internet o interactuando en redes sociales. La pantalla nos absorbe. Podemos entrar a un sitio web buscando una información o video erótico: y terminar leyendo o viendo veinte. Cada click o imagen tentadora es una novedad constante y una descarga de dopamina que nos motiva a visitarla. En esta primera fase, la «costumbre» de mirar porno online no sería muy diferente de la habituación, que se convierte en necesidad, de chequear Facebook o ciertas páginas web constantemente. Se entra en una rutina cibernética de la que es difícil escapar. Pero con el porno la situación se puede agravar por dos motivos. Primero, que nuestro cerebro está programado para preferir el sexo a las noticias de política o de ciencia, y es normal que atrape más a nuestro sistema límbico. Pero además, si va acompañado de masturbación, la liberación de dopamina durante la excitación sexual es todavía mayor, el cerebro empieza a asociar esa actividad con placer intenso, y con las repeticiones el condicionamiento se va reforzando. Los niveles de dopamina nunca serán tan drásticos como durante el consumo de cocaína o heroína, pero sí se estará forjando una dependencia conductual, que en algunos casos de aislamiento y falta de otras motivaciones puede convertirse en una obsesión seria que interfiera en nuestra vida laboral y personal. Esto sólo ocurre cuando hay pérdida de control, que en las adicciones se manifiesta por menor actividad en los lóbulos prefrontales del cerebro.
Esta actividad es justo lo que han analizado los neurocientíficos Donald Hilton y Clark Watts, de la Universidad de Texas, al comparar estudios con fMRI de personas con diferentes obsesiones y dependencias. Sus resultados concluyeron que los consumidores compulsivos de pornografía sí tenían efectivamente alteraciones en los lóbulos frontales del cerebro similares a cualquier otra dependencia, y que por tanto la actividad sí podía desembocar en pérdida de control y adicción. Sin embargo, en la misma revista, otros autores critican esta interpretación diciendo que lo realmente observado no es que la pornografía cause problemas, sino que personas con ciertos problemas abusan más de la pornografía. Para estos últimos el uso indiscriminado de pornografía depende del contexto y es inducido como respuesta al estrés psicosocial. Es decir, la asociación con problemas existe, pero la pornografía no es la causa sino la consecuencia.
Fijémonos que aquí no estamos hablando de adicción al sexo o hipersexualidad, de la que discutiremos más adelante en el libro, sino de la rutina de mirar porno por internet (una terapeuta me dijo que muchos de sus pacientes miran videos durante horas y horas pero sólo masturbándose puntualmente), que en realidad únicamente desarrollará un trastorno obsesivo en quien tenga una fuerte predisposición a ello y problemas psicosociológicos preexistentes.
Otro efecto curioso bajo estudio pretende averiguar si ver porno muy a menudo puede causar desmotivación y problemas de erección. Hay bastantes reportes de sexólogos y urólogos sobre pacientes que, tras una temporada de consumo frecuente de pornografía online, al enfrentarse a sexo en pareja dicen sentir menor excitación, tener erecciones menos rígidas y más dificultades para llegar al orgasmo. Aquí la idea es que dichas personas toman como referencia a un tipo de mujeres y actividades que hacen a los encuentros reales menos estimulantes. Más allá de que esta hipótesis pueda parecer lógica, y que evidentemente se cumpla en casos concretos, no he encontrado ningún estudio científico sobre el tema. Investigadores italianos liderados por Carlo Foresta dicen haber realizado una encuesta masiva y hallado asociación entre consumo abusivo de pornografía y disfunción eréctil, pero en el momento en que escribo estas líneas los datos no parecen haber sido publicados en ningún sitio.
Pero, más allá del propio consumidor, ¿afecta negativamente la pornografía a las actitudes hacia la mujer? El psicólogo Neil Malamuth, de la Universidad de California, Los Ángeles, es una referencia mundial en el estudio de los efectos de la pornografía. En nuestra conversación se muestra contundente desde el principio: «En la mayoría de las personas la pornografía no tiene efectos positivos ni negativos, pero cuando hay otros factores de riesgo como haber sufrido abusos, historial familiar de agresiones o personalidad narcisista… sí vemos que la pornografía de contenido extremo aumenta el riesgo de agresión hacia la mujer». Esta frase debe ser bien interpretada. Malamuth reconoce que «los libros como The porn trap no tienen el mínimo sustento científico», pero no dice que la pornografía sea del todo inofensiva.
En uno de sus estudios, Malamuth comprobó que el porno no afectaba la conducta hacia la mujer en hombres convencionales, pero sí ligeramente en quienes tenían problemas psicológicos y consumían porno de violencia extrema. Resultados parecidos fueron replicados por el danés Gert Martin Hald en uno de los estudios más citados sobre el tema. Analizando seiscientos ochenta y ocho hombres y mujeres heterosexuales de entre 18 y 30 años se encontró una leve pero significativa asociación entre consumo de pornografía extrema y mostrar mayor tolerancia a la violencia contra la mujer. El estudio también reveló que los hombres utilizan la pornografía fundamentalmente para masturbarse y las mujeres por curiosidad o juegos en pareja. Una de cada cinco mujeres dijo no haber visto nunca pornografía, frente a sólo un 2 por ciento de los hombres. De las chicas que respondían que sí lo habían hecho, el 7 por ciento la miraba tres veces o más por semana, mientras que el porcentaje aumentaba a un 39 por ciento de los hombres. Analizando el impacto que los consumidores consideraban que el porno tenía en sus vidas, los daneses en general lo valoraban como mucho más positivo que negativo.
De hecho, hay estudios que incluso otorgan un beneficio neto al consumo de pornografía. A nivel social se argumenta que el porno hace descender los crímenes sexuales, porque actúa como una válvula de escape, una sustitución. Estudios realizados en Japón, Estados Unidos, Dinamarca y República Checa han confirmado asociaciones positivias entre mayor acceso a porno y menos agresiones sexuales. A nivel individual, se defiende que en personas sin pareja y con carencias su uso moderado puede resultar de gran ayuda, y que dentro de la pareja tiene cierto valor educativo por añadir posibilidades al repertorio de conductas amatorias. El dilema en realidad está en que cuando alguien de moral conservadora se queja de que «luego se quiere hacer lo que se ve en pantalla», alguien más liberal responde: «¿Dónde está el problema si se mantiene dentro del respeto y los juegos consensuados?». Éste es el principal argumento de directoras como Tristán Taormino, que me dice sin tapujos: «Parte del cine que yo hago es porno educativo». Tristán lleva muchos años impartiendo charlas sobre sexualidad tanto a adultos como a adolescentes, y dice que no deja de sorprenderle lo limitada y reprimida que suele ser la visión y conducta sexual de tantísimas personas y parejas. Ella reconoce que la mayoría del porno sigue siempre el mismo guión, pero que con sus películas pretende «expandir la definición de sexo» y «mostrar muchas más de las posibilidades eróticas que tenemos». Insiste que hay muchísimos tipos de porno, y me admite el paralelismo con el McDonald’s, pero se muestra convencida del potencial educativo que tiene el buen cine erótico e incluso terapéutico para parejas con falta de libido.
Es delicado porque hay infinidad de aspectos a analizar, y no quiero desdeñar los casos de personas para quienes la exposición al porno ha tenido consecuencias dañinas. Pero todo indica que si nos abrimos de manera crítica y selectiva a un mejor cine erótico como el que reivindican Tristán y tantos otros cineastas, sin duda los beneficios para quienes quieran y sepan disfrutar del porno pueden ser muchísimo mayores que los riesgos.