El sótano lo habían acondicionado para la madre de Ruth, un ser digno y marchito, todo pañuelos de seda y trajes de colores a juego. Se había instalado con ellos al cumplir los noventa; mucho quejarse, pero en Chicago los inviernos eran un horror y no quedaba nadie para vigilarla de cerca. Ruth gestionó la venta de la casa. Después de pagarles sus partes a su hermana y su hermano, instaló a su madre en el cuarto de invitados. Le gustaba ir al Met, a ver los cuadros de los impresionistas, y luego sentarse en el restaurante del museo con una taza de té y una crema de almejas al estilo de Manhattan. Si no hubiera fallecido, en ese momento estaría sola a oscuras en el piso de tres dormitorios de la decimocuarta planta. Un pequeño consuelo.
G.H. encabezó el descenso al sótano, adonde casi nunca iban. (La fantasía de cualquier urbanita: habitaciones que no te hacen casi falta.) No se había dado cuenta de hasta qué punto tenía connotaciones de seguridad la luz y de lo contrario la oscuridad. Lo sorprendió porque nunca le habían dado miedo las tinieblas, ni siquiera de niño.
—Cuidado con tropezar —le dijo a su mujer con algo de ternura.
—Es mi casa. —Ruth se sujetaba con fuerza al pasamanos. Le pareció importante subrayar ese hecho.
—Ya, pero han pagado por ella. —G.H. había conducido deprisa, pero algunas cosas era imposible adelantarlas. Su reticencia se debía a que cargaba con un peso muy particular: el de saber que pasaba algo malo, malo de verdad—. Tampoco puedo echarlos.
Prefería no decir que él ya había sabido que estaba a punto de ocurrir algo. Se dedicaba profesionalmente a la clarividencia. Mirando la curva de rendimiento, que se arqueaba y desplomaba a la manera de una oruga, veías todo lo que te hacía falta saber. G.H. había sabido que de esa parábola, en concreto, no podía fiarse. Más que un presagio, era una promesa. Se les echaba algo encima. Estaba escrito.
—Ya has advertido lo sucia que tenían la cocina. —A Ruth no le hizo falta añadir «¡qué habría dicho mamá!» porque el espectro de mamá rondaba por todas partes. El sótano estaba pensado para ella (una rampa exterior por detrás de la casa, más fácil que la escalera), pero murió sin llegar a verlo. Ruth sabía que, con el paso del tiempo, se estaba convirtiendo en un burdo remedo de esa mujer. Otra manera de decir que era vieja. Ocurría sin más. De repente te veías con tus nietos en brazos (¡gemelos!) y ello sin mencionar el hecho de que tenían dos madres. Clara era profesora de lenguas clásicas en Mount Holyoke y Maya, directora de una escuela Montessori. Tenían una casa grande y fría, con revestimiento de madera y una torrecilla. A mamá le habrían encantado sus bisnietos color café con leche, nacidos con el material genético del hermano de Clara, James, que se dedicaba a algo en Silicon Valley. Ambos se parecían a sus madres, un hecho que en principio parecía imposible, aunque ahí estaba, blanco sobre negro, ¡ja, ja, ja!
G.H. fue encendiendo luces sin acordarse de hacer una pausa para agradecer que todavía funcionasen. Había un armario grande con un alijo de pilas Duracell, una caja de Volvic, unos cuantos paquetes de alubias Rancho Gordo, cajas de barritas Clif y fusilli Barilla en un contenedor de plástico muy resistente porque en el campo había ratones. Latas de atún, aceite de oliva suficiente para llenar un bidón de gasolina, una caja de un Malbec barato que no estaba nada mal y ropa de cama en esas bolsas al vacío de las que se sacaba todo el aire. Podían quedarse los dos tranquilamente en casa durante un mes entero como mínimo. G.H. prácticamente desafiaba a los elementos para que llegase una gran tormenta de nieve, pero de momento no había llegado ninguna. Decían que era cosa del calentamiento global.
—Todo en orden.
Ruth murmuró algo en señal de que lo había oído. Habían estado demasiado tiempo de reformas. Las mejoras eran una adicción. Profesionalmente, G.H. se dedicaba a conservar el dinero. Gastarlo era para él tan abstracto que hizo caso en todo al contratista. Danny era de esos hombres ante los que ningún otro hombre quiere parecer tonto. Tenía un ascendiente casi sexual sobre los hombres, en el sentido de que el sexo siempre acaba siendo una cuestión de poder. Le hacías caso y en tus peores momentos quizá temías que se estuviera riendo de ti. Lo que estaba claro era que los cheques de G.H. y Ruth habían servido para pagarle un curso entero en una escuela privada a la hija de Danny. Por eso alquilaban la casa, para recuperarse.
—Aquí abajo huele raro. —Ruth hizo una mueca, aunque en realidad no olía raro.
La casa la limpiaba Rosa. Su marido se ocupaba del césped y también iban sus hijos a ayudarlos. Todo quedaba en familia. Eran de Honduras. Rosa nunca habría dejado olores raros. Por la pelusa de la alfombra se veía que pasaba la aspiradora hasta en el sótano, aunque no se usara. Había un dormitorio con un sofá, una mesa y una televisión montada en la pared. La cama estaba hecha y a la espera de visitantes. Ruth se sentó y se quitó los zapatos.
—¡Qué va! —G.H. se sentó en el borde de la cama dejándose caer con una pesadez involuntaria.
Siempre que hacía ese tipo de cosas se le escapaba un suspiro. Intentó imaginarse el alivio de por la mañana. La noticia chistosa en la radio: un grupo de mapaches se había metido en una subestación eléctrica de Delaware y había dejado sin corriente a toda la Costa Este o el empleado más bisoño de una empresa subcontratada había metido la pata el primer día. ¿Qué nos preocupaba? ¿De qué recelábamos? Ya volvería la confianza a los mercados y a algunos inversores estoicos les caería un beneficio inesperado.
Ruth estaba perpleja. Normalmente su rutina empezaba por abrir con llave los armarios donde guardaban todo lo especial y necesario: bañadores y chanclas, pantalla solar Shiseido, una manta de pícnic de lana de Hermès y, en la despensa, una lata de sal Maldon, una botella de aceite de oliva de Eataly, los cuchillos Wüsthof, que cortaban una barbaridad, cuatro tarros de cerezas Luxardo, tequila Clase Azul, whisky Oban, ginebra Hendricks, los vinos llevados como obsequio por los invitados, vermut seco y bíteres. Se reunían con esas pertenencias: se las untaban en la piel, las desperdigaban por las habitaciones y les parecía que estaban en casa de verdad. Se quitaban la ropa (¿qué sentido tenía una casa de campo si no podías pasearte medio desnudo?), preparaban manhattans y se metían en la piscina o en el yacuzzi o directamente en la cama. Aún practicaban el comercio carnal con la ayuda de esas pastillas azules tan sumamente eficaces.
—Tengo miedo.
—Ya estamos aquí. —G.H. hizo una pausa puesto que era importante recordarlo—. Aquí estamos a salvo. —Pensó en las latas de tomates. Tenían para meses.
En el cajón del baño había cepillos de dientes sin estrenar. También había toallas limpias, simpáticos rollos apilados en forma de pirámide. Ruth se duchó. Sentirse limpia lo cambiaba todo para ella. En la cómoda del dormitorio había una camiseta vieja de una carrera benéfica que ya no recordaba y unos shorts que no consiguió identificar. En cuanto se los puso se encontró ridícula. No quería que la vieran los de arriba con esa ropa barata.
G.H. probó el televisor del dormitorio por curiosidad. Lo único que salía en todos los canales era una pantalla azul. Se deshizo el nudo de la corbata. Cuando su suegra vivía, G.H. percibía su presencia como una crítica. Estaba tan acostumbrado a ser como era que se había acabado convenciendo de que el éxito era eso. Entonces trabajaba catorce horas al día. Mamá encontraba antinatural vivir en un piso tan alto. Nueva York le parecía una alucinación. Inspeccionó a Maya y, con el ceño fruncido, dijo que, ya que no iban a la iglesia, al menos G.H. podía estar más presente como padre. Se compraron el piso de Park Avenue, enviaron a Maya a la Dalton School y vivieron con prudencia. A veces sí que echaba de menos pisar el suelo. La sabiduría de los mayores.
Ruth volvió envuelta en una nube de vapor.
—He encendido el televisor y sale de nuevo lo mismo. —G.H. tenía que explicárselo, aunque no esperaba otra cosa.
Ruth se acomodó debajo de la sábana limpia. El viento era escandaloso.
—Bueno, ¿tú qué crees que pasa? —No quería una respuesta formularia pensada para contentarla.
G.H. la conocía. ¡Llevaban décadas juntos!
—Yo lo que creo es que, cuando nos enteremos de lo que ha sido, nos reiremos. —No lo pensaba de verdad, pero a veces está bien mentir.
Se miró en el espejo y pensó en su piso, su casa, los trajes de su vestidor, la cafetera por la que se había decidido después de semanas de investigación. Pensó en los aviones sobrevolando Manhattan y en la impresión que debían de haber tenido los pasajeros al ver que se quedaba todo a oscuras. Pensó en los satélites ubicados sobre los aviones que sobrevolaban Manhattan, en las fotos que estaban haciendo y en lo que saldría en ellas. Pensó en la estación espacial ubicada sobre los satélites ubicados sobre los aviones y sintió curiosidad por cómo lo habría interpretado todo el equipo multirracial y multinacional de científicos desde su perspectiva única y privilegiada. La realidad se veía a veces más clara desde la distancia.
Él entendía la electricidad como una materia prima y lo que pasaba no era ningún percance del mercado. No se podía desenchufar de golpe la capital financiera del país. Las aseguradoras se enfrentarían a décadas de juicios. Si se apagaban las luces en Nueva York, se trataba de un caso de fuerza mayor, una «obra de Dios», el tipo de expresión que podría haber dicho su suegra.