El sol se movía despacio por el cielo, como siempre se había movido. Lo acogían con los brazos abiertos. Lo adoraban. El picor en la piel parecía un castigo; el sudor, una virtud. Vasos recogidos encima de la mesa. Usaban toallas y luego las abandonaban. Se oían suspiros y amagos de conversación. Chapoteo de agua y el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse. Era un calor de los que casi se oyen. ¿Qué podían hacer con un calor así? Nadar y poco más.
Amanda se hizo friegas de protector solar en el pecho palpando la sustancia, fibrosa, correosa, de su propio ser bajo la piel. Era una improvisación. En la oscuridad del público, alguien había dictado en voz alta ese escenario. No tenía sentido, y se le había asignado actuar como si lo tuviera. Clay, mientras tanto, en coche camino del pueblo. Y ella haciendo eso. Recordó aquella película en que el padre finge por su hijo que la vida bajo el régimen nazi es normal y hasta bonita. Ahora que lo pensaba, tenía algo de profético. Fingiendo podían conseguirse muchas cosas.
Ruth les dijo a los niños que en el garaje había más flotadores. Volvieron con varios Oldenburg flácidos en miniatura. Archie se metió el pitorro entre los labios (el suyo pretendía parecer un dónut con virutas de colores y un mordisco) y el esfuerzo de la exhalación reveló la filigrana de sus costillas.
Era muy injusto que las capacidades de Archie fueran tan superiores. Tres años de ventaja. Rose no conseguía meter ni gota de aire en su flotador, un simple bote redondo, aunque de aspecto cómodo. Daba rabia. En lo básico, Archie ya era una persona adulta, mientras que ella no podía dejar de ser quien era.
—Ya te lo inflo yo, cielo. —Amanda se puso aquella cosa fofa entre las piernas y se sentó al borde de la tumbona de madera para obligarla a tomar forma.
—Me gusta más el dónut. —No se salía con la suya y no podía evitar recalcarlo.
—Pues has llegado tarde, tonta.
Archie arrojó el dónut a la superficie de la piscina. Luego rebotó en el trampolín y sólo aterrizó a medias en el flotador, como si lo hubiera hecho a posta. No le molestaban las protestas de su hermana; ya hacía tiempo que había aprendido a ignorar casi todo lo que decía.
—El bote es más cómodo. —Rose era el tipo de niña fea y regordeta que a Ruth le daba inevitablemente pena. Archie, por su parte, le parecía idéntico a todos los niños que había visto desfilar por los pasillos del colegio seguros de sus encantos. Quizá fuera un efecto de las madres en los hijos varones. Temió por sus nietos, enmadrados/asfixiados por partida doble.
Rose ya tenía edad para fingir buenos modales, pero aun así se puso quejica.
—Ya, pero el dónut es más divertido. —Lo dijo con ese tono especial al que recurren los niños cuando apelan a adultos que no son sus padres.
—A la larga, lo divertido no sirve de nada. —Ruth cruzó las piernas delante de la mesa con sombrilla. Se había puesto ropa limpia. Cuando entró sigilosamente en el dormitorio principal, se estremeció al ver la cama deshecha, el cuarto de baño con toallas usadas por el suelo y la ropa sucia tirada de cualquier manera. Ya estaba mejor, casi relajada.
—Esto cuesta más de lo que parece. —Amanda pensó en los cigarrillos de Clay, que le robaban el aliento. Sabía que era injusto no tener algún vicio. Con lo falto de alegrías que estaba el mundo actual... ¿Cuándo se habían convertido en padres el uno para el otro?
Rose tenía la impaciencia de los trece años.
—Date prisa, mamá.
Se sacó de la boca el pezón de plástico traslúcido brillante de saliva.
—Toma. —Así ya estaba bien.
Rose se quedó en los escalones, con el agua tibia por las espinillas. Archie y ella se evaporaron en sus juegos. La conspiración privada de la infancia: niños apoyándose recíprocamente, el futuro contra el pasado.
Amanda pensaba muchas veces que los hermanos son como las parejas que llevan mucho tiempo casadas, con sus discusiones taquigráficas. Era algo que no sobrevivía a la niñez. Ella con sus hermanos tenía poco contacto más allá de los largos correos que recibía de vez en cuando de Brian, el mayor, y de los mensajes de texto muy esporádicos de Jason, el pequeño (llenos de faltas de ortografía).
—¿Cuánto hace que se ha ido? —Miró el móvil. Al menos funcionaba el reloj.
—¿Veinte minutos? —G.H. echó un vistazo a su reloj de pulsera. Era lo que se tardaba en llegar al pueblo, y más si ibas despacio, si no conocías bien la zona—. Ya no tardará.
—¿Preparo ya la comida? —Más que hambrienta, Amanda estaba aburrida.
—Si quieres te ayudo. —Ruth ya estaba de pie. Hasta a ella misma le costaba discernir si era por ganas o por obligación. Sí que le gustaba cocinar, pero ¿era porque las convenciones la habían metido forzosamente en la cocina hasta que aprendió a disfrutar del tiempo que pasaba en ella?
—Cuantos más, mejor. —A Amanda no le apetecía estar con ella, pero podía ser una manera de distraerse y no pensar en su marido.
Dentro se estaba más fresco, aunque Ruth había ajustado el termostato para que no hiciera demasiado frío. Le parecía malgastar.
—No hace falta que te preocupes, ¿eh?
Amanda entendió que estaba siendo amable. Clay había comprado brie y chocolate. Era para unos sándwiches que le gustaban especialmente a Rose, una receta que por algún motivo Clay acostumbraba a preparar en Nochevieja.
Las tradiciones siempre empiezan en algún momento hasta que se acaban.
—Te aviso de que la receta suena rara, pero está buenísima. —Sacó todos los ingredientes.
Era Ruth la que ponía el pavo de Acción de Gracias a remojar en agua con sal. Era ella la que colocaba el beicon sobre la rejilla del horno y lo dejaba hacerse hasta que estaba bien crujiente. Era ella la que usaba un cuchillo para separar las membranas y la pulpa del pomelo. La cocina era suya.
—¿Chocolate?
Amanda se quedó mirando lo que había distribuido por la encimera: cada trocito de chocolate con su belleza propia; la cuña de queso blando: un espectáculo.
—Salado y dulce. Tiene algo mágico.
—Supongo que los polos opuestos se atraen.
¿Estaba coqueteando Ruth? Quizá. ¿Tan opuestas eran ella y Amanda? Las habían reunido circunstancias aleatorias, pero ¿qué circunstancias no lo son al fin y a la postre? Picó albahaca.
Ruth llenó un cubo de hielo. Sacó servilletas de tela, las dobló con precisión en forma de cuadrados y las puso en una bandeja.
Amanda se husmeó las puntas olorosas de los dedos.
—¿Del jardín te ocupas tú?
—A George no lo pillarás nunca haciendo tareas de viejos. —Ruth consideraba que el hecho de tener inclinaciones más propias de una abuela (los crucigramas, el jardín, los libros gruesos de bolsillo sobre los Tudor) no demostraba nada. Le gustaba lo que le gustaba y punto. No era vieja.
Amanda intentó adivinarlo.
—¿Es abogado? No, se dedica a las finanzas. No, al derecho.
A su modo de ver, el costoso reloj de pulsera, el pelo canoso y cuidado, las gafas de calidad y los zapatos de lujo explicaban de sobra el tipo de hombre que era G.H.
—Al capital riesgo. ¿Corto el queso? —Ruth ya lo había explicado muchas veces, pero seguía sin significar gran cosa para ella. ¿Y qué? Tampoco G.H. entendía los pormenores de lo que había hecho ella en la Dalton School. Es posible que a nadie, ni al más enamorado, le importen las menudencias de las vidas ajenas—. Vaya, se podría decir que a las finanzas, pero no en un gran banco. Es una empresa pequeña y muy especializada.
Era su manera de esclarecérselo a quienes lo entendían tan poco como ella.
—Corta lonchas finas para hacer sándwiches a la parrilla. —Había bastante para cuatro, pero para seis se quedaba un poco corto. Decidió hacer uno y reservarlo para Clay. Sólo de pensar en él se le empañaron los ojos. Tenía ganas de saber qué noticias traería, pero también de que volviese.
—Al menos los niños disfrutan. —Ruth no quería a esa gente allí, pero no podía evitar una cierta conexión humana. Aunque estaba preocupada por el destino del universo, en cierto modo se resistía a cuidar de otras personas. Quizá no les quedara otra opción.
Amanda derritió mantequilla en la sartén negra.
—Esto ya está.
Archie era casi un hombre. Un siglo antes, en Europa, lo habrían mandado ya a las trincheras. ¿Tenía que contarle lo que estaba ocurriendo? Y, en caso afirmativo, ¿qué le diría?
—He encontrado esta salsa de cebolla. Podría ir bien para picar, ¿no? —Ruth sacó un cuenco y una cuchara grande. Trabajaron las dos en silencio.
Amanda no podía más. Al final lo dijo.
—¿Qué crees que está pasando?
—Dentro de poco volverá tu marido. Seguro que se ha enterado de algo. —Ruth probó la salsa con el meñique (un gesto elegante). No quería jugar a las adivinanzas. Sospechaba que Amanda no los creía y prefería evitar situaciones embarazosas.
Amanda sacó un sándwich que ya estaba hecho.
—Mis hijos, cuando quieren enterarse de qué tiempo hace, lo miran en el móvil. Dependen de él para saber la hora y cualquier otro aspecto de la realidad que los rodea. Ya no pueden ni mirar el mundo si no es a través de ese prisma. —Ella, sin embargo, hacía lo mismo. Aunque se hubiera burlado del anuncio de la tele donde parece que Zooey Deschanel no sabe si está lloviendo, ella habría actuado exactamente igual—. Ahora mismo resulta que sin nuestros móviles estamos aquí aislados.
Ni más ni menos. El síndrome de abstinencia telefónica. Siempre que volaba quitaba el modo avión en cuanto oía la campanita que señala una altitud inferior a diez mil pies. Entonces intentaba consultar su correo. Con el cinturón puesto, el personal de vuelo no podía reñirla. Deslizaba sin parar el dedo por la pantalla esperando a que hubiera conexión y ver entonces lo que se había perdido.
—Cuando puedas verlo en tu móvil te lo creerás. —Ruth ni siquiera se lo reprochaba. Ningún cerebro había quedado indemne a tantos años de debate sobre la objetividad de los hechos.
—Es que ahora mismo no sabemos nada. Estaré mejor cuando sepamos algo. ¿No te parece que Clay está tardando mucho?
Ruth dejó la cuchara sucia en el fregadero.
—Está esa vieja idea que consiste en imaginar que estás atrapada en una isla desierta, muy lejos de la sociedad y de la gente. Tal vez hayas de elegir qué diez libros o discos te llevas. Dicho así, más que una cárcel parece el paraíso. —A ella lo de una isla desierta le sonaba bonito, aunque estaba subiendo el nivel de los mares: quizá pronto no quedara ninguna.
—Ya, pero aquí no tengo diez libros. Si hubiera internet podría entrar en mi cuenta y descargarme todos los que he comprado para el Kindle, pero no hay. —Lo que no dijo: tenemos la piscina y estos sándwiches de brie con chocolate y aunque no nos conozcamos también nos tenemos mutuamente, por supuesto.