8
Sexo en la evolución
Existen dos grandes misterios en la naturaleza sexual de las mujeres, por lo menos para los psicólogos evolucionistas que creen que nuestro comportamiento está condicionado por los instintos que favorecían las posibilidades de sobrevivir y dejar descendencia en nuestros ancestros. El primer misterio es por qué las mujeres sienten deseos de aparearse fuera del período de ovulación. Por placer, claro, pero casi ninguna otra especie lo hace. Si lo pensamos bien, la selección natural no debería permitir que las mujeres sientan ansia de invertir tanta energía y riesgos cuando no hay posibilidad reproductiva. En unas líneas veremos los motivos evolutivos que convirtieron a las homínidas en una excepción dentro del reino animal.
El segundo misterio resulta todavía más intrigante: ¿por qué las mujeres son las únicas primates que no saben distinguir claramente cuando están en época fértil? Es obvio que pueden hacer cuentas, o intuir algunas señales en su cuerpo y temperamento, pero comparado con el resto de animales superiores, dichas señales son tremendamente sutiles. Los genitales de las monas babuinas se hinchan para mostrar a todos los machos que están inequívocamente receptivas. Las papagayas sienten algún impulso en su interior que las incita a gritar mucho más fuerte cuando están en celo. Y las lémures segregan un inconfundible perfume feromónico que vuelve loco a cualquier macho. Las señales de ovulación son exhibidas por todas las hembras; en cambio, en las humanas no hay ni un único indicio físico que indique de manera incuestionable que están en los días fértiles y que es el mejor momento para concentrar todos los esfuerzos en la reproducción.
Desde el punto de vista evolutivo parece no tener sentido alguno. En principio, conocer y mostrar de manera inequívoca los días concretos de mayor fertilidad sería muy ventajoso y evitaría malgastar energías; sin embargo, en algún momento de nuestro pasado evolutivo, las Homo sapiens empezaron a ocultar su ovulación. Y esto no es algo afectado por la cultura. En el debate de genes contra aprendizaje podemos discutir hasta qué punto la atracción por pechos voluptuosos fuera del período de lactancia quedó codificada cuando nuestra especie empezó a caminar erguida con el torso descubierto, o si es una preferencia que se ha visto exacerbada por influencias culturales en sociedades occidentales. Sin duda, muchos psicólogos evolucionistas y comunicadores abusan de la lógica evolutiva a la hora de interpretar nuestro comportamiento. Pero las señales de ovulación son un rasgo físico fundamental para una función tan básica como la reproducción, y que nuestra especie los haya ocultado no puede ser un accidente evolutivo.
Es cierto que durante el proceso de selección natural suelen aparecer rasgos por azar que no tienen función adaptativa alguna, o que la tienen sólo en unas condiciones determinadas, y como tampoco molestan, no tienen motivo para desaparecer. Pero, de nuevo, no estamos hablando de una adaptación como ser más o menos altos o tener un color de pelo u otro, sino de una característica esencial para la supervivencia de nuestros genes. Si bien durante la ovulación el cuerpo de la mujer puede mostrar señales sutiles que aumenten su atractivo, y estas pueden sentirse inconscientemente más receptivas a hombres con unos rasgos más masculinizados, las diferencias entre el momento de la ovulación y otras etapas del ciclo no son ni de cerca tan obvias como en el resto de mamíferos. Y esto es algo universal, que afecta a todas las mujeres de nuestra especie. Debe de ser algo intrínseco y favorecido por la selección natural. ¿Por qué?
LA TRAMPA DE LA OVULACIÓN OCULTA EN LAS MUJERES
Bueno, situémonos unos pocos centenares de miles de años atrás e imaginemos por un momento qué pasaría si fuera diferente. Si el macho homínido supiera de antemano cuándo la hembra está en periodo fértil, y además ella no tuviera ningunas ganas de tener sexo con él durante tres semanas seguidas, ¿qué ocurriría? Pues que, como el resto de sus parientes primates, el macho la dejaría en un rincón y se iría en busca de otras hembras que en ese momento sí le mostraran receptividad sexual y predisposición a ser portadoras de sus genes. Importante: claro que se iría de picos pardos impulsado por el instinto de maximizar su descendencia, pero también con la tranquilidad de que en su ausencia ningún otro homínido podría dejar embarazada a su pareja. Tengamos en consideración que lo más dramático que le puede ocurrir a un macho en términos de selección natural —y les ocurre mucho más a menudo de lo que creen— es cuidar a los hijos de otro pensando que son suyos. Esto es lo peor, porque estaría comprometiendo todos sus recursos a la supervivencia de genes ajenos. La muestra más salvaje de este instinto egoísta es el infanticidio que cometen los machos de algunas especies cuando acceden a una nueva hembra y matan a todas sus crías anteriores para que se concentren sólo en procrear de nuevo con ellos.
Hablando de manera estrictamente evolutiva, nosotros, los hombres, estamos predeterminados a sentir celos ante la amenaza de una posible infidelidad sexual. No podemos tolerar un encuentro casual que pueda dejar embarazada a nuestra pareja y cuidar unos genes que no son propios. En cambio, que la mujer se vaya definitivamente con otro no es tan grave, pues por lo menos no se hace trabajo en balde. Para las mujeres, sin embargo, el riesgo mayor es —insisto, en términos estrictamente evolutivos— que los hombres cambien de pareja estando ellas embarazadas o con hijos jóvenes que todavía requieran el cuidado paterno. La verdadera preocupación es retener la colaboración del macho en el núcleo familiar, pero que dicho macho tenga un desliz de sexo esporádico con una hembra que está de paso en realidad no es tan pernicioso, aunque la deje embarazada.
Si sólo los instintos heredados rigieran nuestro comportamiento, los chicos deberíamos sentir celos del macho atractivo que sólo busca sexo casual y las chicas de la amiga que podría enamorarnos.
Y esto está relacionado con otro matiz imprescindible para ir acorralando la respuesta sobre la ovulación oculta: lo de la proximidad evolutiva es un cuento. En ciertos aspectos somos más parecidos a los pájaros que a los chimpancés. Uno fundamental es que, como los polluelos, nuestros hijos también nacen indefensos y requieren de la colaboración de ambos progenitores para sobrevivir. Generalmente la madre les protege mientras el padre va en busca de alimento. Y esto condiciona que tanto aves como Homo sapiens tengamos el instinto de agruparnos en núcleos familiares formando parejas socialmente monógamas.
Pero, cuidado, porque monogamia social no es lo mismo que sexual. En un estudio se esterilizó a varios pájaros machos de especies monógamas y, misteriosamente, las hembras continuaban teniendo hijos. De hecho, otros estudios con pájaros (por cierto, ni siquiera en el caso de las aves las hembras están receptivas sexualmente fuera de la ovulación) demuestran que los machos que se distancian más de sus parejas suelen terminar cuidando un mayor número de crías que no son genéticamente suyas. Es decir, que por muy felizmente emparejadas que se vea a algunas familias de aves monógamas, si cuando él va de caza se encuentra una candidata receptiva no duda en proceder al escarceo, mientras su amada estará posiblemente haciendo lo propio.
Teniendo todas estas consideraciones en cuenta, el propósito evolutivo de esconder la ovulación y sentir deseo sexual en todo el ciclo parece muy obvio: mantener al macho cerca, atemorizado de que en cualquier momento su hembra pueda ser fertilizada por otro, y forzarlo a que colabore en el cuidado de unas crías que confía que son suyas. Estando receptivas al sexo y sin mostrar señales de ovulación, el macho tendrá estímulos para quedarse buscando la reproducción constante y vigilando que no aparezca otro primate en escena. En definitiva, que la selección natural nos ha perfilado como monógamos infieles y desconfiados.
LA MONOGAMIA ES NATURAL, LA FIDELIDAD NO
Seguro que en varias ocasiones os habéis planteado esta dicotomía: ¿es natural desear sexualmente a otra persona a pesar de estar felizmente enamorado?, ¿o lo que no es natural es tener relaciones de manera exclusiva siempre con la misma pareja? Bueno, por lo menos en el mundo animal, monogamia e infidelidad no están en absoluto reñidas.
Recuerdo estar en la remota estación científica de Tiputini, en medio de la selva amazónica ecuatoriana, entrevistando a un grupo de primatólogas que pasaban trece horas al día analizando el comportamiento de diferentes especies de monos. Allí no había turistas ni población indígena, por lo que la conducta de los animales no estaba en absoluto influenciada por la presencia humana. Las primatólogas podían investigar todo tipo de comportamientos sociales, alimenticios, roles o conductas sexuales, y compararlos entre especies que vivían en el mismo hábitat. Sara, por ejemplo, estudiaba a los monos araña, que son bastante parecidos a los chimpancés, y como ellos mostraban gran agresividad y establecían relaciones multimacho-multihembra. «Multimacho-multihembra» era un eufemismo científico de poligamia y promiscuidad. Todos con todos. Amy, sin embargo, investigaba unas especies de monos más pequeños llamados titís y sakis. La peculiaridad era que, a pesar de habitar en el mismo entorno y formar grupos de tamaño y características parecidos a los monos araña, titís y sakis eran especies monógamas: formaban unidades familiares estables en las que los machos contribuían al cuidado de las crías. Y no se trataba de algo casual. Estaba documentado que los monos araña que vivían en otras selvas también eran polígamos, y los titís y sakis, monógamos. La monogamia estaba impregnada en sus genes. Ahora bien, cuando se me ocurrió preguntarle a Amy si sus monos titís y sakis tenían «relaciones extraconyugales», respondió un contundente «¡claro que sí!». De nuevo, una cosa es la monogamia social y otra la sexual. La primera es entendida por la naturaleza como el instinto de establecer un núcleo familiar y defender un territorio en aquellas especies cuyas crías requieren el cuidado de ambos progenitores. Se ha observado en pájaros como los cisnes, mamíferos como los murciélagos e incluso algunos peces en arrecifes de coral. Por otro lado, la monogamia sexual consiste en mantenerse sexualmente fiel y desestimar la opción de procrear con una hembra receptiva o un macho con mejores genes. Esta monogamia sexual no tiene mucho sentido evolutivo, y de hecho es extrañísima en el mundo animal. Desde luego, ningún primate, salvo los humanos, la practica. Si a una hembra se le pone a tiro un macho mejor dotado genéticamente que su compañero no duda en aparearse y regresar como si nada hubiera pasado. Y si buscando comida para sus polluelos, el padre pájaro encuentra a una hembra en celo, intentará fertilizarla sin reparos. A la selección natural ya le parece bien, porque así cada uno optimiza sus posibilidades de dejar la mayor y mejor descendencia posible. La fidelidad o monogamia sexual es mucho más difícil de justificar evolutivamente y parece estar reservada a algunos Homo sapiens.
El mandato evolutivo es claro: los machos deben intentar maximizar el número de hijos y las hembras ser tremendamente selectivas y acceder siempre a los mejores genes disponibles, sean los de sus parejas monógamas o no. Salta a la vista que hombres y mujeres llevamos instrucciones promiscuas en nuestros genes, que la naturaleza permite perfectamente desvincular amor de reproducción, y que nuestros instintos más básicos pueden no encontrar conflicto alguno entre que nos sintamos apegados a nuestra pareja al tiempo que estamos deseosos de procrear con otra. Éstas son las directrices más primitivas que llevamos insertadas en nuestro cerebro, tanto los hombres como las mujeres.
Pero, atención: ¡ni se os ocurra utilizarlo como excusa! Primero, porque que algo sea más coherente con la ley natural no implica de ninguna manera que sea mejor o más disculpable. La dictadura y la xenofobia también son más naturales que la democracia y la integración. Como sociedad y como individuos establecemos las normas morales que nos parecen más acertadas, independientemente de si contradicen nuestros instintos innatos o no. En términos filosóficos, el argumento de defender lo «natural» como si fuera mejor o más permisible se denomina naturalistic falacy, y es un razonamiento simplista y falaz utilizado a menudo para justificar la homofobia o el sexismo. Es la evolución cultural y no la biológica la que debe dictar qué queremos ser como especie. Y segundo, porque dejarse llevar por la visceralidad en caso de conflicto interno es signo de tener una corteza prefrontal poco educada. Sobre todo porque nuestro comportamiento es muchísimo más flexible de lo que tantos psicólogos evolucionistas han estado promoviendo en las últimas décadas con un abuso de determinismo genético conductual. Matizo: Es obvio que no sólo nuestros cuerpos sino también nuestro comportamiento ha sido moldeado por la selección natural y sexual, y no cabe ninguna duda de que llegamos a este mundo con unas instrucciones innatas que nos predisponen a cierto tipo de conductas. Desde luego, no podemos prescindir de la biología evolutiva para analizar la sexualidad humana, pero descubrimientos como la enorme plasticidad del cerebro en desarrollo, los cambios epigenéticos a lo largo de la vida, la inconmensurable capacidad de aprendizaje que tenemos comparados con el resto de animales y la necesidad de adaptarnos a entornos tan cambiantes nos fuerzan a pensar que la evolución también nos ha diseñado para ser tremendamente flexibles. De hecho, yo defiendo que conocer los condicionantes genéticos con los que nacemos es muy útil para saber qué tendencias innatas debemos fomentar que fluyan de manera natural desde pequeños, y cuáles habremos de intentar moldear o corregir activamente. Pero interpretar nuestro comportamiento actual en función de las condiciones de vida que superaron nuestros antepasados tiene más de ficción que de ciencia, y extrapolar el comportamiento de primates al nuestro en ocasiones roza lo absurdo. Si no, fijémonos en el caso de los bonobos y los chimpancés.
«BONOBO’S WAY OF LIFE», ¿ERES MÁS BONOBO O CHIMPANCÉ?
De verdad, nunca más permitáis que alguien intente explicaros los orígenes de vuestra agresividad o conducta sexual mediante paralelismos con los chimpancés, porque evolutivamente estamos igual de próximos a los bonobos y son completamente diferentes.
Cuando escuchéis a alguien justificar su avaricia explicando que procedemos de los chimpancés, que cuando encuentran un montón de comida se pelean a golpetazos para ver quién puede llevarse más cantidad, responded que no provenimos de los chimpancés. Explicadle que nos separamos hace siete millones de años de un ancestro común que luego se diversificaría en chimpancés y bonobos, y que estos últimos, cuando encuentran un festín empiezan a saltar de alegría, se ponen a copular unos con otros, y después de la fiesta se reparten la comida.
Analizar el comportamiento de chimpancés y bonobos es realmente interesante. Físicamente son especies muy similares que se separaron evolutivamente hace sólo un millón de años cuando se formó el río Congo y dejó aisladas a dos comunidades de primates. Los del norte evolucionaron a los chimpancés que ahora conocemos, y los del sur a los bonobos. Ambas especies son casi idénticas genéticamente y comparten entornos muy parecidos; sin embargo, su comportamiento es radicalmente opuesto.
Los bonobos representan a la perfección el lema más hippie del «haz el amor y no la guerra» de la revolución sexual de los sesenta. A diferencia de los chimpancés, nunca se enzarzan en competiciones agresivas, sus sociedades muestran un alto grado de cooperación, juegan entre ellos y disfrutan del sexo recreacional simplemente por placer. Cada cierto ratito es fácil observar a dos hembras ponerse una sobre la otra en posición de misionero y refregarse sus hinchados genitales con movimientos laterales hacia la izquierda y la derecha. En los bonobos, el sexo oral se practica tanto entre machos como entre hembras, copulan de frente y con un repertorio de posiciones de lo más diverso, tienen sexo en todo momento, estén ovulando o no, sólo paran cuando menstrúan, y si aparece algún problema en el grupo se resuelve de una manera envidiable: copulando para aliviar tensiones. La frase «los chimpancés resuelven sus conflictos de sexo con poder y los bonobos sus conflictos de poder con sexo» representa perfectamente la gran diferencia entre estas dos especies con las que compartimos un mismo antepasado en común.
Una primera reflexión es muy importante: si las diferencias en entorno y cultura han hecho que chimpancés y bonobos sean tan diferentes en sólo un millón de años, imaginad lo que habremos cambiado los homínidos en este tiempo y lo limitado de compararnos con los primates. Pero puestos a no renegar de nuestro pasado evolutivo, y aceptando que los instintos básicos más fundamentales sí tienen gran carga innata y pueden haber evolucionado en ciertos aspectos de manera más similar a unos primates que a otros, ¿puede la ciencia responder si el Homo sapiens tiene más de bonobo que de chimpancé? No dudéis que sí, y que esto representa una bonita manera de visualizar diferentes metodologías científicas.
Lo primero en ciencia es observar y construir hipótesis para describir la naturaleza, y eso lo hacen a la perfección primatólogos como la chilena Isabel Behncke, quien combina su investigación en la Universidad de Oxford con largas estancias en el Congo estudiando el comportamiento de bonobos en libertad. Coincidí con Isabel primero en la Ciudad de las Ideas en Puebla (México), después en el festival «El Ser Creativo» en Madrid, y quedé fascinado por su trabajo. Me explicó que los bonobos forman matriarcados y que, en el caso de los chimpancés, los dominantes son los machos. Que los chimpancés cazan, son violentos con otros grupos y practican el infanticidio, mientras que los bonobos no cazan ni expresan ningún tipo de violencia. Al tener neotenia, los bonobos retienen comportamientos más infantiles como el juego, y por descontado siguen una peculiar e intensa actividad sexual que algunos humanos consideran un objetivo a imitar. Observándoles, Isabel me dice que nuestro exacerbado deseo sexual nos hace más parecidos a los bonobos que a los chimpancés, pero en ciencia una cosa es observar y otra es medir. Lo primero nos ofrece hipótesis coherentes, pero lo segundo es lo que nos permite ponerlas a prueba mediante la experimentación.
¿Habrá científicos investigando factores genéticos, hormonales, cerebrales, o analizando en el laboratorio pautas de comportamiento para responder al dilema sobre las enormes diferencias sexuales entre bonobos y chimpancés, las dos especies más cercanas a los humanos? Vaya si los hay. Para empezar a abordar esta cuestión, una de las primeras preguntas que debemos hacernos es si la conducta sexual de un primate está determinada genéticamente o se aprende según el modelo de sociedad. Investigadores de la Universidad de Duke observaron de manera escrupulosa el comportamiento de chimpancés y de bonobos que habían nacido en la selva pero que habían sido capturados por mercaderes ilegales en edades muy tempranas antes de cualquier tipo de socialización natural. A pesar de desarrollarse en cautividad, las crías de bonobos pronto empezaron a manifestar comportamientos socio-sexuales en presencia de comida. Criados en las mismas condiciones, los chimpancés nunca desarrollaban este tipo de comportamiento. Un artículo publicado en 2011 confirmó que efectivamente esta naturaleza sexual de los bonobos era propia de la especie y está instaurada en su ADN.
Por su parte, la primatóloga Victoria Wobber está tremendamente interesada en comprender el pacifismo de los bonobos. Cuando la visité en su despacho de Harvard me explicó uno de sus experimentos: sabiendo que, en momentos de agresividad, los niveles de testosterona y cortisol (hormona del estrés) en sangre se alteran, Victoria y su equipo depositaron una cantidad de comida frente a la celda de dos chimpancés en ayunas y les midieron los niveles de testosterona y cortisol en saliva. Los chimpancés sabían que al abrir la celda lucharían por la comida y, efectivamente, incluso antes del conflicto sus niveles de testosterona habían subido. Cuando repitieron el mismo experimento con bonobos, cuya predisposición natural es a negociar, la testosterona se mantuvo inalterada y en cambio aumentó el cortisol. Eso indica que ya desde el principio la situación se percibe de manera diferente. Aunque quizá os confunda más, en situaciones equivalentes, a los humanos nos suben los niveles de ambas hormonas, tanto de testosterona como de cortisol.
¿Habrá algo diferente en el cerebro de ambas especies? También en 2011 investigadores de la Universidad de Emory, en Atlanta, publicaron los primeros resultados sobre diferencias neurobiológicas entre bonobos y chimpancés. Sus resultados mostraron que los bonobos tenían mayor conexión entre la amígdala y una zona de la corteza implicada en el control de la agresividad, y más actividad en regiones cerebrales involucradas en la percepción del sufrimiento propio y ajeno. Según los autores, estos cambios estarían relacionados con el comportamiento más social y empático de los bonobos respecto al de los chimpancés. Y no sólo eso, a principios de 2012, un equipo mixto de investigadores franceses y estadounidenses analizó el crecimiento craneal de ambas especies y demostró por primera vez que el cerebro de los bonobos crece más lento que el de los chimpancés, y esto conlleva que las crías alcancen la madurez más tarde. Esto podría explicar la predisposición al juego, a no competir por la comida y otros aspectos del temperamento. ¿Temperamento? Eso es lo que un equipo del Max Planck puso a prueba al analizar la reacción ante estímulos nuevos en chimpancés, bonobos, gorilas y Homo sapiens de dos años y medio. Los resultados fueron que tanto los niños como los bonobos mostraban más rechazo a la novedad que gorilas y chimpancés. Esto es consistente con otro estudio que demostraba comportamientos más arriesgados en chimpancés que en bonobos, y otro según el cual las habilidades cognitivas de bonobos se desarrollaban de manera más lenta. ¿Habrá diferencias genéticas? Poco se ha analizado todavía, pero un estudio observó más cambios en regiones específicas del cromosoma Y de chimpancés que en el de humanos y bonobos. Según los autores del estudio, esta reorganización podría hacer redundante la competición de esperma que provoca que las hembras chimpancés se apareen con gran cantidad de machos sólo cuando la ovulación hincha sus genitales. Como las hembras bonobos son las que eligen, esta lucha espermática no es tan imprescindible, y aunque la pregunta dista todavía mucho de tener respuesta, Victoria Wobber opina que, teniendo todos los datos sobre la mesa, nos parecemos más a los bonobos que a los chimpancés. Una suerte.
Me interesan más los primatólogos que los primates
Medio en broma medio en serio, cuando conocí a las primatólogas de la estación Tiputini en Ecuador y vi que pasaban trece horas al día aisladas en medio de la selva tomando notas sobre el comportamiento de sus grupos de monos, les dije: «Deberían estudiaros a vosotras en lugar de a ellos». Algo parecido le comenté a Isabel Behncke cuando me describía las duras condiciones, riesgos y soledad de sus expediciones al Congo. No era un comentario inocente, en el fondo se escondía la constatación de que la selección natural no podía ni de cerca encontrar sentido al comportamiento de estas primatólogas, y eso indirectamente debilitaba muchos de los paralelismos que ellas mismas hacían sobre la conducta de primates y de humanos. Y lo mismo ocurre en aspectos de sexualidad. Si revisamos la bibliografía dirigida al gran público sobre ciencia y sexo, vemos que la mayoría tratan el tema desde la perspectiva evolucionista. Está bien, porque evidentemente nacemos con condicionantes genéticos, pero desde la perspectiva de divulgador científico que lleva tiempo comunicando estas materias debo reconocer que se ha exagerado sobremanera. La lógica evolucionista está repleta de curiosidades y genera divertidos «ajás» entre los lectores, pero algunas de sus afirmaciones están más cercanas al psicoanálisis que a la ciencia, y se encuentra limitadísima para comprender la diversidad de la conducta sexual humana en las sociedades desarrolladas. Sin duda puede explicar instintos y deseos, pero sólo los más fundamentales. Además, no nos dice nada sobre si «deberíamos» comportarnos de una manera u otra, pues nuestra moralidad está por encima de los determinantes de la naturaleza. Es cierto que seis millones de años no son nada en tiempo geológico, pero solemos utilizar este dato de manera engañosa. En realidad sí ha ocurrido mucho desde los australopitecos a nosotros. La teoría evolutiva es muy útil como referencia y marco conceptual, pero para comprender nuestro comportamiento sexual, sigo pensando que es mucho más útil y directo estudiar a los primatólogos que a los primates.