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Identidades sexuales más allá del XX y el XY
Martin es un chico alto, delgado, de unos treinta y cinco años, piel muy clara, frente ancha, cabeza despejada, y que me recuerda horrores al cantante de REM. «Ya me lo dicen», responde entre sonrisas durante un encuentro organizado para aglutinar a personas de diferentes tendencias y expresiones sexuales en el área de Nueva York.
La verdad es que me cuesta intuir el rol de Martin en dicho encuentro. En el local del Lower East Side hay practicantes de BDSM, poliamorosos, transexuales, activistas, representantes de asociaciones gays y lesbianas, y algún exhibicionista. El aspecto y la actitud de algunos revela claramente la comunidad a la que pertenecen, y al principio de cualquier conversación, la gente expresa de inmediato y sin tapujos sus experiencias e ideas particulares sobre sexualidad. Sin embargo, Martin parece eludir referencias propias y se comporta apaciblemente como si estuviera en un bar convencional. Empiezo a sospechar que es un infiltrado como yo, y le cuento que ando por allí buscando testimonios para un libro de ciencia y sexo que estoy preparando. Martin se muestra interesadísimo, me dice que le encanta la ciencia, empieza a citarme conceptos de física teórica con muy buen criterio, pero continúa discreto sin soltar prenda sobre su presencia en el evento. Hasta que de repente le pregunto con gran naturalidad: «¿Y tú, Martin, qué haces aquí?». Su expresión se vuelve neutra, noto cierta tensión en su cara, me da la sensación de que traga saliva, y como si se sintiera obligado a responder me dice: «Bueno… a mí es que me gusta vestirme de mujer».
Martin parece sentirse liberado, y más relajado me explica que sólo se viste de mujer en privado, cuando nadie le ve. Es un impulso que empezó a notar desde muy pequeñito, su esposa lo sabe y lo acepta, y él lleva sin problemas un rol social masculino absolutamente convencional. Martin se siente hombre en todos los sentidos y define su orientación como bisexual. En el pasado tuvo relaciones con hombres y mujeres, pero ahora mantiene exclusividad con su pareja. «Claro que a veces siento atracción por algún chico, igual que tú puedes sentirla por más de una mujer, pero no echo nada en falta. Lo único que a veces sí siento es la necesidad de adquirir un rol femenino», me dice.
Martin cree que es momento de exponer con mayor naturalidad su travestismo y está valorando ir a lugares públicos vestido de mujer. «Pero me da pánico, y al mismo tiempo no veo por qué debería hacerlo», explica. Cuando le pregunto cómo quiere que le traten cuando va vestido con ropa femenina —si como hombre o mujer—, se queda dudando y responde: «Vaya… pues la verdad es que no me lo había planteado… como siempre lo hago en privado… Yo diría que como mujer, pero ya sabes que el travestismo es muy diferente a la transexualidad, ¿verdad?». «Lo sé, lo sé…», respondo convencido.
El travestismo es un término muy amplio utilizado para definir a las personas que se visten y actúan puntualmente acorde con el género opuesto, pero sin sentirse necesariamente diferentes a su género biológico. Por lo general son hombres que se sienten hombres, o mujeres que se sienten mujeres, pero que les gusta, relaja o excita sexualmente vestirse y asumir roles sociales asociados al género contrario. Puede ser un entretenimiento, un fetiche o una práctica que en algunos momentos ofrece bienestar y paz interior —como en el caso de Martin—, y en la que no existe la discordancia absoluta entre identidad sexual y sexo genital que sí se da en los transexuales. Los transexuales sienten de manera permanente que su mente y su cuerpo no concuerdan, y recurren a tratamientos hormonales y cirugía para corregirlo.
Martin practica el travestismo e insiste en que no es transexual, pero a medida que profundizamos en nuestra conversación me confiesa algo menos frecuente: «Bueno… reconozco que yo en algunos momentos de mi vida sí me he sentido mujer. Es extraño, porque yo me identifico plenamente como hombre, pero hay días en que emocionalmente noto que soy una mujer o tengo reacciones femeninas. Y no sucede necesariamente cuando hago crossdressing, es algo interno y espontáneo. No sé, es desconcertante». Le pregunto si sería una especie de bi-identidad sexual parecida a la bisexualidad y me contesta: «Podría ser, pero no es normal entre los que practicamos travestismo». En unos párrafos hablaremos del poco conocido bigenerismo y de las personas que durante su vida alternan ciclos de identidad masculina y femenina, pero antes debemos reflexionar —y más empezando este capítulo— sobre el sentido de la palabra «normal». Yo a Martin le respondí «desde una perspectiva naturalista, a mí lo que no me parecería normal es que no hubiera nadie como tú», y me reafirmo por completo.
Si por «normal» entendemos «habitual», entonces sí, Martin es tan poco normal como lo puede ser un corredor de marcha atlética. Pero si por «normal» entendemos algo que puede ser coherente con la naturaleza y la sociedad, Martin sería tan normal como un pelirrojo o el susodicho corredor de marcha. De hecho, y aun teniendo sólo en cuenta la biología, lo verdaderamente extraño sería no encontrar ninguna ambigüedad entre los diferentes niveles con los que podemos definir sexo masculino y femenino.
Es cierto que lo habitual es que el género de una persona sea definido por los cromosomas XY o XX (sexo genético), que nazca con pene y testículos o vagina y ovarios (sexo genital/gonadal), que circule mayor concentración de andrógenos o estrógenos por su sangre (sexo hormonal), que su cerebro le predisponga desde la niñez a sentirse mentalmente hombre o mujer (identidad sexual), que el entorno social vaya reforzando que se comporte, defina, exprese y asuma roles masculinos o femeninos (rol sexual), y paralelamente en una dimensión diferente que se sienta atraído física y emocionalmente por uno u otro género, para ambos o por ninguno (orientación sexual). Pero ahora sabemos que estas categorías no siempre están correlacionadas (el ejemplo más claro es la transexualidad, que discutiremos más adelante), y que dentro de todas ellas puede haber situaciones ambiguas o intermedias (bisexualidad o la intersexualidad de la que también hablaremos en breve).
Sin embargo, curiosamente, de todas estas categorías, la que concebimos como más estanca es justo la que hemos creado nosotros: el rol social. El caso de Martin continúa no siendo considerado «normal» porque lo «normal» es ser hombre o mujer. Y yo insisto: el caso de Martin no es «habitual» en el sentido de que la identidad sexual suele estar muy bien definida, e incluso los transexuales se sienten plenamente identificados con su sexo mental y raramente desarrollan dudas pasada la infancia o adolescencia. Pero, tanto a nivel biológico como de desarrollo, tiene sentido que en la propia identidad sexual pueda existir cierta ambigüedad.
Todos procedemos de un grupito de células que empezaron a dividirse siguiendo una programación genética y de las que se desarrolló un cerebro con conexiones y estructuras que, entre muchas otras cosas, nos predisponen a tener comportamientos masculinos y femeninos. Pero es propio de la coherencia biológica que esta conformación cerebral no sea absolutamente estanca y que algunas de dichas estructuras puedan tener disposiciones mixtas. Este mismo continuum también tiene lugar con la exposición prenatal a andrógenos, pues entre niveles altos y bajos puede haber valores intermedios, y desde luego respecto a experiencias y condicionantes ambientales que influyan en el desarrollo de la identidad sexual.
Con todo ello, y a saber por qué factores y peso específico, a pesar de lo atípico, hace parte de la normalidad que la mente de Martin sea casi siempre masculina pero a veces se sienta femenina. Desde una perspectiva naturalista, su caso puede ser infrecuente, pero forma parte de una diversidad previsible y presumible. Lo insólito sería que no existiera nadie como él.
INTERSEXUALIDAD: CUANDO CROMOSOMAS Y GENITALES NO CONCUERDAN
Jen es una mujer guapa y esbelta que tiene un cromosoma Y en todas las células de su cuerpo.
Jen nació con genitales femeninos y se desarrolló como cualquier otra niña hasta que a los siete años notó molestias en la parte baja de su abdomen, y una exploración médica reveló que en lugar de ovarios tenía dos pequeños testículos internos que todavía no habían descendido. El diagnóstico tras un análisis más completo fue claro: Jen era cromosómicamente XY pero sufría el síndrome de insensibilidad completa a los andrógenos (CAIS). Una mutación en un gen asociado a los receptores celulares de andrógenos hacía a todo su cuerpo insensible a la testosterona. Es decir, por la sangre de Jen corría testosterona, pero ninguna de sus células se enteraba.
Cuando Jen era un embrión de seis semanas, el gen SRY de su cromosoma Y dirigió la formación de testículos, que empezaron a segregar testosterona y hormona antimulleriana (AMH). La AMH hizo su función evitando la formación de útero y ovarios, pero la testosterona no tuvo efecto y el resto de genitales, cuerpo y cerebro continuaron desarrollándose como si fuera una mujer. Los diminutos testículos de Jen nunca llegaron a descender y siguieron segregando ineficaces andrógenos hasta que se los extirparon. El tratamiento continuó con un suplemento hormonal para que Jen completara su desarrollo como mujer, seguimiento psicológico especialmente en la adolescencia, y uso de dilatadores vaginales para poder tener relaciones sexuales satisfactorias. Jen siempre fue, será y parecerá una mujer convencional en todos los sentidos —salvo la maternidad biológica—, y un vivo ejemplo de que son las hormonas y no los genes las que en última instancia dirigen el desarrollo de la sexualidad.
Una de cada diez mil personas nacen con síndrome de insensibilidad a los andrógenos (AIS), y si bien en casos de insensibilidad parcial el diagnóstico es más confuso y la asignación de sexo debe contemplar la evolución de cada individuo, cuando hay insensibilidad completa las mujeres son indistinguibles de cualquier otra. De hecho, hay modelos y deportistas con AIS y mujeres que descubren que tienen cromosoma Y ya bien entrada la pubertad.
El AIS no está exento de problemas, pero dentro de las condiciones de intersexualidad es quizá la menos traumática y fácil de abordar. La mayoría de los otros síndromes que conllevan incongruencia entre sexo cromosómico y fenotípico encierran mayor ambigüedad.
La segunda condición de intersexualidad más frecuente (uno de cada dieciséis mil nacimientos) es la hiperplasia suprarrenal congénita o CAH. En ella, al contrario del síndrome anterior, los pacientes son cromosómicamente mujeres (XX) pero debido a un defecto genético que afecta a una enzima relacionada con la síntesis de hormonas corticosteroides, la glándula suprarrenal produce una enorme cantidad de andrógenos que provocan una virilización parcial del individuo. Normalmente la CAH se detecta en el propio momento del nacimiento o en etapas inmediatamente posteriores por un engrandecimiento del clítoris e hinchazón de labios genitales, y se empiezan a suministrar corticosteroides para reducir el exceso de andrógenos reafirmando el sexo de la persona como femenino. Sin embargo, en la literatura médica hay documentados casos extremos no tratados en los que la masculinización se exacerbó y llegaron a convertirse en hombres XX con genitales ambiguos.
En algunos casos de CAH, los genitales virilizados se corrigen quirúrgicamente durante la infancia, pero existe cierta controversia porque los efectos de los altos niveles de testosterona en etapa prenatal pueden afectar áreas del cerebro relacionadas con la identidad sexual, y hay personas con CAH que crecen sintiéndose mentalmente hombres.
El investigador de origen alemán Heino Meyer-Bahlburg es uno de los mayores expertos mundiales en intersexualidad. Cuando le visité en su centro de la Universidad de Columbia me explicó que, tradicionalmente, en los casos ambiguos siempre se optaba por la feminización, pero que esto está cambiando y —salvo existencia de problemas físicos— ahora se prefiere esperar. Es complicado porque, por un lado, Heino Meyer-Bahlburg dice que «el género asignado al nacimiento debe ser escogido de manera que se minimice el riesgo de cambio de género posterior, y la cirugía genital debe esperar a que se observe una identidad de género estable», pero al mismo tiempo opina que «cuando la evidencia es sólida, la reasignación de género debe hacerse relativamente pronto para evitar tratamientos médicos posteriores más complejos y menor trauma psicológico».
Heino no deja de insistir en que cada condición de intersexualidad es diferente, en que cada individuo debe seguir un diagnóstico personalizado, y en que es importantísimo realizar una investigación científica rigurosa que informe de cómo evolucionan los pacientes con cada tipo de síndrome. Él lleva tiempo estudiando la hiperplasia suprarrenal congénita y ha constatado que hay mayor índice de homosexualidad entre las mujeres con CAH, y que alrededor de un 5 por ciento de ellas tienen disforia de género y de adultas se sienten hombres. En realidad no son números tan elevados, sobre todo si se comparan con otras condiciones de intersexualidad como la deficiencia de 5-alfa-reductasa (5-ADR), en la que más de la mitad de pacientes asignados al sexo femenino inician de adultos tratamientos de cambio de sexo.
La deficiencia de 5-ADR afecta a individuos que son cromosómicamente XY y que, como los afectados de AIS, empiezan a desarrollar testículos y producen andrógenos, pero que por una mutación genética carecen del enzima que convierte la testosterona en dihidrotestosterona (DHT). La DHT es un andrógeno de efecto mucho más potente que la testosterona que tiene un papel clave en el desarrollo de los genitales durante la etapa embrionaria, y cuya falta debido al 5-ADR conduce a la formación de genitales ambiguos. También suele ser identificado en el nacimiento, pero hay varios subtipos de 5-ADR, y en algunos casos los genitales están marcadamente feminizados.
Un ejemplo histórico de 5-ADR extremo se produjo en República Dominicana cuando, en los años sesenta, un médico local descubrió que llegadas a la adolescencia, algunas niñas de un poblado llamado Las Salinas empezaban a convertirse en hombres. Durante su infancia todas tenían genitales femeninos y seguían comportamientos típicos femeninos, pero llegada la pubertad les cambiaba la voz, ganaban músculo, les salía vello y el clítoris les crecía hasta convertirse en pene. El fenómeno llevaba repitiéndose por generaciones y era bien conocido entre la población local, y cuando el médico lo dio a conocer internacionalmente atrajo la atención inmediata de científicos estadounidenses.
Tras varios estudios, los investigadores publicaron un artículo en Science en el que describieron veinticuatro casos de adolescentes con cromosomas XY, que por un caso severo de 5-ADR habían nacido con genitales femeninos, se habían integrado como niñas en su pueblo, pero que se masculinizaban en la adolescencia debido al incremento radical de testosterona. Los testículos les crecían y terminaban de descender, y lo mismo sucedía con el clítoris, que en realidad era un pequeño pene no desarrollado todavía. No todos los casos eran igual de claros, pero la mayoría de chicas-chico adquirían también personalidad masculina y se volvían hombres convencionales. Esto era tremendamente destacable, porque por mucha testosterona que inyectemos a una adolescente común nunca vamos a modificar su identidad sexual. Quizá se comporte de forma más agresiva, le salga más vello o aumente su libido, pero continuará sintiéndose una mujer. En cambio, las chicas-chico de Las Salinas sí se volvían hombres. La explicación fue que los niveles prenatales de dihidrotestosterona afectaban mucho a la diferenciación genital, pero que la testosterona continuaba presente y era determinante en la construcción de un cerebro predispuesto a ser masculino. Esto se interpretó como una evidencia de la importancia de la exposición prenatal a andrógenos en la configuración del cerebro, y resaltaba la necesidad de que en algunos casos de intersexualidad la asignación de sexo espere a que la identidad sexual esté bien establecida.
En este sentido, Heino Meyer-Bahlburg insiste en que «el objetivo de los tratamientos o cirugías no debe ser tranquilizar a los padres, sino maximizar la calidad de vida, el bienestar emocional, el desarrollo de género y la función sexual futura de cada individuo». Y para ello es imprescindible hacer un mayor seguimiento científico y médico de la calidad de vida, función sexual e identidad de género de los intersexuales. En 2011, Heino Meyer-Bahlburg publicó una detallada revisión de literatura médica sobre disforia de género aguda o tratamientos de cambios de sexo en intersexuales. Según sus datos, de la muestra analizada ninguna mujer XY con síndrome de insensibilidad completa a los andrógenos decía sentirse hombre de adulta. En cambio, en los casos de insensibilidad parcial, el 7 por ciento de pacientes asignados inicialmente como mujeres tuvieron disforia de género hacia el género masculino, y el 14 por ciento de las asignadas como hombres la tuvo hacia el femenino. En el síndrome de 46,XX hiperplasia suprarrenal congénita (CAH), el 5 por ciento de los asignados como mujeres se sentían hombres en la edad adulta y el 12 por ciento de los asignados hombres se sentían mujeres. Y la proporción se disparaba en síndromes como el 46,XY 5-alfa-reductase deficiency (el de las niñas dominicanas) o el 46,XY 17-beta-hydroxysteroid dehydrogenase 3 deficiency, en los que en ambas condiciones alrededor del 65 por ciento de las pacientes asignadas como mujeres sufrieron disforia de género o empezaron tratamientos de reasignación de género.
Es un tema controvertido a nivel ético y social. El número de intersexuales disgustados porque la medicina les asignó un género demasiado pronto es considerable. Hay situaciones fisiopatológicas en las que operar a niños con genitales ambiguos es imprescindible para evitar diferentes tipos de problemas durante el desarrollo. Y al mismo tiempo, cuando la situación es muy clara, cuanto antes se asigne el sexo mejor para minimizar traumas futuros. El gran problema son los casos en los que no se acierta, pues una reasignación de género es más compleja si antes ya se han realizado tratamientos hormonales o quirúrgicos conforme a un género incorrectamente asignado. Es tremendamente delicado, porque sentirse hombre o mujer no depende sólo de las hormonas, y muchísimo menos de si se tiene un pene o una vagina. La identidad de género está entre los oídos, no entre las piernas.
TRANSEXUALIDAD: LA MENTE ES LA QUE MANDA
Una de las personas de las que más satisfecho me siento de haber conocido durante la preparación de este libro es una mujer transexual que me pidió absoluto anonimato, por lo que ni siquiera daré pistas que puedan recordar a su caso. Sé que ella se reconocerá inmediatamente en estas líneas, pero no puedo evitar mencionar el impacto tan positivo que tuvieron en mí nuestros encuentros y conversaciones, poder conocer tan detalladamente su experiencia, descubrir su gran sensibilidad, y constatar las dificultades que todavía está superando para que la sociedad y su entorno se adapten a su nuevo rol sexual. Porque así debe ser: no es su mente ni comportamiento los que deben acomodarse a su cuerpo y a la sociedad, sino a la inversa.
De hecho me pidió mantener el anonimato porque parte de su entorno más íntimo todavía no aceptaba la operación y el cambio de rol sexual que se hizo escasos meses antes de conocernos. La incomprensión es dolorosa, y representa una de las grandes diferencias respecto a la intersexualidad.
Desde luego que ambas pueden ser desoladoras a diferentes niveles y circunstancias, pero la intersexualidad está asociada a unas causas clínicas que la sociedad acepta, tolera y comprende mejor: los intersexuales pueden operarse antes de la mayoría de edad, están cubiertos por la sanidad pública, y familiares o entorno pueden señalar un gen, enzima o receptor celular como responsables. En cambio, aunque la transexualidad también tenga un condicionante biológico, parte de su estigma viene de que sectores más retrógrados y menos documentados todavía la conciben como una voluntad, decisión o trastorno mental.
«Mi mente está perfectamente», insiste mi amiga. Y lo demuestra su doctorado, impresionante entereza, trabajo intelectualmente exigente, bienestar emocional y satisfacción personal tras haber superado una experiencia tan delicada.
Plantear que mi amiga tiene un trastorno mental es absurdo y ofensivo. Su cerebro y mente no tienen problema alguno. Son tan «normales» como el cerebro y la mente de cualquier otra mujer, con la única peculiaridad de que el resto de su cuerpo tiene genes, hormonas y aspecto masculino.
De hecho, un hito importantísimo en la historia de la transexualidad es que el manual de trastornos mentales DSM-V, publicado en el transcurso de 2013, eliminará el «trastorno de identidad de género» o gender identity disorder (término médico y académico para la transexualidad) de su catálogo de desórdenes mentales. Desde mediados de 2013 la transexualidad ya no estará clasificada como una enfermedad mental. Es un logro enorme comparable a la desaparición de la homosexualidad del DSM-III en 1973.
Sin embargo, eso no quita que la transexualidad pueda ser contemplada como un trastorno del desarrollo en el que se genera una discordancia entre mente y cuerpo, que para algunos puede no implicar ningún problema, pero que en otros puede provocar una disforia de género que sí requiera apoyo psicológico, hormonal e incluso quirúrgico. De nuevo, los transexuales no tienen ningún problema con las características de su mente, pero muchos sí lo tienen con las de su cuerpo, y es justo esa intrigante disonancia entre sexo fenotípico e identidad sexual la que la ciencia está intentando comprender.
Intentando comprender las causas de la transexualidad
La etiología de la transexualidad no es bien conocida. Siempre desde una perspectiva biopsicosocial, varios estudios han identificado eventos traumáticos durante la infancia o ciertos patrones de interacción familiar como factores de riesgo, pero el hecho de que la identidad sexual de la mayoría de transexuales sea tan consistente desde mediada la infancia hace pensar que debe de haber condicionantes biológicos directamente implicados.
Empezando por los genes, una revisión bibliográfica de estudios sobre hermanos gemelos y transexualidad, publicada por investigadores belgas en 2012, observó que la correlación de transexuales era más frecuente entre gemelos idénticos que entre mellizos —tanto transexuales hombres como mujeres—,1 concluyendo que podría haber cierta carga genética implicada. Algunos factores ambientales entre hermanos gemelos y mellizos son diferentes, y que en la gran mayoría de transexuales que tienen un hermano gemelo éste no sea transexual indica que el peso de la genética es muy pobre. Pero no es nada descabellado pensar que genes asociados a enzimas, receptores celulares o niveles de andrógenos pudieran estar parcialmente involucrados en la predisposición a la transexualidad. De hecho, un estudio australiano publicado en 2009 en el que se comparaba a ciento doce mujeres transexuales con doscientos cincuenta y ocho hombres control encontró una asociación significativa de la transexualidad a un polimorfismo genético relacionado con receptores de andrógenos.
A nivel de neuroanatomía cerebral, el planteamiento de las investigaciones es muy sencillo: en el cerebro de hombres y mujeres hay estructuras concretas que son dimórficas, por ejemplo el hipotálamo, o aspectos muy localizados de la conectividad neuronal. Sabiendo esto, los neurocientíficos llevan tiempo analizando cerebros de transexuales para ver si estas estructuras son más similares a su sexo cromosómico o a su identidad sexual.
El primer resultado positivo llegó en 1995 cuando un equipo dirigido por el holandés Dick Swabb publicó que un área cerebral dimórfica en la superficie del tálamo llamada BSTc era en los transexuales femeninos efectivamente más parecida a la de las mujeres, y en los transexuales masculinos a la de los hombres. Posteriormente, se han observado correlaciones parecidas en el área INAH3 del hipotálamo, en la conectividad neuronal, e incluso en aspectos cognitivos cuya interpretación es más ambigua. El último descubrimiento relevante hasta la fecha lo publicó en 2011 un grupo español dirigido por el doctor Antonio Guillamón, de la UNED, que analizó la microestructura de unas fibras nerviosas llamadas materia blanca, que son dimórficas en ciertas áreas del cerebro de hombres y mujeres. En un extenso trabajo, los investigadores comprobaron que estas áreas cerebrales estaban masculinizadas en transexuales hombres y feminizadas en transexuales mujeres. Y en otro estudio publicado también por el doctor Guillamón en 2012, se vio que áreas concretas de la parte derecha de la corteza cerebral de transexuales eran más parecidas al género con que se identificaban que a su sexo biológico.
En este tipo de estudios con población adulta siempre queda la duda de si los cambios en estructuras cerebrales participan directamente en el desarrollo de la transexualidad o si son una consecuencia a posteriori de ella. Pero hay muchas sospechas de que estas diferencias podrían estar ya presentes desde las etapas embrionarias y ser una consecuencia directa de diferente exposición a andrógenos en el desarrollo prenatal.
De hecho, las fluctuaciones de niveles de hormonas durante el embarazo, ya sea debido a causas genéticas o alteraciones diversas, es la hipótesis biológica con más peso para justificar la predisposición a la transexualidad. En este sentido, algunos interpretan la transexualidad como un cierto tipo de intersexualidad mental, en la que diferencias en niveles de andrógenos o receptores celulares podrían haber afectado de forma diferente al desarrollo del cerebro que al del resto del cuerpo.
Según esta hipótesis, un transexual con cromosomas XX habría empezado su desarrollo embrionario como mujer, generando a partir de la sexta semana de embarazo ovarios, oviductos, útero y vagina, pero semanas más tarde, cuando se empieza a conformar el cerebro, podría haber estado expuesto a más testosterona de lo normal y quedar su cerebro parcialmente masculinizado. Esto podría explicar las diferencias neuroanatómicas observadas en estudios como los de Dick Swabb o el doctor Guillamón, quizá predisponer a una atracción sexual hacia mujeres, o incluso a una identidad sexual masculina.
En este punto es fundamental evitar el determinismo. Habrá centenares de miles de mujeres que hayan estado expuestas a altos niveles de andrógenos durante el embarazo y sean mujeres heterosexuales convencionales. El desarrollo del cerebro es un continuo, sabemos de su enorme neuroplasticidad especialmente en las primeras etapas de vida, y que el ambiente y las experiencias modifican constantemente su conformación. El mensaje es que la exposición a andrógenos durante el embarazo y posibles cambios en estructuras cerebrales pueden predisponer, pero nunca determinar. Y es justo en este sentido que los transexuales sí pueden nacer con un cerebro no del todo acorde con su sexo cromosómico, y en función de otros condicionantes físicos y ambientales terminar conformando una identidad sexual masculina o femenina. Uno de los principales expertos en transexualidad, el canadiense Kenneth Zucker, editor de la revista Archives of Sexual Behavior, ha realizado muchos estudios siguiendo a niños con disforia de género y comprobado que avanzada la infancia pueden decantarse por un género u otro.
Respecto a la orientación sexual, también merece la pena señalar que la gran mayoría de hombres transexuales sienten atracción por mujeres (homosexualidad respecto a su sexo gonadal y heterosexualidad respecto a su identidad sexual), mientras que en las mujeres transexuales, aunque la atracción por hombres suele ser también bastante más frecuente, hay mayor flexibilidad.
Pero regresando a las hormonas, de manera análoga, las mujeres transexuales empezarán su desarrollo embrionario siguiendo las instrucciones de su cromosoma Y, desarrollando en la sexta semana de embarazo testículos que al poco tiempo comenzarán a segregar testosterona. Pero si a partir de la decimotercera semana, cuando empieza a diferenciarse el cerebro, por el motivo que sea estos niveles son más bajos o algunos receptores celulares no identifican suficientemente bien los andrógenos, el cerebro puede quedar más feminizado y estar sujeto a que influencias posteriores terminen configurando una identidad sexual femenina.
Es obvio que estas causas biológicas no captan toda la diversidad de la comunidad de transexuales y transgéneros, pero en el caso más común de transexual hombre o mujer que ya desde su infancia se siente niño o niña a pesar de que todo su entorno le condiciona de manera diferente, y que continúa desarrollándose con una acusada disforia de género hasta que un día se da cuenta de que su mente tiene un género claramente diferente al de su cuerpo, sí parece muy lógico pensar que algunas causas biológicas predispusieron a ese cerebro a ser discordante con el resto del cuerpo desde la etapa embrionaria.
Cuando esto ocurre, hay muchos transexuales que dan todos los pasos para poner sus hormonas, genitales y apariencia externa en concordancia con su identidad sexual. También hay quienes deciden rechazar la cirugía y aceptar su cuerpo tal y como es, y no tienen problema alguno en sentirse igualmente hombres o mujeres a pesar de tener genitales opuestos. Y aunque muy pocos, porque, como ya comentamos, de adultos la identidad sexual es por lo general tremendamente sólida y estable, empieza a haber otras personas con sentimientos más ambiguos que rechazan esta construcción social dicotómica entre sexo masculino o femenino, y que reclaman pertenecer a un sexo neutro que podría equivaler a los conceptos de bi o asexualidad. Esta situación es mucho más frecuente en intersexuales, pero también hay individuos con sexo gonadal bien establecido que alternan ciclos en los que se sienten hombres o mujeres y que quieren ejercer estos roles en cada momento. No sería propiamente travestismo, sino una situación de bigénero o bigenderism más extrema que la de Martin, que está muy poco estudiada por la ciencia, pero que empieza a generar hipótesis bien interesantes.
Bigénero: ser hombre y mujer a la vez
A principios de 2012, el gran neurocientífico Vilayanur Ramachandran publicó en la revista Medical Hypotheses el estudio científico sobre bigenderismo posiblemente más detallado hasta la fecha, en el que analizó varias características físicas y conductuales de treinta y dos personas bigéneros que alternaban periódicamente estados de identidad sexual masculina y femenina.
Para Ramachandran, esta ambivalencia es extraña, pero la considera una subcategoría del transgénero que entra en el amplio espectro de nuestra sexualidad, y que desde el punto de vista científico representa una condición fascinante para investigar el desarrollo de la identidad de género y cómo se interioriza la imagen corporal.
En su artículo, Ramachandran describe que de los treinta y dos bigéneros, once eran anatómicamente mujeres y veintiuno anatómicamente hombres, si bien cinco de estos últimos estaban tomando estrógenos y antiandrógenos. Sobre la frecuencia de los cambios, veintitrés de los treinta y dos individuos alternaban identidad masculina y femenina varias veces a la semana, catorce de ellos a diario, seis como mínimo una vez al mes, y tres algunas veces al año. La mayoría definía estos cambios como involuntarios, pero diez de ellos decían que eran predecibles. Ramachandran observó que no había delirio en el sentido de que aunque estuvieran en un momento de identidad sexual bien marcada, continuaban siendo plenamente conscientes de que alternaban estados. Pero constató un fenómeno curioso: a menudo, cuando estaban en la identidad contraria a su anatomía, veintiún de ellos sentían en su cuerpo pechos o penes «fantasma» correspondientes al género deseado. Según Ramachandran, esto sugería que efectivamente tenían dos mapas corporales en el cerebro, y daba fuerza a la hipótesis de que el bigenderismo tenía cierto origen neurológico. Un dato curioso fue que la orientación sexual algunas veces cambiaba con la alternancia de identidad, pero otras no.
A nivel neurológico se observó que entre los bigéneros había más proporción de zurdos y ambidiestros que entre la población general, un factor asociado a alteraciones en el desarrollo embrionario del cerebro. También se encontró un índice significativamente mayor de trastorno bipolar, que según el artículo podría tener su origen en estructuras del lóbulo parietal involucradas en la imagen corporal y conectadas a la ínsula e hipotálamo. Todo esto hace a Ramachandran creer que el bigenderism tendría una causa biológica, y le lleva a proponer una nueva condición neuropsiquiátrica llamada incongruencia de género alternante o AGI (alternating gender incongruity). Con la creciente tendencia a evitar la creación de más desórdenes mentales que patologicen la diversidad de nuestra conducta, no parece que el AGI vaya a prosperar, pero seguramente sí va a mantenerse el concepto de que al igual que la orientación sexual y el sexo gonadal no son estancos, la propia identidad de género también podría ser más ambigua de lo que hemos estado imaginando.
Ramachandran cita una encuesta realizada en San Francisco en la que el 3 por ciento de los transgéneros anatómicamente hombres y el 8 por ciento de los transgéneros mujeres se identifican como bigéneros, y concluye reflexionando sobre si a nivel neurológico deberíamos considerar los cerebros masculinos y femeninos tan acusadamente diferentes.
Falta muchísimo para comprender a los bigéneros, y cómo biología y fuerzas socioculturales influyen en que la identidad sexual no esté tan fuertemente marcada como en la inmensa mayoría de nosotros. Es un fenómeno tremendamente interesante, pero que de ninguna manera debe sugerir ambigüedad en la transexualidad. Las personas transexuales tienen una identidad sexual tremendamente sólida y estable, con la salvedad de que no se corresponde con el aspecto externo de su cuerpo. Y en estos casos, como ya hemos dicho antes, quien debe acomodarse es la sociedad y, si se desea, el cuerpo.
OPERACIÓN DE CAMBIO DE SEXO, Y EL VERDADERO MIEMBRO FANTASMA
Nunca en mi vida olvidaré lo presenciado el 14 de noviembre de 2012 en la clínica Diagonal de Barcelona, donde desde la misma sala de operaciones seguí todos los detalles de una operación de cambio de sexo realizada por el doctor Iván Mañero a una chica transexual de 32 años, que a las diez de la mañana estaba anestesiada sobre la camilla con las piernas separadas en alto mostrando un pene y testículos absolutamente corrientes, y cuatro horas y media más tarde tras un delicadísimo trabajo cirujano-artístico despertó con una vagina, labios y clítoris perfectos. Según me dijo una de las enfermeras presentes, «tras caer los puntos y cicatrizar suelen quedar inconfundibles». Impresionante en muchos aspectos, y fabuloso de verdad.
El proceso empezó con una escisión vertical en la piel justo por debajo de los testículos. Desde allí el doctor Mañero fue cortando poco a poco fibras y tejidos internos con un bisturí eléctrico, mientras, minuciosamente, con la ayuda de una especie de espéculo metálico iba abriendo hueco entre la musculatura púbica. Sorprendentemente, sin apenas derramar sangre, el futuro espacio vaginal iba haciéndose más ancho y profundo hasta alcanzar el tamaño de una vagina convencional. Una vez terminado el orificio, el doctor Mañero lo rellenó con unas gasas y procedió con el resto de operación.
El siguiente paso fue cortar la piel desde la base de los testículos hasta el inicio del pene, e ir despegándola poco a poco de las estructuras internas. Una vez separada la piel de los testículos, desde esta misma incisión se procedió a ir desenganchando el pene por dentro, de manera que el cuerpo interno del pene quedara suelto y la piel se pudiera conservar intacta. Esa piel es la que más tarde se introduciría hacia adentro del orificio para completar la vagina, y con la piel sobrante del escroto se modelarían los labios vaginales. El doctor Mañero me explica que cuando el pene es pequeño y su piel no puede cubrir todo el interior de la vagina utilizan en su lugar un fragmento de intestino delgado, con la ventaja de que es un tipo de tejido que puede lubricar, pero la desventaja de que no tiene terminaciones nerviosas y tiene menor sensibilidad.
Observando la zona genital sin piel veo claramente que la estructura entera del pene es mayor que su parte externa. En realidad, el pene empieza por debajo de los testículos, y desde allí sube pegado al cuerpo hasta que se dobla y sale hacia afuera. El pene completo es como un boomerang. De hecho, cuando el doctor Mañero corta las fibras que sostienen la base del pene unida al abdomen, éste cae hacia abajo y queda colgando por debajo de los testículos. En este preciso momento, la imagen me recuerda vivamente a un esquema representando el sistema reproductor femenino, donde la vagina está en el centro y por encima suben las trompas de Falopio que conducen a dos ovarios situados a izquierda y derecha. Es fascinante. El pene equivale claramente a vagina y clítoris, sólo que sale hacia afuera en lugar de estar hacia adentro, y los testículos son idénticos a las gónadas femeninas, sólo que más grandes y externos. Empiezo a vislumbrar lo que ya sabía, que inequívocamente genitales masculinos y femeninos tienen el mismo origen y estructura y sólo difieren en tamaño, forma y localización.
Ya debemos llevar una hora y media de operación, de la que evidentemente estoy saltándome pasos importantísimos para proteger tejidos, fibras nerviosas y suturar heridas. Es un trabajo artesanal de gran precisión, como refleja el complejo juego de pinzas, cortes y puntos hasta quitar los testículos y dejarlos sobre la mesa de instrumentación quirúrgica. Imponente, de nuevo, en varios sentidos.
Le llega el turno al pene, cuyo trabajo es todavía más delicado. Se trata de mantener intacto el conducto urinario de la uretra, por donde previamente se había introducido un tubo de plástico amarillo, y preservar el cuerpo esponjoso central del pene, que está unido al glande. El glande se convertirá en el clítoris femenino. Con una finura y precisión extremas para mantener las terminaciones nerviosas intactas y conservar la mayor sensibilidad posible, se realiza una incisión en la parte superior del pene desde donde se van retirando meticulosamente los dos cuerpos cavernosos a derecha e izquierda. Los cuerpos cavernosos son los que se llenan de sangre facilitando la erección, y no son necesarios en la fisiología femenina. Tras quitarlos, el pene empieza a ser difícil de reconocer como tal, y menos cuando el canal de la uretra se separa del fino cuerpo esponjoso y glande. En esos momentos, uretra y cuerpo esponjoso-glande ya son dos entidades diferentes que el doctor Mañero aparta hacia un lado para empezar a coser la piel por el otro lateral. Entonces estira la piel hacia abajo e introduce la sobrante del pene en el orificio vaginal. De momento sólo está tomando una referencia. Con un lateral parcialmente suturado y la piel colocada hacia adentro de la vagina, el doctor Mañero marca con un rotulador los dos puntos donde hará sendas escisiones por las que desde adentro hacia afuera pasará la uretra y el glande-clítoris.
Por la inferior de ambas incisiones coloca el canal de la uretra con el tubo amarillo, que evidentemente procediendo de un pene es más largo de lo necesario. Recorta el tejido sobrante y lo cose perfectamente a la piel dejando ya formada la salida urinaria en los genitales femeninos. Por la incisión superior hace lo propio introduciendo desde abajo el cuerpo esponjoso y el glande-clítoris. Ambos quedan justo por encima del espacio vaginal, parte del cuerpo esponjoso queda dentro del cuerpo, el glande está por fuera, y entonces empieza un impresionante trabajo de puntos, pliegues y más puntos hasta que el tejido adquiere una forma inequívoca de clítoris con capuchón y glande incluidos, justo en el espacio donde se juntan lo que serán los labios vaginales menores.
Ya formado el clítoris, la piel del antiguo pene se cierra en su extremo y se termina de encajar en la parte interna de la vagina. Toda la piel del escroto ha quedado hacia fuera a ambos lados, y se empieza a recortar y coser hasta formar unos labios mayores y menores, que tras la cicatrización y tiempo de recuperación completarán unos genitales femeninos absolutamente funcionales. El doctor Mañero se separa, y me contengo de aplaudir.
Hay muchos estudios siguiendo la evolución de los transexuales, tanto a nivel de satisfacción psicológica como de función sexual. En el caso de las mujeres transexuales que pasan de genitales masculinos a femeninos, durante el tratamiento hormonal hay un sustancial descenso de la libido, pero, tras la operación y un tiempo de recuperación, la sensibilidad genital es muy positiva, y la gran mayoría pueden tener orgasmos por estimulación de su nuevo clítoris, que antes era el glande del pene. Además, desde la vagina se puede acceder a la próstata, con lo que la penetración resulta también placentera. Hay problemas de dolor y vaginismo, pero en general la valoración es muy satisfactoria, especialmente si se le añade el bienestar psicológico de ver su cuerpo conforme a su mente.
En los transexuales hombres es un poco más delicado. «El paso de genitales femeninos a masculinos es más complicado, pero también se puede conseguir una buena funcionalidad», me dice el doctor Iván Mañero, ya relajados en la cafetería de la clínica.
No llegué a ver una construcción de pene en directo, pero sí una detalladísima presentación sobre faloplastias del cirujano inglés David Ralph durante el congreso de la Federación Europea de Sexología celebrado en Madrid en septiembre 2012. Con imágenes tremendamente explícitas, David Ralph revisó las diferentes opciones y explicó que antes se solía construir el pene a partir de tejido epitelial y graso del abdomen, pero que ahora se prefiere quitar un fragmento del antebrazo porque al tener más sensibilidad da mejor resultado. El hueco que queda en el antebrazo se cubre con tejido sacado de debajo de las nalgas del propio paciente. Los testículos son simplemente dos piezas de silicona insertadas en los labios vaginales, el conducto urinario a veces alcanza sólo la mitad del nuevo pene, la erección se consigue con un implante parecido al utilizado por hombres con disfunción eréctil permanente, y el tejido del clítoris se suele distribuir por la base del pene. Éste es el proceso más crítico para mantener la sensibilidad, y el doctor Ralph mostró imágenes de pacientes que prefieren dejar el clítoris intacto arriba de los testículos y construir un pene por encima de manera que el clítoris todavía pueda ser estimulado durante la penetración.
La sensibilidad genital fluctúa en cada caso. La mayoría notan el contacto en el cuerpo del pene, aunque sólo unos pocos lo asocian a una respuesta erótica. Pero, al contrario de las mujeres transexuales, en los hombres transexuales el suministro de andrógenos suele incrementar significativamente la libido, y si las terminaciones nerviosas del clítoris se mantienen intactas, la respuesta sexual puede incluso mejorar respecto a antes de la operación. En el único estudio científico publicado sobre seguimiento sistemático de transexuales hombres, un equipo holandés demostró que años después del cambio de sexo, el 93 por ciento de los cuarenta y nueve transexuales que participaron en el estudio podía llegar al orgasmo por masturbación, y casi el 80 por ciento durante el coito con su pareja (no todas las veces). Fue interesante que el 65 por ciento declaró que sus orgasmos habían cambiado, siendo más cortos e intensos, de hecho, la mayoría reportaba mayor excitación y actividad sexual después del tratamiento hormonal y quirúrgico que antes. Aunque en el cambio de sexo de mujer a hombre suele haber más problemas, el 92 por ciento se declaró muy satisfecho, el 4 por ciento satisfecho y otro 4 por ciento neutro, pero ninguno insatisfecho.
«Nunca en toda mi carrera he tenido un caso que se arrepienta de la operación», me dice el doctor Iván Mañero insistiendo en que, más allá de la sensibilidad genital, lo importante es que la satisfacción personal suele ser absoluta. Su dilatada experiencia también le hace mostrarse plenamente convencido de que cuando un paciente decide dar el paso, su identidad sexual es totalmente sólida y lo ha sido desde bien empezada la infancia. Éste es un punto muy difícil. Iván me explica que hay niños y adolescentes que tienen una disforia de género marcadísima, se sienten niñas en todos los aspectos, se ve claramente que de adultos serán transexuales, pero que según la legislación vigente deberán esperar a los 18 años para poder operarse. Esto puede parecer lógico, especialmente porque sí hay casos en los que la disforia es temporal, pero, frente a situaciones clarísimas, operarse antes de la pubertad evitaría cambios de voz, de constitución física y en definitiva la virilización por la testosterona durante la pubertad que hace que la reasignación de género posterior sea más problemática y menos efectiva. «En estos casos lo que se hace normalmente es retrasar hormonalmente la pubertad hasta que se alcance la edad adulta y el paciente se muestre plenamente convencido del cambio», me explica Iván Mañero.
De todas formas, esto de ninguna manera debe interpretarse como una oda a la cirugía de cambio de sexo. Hay un movimiento de transexuales que abogan por aceptar sus cuerpos como son, asumir sin mayor problema la no concordancia entre mente y genitales, y sentirse perfectamente mujer u hombre aunque tengan pene o vagina. Para ellos la operación es innecesaria, y reivindican ser aceptados plenamente como transexuales. Su sexo está en la mente, no en los genitales, como bien refleja una peculiar curiosidad de las operaciones de cambios de sexo: la poca incidencia de penes fantasma.
Esto sí es un verdadero miembro fantasma
Los miembros fantasma son uno de los fenómenos médicos más peculiares que existen. Entre el 60-80 por ciento de las personas que sufren la amputación de un brazo o una pierna continúan teniendo la sensación física de que el miembro está ahí. Algunos notan como si lo pudieran mover, que les pica, que está frío o caliente, y lo más habitual: sienten dolores en una extremidad que ya no tienen.
Descritos por primera vez en 1871, durante mucho tiempo la interpretación científica de este síndrome fue que las terminaciones nerviosas en la zona de la amputación quedaban intactas, y que si se activaban podían transmitir información al cerebro. La hipótesis parecía lógica, pero se descartó al ver que las intervenciones dirigidas a eliminar la sensibilidad en el área amputada no ofrecían ninguna mejora. Más adelante ganó peso la hipótesis de que la zona de la corteza somatosensorial donde el cerebro representaba el brazo o la pierna perdido, todavía estaba operativa y podía activarse generando las sensaciones características del miembro fantasma. Siguiendo este planteamiento, algunas terapias utilizan realidad virtual para construir la ilusión visual de que el miembro efectivamente existe, y que el afectado lo puede mover a posiciones no dolorosas. Este tipo de terapias sí logra reducir o incluso eliminar el miembro fantasma, reforzando la hipótesis de que el brazo o la pierna amputado se siente todavía presente porque las neuronas que codificaban su información tardan un tiempo en readaptarse.
Posiblemente porque son situaciones menos frecuentes, y también por el rubor que siente la ciencia hacia los asuntos sexuales, uno de los casos más curiosos de miembro fantasma es bastante desconocido: algunos transexuales sienten todavía su pene tras ser operados.
En el artículo «Phantom Erectile Penis after Sex Reassignment Surgery», cirujanos japoneses describen una serie de casos entre 2001 y 2007 en los que, tras la amputación, algunos transexuales todavía tenían por momentos la impresión de que su pene existía. El efecto solía desaparecer a las pocas semanas, pero hubo un paciente en concreto en el que este efecto persistió durante más de seis meses.
El neurocientífico Vilayanur Ramachandran, de la Universidad de San Diego, es quizá el principal experto del mundo en miembros fantasma. Fue el primero en diseñar las terapias con espejos con las que engañar a la corteza somatosensorial, que posteriormente dieron lugar a las terapias con realidad virtual para eliminar dolores. En un artículo sobre genitales fantasma, Ramachandran propone una hipótesis interesante, no probada experimentalmente todavía: si realmente el cerebro de un transexual con cuerpo masculino tiene una identidad de mujer, entonces tras la operación deberían sentir el miembro fantasma con menor frecuencia que personas a las que se les ha amputado el pene por accidente, cáncer o enfermedad. Y de la misma manera, las personas con cuerpos femeninos que se sienten hombres, también deberían tener menos sensación de miembro fantasma tras la extirpación de pechos que en los casos de cáncer de mama. La hipótesis es que el pene y los pechos no deseados de los transexuales están menos representados en su cerebro. Ramachandran dice tener resultados provisionales que soportan esta hipótesis, ya que aproximadamente la mitad de los transexuales operados de genitales masculinos a femeninos que ha encuestado admiten haber experimentado en algún momento la sensación física de tener pene. En cambio, en personas a quienes les han extirpado el pene por razones no relacionadas con la transexualidad, el fenómeno alcanza el 70-80 por ciento y la sensación de pene fantasma es más intensa. Si sus resultados se confirman, según Ramachandran será una evidencia muy sólida de que nuestro cerebro tiene desde el nacimiento una imagen corporal que en el caso de los transexuales puede no corresponderse a su sexo genital.
¿Por qué a los hombres les atraen las transexuales?
Siguiendo con aspectos curiosos, uno de los más singulares es la fascinación que algunos hombres heterosexuales sienten por los transexuales.
Durante la preparación de este libro recuerdo haber conocido a una transexual que había sido prostituta en el pasado, y que todavía utilizaba su cuerpo en espectáculos eróticos. Era una mujer verdaderamente espectacular que podría encandilar a cualquier hombre que no supiera de la existencia de su pene. Sin embargo, me dijo algo que me dejó pensativo: «No me opero porque así me va mucho mejor». Tanto cuando ejercía de prostituta como ahora en espectáculos, dice tener muchos más clientes gracias a su pene que si estuviera operada. Es decir, que todos sus clientes eran heteros —a los gays les gustan los hombres, no las mujeres— que, pudiendo escoger, preferían pagar a una mujer con pene que a otra igual de atractiva sin él. ¿Por qué? En principio esto resulta ilógico tanto desde la perspectiva de la biología evolutiva como desde la influencia mediática, pues no es algo que la sociedad esté fomentado. Pero si resulta que es algo tan frecuente, como más gente me ha contado, algunos motivos deben de haber.
Recuerdo que Ogi Ogas, autor del libro A Billion Wicked Thoughts, en el que analiza el contenido de millones de búsquedas en las principales webs eróticas, me dijo que una de sus principales observaciones fue que los vídeos porno de mujeres con pene son buscados masivamente por internet. Ogi defiende que los hombres tenemos fascinación por el pene e interés genuino en los transexuales. Es controvertido, porque su trabajo no está publicado en revistas académicas, porque el interés también se podría deber a la curiosidad creciente de los usuarios habituales de porno, y en última instancia porque una cosa es ver y fantasear y la otra hacer. Pero sí es cierto que el trabajo de Ogi Ogas sobre el mundo online reflejaba la misma experiencia offline que describen las mujeres transexuales: muchos hombres heteros sienten atracción sexual por los trans. Pero ¿es una preferencia verdadera y constante o algo puntual? ¿Es específicamente por el pene o no? ¿Esconde cierta bisexualidad u homosexualidad reprimida? Son preguntas a las que todo el mundo me ha contestado con opiniones y experiencias personales. Pero esto no me sirve en este libro. ¿Alguien habrá hecho un estudio sistemático sobre el tema? ¡Bingo!
En 2010, los sociólogos Martin Weinberg y Colin Williams publicaron un detallado trabajo en el que revisaban toda la bibliografía académica sobre la preferencia heterosexual por los transexuales. Además, apoyaron los resultados de su investigación acudiendo durante dos meses a bares de transexuales, y entrevistando con detalle tanto a ellas como a los hombres que las cortejaban y se declaraban interesados.
Weinberg y Williams explican que descartaron a los hombres que como pareja romántica tenían a una mujer transexual, pues en esto podían intervenir diferentes factores y ellos querían analizar específicamente a los hombres que sentían deseo erótico y buscaban sexo casual de manera preferente con transexuales. En concreto, querían averiguar qué era lo que les atraía de ellas, y si el tipo de relación establecía alguna indicación sobre su orientación sexual.
El bar frecuentado por transexuales estaba en un suburbio de clase obrera, en una zona de moteles de una ciudad estadounidense que el artículo no cita. El estudio se basó en unas semanas iniciales de observación y la realización posterior de un cuestionario de veinticinco preguntas en el mismo local a hombres que acudían a relacionarse con las transexuales. De entre todos los entrevistados, los sociólogos seleccionaron al subgrupo que realmente se identificaba como sexualmente interesado en las transexuales. De estos, el 50 por ciento se definían a sí mismos como heterosexuales y el otro 50 por ciento como bisexuales. El 68 por ciento tenía estudios universitarios y el 31 por ciento una relación estable con una mujer. Del grupo de bisexuales, el 46 por ciento acudía a ese bar más de una vez a la semana, frente a sólo el 14 por ciento de heterosexuales. De los que llegaron a tener relaciones con transexuales, el 54 por ciento lo hizo pagando. La actividad más habitual, un 62 por ciento de las ocasiones, era recibir sexo oral, el 38 por ciento practicó sexo anal, el 31 por ciento fue masturbado y un 7 por ciento masturbó al transexual. Cuando les preguntaron por sus preferencias generales, el 82 por ciento de los clientes declaró que su primera preferencia era una mujer convencional, y sólo el 16 por ciento que les resultaba indiferente. Esto sorprendió bastante a los investigadores, pues esperaban más predilección explícita por las trans. Cuando profundizaron en los motivos por los que frecuentaban el bar, observaron que muchos respondían que era por lo atentas, cariñosas, provocativas y simpáticas que eran las transexuales, y por lo divertido y fácil de interactuar con ellas. Los autores interpretaron que a este tipo de clientes les gustaba más la «sociabilidad sexual» y el carácter de las transexuales que el del resto de mujeres que se dedicaban a la prostitución.
Otra dimensión de motivos se refería a la exageración de la feminidad en el comportamiento, expresión, vestimenta y sensualidad de las transexuales, que varios definían como muy excitante y superior en general a las mujeres convencionales. Algunos también opinaban que las trans eran muy buenas y dedicadas en el sexo.
Pero, al analizar la importancia del pene, aparecieron grandes diferencias entre los hombres que se habían definido como heteros y los bisexuales. Estos últimos claramente sentían atracción por un cuerpo que tuviera pechos y pene al mismo tiempo, mientras que los heteros no mencionaban el pene y solían ignorarlo. De hecho, en ocasiones algunos bisexuales realizaban felaciones a las transexuales, pero ninguno de los del grupo de heteros lo hacía. Los heteros parecían tener cierta disonancia cognitiva sobre el pene. Ellos se comportaban como si estuvieran con una mujer espectacular, provocadora, sensual y cariñosa, con un pene que ni atraía ni molestaba. Algunos reconocían que evitaban pensar en él, rehuían todo tipo de contacto e incluso se limitaban a recibir felaciones. Sólo el 23 por ciento del grupo hetero decía sentir interés en el sexo anal, frente al 62 por ciento de bisexuales.
Las conclusiones finales de los autores fueron que había un patrón muy bien definido de hombres con cierta bisexualidad a quienes les excitaba específicamente la posibilidad de estar con una mujer que también tuviera pene. En cambio, otros clientes habituales simplemente veían a las transexuales como mujeres tremendamente atractivas, cercanas, divertidas, con actitud provocadora y muy femenina, y con las que pasaban un muy buen rato. No era el hecho de tener pene lo que les atraía, de hecho, lo neutralizaban.
Los autores reconocen muchas limitaciones en su estudio, empezando por el pequeño tamaño de la muestra y que estuviera tan localizado en un entorno concreto. Admiten que es imposible generalizar a partir de sus resultados, pero citan que similares proporciones de clientes bisexuales y heterosexuales se han encontrado en estudios realizados en el año 2000 en Holanda y en 2005 en San Francisco. Desde luego no es un patrón general, pero sí refleja que muchos hombres, cuando están con una transexual, la ven claramente como una mujer, se pueden sentir atraídos por ella, y preferirla sin reparos si resulta atractiva, sensual o cercana. Uno de los pocos casos en que la percepción no nos engaña.