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Sexo en nuestro cerebro
El conocimiento científico avanza mediante investigaciones rigurosas y nuevas tecnologías que nos permiten observar lo antes invisible. Pero también por intuiciones, hallazgos inesperados y disposición a pensar diferente del resto de la humanidad que nos precedió. Es una aventura maravillosa repleta de hazañas intelectuales, colectivas y personales, como la del neurocientífico Barry Komisaruk, quien me dejó entusiasmado. Es ejemplo de rigor profundo, aplicación de nuevas tecnologías, intuición, hallazgos inesperados e ideas provocadoras, todo concentrado en una única y fascinante trayectoria científica.
LA CIENCIA ES MÁS INTERESANTE QUE EL SEXO
Uno de los primeros estudios en la carrera de Barry Komisaruk versaba sobre las pseudogestaciones o embarazos psicológicos: una mujer cree estar embarazada, y a pesar de que ningún óvulo ha sido fecundado ni ninguna señal hormonal ha viajado del útero al cerebro, la actividad mental es capaz de modificar el estado del organismo y empezar a desencadenar signos de embarazo. Entre ellos una ininterrumpida segregación de progesterona, la hormona responsable de mantener la gestación. Corrían los años sesenta, y un joven Barry Komisaruk estaba investigando en la Universidad de California, en Los Ángeles, cómo un estímulo sensorial modificaba la actividad del cerebro, y cómo esto se traducía en una liberación de hormonas al torrente sanguíneo que desencadenaba un patrón de comportamiento específico. Sin duda los embarazos psicológicos ofrecían un interesantísimo ejemplo para desentrañar la relación entre actividad sensorial, neuronal y hormonal. Komisaruk sabía que en ocasiones las ratas de laboratorio también podían tener fases iniciales de pseudoembarazo tras la cópula, y pensó que podían ser un buen modelo.
Barry empezó a estimular vaginalmente a ratas para analizar qué hormonas segregaban por el mero hecho de ser penetradas, aun cuando no hubiera apareamiento. También midió la actividad neuronal en áreas como el hipocampo o el hipotálamo, siempre con el objetivo de distinguir en el cerebro los efectos específicos del contacto vaginal. Pero durante los experimentos observó algo que le dejó desconcertado: todas las ratas sin excepción mostraban lordosis al ser estimuladas. La lordosis es ese acto reflejo de arquear la espalda para favorecer la cópula, que en teoría las ratas sólo debían mostrar cuando estaban ovulando (o al menos eso era lo descrito en la literatura científica). Sin embargo, todas las ratas de Barry mostraban lordosis al ser penetradas, estuvieran ovulando o no. Intrigado, Barry extirpó los ovarios de algunas ratas para impedir que segregaran los estrógenos que en principio eran responsables de este comportamiento. Para su sorpresa continuaron mostrando lordosis. Y no sólo eso, a Barry también le llamó la atención que durante la penetración las ratas se quedaban rígidas, inmóviles, como bloqueadas. Podía empujarlas o molestarlas, pero no respondían. Incluso les pinchó ligeramente una pata y vio que no reaccionaban. Eso generó un dilema más profundo en la mente científica de Barry: ¿no reaccionaban al pinchazo porque la estimulación vaginal les producía parálisis o porque atenuaba el dolor? Sin duda el contacto vaginal provocaba un efecto en el comportamiento de las ratas, pero cuál exactamente, ¿bloqueo muscular o analgesia? Barry continuó midiendo la actividad neuronal y vio que las neuronas de la corteza sensorial respondían de manera idéntica al tacto con estimulación vaginal o sin ella, pero que las áreas cerebrales involucradas con el dolor parecían disminuir su actividad. Eso podía implicar que la penetración vaginal tuviera un alto poder analgésico, y si se descubría el mecanismo de acción, quién sabe si se podría identificar una nueva vía terapéutica para tratar el dolor. En esa época, ya a finales de los setenta, la esposa de Barry estaba padeciendo un cáncer, y observar su sufrimiento le forzó a redirigir todas sus investigaciones hacia este estudio específico de un posible poder analgésico de la estimulación vaginal.
Pero antes debía descartar completamente la posibilidad de que las ratas no se quedaran quietas sólo por un efecto paralizante, y como no había manera de preguntarles, debía aparcar por el momento a los roedores y empezar a investigar con mujeres.
Ya en su laboratorio de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, Barry pidió a algunas mujeres que se estimularan vaginalmente mientras con unas pinzas se les apretaba un dedo con diferentes grados de intensidad. Los resultados fueron reveladores: el umbral en el que ellas decían sentir dolor era significativamente más bajo cuando estaban siendo excitadas. De hecho probaron diferentes grados de estimulación, desde la más neutra hasta la cercana al orgasmo, y cuanto más excitación más resistencia al dolor experimentaban. Además, con otras pruebas comprobaron que la sensibilidad al tacto no disminuía en absoluto, su piel distinguía igualmente cualquier contacto o cambio de temperatura, sólo era la intensidad del dolor la que cambiaba. Esto era muy importante porque implicaba que la estimulación vaginal actuaba realmente como un analgésico específico contra el dolor, no como un anestésico que disminuía toda la sensibilidad de manera general. Pero ¿cómo lo hacía? ¿Mediante qué mecanismo? Ésta era la pregunta cuya respuesta podía tener profundas implicaciones. Dispuesto a explorar diferencias en neurotransmisores y efectos de los diferentes nervios que transmitían información desde la vagina a la médula espinal y el cerebro, Barry regresó a los experimentos con ratas. Empezó a cortar nervios específicos como el pélvico y el pudendo para rastrear todos los cambios que se producían respecto a la excitación y el dolor. Publicó varias hipótesis sobre la implicación específica del nervio pélvico en esta atenuación del dolor, pero, de nuevo, las ratas no representaban un modelo suficientemente válido. La interacción entre placer sexual y dolor es muy diferente entre ellas y nosotros.
Komisaruk volvió a los estudios con mujeres, fijándose en un grupo con una característica muy especial: lesionadas de médula espinal. Barry y su equipo reclutaron a mujeres con lesiones a diferentes alturas de la columna vertebral que afectaban a nervios específicos. Estas mujeres ofrecían dos grandes ventajas para el estudio: por un lado, al no tener sensibilidad consciente en la vagina no existía la atenuación del dolor por placer o efectos psicosomáticos; por otro, permitían discernir la implicación concreta de cada nervio en la reducción de dolor como acto reflejo del contacto vaginal. Entre el grupo de mujeres había algunas con lesión en una zona muy alta de la médula, éstas serían el control, pues ninguna fibra nerviosa llegaba desde el cerebro a sus genitales externos ni internos. Pero con ellas se produjo una nueva e inesperada sorpresa en la carrera científica de Barry. Algunas de estas mujeres empezaron a notar que cuando la penetración era muy profunda sí sentían una ligera respuesta; de hecho, cuando les aplicaban el test del dolor, su resistencia también era significativamente mayor. Eso no tenía ningún sentido. No podía ser que mujeres con una lesión medular tan alta tuvieran sensibilidad en la vagina. Consultó a médicos y a expertos en lesiones medulares y nadie sabía darle una explicación; la altura de dicha lesión debería bloquear cualquier sensación procedente de la pelvis. La única posibilidad sería que, contrario a lo estipulado en los manuales médicos, el nervio vago estuviera implicado. Si bien el nervio vago no circula por la columna sino por el interior del cuerpo transmitiendo información al cerebro desde los diferentes órganos internos como pulmones o intestinos, en principio no llegaba al útero ni a la cérvix. Esto podía ser muy novedoso. Lo primero que debía hacer Barry era descartar posibles efectos psicosomáticos, o que en los casos analizados la lesión no fuera absoluta y dejara algunas fibras medulares conectadas. Para confirmar o descartar esta hipótesis Barry lesionó a algunas ratas de laboratorio extirpándoles fragmentos enteros de médula espinal, y observó que la penetración profunda inducía la dilatación de las pupilas, una reacción asociada al estímulo sexual. Y no sólo eso, cuando quirúrgicamente cortó el nervio vago, la dilatación desaparecía. El hecho de que el nervio vago pudiera alcanzar el cuello del útero era tan novedoso que Barry decidió continuar sus experimentos con mujeres con lesión medular completa. Y la manera menos invasiva de hacerlo era utilizar escáneres cerebrales de resonancia magnética funcional (fMRI) que analizaran la actividad de las diferentes áreas de la corteza sensorial del cerebro durante la estimulación. Barry recuerda esos estudios como los más impactantes de su carrera. No sólo porque efectivamente confirmaron que el nervio vago transmitía información desde la cérvix al cerebro, sino también porque varias mujeres con lesión medular completa sintieron por primera vez excitación sexual desde su accidente, e incluso algunas alcanzaron sensaciones orgásmicas de nuevo. Evidentemente la situación fue conmovedora a nivel personal, pero también hizo que Barry se diera cuenta de que, por sorprendente que pareciera, nadie antes había analizado la actividad del cerebro durante la respuesta sexual y el orgasmo. ¡Y ya estábamos en el siglo XXI! El vacío científico era enorme, y Barry comenzó sus pioneros estudios estimulando sexualmente a mujeres —esta vez sin lesiones— bajo los escáneres cerebrales de la fMRI. Uno de sus estudios se centró en determinar si la estimulación del clítoris, la vagina o el cuello del útero proyectaban señales en la misma o en diferentes zonas de la corteza sensorial. Los resultados indicaron que existía un solapamiento, pero que el clítoris, la vagina y el cérvix activan zonas específicas del cerebro, que además corresponden a las señales de los nervios pudendo, pélvico, hipogástrico y vago. Esto permitió a Barry averiguar que el clítoris sólo transmite información por el nervio pudendo, que los labios y la entrada de la vagina por el pudendo y el pélvico, la parte central de la vagina sólo por el pélvico, y la más profunda y el cuello del útero por el pélvico, el hipogástrico y el vago. Esto fue una prueba fehaciente de que la estimulación del clítoris y la vagina iba por rutas nerviosas diferentes, y podía dar gran información sobre la diversidad de la respuesta sexual femenina. De hecho, Barry está investigando con mujeres que sí se excitan pero que nunca llegan al orgasmo para ver qué diferencias hay en su actividad cerebral respecto a otras que sí lo alcanzan. Para conseguir este fin ha sido el primero en registrar toda la actividad del cerebro femenino desde el reposo inicial hasta el orgasmo, viendo cómo desde el inicio de la estimulación se van activando progresivamente primero unas zonas y luego otras hasta la llegada de la explosión generalizada de actividad cerebral que se produce durante el orgasmo.
Barry reconoce que observar la actividad cerebral por sí sola no nos dice nada sobre la función que esa zona del cerebro está desempeñando, pero que estableciendo esta secuencia y comparando con varias mujeres y tipos de estimulaciones se podría intuir por ejemplo qué diferencia hay entre una fricción corriente y una de la misma intensidad pero que resulte placentera, o en qué momento una acción se contextualiza como erótica, y sobre todo ver qué parte de la secuencia de actividad cerebral falla en mujeres que no lubrican o no llegan al clímax.
Otro de los novedosos proyectos en los que está trabajando es el neurofeedback. El biofeedback ya hace tiempo que se conoce, y es la capacidad de modular algunas de nuestras constantes vitales si nos muestran sus valores en la pantalla. Ver dichos valores actúa como una referencia que ayuda a concentrar nuestra mente sobre nuestro cuerpo, y nos permite probar diferentes técnicas como contener la respiración o concentrarnos en ciertos pensamientos para ver cómo afectan el ritmo cardíaco, la presión arterial o la respuesta fisiológica que estemos analizando. Es como un entrenamiento para controlar funciones del cuerpo teniendo una referencia constante. Tiene límites, pero funciona, y hay evidencias que sugieren que se podría hacer algo parecido con la actividad del cerebro al observar nuestro propio fMRI a tiempo real. Barry cree que un campo como el del sexo, en el que la mente es tan importante, puede ser un modelo ideal para probar este neurofeedback. Y quién sabe si mujeres anorgásmicas o con problemas de excitación podrían probar diferentes tipos de fantasías o acciones mientras observan la actividad de su cerebro, comprobar a qué reaccionan y a qué no, y así entrenarse para mejorar su respuesta sexual.
Es muy especulativo todavía, pero en su secuencia de imágenes cerebrales Barry observó cómo primero se activa la corteza sensorial genital, el tálamo parece despertar la señal de excitación física, la amígdala se activa incrementando el deseo y reacciones fisiológicas de taquicardia e hipertensión, el hipocampo podría estar involucrado en fantasías, el nucleus accumbens responsable del placer se dispara, y en el momento del orgasmo se activan de repente el hipotálamo liberador de oxitocina, el cerebelo como respuesta a la tensión muscular e incluso áreas concretas de la corteza prefrontal.
Estas relaciones aún no están completamente establecidas, y otros investigadores, como Janniko Georgiadis, de la universidad holandesa de Groningen, han observado una disminución específica de la corteza orbitofrontal justo antes del orgasmo. La corteza orbitofrontal es una zona relacionada con la conciencia del propio cuerpo y el autocontrol, y entre cañas, durante el congreso europeo de sexología celebrado en septiembre de 2012 en Madrid, Janniko me cuenta que «es como si justo antes del orgasmo se apagara en el cerebro una región involucrada en la conciencia del cuerpo (awareness) y el autocontrol racional». Le pregunto si sería la señal neuroanatómica responsable de esa sensación momentánea de pérdida del oremus, del «dejarse llevar», y aturdimiento posterior, y si su no inactivación explicaría la sensación de muchas mujeres cuando dicen que a veces están a punto pero no consiguen alcanzar el orgasmo. A regañadientes, como hacen los científicos más rigurosos, Janniko me responde: «Quizá podría estar involucrada en la pérdida de control que comentas. Pero necesitamos más experimentos. Y de todas maneras debemos ser cuidadosos en no intentar reducir la experiencia sexual a la actividad del cerebro». Nadie lo pretende. Sabemos que un cambio de actividad cerebral puede ser una consecuencia y no una causa de un cambio de comportamiento. Pero es fascinante e integrar todas estas piezas de información procedentes de diferentes experiencias y disciplinas académicas ilustra perfectamente el avance del conocimiento científico.
En ciencia, cada investigador sabe que lleva una tenue linterna que le permite iluminar sólo una parte de una enorme habitación oscura. Uno enfoca hacia una dirección y otro en otra. Por separado pueden iluminar diferentes rincones y llegar a conclusiones totalmente dispares. También hay quien sin linterna alguna intenta vencer el desconocimiento con la imaginación. Pero poco a poco, cuando las luces científicas van aumentando y juntándose unas con otras, la habitación empieza a revelar su contenido. Y sólo el que no quiere ver se resiste a modificar sus ideas preconcebidas. Muchas veces al iluminar un punto de la habitación se descubre una ventana a otra sala oscura todavía más grande, que paradójicamente aumenta nuestro desconocimiento sobre la realidad. No queda más remedio que abrir esa nueva ventana y empezar desde cero a iluminar la misteriosa habitación que ocultaba. Éste es el lento proceso que estamos siguiendo con la naturaleza, el universo y el cerebro humano, esperando que algún día la luz científica sustituya a la oscuridad y la elucubración.
MI ORGASMO BAJO EL FMRI
Cuando finalmente acepté participar en el estudio de Barry Komisaruk, mi principal preocupación era si sería capaz de estimularme manualmente hasta llegar al orgasmo bajo un escáner midiendo la actividad de las diferentes partes del cerebro. Pánico escénico y obvio pavor al gatillazo. La situación empeoró cuando el jueves antes del experimento la investigadora Nan Wise, del laboratorio de Barry en la Universidad de Rutgers, me llamó para informarme de cómo sería el procedimiento e insistió en que lo más importante era que mantuviera la cabeza lo más quieta posible. «Sería bueno que practicaras», me dijo. Eran las once de la mañana cuando recibí la llamada de Nan. Yo estaba trabajando en mi apartamento de Nueva York sin la más mínima excitación sexual y decidí hacer la prueba. No se me ocurrió nada más que coger un bote de vitaminas, ir a mi cama, ponerme el bote en la frente, y comprobar si era capaz de generarme una erección sin que el bote se cayera. Tras varios minutos haciendo equilibrios abandoné la misión burlándome de mí mismo y de la situación tan delirante en la que me había metido. «¡Esto de ninguna manera lo explico en el libro!», le dije a un amigo. Pero bueno, qué más da.
El lunes siguiente tomé el tren en dirección a la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, aprovechando el trayecto para terminar de definir los pensamientos que iba a evocar bajo el escáner. Esto, obviamente, sí queda dentro de lo privado. Era la tercera vez que estaba en el departamento de psicología dirigido por Barry Komisaruk, pero en esta ocasión le miraba con aire tímido. «No sé si voy a poder, Barry», le dije. «Tú tranquilo, si no sale bien no hay problema», respondió. Me iba presentando a técnicos y a personal del departamento, y yo les imaginaba a todos pensando «éste es el que se va a…». Para más inri, había llegado un equipo de la televisión coreana que estaba preparando un documental, y me pidieron permiso para grabar «sólo antes y después, y las imágenes del ordenador». Buf… Más presión todavía: ¡sólo faltaría que fallara delante de las cámaras! Qué le vamos a hacer… ya puestos, acepté.
Un escáner de resonancia magnética cerebral es una máquina enorme con un agujero central en el que estando acostado se introduce la mitad superior del cuerpo. Está en una habitación aislada, frente a otra desde donde los científicos van monitorizando con sus ordenadores y dan información por medio de micrófonos. Barry y Nan habían tapado con cartones las ventanas de la habitación para que tuviera más intimidad y garantizar que nadie podía observar mis movimientos. «Ya sería el colmo», pensé.
Antes de empezar, ambos revisaron los experimentos conmigo —en realidad iba a hacer dos pruebas—, y seguidamente me acompañaron a una sala donde podía cambiarme de ropa. Cambiarme era un decir: en camiseta y con una toalla cubriéndome de cintura para abajo, sensación de ridículo al salir, y directo hacia el escáner. Me acosté en la camilla, situé mi cabeza en una especie de receptáculo acolchado, colocaron corchos de poliestireno alrededor para afincarla bien, las manos estiradas, pregunta retórica sobre si estaba cómodo, y la «cama» hacia dentro del escáner. Empezaba la prueba.
Frente a mis ojos tenía una pantalla donde iba recibiendo instrucciones, y por un pequeño altavoz podía escuchar comentarios de Barry. Mientras preparaban el programa, en la pantalla se veía un episodio sin sonido de Los Simpson. Todo muy surrealista: los coreanos grabando, yo viendo Los Simpson dentro de un escáner, y con la misión de estimularme manualmente hasta… pero ¿quién me obligaba a mí a meterme en tales saraos? «¿Todo listo?» escuché preguntar a Barry. «Sí, adelante», respondí. «Recuerda que si quieres parar sólo tienes que presionar el botón en tu mano izquierda», dijo Barry. «¡Ok, a por ello!» Empezaba la misión.
El primer estudio era muy fácil: cada veinte segundos iban a aparecer diversas instrucciones en la pantalla. Cuando leyera «Air» (aire), debía juntar cinco veces seguidas los dedos índice, medio y anular de mi mano derecha con el pulgar. Así se vería la zona de la corteza sensorial donde estos dedos estaban representados. Cuando apareció «Gland-easy» (glande-suave), tuve que tocar con los mismos dedos y suavemente la parte superior de mi glande. Esta secuencia de primero «Air» y luego «Easy» se repitió cinco ciclos completos, durante los cuales el escáner registró a qué zona del cerebro enviaba la información el nervio pudendo. Luego pasamos a repetir la misma operación pero con «Air» y «Midshaft-easy» (mitad del tronco-suave): cinco veces sólo dedos, tocar suavemente cinco veces la parte central del pene, y todo repetido cinco ciclos. El escáner registró de nuevo adónde enviaba la información el nervio pudendo. La tercera serie de ciclos fue idéntica para el «Scrotum-easy»: esta vez debía pellizcar muy suavemente la piel de mi escroto, y la cuarta para «Testicle-easy», en la que acaricié con cuidado mis testículos.
Luego volvimos a repetir todo el proceso, pero con «deep» (profundo) en lugar de «easy» (suave). Tuve que presionar mi glande con intensidad pero sin llegar a sentir dolor, la parte media del pene notando que no sólo tocaba la piel sino los cuerpos cavernosos internos, pellizcarme el escroto con más saña y apretar mis testículos hasta notar una ligera incomodidad. Aquí estaba el quid del experimento: al glande sólo llega el nervio pudendo, tanto por fuera como por dentro. Y aunque al resto de la superficie del pene también llega sólo el pudendo, la presión profunda podía activar el nervio pélvico, del cual no estaba claro qué grado de información transmitía al cerebro. Y algo parecido ocurría con los testículos, a los que llegan tanto el nervio pélvico como fibras del sistema nervioso simpático. De hecho, yo iba a ser un control sano y compararían mis escáneres con pacientes que han sufrido operaciones de próstata y sufrido daños en los nervios, especialmente el pélvico, con diferentes grados de pérdida de erección. El experimento serviría para esclarecer mejor los mecanismos de la erección, qué lesiones se producen durante las operaciones de próstata y quizá ayudar a minimizarlos.
Terminado este primer experimento, Barry me preguntó si quería descansar o empezar con el segundo. Yo, sinceramente, con tanto tocamiento suave y fuerte me notaba físicamente —que no mentalmente— preparado. Sería cuestión de aprovecharlo. «Continuemos, continuemos…», dije convencido. «¡Perfecto! Entonces espera unos segundos, y cuando veas que la luz verde aparece en pantalla puedes empezar la estimulación. A tu ritmo, no hay prisa ni tiempo límite. Estate tranquilo y cuando termines presiona el botón de tu mano izquierda. E intenta no mover la cabeza…» La verdad es que con la cabeza perfectamente encajada entre corchos era mucho más cómodo concentrarse en la faena que con un bote de vitaminas resbalando por la frente. Y para mi sorpresa, no sé si por la estimulación anterior o por la situación que estaba recreando en mi mente, tardé muy poco en tener una erección. Lo del movimiento fue más complicado, sobre todo en momentos en que sentía que necesitaba más vigor del que podía dar sin mover el cuerpo. Pero nada, tras nueve minutos, cumplí mi objetivo. Detalles truculentos aparte, tras finalizar me pidieron que me quedara un ratito más en el escáner. Creo que casi me dormí. Entre eso y el magnetismo que mi cerebro había recibido salí medio atontado de la sala. Me fui a asear, a vestirme, recogí el cheque de doscientos dólares por participar en el experimento, me despedí de los cámaras coreanos, de Barry y de su equipo, y regresé a Manhattan con una sensación difícil de describir. Había sido el primer hombre del mundo en tener un orgasmo bajo un escáner de fMRI (figura 3.1). No sabía si debía sentirme orgulloso o contrariado, pero lo que sí tenía era una gran curiosidad por conocer los resultados. Éstos iban a tardar un par de meses. Yo, mientras tanto, conté la anécdota en más de una ocasión, generando todo tipo de reacciones. Muy, muy interesante…
FIGURA 3.1. Escáneres fMRI del cerebro.
El estudio era totalmente anatómico. Barry ya había realizado estudios con mujeres teniendo orgasmos por estimulación sólo del clítoris, de la vagina o del cuello del útero. Esto le había servido para probar que la estimulación activaba diferentes zonas de la corteza sensorial y que estaban implicados el nervio pélvico, el pudendo, el hipogástrico e incluso el vago. También había realizado un experimento en el que vio cómo se iban activando primero unas zonas del cerebro y después otras hasta llegar a una activación masiva durante el orgasmo, pero nunca había realizado un estudio similar con un hombre. Ni él ni nadie. Por una parte, Barry quería ver qué zonas de la corteza sensorial se activaban correspondientes a qué nervios, y por otra establecer una secuencia de áreas cerebrales desde el principio de la excitación hasta el orgasmo, similar a la realizada con mujeres. De nuevo, yo iba a ser un control sano que compararía con hombres con diferentes problemáticas, como eyaculación precoz, anorgasmia o dificultades para mantener la erección. Ver qué ocurre de diferente en el cerebro de un eyaculador precoz y el mío puede proporcionar mucha información. O quizá no, pero la ciencia tiene que probarlo.
Pasadas varias semanas escribí un correo a Barry preguntándole si tenía los resultados. Me respondió que Nan ya los había procesado, y justo los iban a analizar a principios de la semana siguiente. Que ya me llamaría. Y vaya si lo hizo. Os prometo que cuando a los pocos días Barry me llamó estaba alteradísimo. Estaba viendo los resultados en ese mismo momento, y me dijo que eran de una calidad excelente. Se ve que había cumplido muy bien mi misión de no mover la cabeza, y que se observaba muy claramente cómo primero se encendían de manera gradual varias zonas del cerebro hasta llegar al orgasmo, y cómo enseguida se iban apagando. Barry se mostraba entusiasmado. Me decía que el cerebelo había estado muy activo en todo momento, que la ínsula mostraba un patrón muy interesante, también la amígdala; hablaba de las alteraciones de las cortezas prefrontal y posterior, del hipocampo, del nucleus accumbens y de las zonas relacionadas con el picor, y aunque debía analizarlo con más detalle, parecía un material excelente para ser publicado. Incluso para hacer una película como la de las mujeres que meses atrás había aparecido en gran cantidad de medios y habían visto millones de personas en todo el mundo. Eso era mayo de 2012.
La ciencia avanza lentamente, y cuando semanas antes de terminar este libro visité de nuevo el laboratorio de Barry Komisaruk, los resultados todavía no estaban procesados del todo. Sin embargo, me dijo que habían encontrado patrones interesantes. Era un viernes de finales de octubre, y pasamos toda la tarde viendo y comentando la actividad de áreas especificas de mi cerebro a diferentes tiempos durante la estimulación, el orgasmo y el relajamiento posterior. La primera conclusión de Barry fue que, «aunque ya me lo imaginaba, se parecen muchísimo a las imágenes de excitación y orgasmo de mujeres». Debemos recordar que era la primera vez que se registraba la secuencia completa y continua de actividad cerebral de un cerebro masculino desde la estimulación inicial al orgasmo. Uno de los objetivos de Barry era comparar con sus estudios previos con mujeres y, por lo que dijo, a nivel de actividad cerebral, «las similitudes eran muchísimo más grandes que las diferencias. Lo único distinto es que, pero esto debemos confirmarlo con más voluntarios, tu hipotálamo no se activó durante el orgasmo, como sí sucedía con todas las mujeres».
El hipotálamo es la zona donde se segrega oxitocina, la llamada hormona del amor, de la que ya se sabía es segregada en mayor cantidad por mujeres que por hombres y también en mayor cantidad durante el coito que en la masturbación. Barry no se atrevía a sacar conclusiones a partir de un único cerebro masculino escaneado, pero afirmaba que «si se confirmaba que el hipotálamo de los hombres no se activa durante el orgasmo autoinducido (como ellos le llaman), sí será una diferencia muy notoria». Varias zonas reaccionaron de manera previsible: el área ventral tegmental productora de dopamina en el mesencéfalo, el nucleus accumbens directamente implicado en el placer, la ínsula donde se procesan el placer y el dolor, la corteza frontal, una zona secundaria de la corteza sensorial llamada operculum, la amígdala, sede de las emociones, y un área llamada formación reticular, todas fueron aumentando su actividad progresivamente a medida que avanzaba el experimento. El cerebelo, relacionado con los movimientos, y la corteza sensorial genital, en el lóbulo paracentral, estuvieron activos desde el principio; la corteza anterior cingulado mostraba poca actividad aunque constante, y el hipocampo se disparó sólo en el momento del orgasmo. Le pregunté a Barry si esto podía implicar que, como el hipocampo está involucrado en la memoria, se activa para hacernos recordar todas las circunstancias que acompañan a un orgasmo, y si es eso lo que nos hace tener recuerdos tan vívidos, y me respondió que «como interpretación es válida, pero no se puede inferir de momento».
De verdad que era fascinante ver cómo se iba coloreando todo mi cerebro, aunque fuera siguiendo el proceso previsto. La única sorpresa para Barry fue la inactividad del hipotálamo productor de oxitocina, y un patrón interesantísimo en una parte concreta de la división posterior del giro cingulado asociada en otros estudios al picor. «Es una zona concreta que se activa muy claramente cuando te pica alguna parte del cuerpo, y en tus imágenes vemos que la actividad va creciendo constantemente a partir del tercer minuto. Esto es realmente interesante. Tendremos que confirmarlo con otros voluntarios», me dijo un apasionado Barry.
Por último mencionó otro resultado inesperado al que no le dio demasiada importancia: «Resulta muy extraño que tu corteza visual estuviera muy activa desde el principio. De hecho en las imágenes del minuto uno es la zona más activa con gran diferencia. No se entiende muy bien, porque en principio no estabas viendo nada…». Creo que me sonrojé. De repente recordé otros estudios que demostraban que cuando imaginas algo vívidamente aun con los ojos cerrados se activan las áreas de la visión, y pregunté a Barry «esto… pero si por ejemplo… y es un decir… desde el principio hubiera estado recordando de manera muy presente una escena vivida, digamos, por ejemplo la noche anterior, ¿podría activarse la corteza visual al reconstruir yo las imágenes?». «¡Ah, claro!», me dijo Barry con una leve sonrisa. Glups… al escáner de fMRI no se le escapaba el mínimo detalle…
QUERER-GUSTAR-APRENDER, Y EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS
En realidad ya hemos dicho bastante sobre lo que sabemos en neurociencia del comportamiento sexual humano, que tampoco es tanto. La psicología y la sociología, de las que empezaremos a hablar en los siguientes capítulos, le llevan todavía mucha ventaja a los estudios fisiológicos sobre el cerebro. Pero justo por eso la neurociencia resulta tan estimulante: es la que más puede aportar en los próximos años, y ya ha empezado a hacerlo.
Los aspectos químicos sobre el papel de los neurotransmisores y las hormonas están bastante bien caracterizados, en gran parte gracias a los estudios con animales de laboratorio. En los capítulos anteriores hemos hablado de esta química del sexo, y la aplicaremos a casos concretos en otros posteriores.
Una de las áreas más candentes en neurociencia es el estudio de la conectividad cerebral, es decir, no atender sólo a neuronas individuales o actividad en zonas del cerebro, sino entender cómo se tejen las diferentes redes neuronales y cómo se comunican dichas áreas entre sí. Es un campo muy novedoso que se está revelando importantísimo en temas de aprendizaje o en problemas de desarrollo como el autismo o la esquizofrenia, pero desde luego la conducta sexual todavía no ha alcanzado este estatus.
Quizá la metodología que está aportando información más interesante, y a la que todavía le queda mucho por recorrer, son justo los estudios de actividad cerebral con escáneres de fMRI. Recuerdo estar leyendo un artículo de Roy Levin sobre el período refractario tras el orgasmo y llamar inmediatamente a Barry Komisaruk. Le pregunté por qué tras mi orgasmo bajo el escáner no continuamos con el experimento, intentando estimular mi pene de nuevo para ver qué cambiaba en mi cerebro respecto a los movimientos de la estimulación inicial. Barry me respondió: «¡Claro! ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Podríamos ver en una misma persona cómo un contacto idéntico antes y después del orgasmo se interpreta de manera diferente en el cerebro, y compararlo con personas con disfunción eréctil. Quizá daría información muy interesante. ¡Nadie lo ha hecho todavía!». Me sorprendió, pero al tiempo vi que no era una excepción. Por ejemplo, tampoco nadie ha comparado aún la actividad cerebral de hipersexuales y asexuales, sabiendo incluso que no existen diferencias significativas en sus niveles hormonales. De verdad, es muy difícil encontrar en ciencia aspectos de fisiología humana tan simples como éstos que nadie haya investigado antes, que además pueden ofrecer información interesantísima no sólo sobre el sexo, sino sobre las bases neurobiológicas de nuestra conducta. Y esto último no lo digo por decirlo.
Diversos tipos de cerebros pedófilos
Fijaos, por ejemplo, en los prometedores estudios con pedófilos realizados por el alemán de origen español Jorge Ponseti. Jorge fue uno de los primeros neurocientíficos en identificar diferencias concretas en la actividad cerebral de pederastas al mostrarles imágenes de niños respecto a hombres que no sienten ninguna atracción por ellos. Cuando nos vimos en Portugal, Jorge me explicó que en algunos casos estas técnicas se podrían utilizar para identificar riesgos, quizá para analizar la evolución de algunas terapias, pero sobre todo para entender mejor el origen de los diferentes tipos de pedofilia.
Cuando hablamos de nuevo en octubre de 2012, Ponseti estaba empezando a trabajar en el mayor proyecto de estudio multidisciplinar de la pedofilia planteado hasta la fecha, que, financiado con dos millones de euros para seis grupos de investigación alemanes, ya ha reclutado a doscientos cincuenta pedófilos de quienes analizarán genes, hormonas, neurotransmisores, análisis psicológicos y (el propio Ponseti) actividad cerebral. Jorge me explicaba que, por extraño que parezca, «hay poquísima información científica previa».
Imaginemos simplemente el hecho de comparar la actividad cerebral de pedófilos que, aunque sienten atracción sexual, nunca han abusado de un niño porque saben que es un acto deleznable (Ponseti me dice que en Alemania hay un 0,7 por ciento de pedófilos, personas que sienten atracción sexual por menores), con pederastas que también lo saben pero que no logran controlarse y terminan delinquiendo. Explorar estas diferencias, distinguiendo entre impulsividad y capacidad de control, puede dar información muy valiosa sobre la neurobiología de la conducta humana. Lo mismo al comparar los dos grandes tipos de pederastas: los que abusan de adolescentes ya en la pubertad y los que sólo se excitan con niños prepuberales. Algunas hipótesis sostienen que las áreas del deseo de los primeros no serían muy diferentes respecto a controles sanos; sin embargo, los segundos sí tendrían alguna marca específica. Luego hay otro gran grupo: los hombres que sienten fascinación por los niños y que quieren estar rodeados por ellos en todo momento, pero que nunca abusarían de ellos ni harían nada que pudiera perjudicarles. Ponseti les mostrará bajo el escáner imágenes de infantes y adultos, tanto de humanos como de animales. Una hipótesis sugiere que el amor paternal en humanos es algo muy nuevo desde el punto de vista evolutivo, que por tanto está sujeto a más variabilidad y posibles problemas, y que quizá en algunos casos la obsesión por los niños procede de una fascinación y protección compulsiva por la niñez. Si estos sujetos reaccionan tanto a la juventud de humanos como de animales. La hipótesis ganará peso.
Y por último está el análisis de si el pederasta está predeterminado desde el nacimiento o no. Hay tres veces más zurdos entre los pederastas que entre los que no lo son, en general son menos inteligentes, el 20 por ciento de ellos son homopedofílicos, y hay indicios de que efectos hormonales durante el embarazo podrían alterar los circuitos responsables de la atracción y orientación sexual. Ponseti analizará la actividad cerebral en reposo de pederastas para ver si es diferente a la de personas convencionales. En pacientes con predisposición a la depresión u otros trastornos ya se han revelado algunas diferencias, y se sospecha que lo mismo ocurriría con pedófilos. Al final, este alemán de padre sevillano y madre barcelonesa insiste en que lo fundamental es entender y clasificar para ver quién se va a beneficiar más de una psicoterapia u otra, y quien quizá necesitará un tratamiento farmacológico para reducir el deseo. El tema es interesantísimo y sorprende que, con lo comunes que son los abusos según las últimas encuestas, y los problemas que generan a los afectados especialmente cuanto mayores y más conscientes son, la ciencia médica haya tardado tanto en dedicar recursos importantes a ello. Bueno, el Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos en el NIH todavía no lo hace, como me lo reconoció en persona su director Thomas Insel. Más muestras de que el sexo también es un tabú para la ciencia.
Modelo de control dual: excitación versus inhibición
Los científicos necesitan modelos teóricos sobre los que encajar piezas y poner a prueba sus hipótesis, y uno de los más utilizados en sexología es el Dual Control Model of Sexual Response, planteado inicialmente por Helen Singer Kaplan y desarrollado con profundidad por John Bancroft y Erick Janssen, del Instituto Kinsey, con quienes hablaremos más adelante. Según el modelo de control dual, nuestro comportamiento sexual responde a un equilibrio entre dos sistemas de excitación y de inhibición, que a su vez están condicionados por factores fisiológicos y psicológicos. Es bajo este paradigma que los investigadores desgranan todas las influencias hormonales, conductuales, de pareja y ambientales, hasta distinguir por ejemplo si una pérdida de actividad sexual se debe a mayor inhibición o menor deseo, o si el hecho de que un pedófilo llegue al abuso es por excitación desorbitada o fallas en su inhibición. El modelo peca un poco de simplista, pero veremos que es muy útil para plantear y analizar casos concretos.
Otro modelo es el que separa la respuesta sexual en tres fases que podríamos denominar «querer, gustar y aprender». En el «querer» se abordaría la atracción y el origen del deseo, en el «gustar» el placer y la respuesta física durante el acto sexual hasta el orgasmo, y en el «aprender» toda la influencia cognitiva que analiza cómo en función de cuán satisfactoria fue la experiencia se refuerzan o se inhiben los estímulos que la acompañaron. Es un poco teórico, pero los investigadores establecen que en cada etapa influyen mecanismos cerebrales diferentes.
Uno de los trabajos más interesantes es precisamente el de Janniko Georgiadis, que compara los mecanismos de deseo y placer entre el sexo y la comida. Janniko es uno de los mayores expertos del mundo en el estudio neurofisiológico de la sexualidad. Cuando empezamos a hablar de la fase de interés o «querer», me describió un estudio interesantísimo, publicado en 2010 en el Journal of Neuroscience, en el que investigadores franceses quisieron comparar la reacción cerebral a estímulos visuales relacionados con el sexo o con el dinero. Siendo el valor monetario algo de aparición tan reciente en nuestra especie, pensaban encontrar diferencias importantes en cómo el cerebro procesaba la información. Y encontraron algunas. Por ejemplo la amígdala, sede de los impulsos más viscerales, se disparaba con mucha mayor intensidad sólo ante las imágenes que sugerían un encuentro erótico. También había diferencias en la activación de la corteza orbitofrontal (OFC) relacionada con la conciencia de estados internos y el control de acciones: el área posteriolateral del OFC estaba activa frente a los estímulos eróticos y el área anterior a los monetarios. Pero lo sorprendente fue que todo lo demás era casi idéntico. El cuerpo estriado, el mesencéfalo, la ínsula, la corteza cingulada anterior y el resto de áreas cerebrales relacionadas con la motivación y circuitos de recompensa eran comunes ante ambos estímulos. Eso llevó a Janniko a pensar que en realidad el sexo era similar a otros estímulos, como por ejemplo la comida.
En una revisión de literatura científica publicada en 2012, Janniko concluye que salvo particularidades obvias, como que la comida es imprescindible para sobrevivir y el sexo no, y que el hambre existe durante toda la vida y el instinto sexual sólo a partir de la pubertad, la neuroanatomía funcional del comportamiento sexual y sus fases de «querer, gustar y aprender» son comparables a otros circuitos del placer-recompensa como el de la comida.
Aunque pueda sonar irrelevante, la reflexión final no lo es: no hay mecanismos fisiológicos o redes neuronales específicas para el sexo y para otras recompensas. Comparten los mismos circuitos de motivación y satisfacción. Es decir, más allá del contexto, las neuronas no saben si se activan por un desencadenante erótico, alimenticio u otra recompensa, y esto podría implicar relaciones entre varios trastornos aparentemente muy diferenciados. Está todavía en fase de hipótesis, pero el estudio de la respuesta sexual sin duda dará información muy importante.
Feromonas, caricias y neuronas espejo activadas por el porno
En el estudio del sistema nervioso no podemos olvidarnos de los sentidos y la percepción. Es una temática inconmensurable, pero podemos referenciar algunos resultados interesantes y novedosos. Respecto al tacto, una pregunta muy básica podría ser por qué experimentamos de manera tan diferente una suave caricia de un roce a diferente velocidad o intensidad. Obvio que el contexto y la interpretación desempeñan un papel fundamental, y veremos cómo en ciertas circunstancias incluso erotizamos el dolor. Pero en 2009 Nature Neuroscience publicó un interesantísimo trabajo de investigadores suecos e ingleses, documentando que hay fibras nerviosas específicas implicadas en esta distinción. Nuestras terminaciones nerviosas tienen varios tipos de receptores mecánicos o de contacto, y se ve que las caricias suaves sólo activaban los «no mielinizados», mientras que contactos más intensos o veloces activaban éstos y también las fibras «mielinizadas». Además coincidía perfectamente: los participantes en el estudio definían el contacto como placentero justo cuando los aparatos registraban que se habían activado sólo los receptores nerviosos no mielinizados. Los investigadores escriben en su artículo que «estos resultados son la primera demostración de una codificación hedonística positiva en los nervios periféricos aferentes, sugiriendo que las fibras C-táctiles contribuyen de manera crítica al contacto placentero». En otras palabras, que cuando acariciamos suave y lento la piel de nuestro compañero o compañera activamos sólo ciertas fibras involucradas en el placer.
Una gran discusión en el estudio de los sentidos es sobre el posible papel de las feromonas en el deseo sexual. Estudios anatómicos descartaron que los humanos tengamos, a diferencia de muchos otros mamíferos, un órgano vomeronasal responsable de codificar señales olfativas relacionadas exclusivamente con el cortejo y la información sexual. Eso llevó a algunos científicos a asegurar que las feromonas no tenían papel alguno en los humanos. Otros, sin embargo, consideraban que el órgano vomeronasal no era imprescindible, y que las feromonas u otras señales químicas implicadas en el comportamiento social podrían detectarse a partir del epitelio olfativo, como ocurre por ejemplo en los roedores. En los últimos años, el rol de las feromonas ha sido objeto de interés al descubrir que olfatearlas puede variar la actividad del hipotálamo y la amígdala, y que las respuestas son diferentes en función del género y la orientación sexual. La conclusión es que, más allá de perfumes, el olor corporal puede inducir el inicio de respuesta sexual.
De todas formas, en nuestra especie el sentido más involucrado en la atracción sexual es, con diferencia, la vista. Los pájaros emiten sofisticados cantos, un insecto segrega feromonas para atraer a sus futuras parejas, y a algunas primates en celo se les hinchan los genitales y empiezan a moverse y mostrarse incitando a la procreación. Somos seres visuales en alerta constante a estímulos sexuales. Quizá la mejor evidencia de ello sean estudios recientes que demuestran que reaccionamos incluso ante información erótica captada sólo por nuestro inconsciente. Cuando estamos charlando y de repente nos giramos a la derecha sin saber conscientemente por qué, y nos descubrimos mirando a alguien atractivo, de verdad que no lo hacemos adrede, es nuestro inconsciente que ya lo había percibido con anterioridad. Tenemos la excusa gracias a un estudio publicado en la revista científica PNAS.
Toda la información captada por nuestros sentidos llega al cerebro, pero sólo somos conscientes de una minoría. Tenemos atención selectiva, que nos permite discriminar entre los diferentes estímulos visuales e ignorar los que resulten irrelevantes. Pero el inconsciente sí los recibe, y en ocasiones nos fuerza a actuar. Los investigadores realizaron un sencillo experimento en el que iban pasando imágenes, bajo el umbral de detección, de hombres y mujeres desnudas a varones heterosexuales, gays y mujeres. Imaginémonos mirando el punto central de una pantalla en la que van apareciendo imágenes idénticas a derecha e izquierda, pero que de tanto en tanto alguna oculta un desnudo subliminal. Ni nos enteramos, pero analizando movimientos de cabeza y cambios de atención los investigadores observaron que los hombres heterosexuales respondían positivamente a las mujeres desnudas e ignoraban las imágenes masculinas, mientras que con los gays y las mujeres ocurría todo lo contrario. Incluso algunos hombres heteros apartaban la mirada ante la percepción inconsciente de chicos desnudos. Cuando alguien nos diga «¡se te va la mirada!», y curiosamente sólo sea hacia la belleza procedente de un género determinado, podemos responder confiados: «¡Exacto! Se va sola. Es mi inconsciente. Yo no soy responsable. Lo dice un artículo de la revista PNAS».
Una idea provocadora y mucho más especulativa es que el gran poder de la pornografía, especialmente en hombres, procediera de una supuesta activación de circuitos responsables de la imitación, en la que podrían estar involucradas neuronas espejo. Involucradas en el aprendizaje y la imitación, estas neuronas existen en muchos mamíferos y son circuitos neuronales que se activan cuando el animal ve a otro realizar una acción determinada. No se sabe todavía su influencia real en humanos, pero algunos autores sugieren que podrían estar relacionadas con la empatía, o el hecho de que ver sonreír a alguien induce en nosotros otra sonrisa y cierto bienestar. En parte vivimos la experiencia ajena como propia. Si esta lógica fuera correcta, ver pornografía podría no ser sólo un estímulo visual sino un mecanismo para activar también los circuitos del placer, haciéndonos en cierta medida sentir que formamos parte de la acción. Insisto en que es especulativo, pero un estudio publicado en 2006 por Jorge Ponseti en la revista Neuroimage observó que las imágenes pornográficas activaban la corteza frontal premotora, área donde —de existir— se situarían las neuronas espejo. Si fuera el caso, el porno no sólo nos excitaría por lo que vemos sino porque activa partes del cerebro relacionadas con la imitación, haciéndonos creer que estamos involucrados en el acto sexual. A mí lo que me sorprende es que, siendo una respuesta tan poderosa, los neurocientíficos no utilicen el porno para analizar la existencia y papel de las neuronas espejo o circuitos de empatía.
Queda claro que si bien los aportes de la neurociencia al estudio del sexo serán impactantes, todavía resultan incipientes y no ofrecen ni de cerca una explicación global de la conducta sexual humana. Por eso debemos dar un salto hacia la psicología experimental, que analiza nuestra mente y comportamiento desde afuera en lugar de desde adentro.