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Sexo en la naturaleza
Si realmente pensamos que el comportamiento sexual humano es de lo más diverso, miremos la naturaleza y olvidémonos. No encontraremos ritual erótico más curioso ni sofisticado que el penisfencing (esgrima con el pene) de las planarias hermafroditas.
Las planarias son una especie de gusanos planos de pocos centímetros que pueden reproducirse de manera sexual o asexual. La forma asexual es la más sencilla: como las estrellas de mar o los geranios, cortan un trocito de su cuerpo y de allí sale un nuevo organismo genéticamente idéntico al anterior. Las planarias tienen una capacidad de regeneración tan extraordinaria que, aunque seccionemos sólo un fragmento de la cola, ahí termina creciendo un cuerpo entero, cabeza incluida. Por este motivo los biólogos llevan estudiándolas más de un siglo.
Algunas planarias también se reproducen asexualmente por gemación, al igual que levaduras o animales marinos muy simples: una célula de su cuerpo toma vida propia y empieza a multiplicarse pegada a la piel de la planaria. Va creciendo y diferenciándose hasta que constituye un nuevo organismo y una vez concluido el proceso se separa de su idéntico progenitor.
La reproducción asexual es muy práctica, pero tiene el inconveniente de que al cabo del tiempo genera poca diversidad genética en la especie. A las bacterias no les preocupa porque ya tienen otras maneras de intercambiar genes entre ellas, pero para un animal esta falta de diversidad representa un alto riesgo ante un posible cambio en el entorno ambiental. Es por eso que si las condiciones son propicias, las planarias prefieren desarrollar gametos femeninos y masculinos y reproducirse sexualmente. Así pueden combinar los genes de dos individuos diferentes para que nazca uno completamente nuevo.
Pero si hemos dicho que son hermafroditas (cada individuo produce tanto óvulos como esperma), ¿quién hace de madre y quién de padre? La verdad es que todas las planarias quieren hacer de padre. Si lo pensamos bien, es mucho más cómodo: el gusano que asuma el rol del macho simplemente dejará los gametos en el cuerpo del que le toque hacer de hembra, y será ella quien tendrá que sufrir todo el gasto energético de la gestación. Y al final ambos habrán contribuido igualmente con el 50 por ciento de los genes. Injusto, pero así es la naturaleza. ¿Cómo resuelven algunas especies de planarias este conflicto? Pues por la fuerza bruta: luchando para ver quién le clava el pene a quién.
Las imágenes son espectaculares. Dos gusanos planos de color morado frente a frente arquean sus cuerpos, levantan su tronco en posición amenazante y se desafían con una especie de cono blanco en lo que para nosotros sería su abdomen. Es el pene, y en su punta tiene una fina aguja con la que intentará inyectar el semen en el cuerpo de su rival. Empieza el combate: las planarias toman posiciones, se acercan, se tantean, y de repente una se abalanza sobre la otra, que logra esquivarla. Contraataca pero vuelve a ser bloqueada. Al poco sus cuerpos se juntan, se retuercen y se doblegan, hasta que una consigue pinchar la piel de la otra con su pene. Fin de la batalla. El semen recorrerá vía subcutánea el cuerpo de la planaria perdedora hasta alcanzar los gametos femeninos y empezar la gestación.
Hay muchos ejemplos curiosos de sexo en la naturaleza, y no es necesario buscarlos en animales poco comunes. El séptimo brazo del pulpo macho está adaptado para transportar el semen desde su cuerpo hasta el órgano reproductor de la hembra. Si algún día veis un pulpo con su brazo extendido acariciando los bajos de otro, sabed que no le está haciendo cosquillas.
Y encima los científicos le sacan punta a todo. Fijaos en el título del artículo publicado en 2009 en la revista científica PLoS por investigadores chinos e ingleses: «La felación en murciélagos de la fruta prolonga el tiempo de copulación». El sexo oral no es nada frecuente en el mundo animal. Más allá de lametazos sin objetivo sexual, sólo lo practicamos los humanos y los bonobos como parte del proceso de estimulación. Pero el artículo sobre murciélagos dice: «Nuestras observaciones son las primeras en documentar felaciones de manera regular en animales adultos no humanos», y describe que «las hembras bajan su cabeza para lamer la base o el tronco del pene, pero no el glande porque ya ha penetrado la vagina. Cuando esto ocurre los machos nunca retiran su pene durante la cópula, y se ha observado que el encuentro dura más tiempo». De hecho, en el artículo aseguran que por cada segundo de felación el tiempo de cópula se extiende seis segundos. Especulan que este peculiar caso de contorsionismo puede aumentar el éxito reproductivo o evitar enfermedades. Y es que la historia evolutiva del sexo es fascinante.
¿POR QUÉ LOS PATOS TIENEN PENE Y LOS GALLOS NO?
A primera vista, patos y gallinas no parecen tan diferentes. Son aves de tamaño similar, ponen huevos, vemos a los pollitos o patitos seguir a la madre… si os dijeran que están muy cerca evolutivamente no os extrañaría en absoluto. Pero no, no lo están, y además hay una diferencia muy peculiar entre ambas especies: los patos tienen pene y los gallos no.
De hecho, sólo el 3 por ciento de las especies de aves tienen pene. ¿Por qué? ¿Qué rompecabezas evolutivo hizo que los patos tuvieran pene y los gallos no? Ésta es la gran pregunta que rondó por mi cabeza durante varios meses. Nada en internet, y ninguna explicación por parte de los biólogos evolucionistas a quienes consulté. Un misterio hasta encontrar a la bióloga colombiana de la Universidad de Massachusetts, Patricia Brennan. Ella estudiaba cómo el conflicto sexual entre géneros había moldeado la forma del pene y la vagina de los patos hasta desarrollarlos con forma de sacacorchos. Para resumir, las hembras intentan dificultar la entrada vaginal a los machos para no ser fertilizadas por cualquiera sin su permiso, y a su vez la selección natural reacciona favoreciendo formas de penes que hacen que sea más difícil escapar una vez son introducidos. Por eso el pene-tirabuzón del pato. Pero, de hecho, esto es la excepción, pues los primeros ancestros de las aves procedentes de los dinosaurios sí tenían pene, pero algo pasó para que poco a poco la evolución fuera eliminando el miembro viril en la mayoría de especies de aves. ¿Por qué?
Si nacisteis alejados del campo y os estáis preguntando cómo un gallo procrea sin pene, es muy sencillo: tanto machos como hembras tienen un orificio llamado cloaca que les sirve como aparato excretor y reproductor. Si recordáis los primeros capítulos, durante una etapa embrionaria nosotros también tuvimos un único agujero-cloaca que luego se dividió en ano, uretra y conductos genitales. Cuando un gallo quiere fertilizar a una gallina, si ella está dispuesta, se sitúa en una posición que exponga la cloaca y abre el agujero. Entonces el macho se coloca encima y en cuestión de dos segundos deja caer desde un conducto de su cloaca el semen almacenado en unas glándulas muy cercanas al orificio. La hembra cierra la cloaca y guarda el semen por los oviductos de su interior. Allí, este mismo semen irá fertilizando varios huevos durante los siguientes días.
Pero, de nuevo: si la evolución creó el pene como un órgano muy útil para juntar gametos, ¿por qué un 97 por ciento de especies de aves lo han perdido? En historia natural, la casualidad puede explicar casos aislados, como que algunas pocas especies de serpientes tengan dos penes, pero sin duda la consistencia en los pájaros debe esconder alguna justificación evolutiva muy importante. Patricia me indica que no se conoce con certeza, pero que existen varias hipótesis publicadas que intentan explicar la desaparición del pene en las aves.
La primera hipótesis es que podría ser una manera de reducir peso a la hora de volar. Si ese trocito de carne es prescindible, pues mejor ir más ligeros. Patricia no confía en esta explicación porque justo los patos tienen esos largos y curvados penes y son aves migratorias que vuelan larguísimas distancias. Una segunda hipótesis es que desapareció en el antepasado común de todas las especies de aves, y lo conservaron sólo algunas acuáticas, como los patos, puesto que lo necesitaban para asegurar que el semen no se esparciera y se perdiera en el agua. Tampoco es una hipótesis consistente, ya que el avestruz es terrestre y tiene pene. Patricia da mayor crédito a la tercera hipótesis: siendo la cloaca aparato reproductor y ano a la vez, evitar la introducción del pene reduciría el riesgo de infecciones. Aunque faltan datos para corroborarla, no es una posibilidad descabellada. Respecto a esto, Patricia está analizando si la longitud del pene en diferentes especies de patos está correlacionada con el número de infecciones por contacto sexual.
Sin embargo, la cuarta hipótesis es la más aceptada: el pene se perdió para favorecer que las hembras tuvieran el control y pudieran elegir con quién aparearse. Sin pene, ningún pajarraco puede forzar una cópula, y la hembra sólo será fertilizada por el macho que ella quiera. Y en un grupo animal donde la hembra invierte tantos recursos en el cuidado de la descendencia esto es fundamental. El problema, de nuevo, es que confirmar experimentalmente dicha hipótesis es imposible, sólo se pueden hacer estudios filogenéticos para ver si encaja. Patricia explica que hay investigaciones en marcha y datos que sugieren que la pérdida del pene se produjo de manera independiente en varios grupos de aves, como las galliformes. Esta convergencia implicaría que efectivamente la falta de pene sí debe tener una ventaja evolutiva en las aves, y la selección femenina sería la más plausible. Qué líos, con lo fácil que es la reproducción de las bacterias…
EL ORIGEN DEL SEXO EN BACTERIAS, AMEBAS Y ESPONJAS MARINAS
Solemos decir que los humanos somos la primera especie en desvincular el sexo de la reproducción. Pero estrictamente hablando, eso ya lo inventaron las bacterias hace miles de millones de años cuando empezaron a compartir material genético de una manera controlada. Las bacterias se reproducen de manera asexual: una célula bacteriana tiene todo el ADN esparcido por su interior, y en un momento determinado lo compacta en forma de cromosomas, hace que estos cromosomas se dupliquen, envía una copia a cada lado de su cuerpo celular, y entonces la bacteria se parte por la mitad. Así genera dos organismos idénticos, que en realidad deberían ser considerados como uno solo. De hecho, ¿cuál es el original, el de la derecha o el de la izquierda? Ambos, en realidad.
Esta reproducción por bipartición funcionaba bastante bien, pero al poco las bacterias se inventaron algo llamado conjugación, que consistía en copiar sólo un pequeño trozo de ADN, darle forma circular de plásmido y pasarlo a otra bacteria a partir de un fino tubito que las conectaba por segundos. En este proceso ya se está recombinando material genético, y aunque no hay reproducción propiamente dicha, sí se podría considerar como la primera forma de sexo sobre la Tierra.
Es más bien cuestión de terminología, ya que en realidad las etapas iniciales de lo que entendemos como reproducción sexual no llegarían hasta más de mil millones de años después con la aparición de los organismos unicelulares eucariotas.1
Imaginaos ahora como referencia a una ameba. Al principio estos seres unicelulares continuaban duplicando su material genético y dividiéndose de manera asexual en dos organismos idénticos. Pero en algún momento de la evolución todavía no bien comprendido por los biólogos, estos microorganismos desarrollaron la capacidad de dividir su ADN por la mitad, empaquetarlo y hacer que se combinara con la mitad proveniente de otro individuo, generando así un nuevo y único ser. Fue el origen de los gametos y de la reproducción sexual. En la actualidad, muchos protistas van alternando fases de reproducción asexual con momentos de reproducción sexual. La pregunta es obvia: ¿por qué complicarse tanto la vida si uno solo ya podía ir haciendo interminables copias de uno mismo e incluso sentirse inmortal? La respuesta la hemos esbozado antes: para la selección natural ir variando e incorporando nuevos genes es positivo, ya que aporta una diversidad que les hace más resistentes a los cambios ambientales.
Esta generación de gametos fue la base evolutiva sobre la que más adelante organismos pluricelulares desarrollarían la reproducción sexual con los óvulos y espermatozoides que conocemos. Pero vayamos por partes, y lo primero es reconocer que la reproducción asexual todavía está muy presente en animales y plantas superiores. Hablábamos de las estrellas de mar o las planarias que se van dividiendo de manera individual, pero existe otro tipo de reproducción asexual muy peculiar: la partenogénesis. Un caso clásico es el de una especie de lagartijas en la que sólo existen hembras. Lo que hacen es muy simple: en lugar de tener un óvulo con la mitad de cromosomas esperando a que llegue un espermatozoide con otra mitad de cromosomas, cuando estas lagartijas quieren reproducirse duplican el material genético del óvulo y hacen que empiece a desarrollarse como si hubieran sido fecundadas. Es un proceso en realidad sencillo que se puede replicar en el laboratorio, y con él se han logrado clones de varios mamíferos.
La partenogénesis continúa teniendo el problema de la escasa diversidad. Por eso el famoso dragón de Komodo y ciertas especies de serpientes prefieren reproducirse sexualmente, y las hembras recurren a la partenogénesis sólo cuando no hay machos disponibles.
Pero nos estábamos acercando poco a poco a la unión sexual de gametos femenino y masculino. Respecto a esto, la naturaleza diseñó tres grandes maneras de combinarlos. La primera y más básica fue la reproducción externa: en romántica luna llena, las esponjas marinas lanzan al medio acuático el equivalente a espermatozoides y óvulos, y allí flotando en aguas cálidas se consuma extracorporalmente el amor. Sin embarazo ni nada que se le parezca.
La mayoría de peces macho y hembra también expulsan sus gametos al agua y la fecundación se realiza de manera totalmente externa, pero una variante de esta técnica es que las hembras retengan los óvulos en sus cuerpos, el macho libere el esperma y éste fluya hacia el interior del cuerpo femenino. Incluso fuera del medio acuático podemos encontrar ejemplos de este curioso tipo de reproducción, como algunos escorpiones macho que dejan su semen en el suelo dentro de una especie de gotita, para que la hembra la recoja y se la introduzca ella misma en su abdomen. De alguna manera, este segundo método representa un paso intermedio a la aparición del pene, un órgano con el que el macho introduce directamente sus gametos en el cuerpo de la hembra. Es la fertilización interna, y lo que de manera superficial nos hace distinguir entre masculino y femenino, sin tener del todo en cuenta que esta clasificación es mucho más lábil de lo que nos imaginamos.
PATATAS HERMAFRODITAS Y CAMBIO DE SEXO ANIMAL
Una patata es hermafrodita, como la mayoría de plantas y árboles florales. Quizá no os hayáis percatado nunca pero hay flores masculinas con unas estructuras llamadas estambres que producen polen, y flores femeninas con pistilos que son fecundados y terminan generando frutos con semillas. Incluso hay flores como las de la calabaza o la patata que tienen al mismo tiempo órganos femeninos y masculinos. Las flores masculinas de la planta de la patata irán segregando polen y sus flores femeninas se dejarán fertilizar por polen llegado del exterior. ¿Pueden estas plantas fertilizarse a ellas mismas? En algunas especies podría darse el caso, pero la naturaleza prefiere diseñar maneras de evitarlo y preservar así la riqueza que representa la combinación de genomas diferentes. Una de estas maneras de evitar la autofecundación es tan simple como hacer que los gametos femeninos y masculinos se generen en diferentes momentos. Otra sería provocar que los gametos de una misma planta o flor sean químicamente incompatibles. Y una tercera es simplemente que los órganos reproductores de algunas especies hermafroditas estén lo suficientemente separados como para impedir la autofecundación. Éste es el caso de las lombrices o los caracoles.
Muchas especies de caracoles son hermafroditas. El mismo caracol tiene órganos femeninos produciendo óvulos y masculinos generando espermatozoides, y puede actuar como macho o como hembra. Sin embargo, por puras limitaciones físicas los caracoles no pueden autofecundarse y siempre necesitan la cópula entre dos individuos, que por cierto dura más de cuatro horas.
Otro caso que puede sorprender a nuestra visión antropomórfica de la naturaleza son los animales cuyo sexo no depende de los cromosomas, sino de la temperatura. En la inmensa mayoría de especies de tortugas los machos no tienen cromosoma Y. Un huevo de tortuga dará lugar a un individuo macho o hembra según la temperatura a la que lo incuben. Si la temperatura es baja, la tortuga se desarrollará como macho, y si es alta, como hembra. En otros reptiles ocurre justo lo contrario, y en el peculiar caso de los cocodrilos, cuando las temperaturas son muy altas o muy bajas nacen hembras y si son medias nacen machos.
Una pregunta que viene a la mente es: si el sexo no está determinado por los cromosomas, ¿podría cambiarse durante la vida? En el caso de las tortugas o de los cocodrilos no, pero en el de algunos peces sí. Como ya hemos visto en capítulos anteriores, los órganos reproductores de hombres y mujeres tienen un origen común y son más parecidos de lo que creemos. A una célula germinal casi le da lo mismo convertirse en un óvulo que en un espermatozoide, y tiene la información genética para hacer ambas cosas. Es cuestión del entorno químico en el que se encuentre, que evidentemente es muy diferente en un ovario y en un testículo.
Por eso existen bastantes especies de peces que pueden modificar su sexo si ciertas circunstancias ambientales lo exigen, siendo la más frecuente el número relativo de machos y hembras en el grupo. Por ejemplo, todos los peces payaso nacen machos pero durante el desarrollo unos pocos se van convirtiendo en hembras formando al final una jerarquía dominada por la hembra. Si ésta muere, un macho adulto se feminizará para ocupar su lugar. Lo contrario ocurre en otros peces que forman harenes y, cuando muere el macho, una hembra se convierte al sexo fenotípico masculino. Pero, un momento, que todavía hay más.
DIMORFISMO SEXUAL: EN NUESTRA VIDA SÓLO HEMOS COMIDO RAPES HEMBRA
Siempre que comemos un buen filete de rape, es de un ejemplar hembra. Más que nada porque los rapes macho son pececillos insignificantes de diez centímetros como máximo, y con ese tamaño sirven como mucho para caldo. Y para fertilizar a las hembras, claro.
Es que eso de que el macho sea el fuerte, grandote y con actitud dominante, es bastante exclusivo de los mamíferos. En este caso los cuerpos masculinos sí deben crecen y hacerse fuertes para competir entre ellos y ver quién es el que se queda con la mayor parte de hembras. Pero la norma en el mundo animal es que la hembra sea más poderosa en todos los sentidos que el macho. En especies de insectos y otros grupos animales en los que la hembra no necesita ningún macho inútil que le ofrezca protección o alimentos, ella es la grande y fuerte porque es la principal responsable de la continuidad de la especie. El macho de la araña sólo tiene que depositar unos espermatozoides en el cuerpo de la hembra; en cambio, ella tendrá que proceder con toda la gestación y requerirá muchos más recursos energéticos durante la procreación. Las arañas hembras son las que preparan la tela, cazan, ponen huevos, los protegen, y acumulan alimento para cuando nazcan las crías. Los machos son unos bichitos insignificantes a su lado. De verdad, nuestra fobia es a las arañas hembra. Si algún día vamos por la selva y una tarántula nos asusta, seguro que se trata de una hembra. Por el acentuado dimorfismo de la especie, y porque los machos suelen morir jovencitos una vez ya han copulado. No sirven para nada más. Como el clásico caso de la mantis religiosa, cuando a mitad de la cópula la hembra empieza a devorar al macho en uno de los casos de canibalismo sexual más peculiares que existen. Seguro que ya habíais oído hablar del canibalismo de la mantis, lo que quizá no conocíais es que en algunas especies, cuando los machos se acercan con intenciones reproductivas, le llevan a la hembra un poco de comida para que se distraiga y tener quizá así posibilidades de escapar. O que algunos machos de araña como los de la viuda negra intentan inmovilizar a su pareja con tela antes de la cópula (¡es el origen evolutivo del bondage!). Qué curiosa la naturaleza y sus instintos…
Pero el dimorfismo más interesante no es a nivel físico sino de comportamiento. En realidad el tamaño es algo hasta cierto punto secundario, y la «supervivencia del más fuerte» es una visión muy restringida de la selección natural de Darwin. Lo verdaderamente importante para la evolución no es sobrevivir sino dejar descendencia, pasar los genes a la siguiente generación. ¿Cómo explicaríamos si no, por ejemplo, que algunos peces macho arriesguen su vida acercándose peligrosamente a peces mayores que pueden devorarlos? No tiene sentido, pero observándolos con detenimiento, los científicos han comprobado que estos valientes sólo realizan dichas bravuras cuando hay hembras delante. Y que luego la hembra escoge al que se haya acercado más sin ser cazado, pues habrá demostrado poseer los mejores genes. Quizá sea un vestigio evolutivo o no, pero un estudio de investigadores ingleses demostró que los hombres tenemos mayor tendencia a cruzar la calle en mitad del tráfico si hay mujeres presentes en la acera.
Antes de empezar a hablar de temas conductuales, ¿por qué debería el macho de pavo real arrastrar una pesada cola que le hace más vulnerable a depredadores si no es para demostrar salud y que a pesar de ella ha logrado sobrevivir, debido a la fortaleza que le otorgan sus genes? La reproducción es en última instancia más importante que la supervivencia. El macho de mantis religiosa viviría más tiempo si no se apareara, pero en tal caso su existencia no tendría ningún sentido. Los colores vivos hacen a una rana o un pez más visibles a depredadores en el bosque o en arrecifes de coral, pero también más atractivos a sus parejas.
La cornamenta del alce es otro clásico ejemplo de dimorfismo sexual. Inútil y pesada para las hembras, sólo la poseen los machos para decidir a base de cabezazos quién es el que dominará el harén. Lo mismo ocurre con la acumulación de grasa y comportamiento agresivo del león marino, una especie de la que sólo el 10 por ciento de los machos —los más poderosos— logran dejar descendencia a lo largo de su vida. En cambio, las hembras pueden estar tranquilas sin competir entre ellas, porque en la mayoría de los casos todas terminarán siendo fertilizadas por los promiscuos machos dominantes que sólo deben ir pasando de una a otra para ir cumpliendo su mandato evolutivo: cuanta más descendencia, mejor.
Otra cosa muy diferente ocurre en las especies en las que el macho, además de reproducirse, también tiene la obligación de ejercer el cuidado parental de las crías. Aquí la cosa se complica, los requerimientos son más sofisticados, y empieza a aparecer una competencia fuerte entre hembras o palabras controvertidas como monogamia. La idea básica es que la selección natural y sexual no sólo han modelado el cuerpo de los animales, sino también su cerebro y comportamiento. Esto último es lo que más nos interesa en este libro por cuanto puede dar pistas sobre predisposiciones innatas de nuestra sexualidad. Los tópicos sobre las abundantes señales sexuales en los cuerpos de mujeres, como labios hinchados o pechos y caderas voluptuosas, ya están muy vistos. Superémoslos y aventurémonos a interpretar (que no explicar) los condicionantes evolutivos del tan singular comportamiento sexual y la vida conyugal de los homínidos.