Clay pulsó dos veces el botón para bajar las cuatro ventanillas al mismo tiempo. Le gustaba esa prestación, fruto del ingenio de un ingeniero especialmente sagaz: entendió que cuando hace calor lo primero que quieres es aire. Aun así, el aire seco y estanco del coche también tenía su gracia: las motas de polvo, que casi se pudiera oler la luz del sol... Después de hacer un ruido peculiar sobre la grava, las ruedas procedieron a rodar suavemente por el asfalto. Conducía despacio, con flema, para sentirse más valiente. Por otro lado quería sufragar los gastos; cuanto más tiempo se quedara esa gente, más derecho tendría él a sus mil dólares.
Había un campo donde cultivaban algo, aunque no tenía ni idea de qué. ¿Las semillas de soja eran lo mismo que el edamame o algo distinto? ¿Para qué se usaban? Pasó despacio al lado de la barraca en la que vendían huevos. La carretera era un acceso intermedio, aún estrecho, y no del todo real. Esperó a que se conectara el GPS, pero, bueno, ¿no había encontrado el camino de la playa el día anterior? Sabía lo que se hacía.
Alguien le había explicado que fumar te calma porque consiste más que nada en respirar profundamente. Como no había arcén, se detuvo en medio de la carretera, apagó el motor y apretó el botón para que volvieran a subir las ventanillas con una sincronización magnífica. Se alejó tres metros, porque no quería que el coche se impregnara de olor a humo.
De nuevo experimentó el puro subidón de saciedad. Estuvo cerca de desmayarse. Al no tener donde apoyarse, se irguió en toda su estatura y miró el mundo a la redonda. No se oía nada. Anheló fugazmente la claridad de una Coca-Cola bien fría, que le despejase la ligera resaca. Ya tenía decidido qué hacer. Seguiría por esa carretera secundaria, tomaría la principal y, después de las curvas, al llegar al cruce, en lugar de torcer a la derecha, hacia el mar, doblaría a la izquierda, hacia el pueblo. Había una gasolinera, una biblioteca, una tienda de segunda mano, una heladería, un motel y, continuando por la carretera, uno de esos complejos comerciales tan deprimentes de una sola planta, con un supermercado, una farmacia, una tintorería y una franquicia de bocadillos pulcramente dispuestos frente a un aparcamiento tan grande que nunca se llenaría. Allí iría en busca de iluminación: no a la biblioteca, sino al lugar donde se venden mercancías. Una Coca-Cola la encontrabas casi en cualquier sitio.
Miró su móvil. La fuerza de la costumbre. No le enseñó nada. Tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó y volvió a subir al coche. El cerebro era un prodigio. Podías conducir sin pensar del todo en conducir. Claro, ya te sabías el itinerario, de tanto ir y volver a diario del trabajo: poner el coche en marcha, llegar a la autovía, maniobrar por los carriles, tomar la salida de siempre, ir frenando de manera paulatina en los semáforos en rojo, continuar en los semáforos en verde, escuchando, pero no del todo, las noticias más candentes repetidas en la radio pública o pensando en algún desaire sufrido en la oficina o recordando un montaje de Los piratas de Penzance que viste aquel verano, entre sexto y séptimo curso... Se conducía de memoria. Se hacía y punto.
No es que Clay estuviera pensando en el montaje de Los piratas de Penzance que había visto durante el verano que transcurrió entre sexto y séptimo, aunque recordaba esa época como los tiempos dorados, transitorios, en que aún era el hijo favorito de su madre, pero en algo debía de pensar porque en un momento dado cambió de dirección y siguió conduciendo durante un trecho (le resultaba imposible hacer una estimación de las distancias y los volúmenes) hasta que se dio cuenta de que, si bien estaba con toda certeza en una carretera, una más seria, de dos carriles, de ésas que conocería e identificaría el GPS, en el fondo no podía estar seguro de que fuera la que buscaba. En la libreta de Amanda había indicaciones, claro, pero la libreta de Amanda estaba en la casa, en el bolso Vuitton de Amanda. De todas formas, la capacidad de seguir indicaciones escritas hasta tu destino e invertir luego el orden para rehacer el recorrido era un arte obsoleto. Era como bajar las ventanillas con una manivela. El progreso humano. Clay se había perdido.
Todo era muy verde. No había nada a lo que agarrarse. Apenas algunos árboles y un campo cultivado. Se vislumbraba un techo, la promesa de un edificio, pero no habría sabido decir si se trataba de una casa o un granero. La carretera trazaba una curva y llegaba a otro sitio, donde había otro campo, más árboles y otra franja de techo de casa o granero. Pensó en los dibujos animados esos de antes que reciclaban los fondos para dar una impresión de movimiento. Era imposible decidir si era más sensato parar y volver por donde había venido o seguir como si supiese adónde iba. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba al volante ni si sabría reconocer la salida a la carretera que llevaba al camino de grava y a la casa donde esperaba su familia. No sabía si la carretera tenía algún indicador (ni qué indicaba si lo había). Quizá debería haber prestado más atención. Quizá debería haberse tomado más en serio su misión.
Lo distraía oír el viento y sentirlo en la cara. Frenó un poco y volvió a subir las ventanillas. Luego clavó varias veces el dedo en el panel central hasta que el aire acondicionado cobró vida. Siguió recto; bueno, no exactamente porque la carretera se ondulaba y retorcía, de modo que quizá hubiera vuelto al punto de partida, y por eso le sonaban tanto los árboles y las construcciones esporádicas: eran los mismos. Encontró un chicle y se lo metió en la boca. ¡Qué bien!
No había más coches y no sabía si le parecía raro o no. En cualquier caso, no era el tipo de carretera con señales de stop. Los planificadores de la zona se fiaban de los vecinos. Frenó en el polvo del arcén, dio media vuelta y regresó por donde había venido. Ya nada le resultaba familiar a pesar de que acababa de recorrer ese camino. Estaba todo al revés y le llamaban la atención cosas del lado izquierdo de la carretera que cuando estaban a su derecha le habían pasado desapercibidas: un cartel chapucero que anunciaba la granja McKinnon, un solo caballo en medio de un prado, las ruinas de un edificio quemado... En un momento dado redujo la velocidad intuyendo que tenía que estar cerca la salida por donde se iba a la casa, aunque él no la tomaría porque seguiría conduciendo en la otra dirección, donde sabía que esperaba el pueblo.
A su derecha había una carretera. Al pasar se volvió a mirarla, pero no era la que llevaba a la casa porque no estaba la barraca pintada donde por cinco dólares tenías una docena de huevos a tu disposición. Aceleró y siguió conduciendo. Había otra salida, pero tampoco estaba la barraca. Se preguntó si para llegar a la carretera donde se hallaba había girado dos veces y estaba buscando una referencia que no existía. Sacó el móvil a sabiendas de que está prohibido mirarlo mientras se conduce y lo sorprendió que no diera muestras de funcionar hasta que se acordó: pues claro que no funcionaba; el verdadero objetivo de su incursión era ése, no una Coca-Cola bien fría. Había ido en coche para demostrarles a todos que era un hombre, que lo tenía todo dominado. Ahora estaba perdido y se sentía ridículo.
Tiró el móvil al asiento de al lado. ¿Cómo iba a haber más coches si eran carreteras rurales al servicio de unas pocas personas? El día sólo parecía raro por lo rara que había sido la noche. Estaba un poco desorientado, pero ya encontraría el camino; no se había alejado tanto como para que tuvieran que rescatarlo. Pensó en cuando el Gobierno enviaba helicópteros para salvar a los mentecatos antisociales que se empeñaban en vivir sobre montañas sometidas al furor de los incendios. La gente pensaba que el fuego era un desastre. No entendía que era una parte importante del ciclo vital del bosque. Se quemaba lo viejo y crecía lo nuevo. Continuó conduciendo. ¿Qué iba a hacer si no?