Rose dio vueltas y más vueltas al misterio de los ciervos, como a un caramelo con la lengua. Todavía no era lo bastante mayor para que dieran crédito a sus palabras. Dirían que se lo inventaba. Dirían que exageraba. Dirían que era una niña, sin embargo, aunque nadie más advirtiese que el día había cambiado, ella lo había percibido. Para empezar, hacía calor, un calor imposible teniendo en cuenta que el sol aún no había salido del todo. Se respiraba un aire artificial, como el de un invernadero o una exposición en un jardín botánico. La mañana era demasiado silenciosa. Le estaba diciendo algo. Intentó oírlo.
En la cocina, su padre estaba hablando con un señor mayor a quien Rose no había visto nunca. No se molestó en recordarle que en principio tenía que salir a verla. Mejor que lo hubiera olvidado. Su padre hizo las presentaciones.
—Encantada. —La habían educado bien.
—Un placer. —G.H. no pudo evitar pensar en su propia hija. Recordó que había usado su nombre para la combinación de la caja de seguridad.
—¿Te has cepillado los dientes? —Clay quería quitársela de encima.
—Fuera hace mucho calor. ¿Puedo bañarme?
—Por mí, sí, pero antes ve a buscar a tu madre y dile que te he dado permiso. Yo tengo que hablar con el señor Washington.
Durante la noche, en cierto modo, se habían cancelado mutuamente y por la mañana no se habrían podido describir el uno al otro para un retrato robot. De todos modos, dicen que los testigos oculares no son de fiar. A la mayoría de la gente sólo le importa ella misma. Lo mismo podía decirse de ellos dos, que, sin precedentes para la norma o la etiqueta adecuada al caso, estaban como a la deriva en una casa sobre la que ambos reclamaban sus respectivos derechos.
Ver de nuevo a aquel hombre a la luz del día era como ver a un desconocido después de acostarte con él.
—G.H., ¿te importa si salimos? —Qué masculino y resuelto sonaba si no sabías que lo que quería era fumar.
—De acuerdo. —G.H. se rió un poco para sus adentros. Costaba no adoptar aquel papel de vecino afable consagrado en las comedias. La televisión creaba el contexto y los negros tenían que seguir el juego, pero en esa ocasión la casa era suya. Era el protagonista de su propia historia.
Salieron por la puerta lateral. El anhelo posesivo de G.H. se extendía incluso al terreno, donde el césped se quedaba sin fuelle al topar con un muro de árboles. No era lo mismo que tener una casa en la playa. El mar impone. Los árboles son protectores.
—¡Qué calor hace! —Miró el cielo y se fijó en su color blanquecino.
Clay se sacó unos cigarrillos del bolsillo.
—Mi pequeño vicio. Perdón.
G.H. lo entendía: de hombre a hombre. Los hombres ya no decían esas cosas, se limitaban a insinuarlas. En otros tiempos, vaciar los ceniceros de la mesa era uno de los cometidos de la secretaria. Ahora ni siquiera se decía «secretaria», sino «asistente».
—Lo entiendo.
Dejaron el seto atrás. El crujido de la grava debajo de los pies resultaba agradable. Clay se alejó más de lo necesario (los tapaba el seto, no los verían los niños) porque le parecía una muestra de respeto.
—Dentro de la casa nunca fumaría, ¿eh?
—La fianza la pedimos por algo. —Habían tenido mucha suerte con los inquilinos. Una copa de vino rota, un pomo suelto y un jabonero que Ruth había sustituido por una concha grande.
—¿Te ha contado Amanda lo que ha visto, lo de las alertas de noticias? —Sólo le preocupaba la ilegible. Estaba más inquieto por la tecnología que por el país.
G.H. asintió.
—¿Sabes cómo me gano la vida? Gestiono dinero. ¿Y sabes qué requiere ese trabajo? Información. Ya está. Bueno, y dinero, pero información. Sin saber qué ocurre no puedes ni tomar decisiones ni evaluar los riesgos.
Clay, sin embargo, quería ganarse el protagonismo. Quería tranquilizarlos a todos. Tenía la fatuidad o el ego necesarios.
—Voy a ir en coche al pueblo. Es la única manera.
—Yo sospecho que es terrorismo, pero no es lo que me asusta. Los terroristas son unos catetos. Por algo los convencen de que se incineren en nombre de Dios. Son cabezas de turco. Pero ¿luego qué? —G.H. había tenido fe en las instituciones estadounidenses, aunque ahora lo asaltaban las dudas—. Pon que ocurre algo en Nueva York. ¿Tú crees que este presidente tomaría las medidas adecuadas? —Esos temores sonaban antes a paranoia, pero se habían convertido en mero pragmatismo.
—Bueno, pues voy a enterarme de qué pasa. —Clay estaba orgulloso de sí mismo. Hinchaba el pecho estimulado por un instinto de primate alfa.
—Mi contratista vive a pocos kilómetros, siguiendo por la carretera. Es buena persona. Le tengo confianza. Podríamos ir a verlo. —Más que nada, G.H. pensaba en voz alta.
Para Clay, la nicotina era un alivio.
—Yo creo que aquí estamos seguros.
G.H. no lo tenía tan claro.
—Eso parece. De momento.
—No creo que haga falta molestar a tu amigo. Me voy al pueblo a comprar algún periódico y buscar a alguien que sepa más que nosotros.
—Te acompañaría, pero no estoy seguro de que a Ruth le parezca bien.
G.H. era negociador de profesión. No quería ir.
—Vosotros quedaos. —Clay pensaba de alguna manera en su padre—. Hay alquileres en los que el dueño vive en la misma casa. Tampoco es tan raro. —Le preocupaba que siguieran conduciendo. Le parecía un detalle de su parte. Quería que lo vieran como una buena persona.
G.H. volvió a mirar el cielo.
—Tiene pinta de que hará buen día. Ya hace mucho calor. —A partir de cierta edad podías permitirte decir esas cosas como si de algún modo estuvieras en sintonía con los ritmos secretos de la naturaleza, como si G.H. hubiera pasado su vida en un pesquero y no en un rascacielos de Midtown. Quizá fuese a nadar.
Clay también levantó la vista. El amarillo se estaba decantando hacia el azul. A él le había parecido que amenazaba lluvia, pero en ese momento la sensación era de verano. ¡Cómo se habían equivocado!