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Ruth se despertó con la mirada lúcida y se acordó de golpe. La vieja sensación de un brusco despertar justo cuando vas a dormirte, que al principio consideras algo idiosincrático, particular, aunque luego descubres que forma parte de la condición humana. La mañana y sus sonidos cotidianos: agua en las cañerías, los pasos de alguien, gente hablando en otra habitación... Necesitaba desesperadamente a Maya. Estaba en la cama, pero al mismo tiempo seguía en el coche, pensando en la niña: bebé contra su pecho, niña en su regazo, a los diez con brazos y piernas robustos y trenzas afro, adolescente lacónica, con camisa de franela y exceso de pendientes, universitaria, recién casada, madre radiante. En el cerebro de Ruth se solapaban todas las versiones de Maya. El piloto verde del descodificador le indicó que aún había corriente. Su móvil seguía sin dar señas de conectar con el mundo, pero tampoco esperaba lo contrario. Subió sin hacer ruido dejando que durmiera George.

Una vez en la cocina, descolgó el teléfono que habían instalado por consejo de Danny. El contratista tenía algún tipo de ascendiente sobre G.H. Para los hombres de la generación de G.H. resultaba impensable encariñarse con otros hombres. Por eso había sido tan encantador, primero, y tan desagradable, después, notar que sucumbía al embrujo de Danny. Era un trabajador manual, mientras que G.H. había ido a la Escuela de Negocios de Harvard, pero Danny, con sus camisas de cambray arremangadas sobre unos antebrazos firmes, y sus gafas de sol detrás de la cabeza, era musculoso y capaz. Ruth apretó el auricular contra su oreja. No era la nota grave y continua de un teléfono listo para marcar, sino el fúnebre lamento que indicaba la muerte. Durante un momento horrible, Ruth no alcanzó a imaginar del todo la voz de su hija. ¿Cómo sonaba Maya, la Maya actual, la persona real?

De adulta era igual que de niña, casi siempre desconcertada por sus padres. Solía llevar vestidos largos y estrambóticos, un lío de colores y estampados. Sus hijos se llamaban Beckett y Otto y retozaban desnudos en el jardín trasero. Ruth no entendía sus nombres ni que no estuvieran circuncidados, pero se lo callaba. Colgó, quizá con demasiada fuerza.

La pareja estaba en el salón; él casi desnudo, ella con ropa de andar por casa.

Amanda intentó disimular que se había sobresaltado.

—Buenos días.

Ruth contestó con la debida educación: palabras insinceras o inexactas (o quizá ambas cosas).

—Sigue sin haber línea.

—Estábamos... Esta mañana Amanda tenía alertas en el móvil.

—¿Y qué decían? —A Ruth le extrañó que el suyo no le hubiera comunicado nada. Nunca sabía usar el cacharro ese.

—Lo mismo, un apagón; luego algo sobre un huracán, una actualización y algo que no tenía ni pies ni cabeza. —Era la tercera vez que lo explicaba, y aún le veía menos sentido que antes.

—Te traigo un café —dijo Clay. —Le daba vergüenza no llevar ropa.

—Un huracán. Bueno, ya es algo. —Ruth buscaba hechos razonables.

—¿Sí? —Clay le tendió una taza (taza que le pertenecía).

—Bueno... podría estar relacionado. Con el corte eléctrico, digo. Podría ser. Ya pasó con el huracán Sandy. No recuerdo haber oído que éste se dirigiera a Nueva York, pero tampoco he estado muy atenta, debo reconocerlo.

Estaba segura de que todos habían oído decir que al final las famosas tempestades del siglo serían las tormentas de la década y que quizá hubiera que crear una nueva categoría para describir con precisión los tipos de tormenta ahora que la humanidad había trastocado tanto el mar.

—No sé muy bien qué decirles a los niños. —Amanda miró a la desconocida como si pudiera darle algún consejo. Luego se volvió hacia la cristalera y, como los demás, observó a Rose, que estaba de pie en el jardín.

—¿Qué edad tiene?

Hacía años, a Ruth le habían pedido ayuda en la administración del colegio. La Dalton School quería aumentar la «diversidad». Ruth se había hecho inmune a los microbios de los niños y prácticamente impermeable a sus encantos.

—Trece años, los cumplió el mes pasado. —Amanda se puso protectora—. Aunque en el fondo es un poco bebé todavía; vaya, que me gustaría que la cosa quedara... entre adultos.

—No hace falta preocuparlos.

En el colegio, Ruth trataba a los niños como los seres que inevitablemente acabarían siendo. Los niños que saldrían guapos, y por lo tanto colmados de atenciones; las niñas que saldrían atractivas, y por consiguiente crueles; los ricos que saldrían republicanos; los ricos que saldrían drogadictos; los ricos que superarían las expectativas de sus padres; los pobres que prosperarían y los pobres que volverían a East New York tras pasar desapercibidos en Princeton. Sabía que la infancia era un estado provisional, pero la había ablandado ser abuela.

—No quiero que les entre pánico por nada. —Amanda trató evitar la insinuación de que eso les había ocurrido a Ruth y su marido.

La madre de Ruth habría invocado a Dios. Vivir consistía en esforzarte al máximo para que a tus hijos les fuera mejor que a ti y el ateísmo de Ruth era una clara mejora. No se puede ir por la vida relegando lo incomprensible a lo divino.

—Yo no quiero asustar a nadie. —Sin embargo, tenía miedo—. Gracias por el café.

—Tenemos... Hay huevos y cereales, ¿eh? —Clay sostuvo un plátano sin saber cuánto se parecía en ese momento a un primate—.Voy a vestirme —dijo olvidando del todo la promesa que le había hecho a su hija. Tenía un plan.

Ruth se sentó. Se sentía segura hablando de trivialidades.

—Bueno, ¿y tú a qué te dedicas?

Amanda lo entendió.

—A la publicidad. Desde el punto de vista del cliente. Gestión de relaciones. —Se sentó también y cruzó las piernas.

Era el turno de Ruth.

—Yo estoy jubilada. Trabajaba en la Dalton School, en admisiones.

Amanda se irguió un poco sin poder evitarlo. Podía ser una oportunidad. Sus hijos no destacaban especialmente (¡aunque para ella siguieran siendo maravillosos!) y no les iría mal un pequeño empujón. Sabía que el precio de la matrícula era orientativo. Las familias como ellos dependían de la generosidad de otras personas más afortunadas.

—¡Qué interesante!

A veces, desde su antiguo despacho, Ruth había visto a Woody Allen merodeando por la casa de enfrente. Era una de las tres o cuatro cosas interesantes del trabajo. Se alegraba de ser libre.

—¿Y tu marido?

—¿Clay? Es profesor. De lengua y literatura, pero también de ciencias de la comunicación.

—No sé si acabo de entender lo que son. —Ruth lo dijo como para burlarse de sí misma.

Amanda tampoco lo había tenido nunca muy claro.

—Cine, cultura general, internet. La verdad, esos asuntos.

—¿En Columbia?

—El City College. —Parecía un poco decepcionante teniendo en cuenta que en lo primero que había pensado la otra mujer era en una universidad de la Ivy League, pero Amanda estaba orgullosa.

—Yo fui a Barnard y luego al Teachers College. —Ruth lo planteaba así para entender un poco mejor a sus inquilinos. Era un toma y daca.

—Más neoyorquina imposible. Yo fui a Penn. Me parecía un lugar tan lejano de mi mundo rural; Filadelfia, una urbe tan exótica... —Aún recordaba el traslado al campus al volante del Corolla de sus padres, rebosante de juegos de cama, una lámpara de escritorio, un estante para la ducha y un póster de Tori Amos. Le pareció todo muy desangelado. Al oír «ciudad» se había imaginado edificios que llegaban hasta el cielo, pero, en fin, siempre era mejor que Rockville. Tenían razón los R.E.M.: nadie saluda a nadie ni habla con nadie que no conozca—. Ojalá hubiera ido a la universidad en Nueva York.

—Bueno, yo soy de Chicago. —Ruth lo dijo como si fuera el mejor lugar donde criarse—. Aunque a estas alturas supongo que ya soy neoyorquina al cien por cien. Es el lugar donde más años he vivido.

G.H. se había vestido (prescindiendo de los calzoncillos sucios y los calcetines sudados, y sin molestarse en ponerse corbata) y había hecho la cama. No se podía vivir con la cama deshecha. Intentó prepararse con las abluciones de costumbre, pero no tenía demasiado claro el objeto de esa preparación.

—Buenos días.

Amanda se levantó para saludarlo, por alguna formalidad consustancial a ella, aunque no lo supiera.

—¿Alguna novedad? —G.H. la escuchó referir lo poco que sabían y deseó poder ver las noticias, pero sobre todo los índices del mercado. Quería informarse, pero también justificarse—. Habrá sido la tormenta, seguro. Alguna rama caída.

—Las líneas del fijo nunca fallan. Por eso dijo Danny que pusiéramos una. —Lo que molestaba a Ruth no era que quisieran calmarla, sino que le mintieran.

—Luz aún hay. —Era un dato que G.H. no quería que pasara por alto—. Podríamos acercarnos hoy en coche a casa de Danny.

Puestos a sufrir un asedio terrorista, mejor estar con Danny.

—¿Quién es Danny? ¿Hay vecinos aquí cerca? Justo antes de tomar el camino, pasamos al lado de un puesto de fruta y verdura. Seguro que hay alguien. Quizá sepan algo.

Amanda no sabía que la comezón que estaba sintiendo se parecía mucho a la que sufría su marido cuando pasaba demasiado tiempo sin nicotina. Quería irse.

—¿Y si es un caso de histeria colectiva? Varios grupos de gente pillan una enfermedad que al final resulta ser una simple alucinación colectiva. Cientos de personas con temblores y fiebre se imaginan aquejadas por erupciones en la piel. Hasta pueden conseguir que se les enrojezca. —G.H. se limitaba a exponer una teoría.

Ruth le llevó café a su marido.

—Ahora me llamarás histérica, que es la palabra que se usa, bueno, que usan los hombres, para las mujeres. —Casandra, por supuesto, estaba en lo cierto con respecto a Troya.

—Vimos lo mismo. Está claro que algo pasó. En eso estaremos de acuerdo.

De todos modos era un mero tecnicismo. El mundo era así. Sucedían cosas.

—Conducías tú. —Ruth quería insinuar que había huido—. Tenías tanto miedo como yo.

—Bueno, es que el ascensor... —Su piso llevaba el número catorce, pero era mentira. En el edificio no había decimotercero porque esa cifra da mala suerte. Era mejor fingir que no existía.

Amanda estaba incómoda. No conocía a esos dos individuos y no podía quedarse mirando cómo discutían.

—¿Dónde vive Danny?

—Bastante cerca. Sin la información correcta no se puede hacer nada en la vida. Os llevaré yo en coche. —G.H. escrutó la atmósfera exterior. Le pareció una mañana extraña, aunque se viera incapaz de argumentar por qué. No podía estar seguro de que fuera un hecho y no el contexto.

—No quiero que vayas a ninguna parte. —A Ruth le parecía ridícula la idea de buscar asilo en casa de Danny, como si fuera su hijo y no un tipo al que habían contratado. Estaba sopesando todas las hipótesis. Un musulmán sin rumbo en la vida con explosivos por todo el cuerpo. Otro avión estrellado. ¿Por qué no pasaba más a menudo? Convertir un avión en un arma era una gran idea.

En casita te sentías a salvo. Amanda lo entendía.

—Necesito mi ropa. Necesito ropa limpia.

Ruth se giró hacia Amanda.

—¡Ah, claro!

—Sólo tengo que abrir mi armario.

Alquilaban regularmente la casa, aunque nunca habían llegado a ver a ningún desconocido dentro. Siempre mandaban a Rosa antes de que se marcharan. Siempre se encontraban la casa inmaculada, fresca y a punto para recibirlos.

—Clay se está vistiendo. Voy a pedirle que se dé prisa.

No hacía falta que Ruth dijera nada sobre la cara que habían puesto al abrirles la puerta. Adivina quién viene esta noche...

—Gracias.

Ruth tenía sesenta y tres años. No la habían educado para «hacer» (aunque la acción también entrase en las expectativas), sino para convencer. Según su madre, era como se abrían paso las mujeres en el mundo: convenciendo a los hombres de que hicieran lo que ellas querían.

—Tengo miedo. —Era una confesión—. Maya y los niños. Seguro que está intentando llamarnos.

—Nuestra hija —explicó G.H. apoyando una mano en el hombro de su mujer—. De eso ahora no te preocupes.

Por lo general, Ruth soportaba no pensar en los casquetes polares o en el presidente. Podía mantener el miedo a raya centrándose en las menudencias de su propia vida.

—¿Recuerdas el año en que fuimos a Italia?

Calor seco, un hotel de lujo y Maya con coletas. Bebían vasos de zumo dulce a sorbitos y comían pizza con romero y patatas. Alquilaron un coche y se alojaron en una villa campestre. Era un sitio llano, sin apenas árboles, con el alivio de una piscina. Mientras contemplaba las ruinas del foro, Maya preguntó por qué habían ido a ver un sitio tan triturado. Para ella la historia no significaba nada. El tiempo era inimaginable a los nueve años. Quizá a los sesenta y tres también. Sólo existía ese momento, el actual, esta vida.

—¿Cómo te ha dado por pensar en eso?

—No sé en qué otra cosa pensar —dijo.