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Sexo en nuestra mente
El sexo no es un acto racional. Imaginemos que no tenemos pareja: ¿nos iríamos a la cama con alguien que nos resulta atractivo pero que sabemos que ha tenido sexo sin protección con diez personas diferentes en los últimos dos meses? Consultado en frío y de manera tan genérica, posiblemente la respuesta sería no. Para qué arriesgar. Pero ¿y si nos formulan la pregunta mostrándonos el rostro sonriente de un chico o una chica la mar de interesante? Ni así, ¿verdad?
EL SEXO ES UN ACTO IRRACIONAL
Kathryn Macapagal, investigadora del Instituto Kinsey en la Universidad de Indiana, me estaba explicando el experimento que iba a realizar: me mostraría rostros de varias mujeres, acompañados del número de hombres con los que habían tenido sexo sin protección en los dos últimos meses. Yo debía responder eligiendo un número del 1 al 4 según mi predisposición a tener relaciones con ellas. Kathryn me pidió que me imaginara que estaba de fiesta un viernes por la noche con ganas de un encuentro casual. La prueba parecía fácil: por muy atractiva que fuera, ¡ni loco iba a acostarme con una desconocida sabiendo que había practicado sexo sin preservativo con siete u ocho chicos diferentes en menos de dos meses! Faltaría más, ni que estuviera tan apurado.
Empieza el experimento y en la pantalla aparece una mujer de expresión seria con un 6 parpadeando. Sin pensarlo apenas, presiono el 4: «no tendría relaciones». Luego aparece una chica bastante atractiva con un 2, y presiono también el 2 diciéndome a mí mismo que yo sí utilizaría protección. Y así se suceden varias fotografías, hasta que de repente me quedo bloqueado ante la imagen de una chica guapísima, con sonrisa brillante, mirada nítida y un 10 parpadeando en el extremo izquierdo inferior de la pantalla. Al poco aparece el mensaje «Por favor, responda más rápido». Mi mente todavía estaba buscando alguna justificación racional al deseo de presionar un 1: «sin duda tendría relaciones con ella». Reaccioné marcando un inesperadísimo 2.
Es obvio que no sé cómo actuaría si la situación fuera real, pero la verdad es que menos lo sabía minutos antes cuando lo valoraba en frío, y apuesto a que lo mismo os pasaría a la mayoría de vosotros. Éste es uno de los mensajes que más repetiremos a lo largo del libro cuando hablemos de comportamiento sexual: el sexo es un acto irracional, que suele desencadenarse acompañado de estados emocionales muy intensos. Y nuestro cerebro es malísimo cuando intenta predecir cómo reaccionaríamos ante situaciones futuras emocionalmente nuevas. Siempre que nos describen una situación, imaginamos cómo nos sentiríamos y cómo actuaríamos si se tratara de nosotros, pero a menudo la realidad nos sorprende. Para bien o para mal.
Es lo que nos están enseñando todos los psicólogos y neurocientíficos que trabajan en economía conductual (behavioral economics), o en las más incipientes áreas de la neuroeconomía y el neuromarketing. El objetivo de todas estas disciplinas es comprender cómo tomamos decisiones en diferentes ámbitos de nuestra vida y qué factores son de verdad los más influyentes. Dos de sus principales mensajes son:
1) Nuestro estado emocional interno condiciona de manera enorme a nuestro pensamiento racional;
2) la percepción inicial suele ser más importante que todos los juicios posteriores.
Para simplificar podríamos decir que el proceso de tomar una decisión pasa por las siguientes fases: en primer lugar hay una percepción de la situación que vamos a afrontar (se me insinúa una chica atractiva que sé que tiene muchas relaciones esporádicas); en segundo lugar hay un análisis de las diferentes posibilidades existentes (intentar irme a la cama con ella, no hacerlo, buscar a otra…); en tercer lugar hay una valoración razonada de pros y contras de dichas opciones (posibilidad de infección, protección que ofrece el preservativo, lo bien que me lo pasaré…) y, para terminar, la propia decisión. En esta secuencia, creemos que el paso clave es el tercero, en el que ponemos toda nuestra inteligencia y capacidad cerebral a disposición del beneficio presente y futuro del ser racional que somos. Pues no, quizá en términos monetarios o laborales un poco, pero en aspectos más básicos que activan nuestro cerebro más primitivo y emocional, como la comida, el sexo o el miedo, los instintos básicos lanzan poderosos mensajes iniciales que a menudo vencen a los cálculos de nuestra corteza prefrontal. Y más aún si hemos bebido o si por cualquier otro motivo nuestro «freno» racional está inhibido. Sin duda la etapa clave es la primera: la percepción y el deseo inicial. Por eso durante una discusión nos cuesta tanto cambiar de opinión si ya estamos convencidos de algo, y por muy buenas razones que nos den las tergiversamos para adaptarlas a nuestro convencimiento inicial. Cómo percibamos una situación condiciona los razonamientos de la etapa posterior. Yo vi a esa chica que me resultó tremendamente atractiva, y empecé a pensar que esas diez relaciones mantenidas en dos meses sin duda fueron con conocidos de confianza, que siendo tan guapa seguro que podía escoger con quién acostarse y no se iría con cualquiera, que si yo me protegía desde el principio el riesgo era prácticamente nulo, y busqué cualquier otra excusa para justificar racionalmente mi impulso y mi decisión de presionar un 2. Quizá viendo a la misma chica pero con otra expresión en la cara mi razonamiento sería el opuesto. Quién sabe, vamos un poco perdidos. Creemos que primero calculamos de manera racional y luego decidimos, pero en realidad decidimos de manera emocional y luego nos justificamos racionalmente. Sin ir más lejos, pensad en una infidelidad y en la diferencia entre haberla cometido o padecido.
Imaginemos a dos parejas casadas cuyos matrimonios están pasando por momentos de crisis. El marido de una (llamémosle Joe) conoce a la esposa del otro (María), y empiezan a encariñarse. Joe le propone a María tener relaciones, insiste varias veces, pero ella se resiste a pesar de sentirse tentada. Paralelamente el marido de María (llamémosle Pablo) se siente atraído por una compañera de trabajo con la que sí termina teniendo un pequeño affaire. Pasan unas semanas y Pablo le confiesa su infidelidad a María. Ella se enfurece, lo considera un malnacido y le abandona. Al cabo de unas semanas Joe se separa de su esposa y empieza a salir con María. Todo aparentemente normal. Pero… un momento… para ser justos… Joe es tan pérfido como Pablo ¿no? De hecho, si María se lo hubiera permitido se habría acostado con ella mientras estaba casado con su mujer. ¿No es lo mismo que hizo Pablo? ¿Por qué ahora María piensa que Pablo es un mentiroso egoísta y Joe el hombre de sus sueños? María respondería que en realidad entre ella y Joe no pasó nada, que Joe se había enamorado, y mil otras excusas para esconder una realidad más simple y probable: valoramos la situación de manera subjetiva en función de si nos agrada o disgusta, y de cómo nos afecta directamente. Percepción y emoción frente a razón.
La prueba en la que me mostraban fotos de mujeres más o menos atractivas y me daban información sobre su pasado sexual era sólo una parte de los experimentos dirigidos por Julia Heiman, directora del Instituto Kinsey. El test que yo realicé se repite con hombres y mujeres de diferentes rasgos de personalidad y condiciones: homosexuales y heterosexuales, jóvenes y adolescentes, ebrios o sobrios, mostrándoles imágenes eróticas antes del test para provocar excitación o dando diferentes mensajes de prevención y educación sexual destinados a reducir las conductas de riesgo. Además de la respuesta que den los participantes, también se mide el tiempo de reacción. Se pueden investigar diferentes variables, y en este caso concreto se pretendía identificar qué intervenciones son más eficientes para evitar conductas de riesgo, sobre todo en el contexto del contagio del VIH.
En Estados Unidos muchos investigadores encuentran recursos para investigar el comportamiento sexual con fondos públicos gracias al VIH. Ya hablaremos más adelante de las ocasiones en que el Congreso estadounidense ha forzado la retirada de financiación a estudios sobre atracción homosexual o sexo en la vejez por presiones conservadoras. A raíz de esto, al igual que muchos proyectos ambientales se contextualizan en torno al cambio climático para facilitar la financiación, en el comportamiento sexual ocurre algo parecido con el sida. De hecho, cuando a principios de los ochenta irrumpió la epidemia de sida, se destinaron gran cantidad de recursos al estudio preventivo de la conducta sexual de riesgo. El equipo de la experimentadísima investigadora en sexualidad Anke Ehrhardt, en la Universidad de Columbia de Nueva York, es el que ha recibido la mayor beca hasta el momento para el estudio científico de comportamiento y contagio de sida. En su despacho del Centro de Estudios Clínicos y Comportamentales sobre el VIH, la doctora Ehrhardt me cuenta: «Cuando irrumpió el sida a principios de los ochenta, desde el departamento de salud empezaron a preguntarnos por índices de homosexualidad, estadísticas, costumbres entre los jóvenes, grado de utilización del preservativo… y vieron que había poquísimos estudios rigurosos y datos fiables». Como la inmensa mayoría de investigadores que he conocido, la doctora Ehrhardt señala que la psicología empezó muy tarde a investigar el comportamiento sexual, y que además ofrece retos tremendamente interesantes: «Es complicadísimo intuir cómo reaccionamos ante situaciones sexuales. No podemos recurrir sólo a la lógica y a nuestras suposiciones, es demasiado complejo e irracional».
Julia Heiman también insistió mucho en este punto: una cosa es hacer encuestas sobre experiencias pasadas, pero otra muy distinta es preguntar cómo reaccionaríamos ante determinadas situaciones futuras. Deducir no es fiable, la gente responde sin saber que la excitación trastoca nuestra toma de decisiones, y en muchas ocasiones mienten o se autoengañan respondiendo lo que desearían sentir en lugar de lo que sienten. Julia Heiman reivindica que «como científicos necesitamos tener una aproximación más experimental y objetiva al estudio del sexo, y ser capaces de medir grados de excitación sin que estén sujetos a la apreciación personal». Y hay varias metodologías para ello.
MIDIENDO LA EXCITACIÓN SEXUAL EN EL INSTITUTO KINSEY
Kathryn Macapagal me mostró otro de los aparatitos del laboratorio sexual del Instituto Kinsey: un fotopletismógrafo vaginal (figura 4.1). Esto no es más que un tubito del tamaño de un tampón que es capaz de medir los cambios de riego sanguíneo en la vagina. Lo hace emitiendo unos pequeños puntos de luz y recogiéndolos de vuelta con un detector que lleva instalado. Cuanta más sangre circule por el tejido vaginal más luz será reflejada, y esta diferencia marcará los cambios de volumen e irrigación de la vagina, que el fotopletismógrafo enviará al exterior por un pequeño cable. Con este aparato los laboratorios de fisiología de la sexualidad son capaces de medir el grado de excitación genital que provoca un estímulo. Suena a chiste y genera mucha incredulidad, pero todos los investigadores me aseguran que de momento es la manera más estandarizada de medir las reacciones no siempre conscientes de los genitales femeninos. Es obvio que el método tiene grandes limitaciones, en el propio Instituto Kinsey están provando un aparato similar que mide directamente la erección del clítoris, y hay quien busca alternativas muy diferentes. Yo mismo he estado con las piernas semiabiertas recostado en la cama-sillón del laboratorio de Irving Binik en la canadiense Universidad de McGill con una cámara de infrarrojos apuntando a mi entrepierna, y unas gafas por las que pasaban diferentes imágenes eróticas (figura 4.2). Irving asegura que este equipo, que mide el cambio de temperatura en el área genital, es más caro pero más preciso que el fotopletismógrafo vaginal para mujeres, o que el pletismógrafo de pene para hombres (figura 4.3). Porque sí, en nosotros también pueden medir de manera precisa los sutiles cambios de tamaño en nuestro pene mientras nos muestran una escena erótica convencional, una de sexo homosexual, o con transexuales, una escena violenta, o de sexo con menores. Lo hacen colocando alrededor del pene un anillo de tela flexible de unos cinco centímetros de diámetro, unido por un cable a un detector que registra pequeños cambios de grosor. Todo esto sucede en el laboratorio de sexualidad masculina del Instituto Kinsey, en una habitación lúgubre con un viejo sillón marrón en el centro, colocado frente a un televisor, y una estantería a la izquierda repleta de DVD y cintas VHS porno. En principio se trata de bajarte los pantalones, colocarte el anillito en tu miembro, relajarte primero con un documental de naturaleza y ver qué sucede cuando aparecen otro tipo de imágenes. Un poco rudimentario, la verdad, pero el director del laboratorio, Erick Janssen, me asegura que el pletismógrafo de pene y la fotopletismografía vaginal ya llevan mucho tiempo utilizándose y ofrecen medidas fiables de excitación física masculina y femenina.
FIGURA 4.1. Pletismógrafo vaginal.
FIGURA 4.2. Termografía.
FIGURA 4.3. Pletismógrafo de pene.
Quizá podría parecer más sencillo y fiable preguntar directamente si lo que vemos nos excita más o menos. Pero no lo es, y éste es el punto importante de la cuestión: en primer lugar nuestra boca y nuestro cerebro pueden mentir con más facilidad que nuestro pene, y en segundo lugar la reacción de los genitales no siempre concuerda con nuestra percepción subjetiva de estar excitados. En los hombres la referencia es más fácil porque distinguimos cuando hay un inicio de erección, pero en las mujeres esta referencia no existe, y no es tan fácil saber cuándo la vagina empieza a lubricar o a entumecerse por mayor riego sanguíneo. La mente puede decidir que esa escena de sexo violento es tremendamente desagradable y los genitales reaccionar sin que nos demos cuenta. ¡Ojo! eso no significa de ninguna manera que la mujer apruebe la escena ni que esté dispuesta a imitarla, pero sí que su mente puede estar diciendo una cosa y su vagina otra. De hecho, ésta es una de las principales constataciones empíricas de los últimos años de investigación sexual: no son pocas las mujeres en las que la concordancia entre genitales y excitación subjetiva es muy pobre, y eso puede explicar muchas cosas.
LA NO CONCORDANCIA ENTRE MENTE Y GENITALES FEMENINOS
Llamadme granuja, pero hice la prueba: le pedí a una amiga que viniera a mi casa a hacer un «experimento», y no le expliqué de qué se trataba hasta que estuvo relajada en mi sofá. Le pregunté si le gustaba el porno, y me dijo que sí había visto pornografía en alguna ocasión, pero que por lo general le resultaba bastante indiferente. Perfecto, era lo que intuía por alguna conversación previa. A continuación le pregunté: «¿Crees que te excitaría ver escenas de sexo lésbico?». Frunció el seño, me miró sorprendida y respondió un contundente «no».
Entonces encendí mi ordenador y le pedí que mirara durante cuatro minutos un video de pornotube.com donde dos chicas desnudas en una cama se acariciaban, se besaban y se masturbaban de manera explícita. No era demasiado fuerte, pero sí contenía primeros planos, gemidos y actitudes lascivas.
Cuando terminó el video le pregunté a mi amiga si se había excitado. «No…», fue su respuesta. «¿Ni un poco?», insistí. «No, de verdad. A medida que avanzaba me pareció curioso ver lo que hacían, pero en ningún momento me sentí excitada sexualmente.» Entonces le dije que yo me iba a retirar y le pedí que explorara con calma sus genitales para ver si notaba alguna reacción.
Regresé y mi amiga se había sonrojado. «No entiendo…», decía comedida. Su vagina había lubricado, los labios vaginales estaban ligeramente más hinchados de lo normal y al tocarse el clítoris lo notó «muy sensible», generando enseguida cierta excitación física. Hasta aquí puedo leer.
Es cierto que como experimento deja mucho que desear, pero era relativamente parecido a las pruebas que Meredith Chivers, a quien iba a entrevistar a la mañana siguiente, había realizado en su laboratorio de sexualidad y género de la Universidad de Queen’s en Canadá.
Chivers es una de las principales expertas del mundo en el estudio de la «concordancia sexual». Ésta mide el grado de correspondencia entre la respuesta fisiológica de nuestros genitales y la experiencia subjetiva de sentirnos excitados o no. Dejemos de lado por un momento el hecho de utilizar imágenes de sexo lésbico. El mensaje fundamental es que los genitales pueden reaccionar a estímulos que la mente no interpreta ni experimenta como excitantes y no ser conscientes de ello. Creedme que es algo ya aceptado ampliamente por la comunidad de investigadores en sexualidad.
Lo que hace Meredith Chivers es mostrar diferentes tipos de estímulos eróticos y neutros a hombres y mujeres, medir la respuesta de sus genitales con un pletismógrafo de pene y un fotopletismógrafo vaginal, y tras el experimento preguntarles cuán excitados se han sentido. En los hombres las respuestas y el cambio de grosor del pene suelen estar muy bien correlacionados, pero entre las mujeres hay una enorme diversidad. Algunas muestran una concordancia sexual idéntica a la de cualquier hombre, pero en muchas otras resulta bajísima.
Chivers reconoce que la metodología no es infalible y está probando otros aparatos que miden cambios de flujo sanguíneo directamente en el clítoris o sensores de infrarrojo que analizan los cambios de temperatura en el área genital. Pero me asegura que «la falta de concordancia sexual en mujeres se empezó a observar ya a finales de los setenta, y ha sido confirmada en multitud de ocasiones con independencia del tipo de estímulos eróticos utilizados». Y tiene datos que lo respaldan: en 2010 Meredith Chivers publicó un completísimo estudio en el que analizó ciento treinta y dos artículos científicos revisados por pares que contenían datos sobre excitación física y percepción subjetiva de un total de 2.505 mujeres y 1.928 hombres. Es una muestra enorme, y el metaanálisis concluyó que efectivamente la concordancia sexual entre mente y genitales femeninos es mucho más limitada de lo que nos imaginamos.
Además, no parecía que se produjera sólo porque en los hombres es más fácil identificar un principio de erección y asociarlo a sensación de excitación mientras que algunas mujeres no saben si han lubricado hasta que se tocan. Sin duda este factor influye, pero no es la única explicación. En un estudio publicado en 2012 investigadores canadienses pasaron clips eróticos de noventa segundos a veinte hombres y veinte mujeres mientras les medían tanto la respuesta genital como los cambios en ritmo cardíaco y respiración. Les pidieron que estimaran su excitación psicológica, la contrastaron y concluyeron que el patrón de diferencias en concordancia sexual se mantenía respecto a los genitales pero también respecto a otros cambios físicos implicados en la respuesta sexual. La menor correlación entre excitación sexual y percepción subjetiva femenina era algo específico e independiente de otros procesos físicos y, según los autores, podría responder a algunas presiones selectivas en el pasado evolutivo.
De todas maneras, Chivers insiste en que «la diversidad de respuesta es enorme. En el laboratorio nos encontramos mujeres que son absolutamente conscientes del estado de sus genitales, y otras que de verdad no perciben cambio alguno. Ahora estamos investigando qué factores pueden condicionar esta variabilidad». Chivers me dice que edad y estado civil no parecen influir, pero que resultados todavía no publicados indican que la concordancia sexual está asociada a mayor nivel educativo y frecuencia de masturbación. También observa que las mujeres practicantes de meditación o técnicas de relajación suelen desarrollar mejor concordancia. Esto es importante porque implicaría que se puede entrenar. ¿Para qué? En ciencia, correlación no significa causalidad, pero «también observamos que las mujeres con mayor concordancia se declaran más satisfechas con su sexualidad». Resulta especulativo, pero permitiría argumentar que conocer la respuesta de los genitales puede dar información útil sobre algunas fantasías o prácticas que nos pueden atraer sin ser del todo conscientes de ello.
El equipo de Chivers está realizando otro estudio muy interesante en el que pretenden detectar qué aspectos específicos del sadomasoquismo son los que generan la respuesta erótica. El experimento se basa en mostrarles tanto a mujeres y hombres sadomasoquistas como a convencionales dos tipos de imágenes: unas son escenas de dolor, dominancia y sumisión sin carga erótica alguna; las otras, además del componente sadomasoquista, contienen desnudos o vestimenta sugerente, o son practicadas por personas atractivas. Lo que están observando es que la mayoría de sadomasoquistas —no todos— suelen excitarse genitalmente en ambos casos. En cambio los no sadomasoquistas reaccionan sólo —y tampoco siempre— con las imágenes que incluyen estímulos eróticos. Lo interesante del caso es que algunas de las mujeres convencionales que sí reaccionan a las imágenes eróticas de sadomasoquistas declaran que no les gusta ni las excita lo que están viendo. Chivers me asegura que no están mintiendo, que subjetivamente no sienten ningún tipo de excitación a pesar de que sus genitales estén reaccionando. Y se observa que algunas mujeres se excitan incluso más que con escenas eróticas similares pero sin componente de dominancia y sumisión. En estos casos, si una persona estuviera predispuesta a explorar algunos juegos de dominancia y sumisión con su pareja, quizá podría descubrir alguna faceta nueva interesante. Pero, llegados a este punto, hay un matiz imprescindible.
Los genitales femeninos pueden ser bisexuales, aunque ellas no lo sean
Quien dicta las preferencias es la mente, no los despistados genitales. Mi aturdida amiga me hizo dos preguntas muy válidas: «El hecho de que mi vagina haya lubricado, ¿quiere decir que estaba excitada?», y «¿eso quiere decir que en realidad me gustan un poco las mujeres?». La segunda pregunta es la más fácil de responder: no. Muchas veces los genitales van por libre, y quien tiene siempre la última palabra es nuestra convicción.
Cuando al final conocí en persona a Meredith Chivers, durante el congreso de la Academia Internacional de Investigación Sexual en Portugal, me contó otra de sus observaciones, ya fuera del ámbito de la concordancia: las mujeres reaccionan genitalmente a un espectro muchísimo más amplio de estímulos sexuales que los hombres. Y uno de ellos son las imágenes eróticas del mismo sexo. Cuando mostraba imágenes de sexo lésbico a mujeres heterosexuales convencidas, la vagina de muchas de ellas se irrigaba con independencia de lo que opinara su mente.
Meredith asegura que la foto de calendario de un hombre guapísimo de torso musculado genera mucha menos respuesta genital en mujeres que ver a dos chicas desnudas acariciándose. Dice que quizá es la empatía de ver excitada a otra mujer que podrían ser ellas, la mayor carga erótica o que quizá en realidad sí haya cierta atracción por las chicas, pero que sus resultados son contundentes: «En mujeres heterosexuales lo que importa es la sensualidad, no el género de quién estén viendo». E inmediatamente matiza que esto no implica de ninguna manera una bisexualidad encubierta: «Que algo te excite físicamente no significa que te guste. Puede estar relacionado, pero no siempre», explica citando desencadenantes inconscientes, repitiendo que la clave es la sensualidad y la empatía, insistiendo en que si alguien está convencido de su orientación sexual una reacción genital no debe hacerle dudar, y que en ocasiones los genitales realmente pueden ir a su aire ajenos a nuestra voluntad, que es la que cuenta.
Me recordó el caso de una amiga que en su primera visita a un club de intercambio de parejas, tras varios minutos arrinconada viendo todo tipo de actos sexuales a su alrededor, le dijo a su acompañante que se sentía incómoda, que no le excitaba en absoluto y que se quería ir. Su sorpresa fue mayúscula cuando al tocarse comprobó que su vagina estaba húmeda y tanto los labios como el clítoris tremendamente sensibles. «Ejemplo de libro de falta de concordancia sexual», me dijo Chivers cuando se lo expliqué.
ENCUESTAS Y ESTADÍSTICAS SOBRE SEXUALIDAD
Recapitulemos: hemos hablado de hormonas, sistema nervioso, músculos, actividad del cerebro, clítoris de ratas, disfunciones y de medir flujo sanguíneo en los genitales. Todavía nos falta abordar la perspectiva evolutiva de nuestro comportamiento sexual y aplicar todo este conocimiento a situaciones concretas desde la limitada pero siempre curiosa e informativa perspectiva científica. Pero nada de esto tendría sentido sin un análisis más sociológico de la sexualidad, y una aproximación multidisciplinar que intente integrar todas las perspectivas y que documente la enorme diversidad de expresiones sexuales en nuestra intimidad y sociedad.
Aunque en este capítulo hayamos empezado por los estudios más fisiológicos de Heiman y Janssen en el Instituto Kinsey, en los despachos de este centro de referencia internacional encontramos a muchos otros especialistas que estudian la sexualidad desde otras disciplinas. El biólogo evolutivo Justin Garcia investiga sobre el online dating, la explosión de la hook-up culture entre la juventud y los patrones del comportamiento infiel. Stephanie Sanders se pregunta por qué la gente no utiliza siempre protección en situaciones de riesgo e intenta averiguar qué técnicas puede recomendar a algunos hombres cuya erección se pierde en el momento de ponerse el preservativo o qué mensajes son más convincentes para cada sector social. El sociólogo croata Aleksander (Sasha) Stulhofer analiza la situación de la prostitución en su país, las relaciones en la adolescencia, el incremento del sexo anal entre heterosexuales, el impacto de internet y el aumento de los comportamientos de riesgo. Bryant Paul estudia objetivamente si el porno tiene efectos negativos sobre sus consumidores, y Liana Zhou dirige la impresionante colección de material impreso, grabaciones acústicas y videos de todo tipo que Alfred Kinsey empezó a recolectar en los años cuarenta, y que se ha convertido en uno de los mayores archivos mundiales de material sexual. Al pasear por las salas más recónditas de su biblioteca ojeando libros y publicaciones de décadas atrás uno se siente en un verdadero museo académico del sexo.
Cruzando un par de riachuelos en medio del campus de la Universidad de Indiana, llegamos al Centro de Salud Sexual donde Debby Hebennick dirige las investigaciones que más se acercan al trabajo original de Alfred Kinsey: las encuestas enfocadas en conocer cómo pensamos y actuamos a nivel sexual en lo más profundo de nuestra intimidad. Éste es el tipo de estudio que llega con más frecuencia a los medios de comunicación: son estadísticas que revelan que el sexo oral está aumentando entre adolescentes, cuál es el porcentaje de hombres o mujeres que practican sadomasoquismo, diferencias existentes entre culturas y sectores sociales, o qué porcentaje de gente mayor de setenta años tiene una vida sexual activa. Sorprende constatar dos cosas: la primera, que hasta los estudios de Kinsey a mediados del siglo XX nadie había realizado un análisis sistemático para documentar la diversidad del comportamiento sexual humano; la segunda, que sesenta años más tarde el trabajo de Kinsey continúe siendo uno de los más exhaustivos nunca publicados. Es más fácil conseguir financiación para estudiar el comportamiento de los primates que el comportamiento sexual humano.
Cuando entré en el despacho de la joven y sonriente Debby Hebennick en el Instituto Kinsey mi mirada se detuvo en un pene de plástico que estaba sobre su mesa. Lo miré con más detalle y distinguí una placa metálica en lo que sería la parte superior del tronco, como a un tercio de distancia de la base. Mi intriga aumentó. «¿Y esto?», le pregunté con comodidad por su aspecto afable y cercanía de edad. «Ah, sí, nos lo ha enviado una empresa de juguetes eróticos para que lo probemos. Esta superficie metálica libera pequeñas descargas eléctricas y quieren ver si aumenta la estimulación del punto G», respondió Debby. «Vaya, ¿y tú qué crees?». «No sé, todavía no lo hemos probado. Tengo mis dudas, pero ellos dicen que en momentos de mucha excitación quizá podría ayudar a alcanzar el orgasmo. Veremos.»
Éste no es el tipo de estudio que realiza Debby normalmente, pero refleja perfectamente la diversidad de investigaciones y solicitudes que llegan al Instituto Kinsey. De hecho, el principal trabajo de Debby Hebennick es como codirectora de la Encuesta Nacional de Salud y Comportamiento Sexual (NSSHB) que, financiada por la empresa de preservativos Trojan, en 2010 publicó los datos sobre el comportamiento sexual de casi seis mil estadounidenses de entre catorce y noventa años. No es de las encuestas con mayor tamaño de muestra, pero la rigurosidad en los criterios de selección, seguimiento y amplitud de cuestiones abordada la convirtió en una de las más importantes realizadas hasta el momento. La encuesta era online y, aunque esto puede parecer menos riguroso, Debby explica que se decidieron por esta metodología ya que la gente miente más a menudo por teléfono o frente al entrevistador, aunque estén completamente seguros de que sus respuestas serán anónimas. La clave está en seleccionar bien a los participantes. No es lo mismo dejar un cuestionario online a la espera de que miles de voluntarios lo rellenen que establecer grupos bien definidos a priori.
Dicho esto, las estadísticas no siempre ofrecen una información relevante, sobre todo en un ámbito como el sexual, en el que la normalidad es un concepto tan difuso. Decir, por ejemplo, que los hombres estadounidenses de entre 30-44 años han tenido de media siete parejas sexuales a lo largo de su vida puede alimentar nuestra curiosidad, pero no significa que no sea habitual haber tenido sólo una o cincuenta. Y da la sensación de que algo se nos escapa cuando el mismo estudio establece que en la misma franja de edad las mujeres sólo han tenido cuatro parejas sexuales diferentes.
Las estadísticas son especialmente útiles cuando se centran en una población concreta que puede compararse con otra de diferente cultura, rango de edad o clase social, y sobre todo si nos muestran aspectos que no estaban bien documentados antes y pueden sorprendernos. Por ejemplo, que la encuesta NSSHB codirigida por Debby informe de que el 71,5 por ciento de mujeres estadounidenses de entre 25-29 años se han masturbado durante el pasado año no nos da una información novedosa, pero que lo hayan hecho el 46,5 por ciento de las de entre 60-69 años, y el 32,8 por ciento de las mayores de 70 años indica que la actividad sexual en edad avanzada es mucho más frecuente de lo que se asume en algunos círculos, y que la medicina debería prestar mucha más atención a la salud sexual de lo que lo hace.
De nuevo, más allá de las curiosidades sobre si la infidelidad es más o menos frecuente, saber que a mayor nivel de estudios más masturbación, o si uno de cada cuatro hombres y una de cada veinticinco mujeres han mirado pornografía por internet en el último mes, sí resulta útil constatar que el 28,1 por ciento de hombres reportan haber perdido la erección cuando iban a ponerse el preservativo en alguna de las últimas tres ocasiones. Este dato menos obvio muestra claramente que aquí hay un aspecto importante a tener en cuenta. También es relevante el dato de que el 10 por ciento de mujeres han sentido una profunda tristeza sin explicación después de un coito en el último mes. Saber por la NSSHB que más chicas menores de veinticinco años han practicado alguna vez sexo oral que mujeres mayores de setenta indica que el sexo oral se ha convertido en una práctica mucho más frecuente en las últimas décadas. Que los porcentajes de prácticas sexuales entre chicos y chicas de 25-29 años no sean muy distintos indica que los roles se están difuminando. Y que el 85 por ciento de hombres diga que sus parejas han llegado al orgasmo durante su último encuentro sexual, pero sólo el 64 por ciento de las mujeres declaren haberlo tenido, debería dejarnos muy pero que muy preocupados…
Iremos ofreciendo más datos sobre fantasías, sexo anal, uso de vibradores, parafilias o tamaño de genitales en capítulos específicos del libro, pero merece la pena repasar aquí algunas de las principales encuestas sobre comportamiento sexual humano que se han realizado. El trabajo de Alfred Kinsey en los años cuarenta con casi dieciocho mil entrevistas personales tiene algunos flecos como la no representación de afroamericanos, clases sociales y algunas imparcialidades que no convierten sus datos en suficientemente fiables como para establecer comparaciones con datos actuales. Este desconocimiento del pasado es una de las limitaciones en el estudio del sexo. Pero, sin duda, los datos de Kinsey fueron revolucionarios y su trabajo desveló una nueva imagen de la intimidad sexual de los estadounidenses. Lo más curioso del caso es que tardaron décadas en ser ampliados. No fue hasta los años ochenta que la pareja Samuel y Cynthia Janus analizaron con detalle casi tres mil cuestionarios sobre sexualidad para terminar publicando el Janus Report. En él indicaron que tras la revolución sexual de los sesenta la edad del primer coito había avanzado considerablemente, también se había extendido la sexualidad en la edad adulta, el sexo extramarital, y prácticas como el fetichismo o el sadomasoquismo se habían vuelto más tolerables. El Janus Report tiene detractores, pero sigue siendo considerado el estudio más exhaustivo tras el de Kinsey.
Evidentemente, no sólo se han realizado encuestas en Estados Unidos. A finales de los años sesenta investigadores suecos realizaron la primera encuesta amplia sobre sexualidad en el continente europeo, repitiéndola en 1996 para comparar resultados. Finlandia también empezó a hacer encuestas periódicas en 1971, hasta convertirse en una de las mejores referencias para analizar los cambios de patrones sexuales durante las últimas décadas. Mostró, por ejemplo, que en 1971 poquísimas mujeres habían tenido más de diez amantes durante toda su vida, pero a principios de los años noventa el porcentaje era del 20 por ciento. Otra referencia imprescindible es la encuesta británica realizada en 1990 a casi veinte mil personas, que se repitió con muestras menores en 2000 y 2010. Entre muchas otras cosas, dicha encuesta ha mostrado un incremento progresivo del sexo oral y anal entre heterosexuales. En 2003, en Australia, los investigadores Richter y Rissel publicaron un extensivo trabajo basado en 19.307 encuestas telefónicas a australianos sobre función y comportamiento sexual que ha generado dieciocho artículos científicos sobre temas específicos, y en muchas otras regiones se han hecho estudios más pequeños y específicos sobre temáticas concretas. Por ejemplo, se ha visto que en América Latina los índices de disfunciones sexuales no son muy diferentes a los de Estados Unidos o Europa, y que la anorgasmia en mujeres del sudeste asiático (Indonesia, Malasia, Filipinas, Singapur y Tailandia) es del 41 por ciento, mientras que en el sur de Europa (Francia, Israel, Italia y España) es del 24 por ciento.
Este último dato forma parte del Global Study of Sexual Attitudes and Behaviour dirigido por el sociólogo de la Universidad de Chicago Edward O. Laumann, uno de los pocos esfuerzos por cohesionar diferentes encuestas y ofrecer una perspectiva global de la sexualidad. Laumann recolectó datos de 13.882 mujeres y 13.618 hombres entre 40 y 80 años de veintinueve países y realizó infinidad de comparaciones que se escapan a las pretensiones de este libro. Quizá lo más interesante fue que no encontró grandes diferencias en disfunciones sexuales entre las culturas analizadas. Si bien en hombres se observó una ligera mayor proporción de eyaculación precoz en México y Brasil (únicos países latinoamericanos representados), y valores muy elevados de insatisfacción sexual y disfunción eréctil en el sudeste asiático, la edad y el estado de salud continuaba siendo un factor mucho más determinante que la nacionalidad respecto a disfunciones físicas masculinas. En las mujeres, los aspectos socioculturales parecían desempeñar un papel mucho más importante, pues al analizar detalladamente las tablas se observa que la falta de deseo sexual es prácticamente el doble en mujeres del sudeste asiático u Oriente Medio (43,4 por ciento y 43,3 por ciento) que en las del norte de Europa (25,6 por ciento).
Hay infinidad de encuestas que iremos citando a lo largo del libro en su contexto apropiado. Unas más globales comparan tendencias y otras más concretas analizan sectores específicos de población. Pero si hay un trabajo destinado a documentar la conducta sexual humana que de ninguna manera podemos obviar es el de Alfred Kinsey, uno de los pilares de la sexología moderna que nos sirve para dar un breve repaso a la historia de la investigación científica sobre el sexo.
BREVE HISTORIA DE LA INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA SOBRE EL SEXO
Desde las primeras pinturas rupestres al arte de civilizaciones antiguas y a obras como el Kamasutra, el erotismo ha estado presente en toda actividad intelectual humana. Y de Platón a Foucault las aportaciones no estrictamente científicas a la comprensión de la conducta sexual humana son inabarcables. Los filósofos griegos ya especularon sobre la ética del comportamiento sexual, las causas de las disfunciones o los mecanismos de la reproducción. Aristóteles acertó al observar que había animales que se reproducían sexualmente y otros de manera asexual, pero erró al considerar que toda la información necesaria para engendrar un hijo procedía del semen masculino y la madre era simplemente un receptáculo que aportaba nutrientes. Quizá por esa influencia aristotélica cuando en el siglo XVII los primeros microscopios permitieron observar espermatozoides, se dibujaron como homúnculos con una persona en miniatura dentro de ellos que al depositarse en el útero de la madre sólo debían crecer hasta el nacimiento.
Y es que Aristóteles representa una tremenda revolución en la historia del conocimiento humano por haber intentado comprender el mundo desde la observación e interpretación racional de la naturaleza sin recurrir a dioses o a fuerzas sobrenaturales. Pero Aristóteles es un punto de partida hacia la ciencia, no de llegada. Para la aparición del método científico faltaba incorporar todavía la duda y la experimentación que pusieran a prueba las hipótesis.
En la Edad Media, y durante el nacimiento de la anatomía moderna, Leonardo da Vinci diseccionó cuerpos y dibujó órganos sexuales en obras como su célebre pareja seccionada de perfil en pleno coito. Los nombres de trompas de Falopio o glándulas de Cúper proceden de anatomistas como Falloppio y Cowper. Y curiosamente no fue hasta el siglo XVI que se describió anatómicamente la existencia del clítoris como órgano de placer. En el aspecto más fisiológico (anatomía es estructura y fisiología, función) hubo pioneros como el médico y antropólogo italiano Paolo Mantegazza, que en medio de la represiva era victoriana realizó estudios experimentales en los que midió el flujo de sangre y la temperatura durante la erección, hizo trasplantes de gónadas entre ranas, y escribió ensayos médicos sobre masturbación, infertilidad y disfunción sexual masculina y femenina. Resulta singular que, siendo uno de los padres de la medicina sexual moderna, nunca utilizara el término sexualidad, sino amore para referirse a las relaciones sexuales.
De hecho, el estudio más psicológico del sexo entró en una nueva era en la Alemania de mediados del siglo XIX, en parte como respuesta a esta casta época victoriana en la que los ginecólogos hacían exploraciones sin mirar a sus pacientes. Una obra ineludible de aquella época es Psychopathia Sexualis, del médico Richard Freiherr von Krafft-Ebing. Publicado en 1886, el libro recoge doscientos treinta y siete casos de pedofilia, sadismo, exhibicionismo, travestismo, necrofilia, coprofilia y otras desviaciones sexuales narradas con un grado de detalle impresionante: si ojeamos el libro, en la página 269 encontramos el testimonio de un fetichista de 37 años que reconoce: «Desde mi juventud las pieles y el terciopelo me han excitado sexualmente, y su visión y tacto, generado placer erótico. (…) No puedo recordar cuándo empezó este entusiasmo ni si hubo un motivo». En la página 517 se describe a un exhibicionista que secuestraba a niñas al salir de las escuelas, las ataba y las obligaba a observar sus genitales. Entró y salió de prisión varias veces y volvía a delinquir constantemente. El caso 229, en la página 562, es el de un hombre que fue descubierto penetrando a una gallina; su argumento de defensa ante el juez fue que sus genitales eran tan pequeños que el sexo con mujeres le resultaba imposible. El caso 230 es el de un chico de 16 años que cometió bestialidad con el ganso de un vecino argumentando que al ganso no le hacía daño alguno, y curiosamente en la página 199 una mujer de 35 años es clasificada de hipersexual sólo por masturbarse frecuentemente y sentir deseos de ser dominada por otra mujer tras sufrir un desengaño amoroso. La inmensa mayoría de parafílicos son hombres, incluyendo asesinos y violadores, y se dice que el personaje de Jack el Destripador está inspirado en uno de sus casos.
Una parte controvertida del trabajo de von Krafft-Ebing fue que inicialmente incluyó la homosexualidad como una psicopatía sexual, pero posteriormente señaló contra la creencia del momento que los homosexuales no sufrían ninguna enfermedad. Sí consideró a los violadores como enfermos, y fue uno de los primeros en hablar de orgasmos clitorianos y placer femenino.
Y es que la sexología como disciplina independiente no nació hasta hace poco más de un siglo, en Alemania. Uno de los grandes pioneros fue el berlinés Magnus Hirschfeld (1869-1935), quien, además de fundar la primera organización de derechos de los homosexuales (en esos momentos estaba prohibida), en 1897 constituyó un comité para el estudio científico de la homosexualidad, y en 1908 fundó el Zeitschrift für Sexualwissenschaft, la primera revista científica dedicada exclusivamente el estudio del sexo. De hecho, fue otro alemán, Iwan Bloch, quien acuñó el término «sexología» (Sexualwissenschaft) un año antes al publicar en 1907 el libro Das Sexualleben unserer Zeit («La vida sexual en nuestra época»), en el que proponía un estudio interdisciplinario de la sexualidad. En 1914 Bloch crearía junto a Albert Eulenburg la Sociedad Médica para la Sexualidad y la Eugenesia en Berlín. Fueron los primeros pasos hacia la constitución de la investigación sexual como una disciplina académica, que tomaría gran peso en 1921 con la celebración en la capital alemana del Primer Congreso Internacional de Sexología.
Alemania albergaba a una gran comunidad de los primeros sexólogos, pero llegó una época oscura. Hirshfeld y la mayoría de sus colaboradores eran judíos y todos sus trabajos fueron destruidos con la llegada al poder de Hitler y el nacionalsocialismo en 1933. Muchos investigadores se exiliaron y significó el fin de la corriente de estudio de la sexualidad impulsada inicialmente por los alemanes.
No podemos seguir avanzando sin mencionar la importante contribución del austríaco Sigmund Freud (1856-1939). Por mucho que se haya criticado su acientifismo y sus descabelladas exageraciones, Sigmund Freud tuvo aciertos y desaciertos en su interpretación subjetiva sobre el funcionamiento de la psique humana. En realidad, el problema no son tanto sus errores y la falta de metodología, sino el silogismo que posteriormente llevó a muchos a defender las tesis freudianas sólo por principio de autoridad. Freud fracasó estrepitosamente con sus ideas sobre el complejo de castración de las mujeres, su interpretación de la frigidez y sus apreciaciones sobre la madurez del orgasmo vaginal y el infantilismo del clitoriano. Exageró sin duda en el papel desorbitado que dio a la libido y el eros en cualquiera de nuestros comportamientos. Pero no se le debe negar su aportación al desvelar la importancia de los procesos inconscientes de la mente y en el desarrollo de una teoría psicosexual que incluía las experiencias sexuales en la infancia. Acertó con la importancia de los traumas infantiles, pero se equivocó al exagerarlos y considerar que todo se podía solucionar yendo a buscar memorias reprimidas del pasado. Si bien la terapia psicoanalítica es abiertamente criticada por la ciencia médica actual, ha evolucionado y todavía se utiliza mucho en el tratamiento de trastornos relacionados con la sexualidad.
Otra figura muy importante de la época fue la del británico Henry Havelock Ellis (1859-1939). En 1886 Havelock Ellis publicó Sexual Inversion, donde argumentaba que la homosexualidad no era anormal y la relacionaba con el éxito artístico e intelectual. Tras una vida dedicada al estudio de la sexualidad, llegaron a editarse sus seis volúmenes, inicialmente prohibidos, de los Estudios en la psicología del sexo, en los que hablaba del sexo como un acto de amor natural y saludable. No olvidemos que en esa época la comunidad médica todavía contemplaba la masturbación como algo peligroso, llegando a realizar vasectomías a «pacientes» que sufrían exceso de onanismo o ablación de clítoris a mujeres con demasiado deseo sexual.1
Al mismo tiempo, las investigaciones más biológicas sobre el papel de las hormonas sexuales iban avanzando,2 y a mediados del siglo XX Harry Benjamin introduce el término transexualidad y realiza los primeros tratamientos hormonales a personas que con cuerpos masculinos se sienten e identifican como mujeres. Ernst Gräfenberg describió zonas de placer más intenso en la pared vaginal, la eyaculación femenina y desarrolló el primer DIU. El urólogo James Semans estudió el fenómeno de la eyaculación precoz y el italiano Giuseppe Conti la estructura de la erección y el papel de las arterias en el cuerpo cavernoso. John Money haría la distinción entre sexo y género y abordaría con profundidad los aspectos de identidad y orientación sexual. El número de sexólogos aumentó en todo el mundo, pero sin duda el Einstein de la sexualidad, por lo menos en cuanto a repercusión mediática e impacto social, fue el controvertido investigador Alfred Charles Kinsey.
La revolución de Kinsey
Imaginaos que vivís en los años cuarenta atormentados por una fijación sexual por los zapatos femeninos, pensando que sois los únicos seres del planeta con esta perversión, y que en 1948 se publica el libro Sexual Behaviour in the Human Male explicando que no sois un caso aislado, sino que existen muchas otras personas con esta obsesión. Para muchas personas con comportamientos o fantasías «inapropiadas» significó una liberación. Pero imaginad el revuelo cuando un investigador expone a la sociedad conservadora de la época que hay muchos hombres casados con deseos homosexuales, que existen mujeres multiorgásmicas y que la infidelidad es tremendamente habitual. Esta es la revolucionaria aportación de Alfred Kinsey a la ciencia de la sexualidad: del mismo modo que los astrofísicos nos descubren que en el universo existen muchos más cuerpos celestes además de las estrellas que podemos observar a simple vista, Kinsey descubrió que la realidad del comportamiento sexual de la gente corriente era muchísimo más diverso de lo que se creía.
Alfred Kinsey nació en Nueva Jersey en 1894. Se doctoró en Harvard en 1919, y durante sus primeros años como entomólogo en la Universidad de Indiana viajó más de cincuenta mil kilómetros hasta coleccionar centenares de miles de insectos. Era un investigador compulsivo, y centró todos sus estudios en la filogenia y el comportamiento de una especie concreta de avispa. Pero en 1938 su carrera científica dio un giro radical cuando el presidente de la Universidad de Indiana, Herman Wells, le encargó impartir un curso sobre sexualidad y conducta marital.
Buscando documentación para el curso, Kinsey se sorprendió por la enorme falta de información científica que había sobre sexo. Él y una infinidad de zoólogos estaban realizando cantidad de trabajos sobre etología animal, sin embargo, el desconocimiento sobre la conducta sexual humana era absoluto. Inconcebible. Kinsey empezó a pasar encuestas anónimas a sus alumnos, y para su sorpresa observó que los índices de deseo homosexual, masturbación femenina o pasados traumáticos eran muchísimo más elevados de lo que se decía en los textos académicos. Había un vacío de información inmenso, y alguien debía ser el primero en intentar documentar científicamente el comportamiento sexual humano.
Financiado por la Fundación Rockefeller, Alfred Kinsey reclutó a un equipo de investigadores que empezaron a entrevistar a parejas y a individuos sobre diferentes aspectos relacionados con prácticas sexuales, experiencias, creencias y fantasías. La diversidad era abrumadora. Kinsey y su equipo viajaron por todo Estados Unidos hasta completar más de dieciocho mil entrevistas que se convirtieron en la base de sus revolucionarios y polémicos Sexual Behaviour in the Human Male (1948) y Sexual Behaviour in the Human Female (1953).
Kinsey estableció que las prácticas homosexuales eran algo frecuente incluso entre hombres casados, fue el primero en dar cifras sobre mujeres que nunca llegaban al orgasmo y documentó una enorme diversidad de parafilias, problemas físicos, sexo extraconyugal, técnicas de masturbación femenina y muchos otros aspectos que ahora no nos sorprenden pero que hasta hace sesenta años nadie había documentado científicamente.
Quizá el aspecto más conocido del trabajo de Kinsey fue su «escala Kinsey» de la homosexualidad. Él mismo estaba casado pero sentía cierta atracción por los hombres. Era heterosexual, pero no al cien por cien. Eso le impulsó a crear una escala en la que la orientación sexual se midiera como un continuo y no como algo estanco con dos categorías perfectamente discretas. Un 0 en la escala Kinsey correspondía a un hombre que sentía atracción exclusiva por las mujeres y un 6 a quien se definiera como absolutamente gay. Pero un hombre puede ser un 2 o un 3 si se siente heterosexual con cierto deseo hacia los hombres, y un 5 o un 6 si es lo contrario. Si bien en la actualidad la escala Kinsey se considera demasiado básica y no refleja todas las diferentes identidades, a nivel conceptual supuso un hito importantísimo. De hecho, se ha observado que en muchas encuestas sociológicas en las que la gente debe clasificarse como heterosexual, homosexual o bisexual, si se añaden las categorías «casi siempre homosexual» o «casi siempre heterosexual», muchas respuestas caen en una de estas definiciones.
Tras publicar sus controvertidas obras, Kinsey montó una especie de laboratorio clandestino en el ático de su casa. Allí, él y sus colaboradores observaban a parejas teniendo sexo, masturbándose, y medían aspectos fisiológicos como el cambio de color de los labios vaginales durante la excitación, la dilatación de las pupilas en el orgasmo o la distancia del semen al eyacular. Los biógrafos de Kinsey explican que en ese momento estaba casi al borde de la obsesión, y fue justo cuando su trabajo quedó interrumpido por presiones que obligaron a la Fundación Rockefeller a retirarle toda su financiación. La obra de Kinsey que describía por primera vez de manera tan exhaustiva y precisa la conducta sexual humana de personas convencionales era demasiado provocadora para la época. Pero su legado ya había llegado a la sociedad.
Masters y Johnson
El sueño de la última etapa de Kinsey fue materializado en los años sesenta y setenta por el ginecólogo William Masters y su esposa Virginia Johnson. Masters y Johnson construyeron un verdadero laboratorio sexual por el que durante once años pasaron 328 mujeres y 312 hombres homosexuales y heterosexuales voluntarios que realizaron casi once mil encuentros sexuales. En muchas ocasiones los voluntarios eran asignados a copular con otro voluntario o voluntaria desconocido. Situados en la ciudad sureña de San Luis y utilizando desde vibradores transparentes hasta todo tipo de instrumentos médicos, Masters y Johnson midieron infinidad de aspectos anatómicos y fisiológicos de la respuesta sexual hasta publicar sus Human Sexual Response y Human Sexual Inadecuacy. Si la obra de Kinsey fue revolucionaria por sus descubrimientos sobre el comportamiento sexual humano, la de Masters y Johnson lo fue por los datos sobre fisiología y patología de la función sexual. Entre muchas otras cosas, documentaron que la lubricación vaginal procedía de la vagina y no del cérvix; que la respuesta sexual constaba de cuatro fases: excitación, meseta, orgasmo y resolución; que las mujeres eran multiorgásmicas por no tener período refractario; que las primeras contracciones musculares durante el orgasmo se producían cada segundo y luego iban ralentizándose; que no había una edad en la que necesariamente la capacidad sexual desaparecía, y que el único órgano de placer sexual era el clítoris. En este sentido, Masters y Johnson argumentaron equivocadamente que la vagina tenía escasa sensibilidad y generaron polémica al diseñar un programa para revertir la homosexualidad. Si bien sus técnicas eran limitadas y en la actualidad algunos de sus datos han sido corregidos, sin duda significaron un punto de inflexión al conceptualizar los problemas sexuales desde una perspectiva médica. Hay errores en su trabajo, pero la terapia sexual moderna le debe mucho a la obra de Masters y Johnson.
Otros sexólogos han realizado grandes contribuciones. Helen Singer Kaplan distinguió entre excitación física y psicológica e incluyó la etapa inicial de deseo en el esquema de cuatro fases de Masters y Johnson, y es citada como una de las responsables de integrar psiquiatría y medicina en el tratamiento del sexo. Existen muchos más nombres, pero los de Alfred Kinsey, William Masters y Virginia Johnson, junto a los primeros sexólogos modernos aparecidos en Alemania a finales del siglo XIX, son claramente los pioneros de la inconcebiblemente reciente ciencia de la sexualidad humana.