Te podía despertar la voz de tu hijo y te podía despertar su presencia. Antes de notar el aliento húmedo de Rose demasiado cerca de su oreja, Amanda ya se dio cuenta de que su cuerpo, pequeño y regordete, se encajaba en el golfo que la separaba de Clay.
—Mamá, mamá. —Una mano blanda en su brazo, suave pero insistente. Se incorporó.
—Rosie. —Hacía un año que la niña se había declarado harta del «ie»—. Rose.
—Mamá...
Rose estaba muy despierta. Una Rose recuperada por la noche. Una Rose en flor. Siempre había sido así, toda la vida. Por la mañana se moría de ganas de hacer cosas. Abría los ojos y saltaba al suelo. (La señora Weston, la vecina de abajo, nunca se quejaba porque había criado a dos hijas en los mismos cien metros cuadrados.) Rose no entendía que su hermano pudiera dormir hasta las once, las doce o la una. A ella por la mañana le parecía todo emocionante: lavarse la cara, elegir la ropa, leer un libro... Era una entusiasta. Todo era posible. Cuando eres la pequeña, aprendes a valerte por ti misma.
—A la tele le pasa algo.
—No es ninguna emergencia, cielo.
Entonces se acordó: «Sintonizan ustedes el servicio de transmisión de emergencia.» Obligó a las almohadas, demasiado blandas, a rendirle pleitesía a golpes.
—Se ha estropeado todo.
Los primeros canales eran un baile de luces en blanco y negro. A partir de ahí, nada, sólo blanco.
Habían olvidado bajar las persianas. Fuera había luz, aunque indirecta; no porque estuviera nublado, sino por la hora. Al final no había llegado la tormenta anunciada. Justo cuando Amanda miraba el reloj cuadrado de la mesita de noche, éste pasó de las 7.48 h a las 7.49 h. Vaya: electricidad había. ¡Qué apagón más raro!
—No sé, cariño.
—¿No puedes arreglarla? —Rose aún era lo bastante pequeña para creer que sus padres podían con todo—. No es justo. Son vacaciones y dijiste que en vacaciones podíamos ver toda la tele o estar con pantallas todo el tiempo que quisiéramos.
—Papá duerme. Ve a esperar al salón, que ahora voy.
Se marchó de estampida (caminaba así) mientras Amanda echaba mano al móvil. La pantalla se despertó contenta de verla. Ella también lo estaba: no una alerta de noticias, sino cuatro. Lo malo era que sólo se veía el encabezado, como la otra vez. Al pulsar sobre la alerta, la pantalla no lograba conectarse. Primero el mismo titular: «Informan de un apagón masivo en la Costa Este de Estados Unidos.» Luego: «El huracán Farrah recala en Carolina del Norte.» Y más adelante: «Última hora, corte eléctrico en la Costa Este de Estados Unidos», para acabar con un «última hora» seguido por letras sin sentido. Esperaba que funcionase la tele. La radio pública no la escuchaban desde que a los cuatro años Rosie se puso a recitar «soy David Greene» y Archie, con siete, preguntó por las Pussy Riot. Habían protegido a los niños de muchos peligros.
Alisó la sábana con la mano y dio un golpecito en el culo de Clay.
—Clay. —Él masculló algo, Amanda lo sacudió por un hombro—. Despierta, mira.
Clay tenía un sabor agrio en la boca y la mirada desenfocada. Amanda le puso el móvil delante de la cara y él hizo un ruido ininteligible.
—Mira. —Agitó otra vez el móvil.
—No veo nada.
Recién despertado era imposible ver bien; tenías que enfocar los ojos a la fuerza, pero lo que quería decir Clay era que el móvil se había quedado a oscuras.
—¡Ah, vale! —Amanda lo tocó.
—¿Qué ocurre? —Clay recordó la noche anterior, pero no podía pasar tan deprisa del sueño a la vigilia—. Parece que no nos han matado.
Amanda no le hizo caso.
—Las noticias.
En la pantalla que Clay tenía delante no ponía nada.
—Amanda, que no pone nada.
Sólo la fecha y la foto de siempre, una de los niños que habían usado hacía dos años para la felicitación de Navidad.
—Estaba aquí. —Amanda necesitaba que Clay compartiera con ella el peso de la información.
Clay bostezó, un bostezo muy largo.
—¿Estás segura? ¿Qué ponía?
—Pues claro que estoy segura. —¿Lo estaba? Amanda examinó el teléfono—. ¿Cómo se ven las alertas? No se abre la aplicación, pero había cuatro. La del apagón que ya vimos, otra sobre el apagón, algo de un huracán y una donde sólo ponía «última hora», pero...
—¿Última hora de qué?
—Nada, un galimatías.
—Abusan mucho de las «últimas horas». Última hora: las encuestas dan ventaja a los liberaldemócratas en las elecciones al Parlamento austríaco. Última hora: Adam Sandler dice que su nueva película es la mejor de su carrera. Última hora: muere a los noventa y nueve años Doris Comosellame, inventora de una heladera automática.
—No, en serio, es que no eran ni palabras, sólo letras. Debía de ser un error.
—¿Quizá sea la red, la del móvil? Quizá le ocurra algo. ¿Un apagón tendría algún efecto en eso?
Clay no sabía cómo encajaba el mundo, pero, bueno, ¿acaso lo sabía alguien de verdad?
—¿Tú crees que ocurre algo con los móviles? ¿O sólo es esta zona? El mío, desde que llegamos, va a rachas. En el pueblo, cuando fui a comprar, funcionaba normal.
—Bueno, apartados estamos... ¿Te acuerdas de que el año pasado sucedió lo mismo? Y conste que el sitio que alquilamos no estaba tan aislado, ni de lejos.
A menos (eso Amanda no lo dijo) que fuera algo tan grave que hubiera afectado incluso a The New York Times. Se levantó y bebió de la botella que había en la mesita de noche. Estaba a temperatura ambiente. Lo que más le apetecía era agua fría.
—Cuatro alertas de noticias. No recibí tantas ni la noche de las elecciones.
Fue al cuarto de baño y se quedó mirando el móvil mientras orinaba, pero no le dijo nada más.
Clay se puso los bóxeres que había perdido durante la noche y se asomó al jardín. Pese a los augurios de tormenta, parecía una normalísima mañana de verano. Ya no se notaba ni una ráfaga de viento. De hecho, si se hubiera fijado (más de lo que le era posible), habría entendido que la calma era una reacción al viento. Se habría dado cuenta de que los insectos ya no hacían ruido y de que tampoco cantaban los pájaros. Si se hubiera fijado, habría advertido que era uno de esos momentos raros en que la luna pasa por delante del sol, esa sombra pasajera que los animales no entienden.
Amanda salió del baño y pasó al lado de su marido, que estaba esperando su turno.
—Voy a hacer café. —Notaba el peso del móvil en el fino bolsillo de algodón.
Rose estaba en la cocina con un cuenco de cereales. Amanda aún recordaba (tampoco había pasado tanto tiempo) cuando precisaba intercesión adulta para bajar el cuenco, llenarlo, cortar el plátano y verter la leche. Entonces intentaba que aquello no la molestara. Procuraba tener presente lo efímera que era esa etapa. Y ya había pasado. Ya había una última vez en que había cantado una nana a sus hijos, una última vez en que había limpiado de heces los recovecos de sus cuerpos y una última vez en que había visto a su hijo desnudo y perfecto como el día en que lo conoció. Nunca sabes cuándo es la última vez de algo porque si lo supieras no podrías seguir viviendo.
—Hola, cariño. —Puso café en el filtro de papel. Otro bonito día, ¿verdad?
—¿Puedo ver una película en tu ordenador?
—Es que no hay internet, cielo; si no, te dejaría ver Netflix. Oye, quería decirte...
—...que estas vacaciones son una mierda. —Rose tenía que puntualizarlo. Una injusticia.
—...que anoche tuvieron que venir... los Washington, los dueños de la casa. Es que hubo... —¿qué sustantivo necesitaba?—, hubo un problema. Con su coche. Y como no estaban lejos vinieron hasta aquí, aunque nos hayan alquilado la casa para toda la semana. —Ser madre (o ser persona a secas) exige una buena disposición para el embuste. A veces conviene mentir.
—¿De qué estás hablando? —A Rose ya le daba igual. Ella quería escribir a Hazel para ver qué hacía. Lo más probable era que en esos momentos estuviera viendo la tele.
—Hubo un problema con su coche y no andaban lejos de aquí. Ya sabían que estábamos nosotros, pero se les ocurrió pasar, explicárnoslo y... —Ni siquiera costaba mucho disimular. Los niños no tenían capacidad para asimilar asuntos complejos (bueno, simples tampoco, la verdad); de hecho, no les importaban, preciosos y encantadores narcisistas.
Clay apareció en calzoncillos y con cara de sueño.
—Me apunto a ese café.
Amanda le llenó una taza.
—Le estaba contando a Rose lo de los Washington.
—Papá, no va la tele. —Rose le tiró del brazo. A él sí que le importaría. Él sí que la ayudaría.
Se le cayó un poco de líquido caliente en el pie derecho.
—Cuidado, cariño.
—¿Te has olvidado de dejar el cuenco en el fregadero? —Amanda había leído un libro sobre cómo hablar con los niños para que te escucharan—. Clay, deberías vestirte, que está aquí esa gente. —Percibió la rudeza de sus palabras—. Los Washington. Están abajo.
—¿La puedes arreglar, papá?
—A ver, a ver, un poco de calma.
Quizá hubieran sido demasiado permisivos con el tiempo de pantalla, dosificándolo como lo que era, un narcótico. Clay era incapaz de resistirse a los ruegos de Rose. De bebé, cuando llamaba a «papi», lo hacía de una manera muy especial. Las niñas necesitan a sus padres. Dejó la taza y toqueteó el mando a distancia. Nieve: un toque lírico para describir lo que se veía cuando no había señal.
—No, parece que no funciona.
—¿Y no puedes resetearlo o algo así? ¿O subir al tejado o lo que sea?
—Al tejado no sube nadie —dijo Amanda.
—No, no pienso subir al tejado. —Clay se rascó la barriga, punteada de pelos e hinchada por la pasta a medianoche—. Además, ni siquiera tengo claro que el problema sea de aquí, del tejado o... de algún otro sitio. —Su gesto aludía a todo lo que los rodeaba. ¿Quién podía responder por el mundo en general? Suponiendo... que aún hubiera mundo—. Oye, ¿y si te sientas fuera? Enseguida salgo. Es que tengo que hablar un momento con mamá.
Rose habría preferido la tele, pero se conformaba con tener algo que hacer y aceptó la atención de su padre.
—Pero ven, ¿eh?
—Sí, en un par de minutos. —Clay miró detrás de ella, a la mañana, entre amarilla y blanca, reticente.
Rose dijo «vale» como aprenden a pronunciarlo los adolescentes, con el fervor de quien suelta una palabrota. Era una mañana tranquila, bonita, pero no tan interesante como un programa de la tele.
Rose dio un portazo sin querer del todo. Sí, seguro que donde estaba Hazel era todo mejor. A Hazel nunca se le estropearía la tele. Sus padres le dejaban tener una cuenta abierta de Instagram. Rose se sentó en una de las sillas blancas de metal y miró el bosque.
En la parte donde el jardín se desentendía de la casa, el césped se hacía más disperso, hasta que al borde del bosque (o el matorral o lo que fuera) sólo había tierra, hojas y hierbajos. Justo detrás, Rose vio un ciervo con cuernos abreviados de terciopelo y una expresión cauta, en cierto modo aburrida. La miraba con unos ojos oscuros extrañamente humanos.
Tuvo ganas de decir «un ciervo», pero no iba a oírla nadie. Al mirar la casa por encima del hombro vio a sus padres hablando. No tenía permiso para meterse en la piscina, pero tampoco era lo que iba a hacer. Bajó los escalones y pisó el césped húmedo mientras el ciervo la miraba con poca o ninguna curiosidad. Rose ni siquiera había advertido que al lado había otro. No, más. Había cinco ciervos. Siete. Cada vez que ajustaba la vista tratando de entenderlo, descubría algo nuevo. Había docenas de ciervos. Si hubiera estado a una mayor altura habría comprendido que eran cientos, que superaban el millar como poco. Tuvo ganas de entrar corriendo a contárselo a sus padres, pero también de quedarse donde estaba contemplando el espectáculo.