Los niños se aburrían de tanto ocio. En inferioridad numérica, Archie y Rose redescubrían cierta conexión; volvían a tener cinco y dos años y a colaborar en la consecución de un objetivo tácito. Alejándose de la piscina, alejándose de los mayores, en la hierba, la sombra era el alivio que no les había dado la piscina.
—Vamos al bosque, Archie. —Rose pensó en lo que había visto. Ni siquiera ella le encontraba un sentido—. Esta mañana he visto algo. Ciervos.
—Pero si están por todas partes, tonta. Son como las ardillas o las palomas. No le importan a nadie. —Tampoco estaba tan mal su hermana. Además, aún era pequeña, y no podía evitar ser tonta. ¿Él también había sido así de tonto a los trece?
—No, oye, que va en serio. —Rose se volvió para mirar por encima del hombro a los adultos, que estaban almorzando. No podía decir «por favor» porque suplicarle algo a Archie sería disuasorio. Tenía que hacer que sonara interesante. Quería fingir que eran dos exploradores, pero ni siquiera era un juego porque estarían explorando de verdad—. Vamos a ver qué hay.
—No hay nada. —A pesar de todo, Archie sí sentía un poco de curiosidad. ¿Habría puntas de flecha indias? ¿Dinero? ¿Desconocidos? En los distintos bosques que había visitado a lo largo de su vida halló cosas la hostia de raras. Tres páginas arrancadas de una revista guarra: una mujer con un peinado anticuado, la piel bronceada y unas tetas enormes que ponía morritos y hacía contorsiones. Un billete de un dólar. Un tarro con un líquido no del todo transparente que sin duda era pis, aunque no sabía cómo demostrarlo porque no quería abrir un tarro con pis ajeno. Lo único que decía Rosie era que en el mundo había misterios y Archie lo sabía, pero no quería oírselo decir.
—¿Y si hay algo? Igual más al fondo hay una casa. —Rose se estaba imaginando algo que ni ella tenía claro.
—En esta zona no hay más casas. —Archie lo dijo como si no se lo pudiera creer o como si lo lamentase. La entendía. Él también se aburría.
—Está la granja esa. ¿No recuerdas que vendían huevos?
Quizá los granjeros tuviesen hijos. Quizá tuvieran una hija llamada Kayla o Chelsea o Madison. Quizá esa chica tuviera su propio móvil y dinero o se le ocurriese algo divertido que hacer. Quizá los invitara a entrar y dentro hubiera aire acondicionado y jugasen a videojuegos y comieran Fritos y bebieran Coca-Cola Light con hielo.
Rose tenía calor y le picaba todo. Quería ir al bosque con su hermano, adonde los adultos no pudieran ni verlos ni molestarlos. Se imaginaba indicios. Huellas. Rastros. Pruebas.
Archie cogió un palo del suelo y lo lanzó a los árboles como una jabalina. A los niños les encantan los palos, como a los perros. Ve a un parque con un niño y siempre cogerá un palo. Es una especie de reacción animal.
—Hay un columpio. Mola.
Estaba colgado de un árbol crecido. Debajo había un pequeño cobertizo que podía servir tanto para jugar como para guardar herramientas. A partir de ese punto, la hierba iba menguando hasta que sólo quedaban tierra y árboles. Rose se acercó al trote y se sentó en él.
Archie soltó una palabrota y se sintió como un hombre al quejarse de las raíces y las piedras que tenía debajo de los pies.
—¡Mierda!
—¿Qué hay ahí dentro? —Por alguna misteriosa razón, a Rose el cobertizo le inspiraba recelo. Podía contener cualquier cosa. Había empezado a fingir, si es que había dejado de hacerlo en algún momento.
—Vamos a abrirlo y lo vemos. —El tono de Archie era confiado, pero en el fondo la caseta lo inquietaba tanto como a su hermana. Podía haber albergado los juegos de un niño que ya estaba muerto. Dentro podía haber alguien esperando a que abrieran la puerta. Parecía de película, podrían estar viviendo el tipo de historia que no querían vivir por nada del mundo.
Los adultos estaban al otro lado de la valla. Era como si hubieran dejado de existir. Rose bajó del columpio y se acercó a la pequeña estructura. Rompió una telaraña, invisible hasta que dejó de serlo, y notó el horrible escalofrío que produce ese momento. El cuerpo sabe lo que hace. Te asusta para que te apartes por si la araña es venenosa. Hizo el esfuerzo de no gritar. A su hermano lo irritaban esas niñerías. Aun así emitió un sonido, una especie de asco ahogado.
—¿Qué? —Archie miró a su hermana con unas dosis de preocupación en el desdén. También era una reacción animal, la del hermano mayor.
—Una telaraña.
Rose pensó en La telaraña de Charlotte. Sabía que las arañas no tenían personalidades ni voces humanas, pero se preocupó por aquélla a la que había desahuciado. Era incapaz de no imaginársela como una araña hembra y bondadosa. No era consciente de que estaba dando trazos femeninos a la generosidad, lo cual formaba parte de la moraleja de ese cuento. Tampoco sabía que unos años antes, cuando se lo releyó en voz alta (aún tenían edad para que les leyeran algo antes de dormir), su madre cuestionó ese aspecto de la historia.
El niño y la niña se movían juntos por la hierba tupida: dos cuerpos casi desnudos, rosados por el sol, con el cosquilleo del aire, que corría más fresco debajo de las ramas, y con piel de gallina por la seda de la araña y el miedo, que es la mejor parte de las exploraciones. De lejos, su aspecto era como el de los cervatillos vistos por la mañana, muy temprano, jóvenes, vacilantes, desgarbados, pero con la gracia de ser sólo lo que son.
«Cobardica», pensó Archie, aunque no lo dijo. Era una respuesta refleja a la percepción de la debilidad, a pesar de que Rose era su hermana pequeña.
—Abre.
Rose titubeó y después ya no. Tenía que ser valiente: en eso consistía el juego. Había una muesca de las que se hunden con el pulgar sobre un tirador que apenas giró. El metal estaba desgastado y cargado de electricidad al tacto. Abrió la puerta, que chirrió de forma sonora. Dentro no había nada: hojas secas esparcidas casi como adrede en un rincón. El pulso le latía con tal fuerza que lo oía.
—¡Ah! —Estaba un poco desilusionada, aunque no habría sabido decir qué esperaba encontrar.
Archie asomó la cabeza, pero sin entrar.
—¡Qué aburrido es este puto sitio!
—Ya. —Rose escarbó en el suelo con la uña del pie pintada de azul claro hacía semanas.
Archie entendió que era un juego de improvisación.
—Aunque igual es donde duerme. Donde se esconde por las noches.
Miedo inmediato.
—¿Quién?
Archie se encogió de hombros.
—El que dejó esta huella. —Señaló las hojas, que en algún momento habían estado mojadas, pero que al secarse habían formado una superficie gruesa y contorneada—. A ver, ¿tú qué harías si no pudieras moverte de este bosque y no tuvieras dónde dormir?
Rose no quería ni pensarlo.
—¿Qué quieres decir?
—No sé, pues que tampoco es plan subirse a un árbol y dormir arriba, pero en el suelo sería todo muy... inseguro. Serpientes y bichos de ésos. Animales rabiosos. ¡Cuatro paredes! Y un techo. En el fondo es un lujo. Y con esta ventana... —Archie señaló el cristal sucio encajado en la pared de la caseta, que no habían visto hasta que la abrieron.
—Ya, supongo.
Rose tenía muy claro que fuera no habría querido dormir. No se imaginaba durmiendo en las ramas de un árbol. De hecho, no se veía capaz ni de subirse a un árbol. Hacía un par de años habían hecho escalada en el campamento de verano de Park Slope: le habían atado una cuerda a la cintura y llevaba casco y rodilleras, pero aun así se puso a chillar al llegar a la mitad de la pared y se negó a moverse hasta que el monitor, Darnell, la bajó con la cuerda.
Archie hizo una pausa significativa.
—...para que pueda espiar.
—¿Espiar qué?
Archie se dobló hacia el interior de la cabaña y miró por la ventana.
—¿Qué va a ser? La casa. Fíjate. La vista es perfecta.
Rose avanzó, un poco asqueada por la tierra en los pies descalzos. No era tan alta como su hermano, de modo que no necesitaba inclinarse, pero lo hizo apoyándose en el antebrazo de él. Era cierto, desde ese punto se veía la casa.
Archie siguió hablando.
—¿Ése no es... el cuarto donde duermes tú? ¡Guau! Corrígeme si me equivoco, pero estoy casi seguro de que sí. Imagínate que aquí está todo oscuro, pero la casa está iluminada. Tienes encendida la lámpara de la mesita de noche. Estás leyendo tan a gusto, debajo de la manta. Para verte sólo tiene que seguir la luz. Me apuesto lo que quieras a que no hace falta ni ponerse de puntillas para ver por las ventanas.
Rose chocó con la cabeza en el marco de la puerta al apartar el cuerpo.
—Cállate, Archie.
Él se aguantó la risa.
—Que te calles. —Rose se cruzó de brazos—. Oye, que esta mañana he visto ciervos. No uno, muchos. Cien o más. Aquí. Ha sido más raro... ¿Van en grupos tan grandes?
Archie fue hacia el árbol que protegía el cobertizo con su sombra. Alzó los brazos y saltó un poco para colgarse de la rama más baja. Luego levantó las rodillas hasta el pecho y se columpió, animal y travieso. Se dejó caer al suelo con un golpe sordo y escupió en la tierra.
—No tengo ni puta idea de lo que hacen los putos ciervos.
Sus cuerpos, de color melocotón, con pelusilla, pegajosos, se diluían en el follaje; no podían ser vistos, oídos u observados mientras investigaban.
Querían que ocurriera algo, aunque ya estaba ocurriendo. Ellos no lo sabían y en el fondo tampoco estaban implicados. Ya les llegaría su hora, por supuesto; el mundo pertenecía a los jóvenes. Eran dos niños en el bosque y, si era verdad lo que contaba el cuento, morirían, los pájaros se ocuparían de sus cadáveres y quizá incluso acompañasen sus almas hasta el cielo. Dependía de la versión del cuento. La oscuridad en que se encontraba sumido Manhattan era algo tangible, algo que cabía explicar, pero más allá estaba todo lo demás, más vago, inaprensible, como una tela de araña, algo que estaba sin estar, algo que los rodeaba. Se adentraron en el bosque.