Amanda sacó vino. Estaban de vacaciones. También como remedio para la resaca. Cuando los niños se quejaron de que era demasiado pronto para comer, ella, aliviada, dejó que se enfrascaran en su juego. Sirvió el vino (de color rosa claro) en vasos acrílicos y los distribuyó con un ceremonial casi religioso. Alguien atento y paciente había planchado las servilletas de tela. Tuvo curiosidad por saber si había sido Ruth.
—¡Qué educados son tus hijos! —Para G.H. era el mayor elogio.
—Gracias. —Amanda no estaba segura de que no fuera adulación o un simple comentario por decir algo, pero de todos modos le gustó—. Vosotros tenéis una hija, ¿verdad?
—Maya. Es profesora en un colegio Montessori de Massachusetts. —G.H. seguía sin saber exactamente en qué consistía aquel método pedagógico, pero adoraba a su hija.
—No es sólo profesora, lo dirige. Lo lleva todo ella. —Ruth mordió una zanahoria enana. Se notaba contenta. Tal vez un rincón de su memoria recordaba haber leído que cuando tienes una enfermedad terminal y te la diagnostican, ingresas en un beatífico período de remisión, calma y casi buena salud. Una luna de miel. Un interludio de felicidad.
—¡Qué maravilla! A Archie de pequeño lo apuntamos a una Montessori y era impresionante. Lo de cambiarse de zapatos, lavarse las manos, darse los buenos días como compañeros de oficina...
Le había encantado que Archie se refiriese al juego como «trabajo». Niños torpones, poco más que bebés, practicando para cuando fueran adultos a base de aguantar bolas de cristal con una cucharilla y limpiar lo que se les había derramado durante la comida...
—Dicen que es importante para el desarrollo. Maya lo vive con mucha pasión. Dentro de poco empezarán los niños... ¡Santo Dios! ¡Pero si sólo deben de faltar dos semanas! —Ruth se había puesto a la defensiva.
—¿Ya? ¡No puede ser! —G.H. sabía que los tópicos siempre acaban confirmándose, que, en efecto, los niños crecen tan deprisa como se dice.
—Septiembre. —Ruth lo dijo esperanzada. Su madre habría sacado a colación a Dios, «Dios mediante», un acto reflejo como coger aire. Ellos burlarse no se burlaban, pero tampoco habían heredado su piedad. Quizá tuviera algo de razón. Quizá fuera una insensatez dar por supuesto que pasaba algo sin que lo decidiera alguien (Dios, claro, por qué no).
¿Por qué pensó Amanda en la canción de Earth Wind & Fire o por qué le pareció racista pensarlo? No, algunos sus mejores amigos no eran negros. La mujer de su amigo Peter, Martika, era hija de una modelo negra muy famosa en los setenta. Su vecino de la planta baja era negro, pero también transgénero o no binario o lo que fuese... Amanda siempre se dirigía a ese individuo usando su nombre, por si acaso: «Me alegro de verte, Jordan», «¿qué, Jordan, cómo va el verano?», «¡pero qué calor hace últimamente, Jordan!».
—La verdad es que el tiempo pasa volando. Cuando Archie era un bebé, los padres de hijos mayores siempre me lo decían y yo pensaba «pues me muero de ganas de que pase». Porque estaba agotada. En cambio, ahora veo que tenían razón. —Ya hablaba por hablar.
—Iba a decirte lo mismo. Te me has adelantado. Aún me acuerdo de cuando Maya tenía la misma edad.
G.H. se había puesto nostálgico, pero también estaba preocupado. Habían vivido bien, muchos años, felices. Al final todo se resumía en Maya y su familia, por supuesto, que no era poco. El deber de un padre es proteger a su prole y la noche anterior, mientras conducía, pensaba qué podía hacer por Maya desde la lejanía de Long Island y se dio cuenta de que poca cosa. De todas formas, no era Maya quien necesitaba ayuda, sino ellos. Maya y los niños estaban perfectamente.
Ruth se preguntó qué versión de la niña tendría su marido en la cabeza. Prefirió no preguntárselo. Era un tema demasiado íntimo para sacarlo a colación frente a una desconocida. Ya resultaba bastante raro que estuvieran todos allí sentados en bañador.
—Debe de resultar divertido eso de ser abuelos. Puedes mimarlos todo lo que te parezca sin tener que pasar la noche en vela ni reñirlos por las malas notas o por lo que sea.
Los padres de Amanda desempeñaban ese oficio con indiferencia. Sin tener nada en contra de Archie y Rose, tampoco se les caía la baba con ellos. En total eran siete primos. Los padres de Amanda se habían retirado a Santa Fe, donde él pintaba unos paisajes espantosos y ella hacía voluntariado en una perrera. Estaban resueltos a disfrutar de la libertad de la vejez en ese sitio tan raro donde el agua tardaba más tiempo en hervir.
—Están buenos estos sándwiches. —Ruth albergaba algunas dudas iniciales.
Por otra parte tenía ganas ya de cambiar de tema. Maya, la verdad sea dicha, era una celosa guardiana de Beckett y Otto. Sus padres le parecían débiles o conservadores, incapaces de entender la filosofía que había detrás, y lo que habían acordado Clara y ella. Cuando Ruth se presentaba con bolsas de Books of Wonder, Maya hacía una criba digna de un rabino buscando dónde y cómo podían pecar. Su intención era buena. El objeto de su desconfianza no eran sus padres, sino el mundo que habían creado, y quizá tuviera razón. Ruth no se podía resistir a comprarles cosas adorables (camisitas de cuadros, como las que se ponen a los osos de peluche) y Maya trataba de disimular su desdén. Daba igual. Ruth sólo quería que le siguiera la corriente y abrazar los cuerpos de los niños con su olor a limpio. Era curioso cómo se sentía al abrazarlos. Invencible.
—Están buenos —confirmó G.H.
—Bueno, un poco sí que los mimamos —reconoció Ruth—. Cuando tenemos la oportunidad. —Era lo que quería, la oportunidad de ver a su familia.
Amanda ya no creía que fueran estafadores, pero ¿y si mostraban síntomas precoces de demencia? ¿Los primeros avisos, como dejarse las llaves dentro de la nevera o meterse en la ducha con los calcetines puestos o pensar que aún es presidente Reagan? ¿No funcionaba así? Primero la ficción, luego la paranoia y al final el alzhéimer. Con sus padres tenía la misma sensación: sus decisiones le parecían sospechosas. Se habían mudado a Santa Fe después de ir a esquiar a Nuevo México un par de veces diez años antes. Para Amanda no tenía sentido. Le parecía que la satisfacción de sus padres tenía un componente de autoengaño.
—En eso consiste ser abuelo.
—George es peor que yo...
—Un momento. —No había querido ser tan brusca. Los miró como disculpándose—. Me acabo de dar cuenta. ¿Te llamas George Washington?
No tenía nada de especialmente vergonzoso. G.H. llevaba explicándolo más de sesenta años.
—Me llamo George Herman Washington.
—Perdona, qué maleducada que he sido. —¿Sería el vino?—. Es que no sé por qué, pero te pega.
No podía explicarlo, aunque tal vez cayera por su propio peso. Algún día habría una anécdota que contar: la de que había estado sentada al lado de la piscina con un negro que se llamaba George Washington mientras su marido estaba fuera intentando averiguar qué le había pasado al mundo. La noche anterior habían intercambiado historias de desastres. Ésa sería una más.
—No tienes que disculparte. Es una de las razones que me impulsaron a emplear mis iniciales al poco tiempo de empezar a trabajar.
—Es un nombre muy bonito. —Ruth no estaba nada ofendida. Lo que la extrañaba era el desparpajo con que les hablaba esa mujer. Era consciente de que eso la hacía parecer aún más una vieja, pero echaba en falta un poco de formalidad.
—¡Sí que es bonito, sí! Y las iniciales me encantan. G.H. suena a gran magnate de la industria, a alguien que domina su oficio. Yo a un G.H. le confiaría mi dinero. —Amanda se excedía en su afán de compensar las reticencias anteriores, aunque también se le habían subido un poco a la cabeza el vino, el calor y lo raro que era todo—. ¿No os parece que tendría que estar llegando Clay? —Se miró la muñeca, pero no llevaba el reloj.