En el dormitorio principal hacía más fresco, a menos que el frío lo llevaran ellos.
—¿Por qué les has dicho que se pueden quedar? —Estaba furiosa.
A Clay le parecía evidente.
—Ha habido un apagón. Se han asustado y son mayores. —Lo dijo en voz baja porque le parecía una falta de respeto señalarlo.
—No los conocemos de nada. —Amanda lo dijo como si su esposo fuera tonto. ¿Nunca le habían advertido acerca de los desconocidos?
—Bueno, pero se han presentado...
—Lo único que han hecho es llamar a la puerta en plena noche. —A Amanda le resultaba increíble que estuvieran discutiendo sobre algo así.
—Bueno, siempre habría sido peor que hubieran entrado sin llamar... —¿No estaban en su derecho?
—Me han pegado un susto de cojones. —Ahora que se le había pasado el miedo, Amanda ya podía reconocerlo. Era un insulto. ¡Qué atrevimiento el de esa gente y encima atemorizarla de ese modo!
—A mí también. —Clay le restó importancia. Era agua pasada—. Aunque me parece que ellos también están un poco acojonados. No se les ocurría nada más que hacer.
Hacía mucho tiempo, cuando iban a terapia, el psicólogo la había exhortado a no enfadarse cuando Clay no hacía las cosas como las habría hecho ella. ¡No se podía reprochar a la gente su manera de ser! Aun así, se lo echó en cara. Clay cedía demasiado pronto y se resistía demasiado a hacer valer sus derechos.
—Pues yo tengo una idea: que se marchen ya a un hotel.
—La casa es suya.
Aquellas habitaciones tan bonitas parecían de ellos dos, de Amanda y Clay, pero no lo eran, y Clay opinaba que ese hecho debía tenerse en cuenta.
—La hemos alquilado. —Amanda seguía hablando en voz baja—. ¿Qué dirán los niños?
Clay no se imaginaba lo que dirían ni si dirían algo. A ellos sólo les importaba lo que los afectaba de manera directa y se dejaban afectar por muy pocas cosas. Quizá en presencia de desconocidos se portaran mejor, pero ni con eso se podía contar. Era posible que riñeran, soltaran tacos, eructaran y cantaran sin importarles quién pudiera oírlos.
—¿Y si nos matan? —Amanda tenía la sensación de que su marido no la escuchaba.
—¿Por qué iban a matarnos?
A esa pregunta era más difícil responder.
—¿Por qué mata la gente? No lo sé. ¿Un ritual satánico? ¿Algún fetichismo extraño? ¿Por venganza? ¡No lo sé!
Clay se rió.
—No han venido a matarnos.
—¿Qué pasa, que no lees las noticias?
—¡Ah! ¿Ha salido en las noticias? ¿Asesinos negros de edad provecta andan sueltos por Long Island cebándose en veraneantes incautos?
—No hemos pedido ninguna prueba. Yo ni siquiera he oído el coche. ¿Tú sí?
—No, pero hay viento y estábamos viendo la tele. Puede que no nos hayamos percatado.
—O puede que se hayan acercado a pie desde la carretera, para... no sé, para degollarnos.
—Creo que deberíamos tranquilizarnos...
—Es una farsa.
—¿Supones que te han mandado una alerta de noticias falsa al móvil? ¡Pues sí que son sofisticados estos criminales! Nunca lo habría imaginado.
—Es que parece todo un poco improvisado. Y sospechoso. ¿Quieren quedarse aquí, con nosotros? No me gusta. Rose está aquí mismo, en el pasillo. Un desconocido. ¿Y si entra sin hacer ruido y...? No quiero ni pensarlo.
—En cambio no te planteas que pueda abusar de Archie. ¿Te estás oyendo, Amanda?
—Es una niña, ¿vale? Y yo una madre. Me toca ser protectora. Además, no me gusta cómo suena todo este asunto. Ni siquiera me creo que sea su casa.
—Pues tenía las llaves.
—Es verdad. —Amanda bajó aún más la voz—. ¿Y si es el jardinero o el de mantenimiento y ella la que limpia? ¿Y si es todo una artimaña y el apagón, o lo que sea, pura coincidencia? —Al menos sintió la debida vergüenza por aquella conjetura, pero no le parecía el tipo de gente que suele poseer una casa tan bonita. Podían cuidarla y limpiarla, eso sí.
—Y ha sacado el sobre del cajón.
—Un truco, un juego de manos. ¿Cómo sabes que estaba cerrado? Igual sólo trasteaba con las llaves.
—No acabo de entender qué ganan dándonos mil dólares.
Amanda cogió el móvil para buscar al hombre en Google. Washingtongroupfund.com parecía demasiado opaco. Seguro que era un fraude. El móvil no le ofreció nada. ¡Y su hija durmiendo en la otra punta del pasillo!
—Encima me suena. Pero mucho.
—Pues yo no lo había visto nunca.
—Se te dan fatal las caras. —Clay nunca reconocía a los profesores de los niños y muchas veces, al cruzarse con algún vecino de toda la vida por la calle, pasaba de largo sin saludar. Amanda sabía que a él le gustaba atribuir su despiste a que siempre iba abstraído en sus pensamientos, pero en realidad era porque estaba en Babia—. No me creo el rollo ese del sistema de transmisión de emergencia. ¡Nosotros estábamos viendo la tele!
—Eso se comprueba enseguida. —Clay recorrió el corto pasillo y apuntó con el mando a distancia a la pantalla montada en la pared. Había tenido ciertas (o muchas) esperanzas de proyectar pornografía, para darle un toque picante a la cosa, pero la tecnología se le resistía. Había que conseguir que cooperasen el televisor y el ordenador. La pantalla se encendió con el típico azul digital—. ¡Qué raro!
—¿Está bien sintonizado el canal?
—Lo he estado viendo esta mañana. Creo que no va.
—Ya, pero no es el sistema de transmisión de emergencia. Estará fallando el satélite, seguramente por el viento. —Amanda no pensaba dejarse convencer porque intuía que era lo que intentaba esa gente: persuadirlos. Había algo indecente, tal vez inconfesable.
—Vale, será un fallo técnico, pero ellos dicen que es lo que han oído por la radio. Lo uno no quita que lo otro sea cierto.
—¿Por qué te esfuerzas tanto en creer a todo el mundo menos a tu mujer?
—Tan sólo intento tranquilizarte. No digo que no te crea, pero... —Vaciló porque no la creía.
—Algo pasa. —¿No era el argumento de Seis grados de separación? Los habían dejado entrar porque eran negros. Era una manera de poner de manifiesto que no creían que todos los negros fueran unos delincuentes. ¡De eso podía aprovecharse un delincuente negro astuto!
—O son dos personas mayores asustadas que necesitan un sitio donde pasar la noche. Mañana ya lograremos que se vayan.
—¡Yo me veo incapaz de dormir con desconocidos en la casa!
—Venga... —De todos modos, Clay tenía sus dudas. Quizá lo de los mil dólares fuera una trampa o hubiera algo más valioso dentro de la casa. No conseguía pensar con claridad.
—Ya te digo que a él lo tengo visto. —Amanda sentía la típica frustración de cuando no te viene a la cabeza una palabra. ¿Y si se trataba de un asesinato por venganza? ¿Era un hombre a quien Amanda había ofendido años atrás?
Clay sabía que no se le daban bien las caras. Tampoco veía imposible que hasta cierto punto se le dieran peor las negras. A él no le oirían eso de que «las veo todas iguales», pero había pruebas, auténticos indicios biológicos, científicos, de que el ser humano reconocía mejor a las personas de su misma raza. ¿Qué tenía de racista aceptar que él probablemente habría encontrado más parecido entre mil millones de chinos que esos mismos chinos entre ellos?
—Yo no creo que lo conozcamos ni que nos vaya a asesinar. —Se había abierto un finísimo resquicio a la duda—. Me limito a pensar que debemos permitir que se queden. Es lo correcto.
—Yo quiero ver pruebas.
Imposible, eso Amanda no podía exigirlo.
—Es su segunda residencia. No saldrá en el permiso de conducir, pero él tenía las llaves.
—¡Y nosotros! Igual la habían alquilado antes.
—Voy a hablar con ellos y si me dan mala espina les decimos que lo sentimos mucho, pero que no acaba de cuadrarnos el trato. Si no, dejamos que se queden. Son mayores.
—Ojalá tuviera tanta fe como tú en la gente. —No era un rasgo de Clay que Amanda envidiara de verdad.
—Es lo adecuado. —Clay sabía que funcionaría. A su mujer le parecía importante, si no tener una conducta moral, al menos ser el tipo de persona capaz de tenerla. A fin de cuentas, la ética era simple vanidad.
Amanda se cruzó de brazos. Tenía razón en que no lo sabía todo; tampoco Clay ni los individuos de la cocina ni el periodista de guardia que al ver la noticia había mandado la alerta a los millones de personas que tenían instalada la aplicación de The New York Times en sus móviles. Soplaba mucho viento, pero incluso sin él lo más probable era que estuviesen demasiado lejos de las rutas aéreas para oír los primeros aviones enviados a la costa siguiendo el protocolo para esas situaciones.
—Todo no se puede saber. Vamos a ser buenos samaritanos y ya está. —Clay apagó el televisor y, al levantarse, optó por no mencionar los mil dólares.