1

Bueno, hacía sol. Les pareció buena señal. La gente convierte cualquier nimiedad antigua en un presagio. Todo para decir que no había nubes a la vista. El sol estaba donde siempre está el sol. Un sol tenaz e indiferente.

Las carreteras confluían. El tráfico se congestionaba. Su coche gris era una campana de cristal, un microclima: aire acondicionado, el tufo de la adolescencia (sudor, pies, seborrea), el champú francés de Amanda, el roce de los desperdicios... Porque de eso siempre había: el coche era el reino de Clay, lo bastante descuidado como para que se acumularan calcetines inexplicables, el cascajo desprendido de las barritas de avena compradas al por mayor, un volante de suscripción para The New Yorker, un pañuelo de papel retorcido y petrificado con mocos, el plástico blanco retirado de una tirita a saber cuándo... Los niños siempre necesitaban tiritas; su piel rosa se abre como la fruta en verano.

El sol en los brazos les resultaba reconfortante. Los cristales estaban tintados con un protector que mantenía a raya el cáncer. Se comentaba que esa temporada iban a arreciar los huracanes, grandes tormentas con nombres como Alexis, Beatrice, Christina, Deanna o Evelyn. Amanda apagó la radio porque no le gustaba y porque todo era sexista, incluido el hecho de que Clay conducía, entonces y siempre. Claro que ella no tenía paciencia para sacramentos asociados a la conducción como aparcar en lados alternos de la calle o revisar el coche cada veinte mil kilómetros. Además, Clay se jactaba de esas actividades. Era profesor, cosa ligada, por lo visto, a su fruición por lo útil en la vida: atar los fajos de periódicos viejos para el reciclaje, regar la acera con bolitas anticongelantes cuando empezaba a helar, reponer las bombillas o desobstruir lavabos con un desatascador diminuto.

El coche no era ni lo bastante nuevo para ser lujoso ni lo bastante viejo para ser bohemio. Un artículo de clase media adaptado a gente de clase media, un producto concebido más como atracción que como ofensa comprado en un concesionario con paredes de espejo, unos cuantos globos de puro trámite y menos clientes que vendedores, éstos en grupos de dos o tres haciendo sonar la calderilla en los bolsillos de los pantalones comprados en Men’s Wearhouse. A veces, en el aparcamiento, se acercaban a otro ejemplar del mismo coche (era un modelo popular, «el grafito») frustrados porque no funcionaba el sistema de apertura sin llave.

Archie tenía quince años. Llevaba unas zapatillas deformes tan largas como dos barras de pan. Bajo el aroma lácteo que lo envolvía como a los bebés olía a sudor y hormonas. Para mitigar ese hedor rociaba la pelambre de los sobacos con un producto químico: un olor inexistente en la naturaleza, el consenso de un grupo de sondeo sobre el ideal masculino. Rose prestaba más atención. Indicios de muchacha en flor: quizá un sabueso hubiera detectado el metal bajo esos efluvios de los primeros cosméticos, la predilección pubescente por manzanas y cerezas de pega. Eran, pues, una familia inmunizada contra sus olores distintivos; a un extraño lo habrían sobresaltado, pero por la autopista era imposible conducir con las ventanillas bajadas. Demasiado ruido.

—Tengo que ponerme.

Amanda levantó el teléfono para avisarlos a pesar de que nadie había dicho nada. Archie y Rose miraban sus respectivos móviles, ambos con juegos y control parental en las redes sociales. Archie se estaba mensajeando con su amigo Dillon, cuyos padres expiaban la culpa de su divorcio en marcha dejando que se pasara el verano fumando porros en el ático de su casa adosada en Bergen Street. Rose ya había subido varias fotos del viaje pese a que apenas habían cruzado los límites de la ciudad.

—Hola, Jocelyn.

Que los teléfonos sepan quién llama ahorra ciertas convenciones. Amanda era directora de contabilidad y Jocelyn, como supervisora, uno de los tres subordinados que reportaban directamente con ella, por usar la jerga actual de los despachos. De ascendencia coreana, había nacido en Carolina del Sur y a Amanda seguía pareciéndole una incongruencia su manera sureña de mascar las palabras. Era algo tan racista que no se lo podía confesar a nadie.

—Me sabe fatal molestarte...

Respiración sincopada. Más que Amanda, lo que inspiraba temor era el poder. Amanda había comenzado su carrera en el bufete de un danés irascible con un corte de pelo que parecía una tonsura. El invierno anterior había tropezado con él en un restaurante y le habían temblado las piernas.

—No pasa nada.

No lo decía por magnanimidad. La llamada era un alivio. Amanda quería que sus compañeros de trabajo la necesitaran como Dios quiere que la gente siga rezando.

El repiqueteo de los dedos de Clay en el volante de cuero obtuvo una mirada sesgada de su mujer. Él echó un vistazo al retrovisor para comprobar que los niños seguían ahí, costumbre que se remontaba a cuando eran muy pequeños. Respiraban con regularidad. El efecto de los móviles sobre ellos era como el de esas flautas bulbosas en las cobras.

Ninguno de los cuatro veía el paisaje. El cerebro condiciona al ojo; nuestras expectativas sobre algo acaban por imponerse a ese algo. Pictogramas amarillos y negros, montículos difuminados en muros de hormigón prefabricados, algún atisbo ocasional de paso elevado o a nivel, campo de béisbol, piscina... Siempre que cogía una llamada, Amanda asentía con la cabeza no por deferencia o cortesía hacia su interlocutor, sino para demostrarse lo comprometida que estaba. A veces olvidaba escuchar con tanto movimiento.

—Jocelyn... —Buscaba un consejo. Más que una indicación determinada, lo que Jocelyn necesitaba era su consentimiento. La jerarquía laboral era arbitraria, como todo—. Perfecto, me parece muy bien. Ahora estamos en la autopista. Tranquila, llama cuando quieras, aunque la cobertura irá empeorando a medida que nos alejemos. Tuve el mismo problema el verano pasado, ¿te acuerdas? —Hizo una pausa avergonzada. ¿Por qué iba a recordar aquella subalterna sus vacaciones del año anterior?—. ¡Este año vamos aún más lejos! —Intentaba convertirlo en una broma—. Pero da igual, ¿vale? Tú llama o escríbeme un correo, faltaría más. Suerte.

—¿Todo bien en la oficina?

Clay nunca podía resistirse a decir «la oficina» con retintín. Era una sinécdoque de la profesión de Amanda, de la cual tenía una comprensión bastante amplia, pero no total. Siempre es mejor que los cónyuges tengan vidas propias, y las de Amanda y Clay estaban bien diferenciadas. Podía ser una de las razones de su felicidad. La mitad de las parejas que conocían, si no más, estaban divorciadas.

—Sí, perfecto.

Uno de los lugares comunes a los que más recurría Amanda era que un buen porcentaje de empleos no se distinguen unos de otros puesto que todos consisten en intercambiar correos para evaluar el trabajo en sí. La jornada laboral constaba de varios comunicados sobre lo que se llevaba de jornada, un poco de amabilidad burocrática, setenta minutos de pausa para el almuerzo, veinte deambulando por la oficina abierta y veinticinco para tomar café. A veces sospechaba que su participación en aquella charada era una tontería; otras, que era necesaria y urgente.

Circularon relativamente bien hasta que las carreteras dejaron de serlo para transformarse en avenidas o calles, como el arduo tramo final en el regreso de un salmón, pero con medianas llenas de plantas y pequeños centros comerciales con manchas de humedad en el estuco. Las poblaciones se dividían en plebeyas (llenas de centroamericanos) y acomodadas (donde vivía la mesocracia pequeñoburguesa, una amalgama blanca de fontaneros, interioristas y agentes inmobiliarios). Los ricos de verdad vivían en otro mundo, un territorio al que sólo se llegaba por casualidad, como a Narnia, siguiendo carreteras llenas de badenes hasta la inevitable conclusión: el final de un camino, una mansión de recia techumbre, un estanque vislumbrado... El aire era ese dulce cóctel de brisa marina y azar que les va bien a los tomates y al maíz, aunque también cabía detectar notas de coches de lujo, obras de arte y tejidos suaves de los que abandonan los ricos en sus sofás.

—¿Paramos un momento? —Clay bostezó al final de la frase con un ruido estrangulado.

—Me muero de hambre. —Hipérbole de Archie.

—¡Vamos al Burger King! —Rose acababa de avistarlo.

Clay notó que su mujer se ponía tensa. Ella prefería que comieran sano (sobre todo Rose). Clay captaba su desaprobación a la manera de un sónar. Era como el palpitar que presagiaba una erección. Llevaban dieciséis años casados.

Amanda comió unas patatas fritas. Archie pidió una cantidad grotesca de pollo frito. Metió aquellas briquetas conglomeradas en una bolsa de papel, añadió patatas (también fritas), derramó la salsa oscura, dulce y pegajosa de un pequeño recipiente con tapa de aluminio y se puso a deglutir con cara de felicidad.

—¡Qué asco! —Rose tenía en alta estima a su hermano porque era su hermano. Ella estaba comiendo una hamburguesa con menos delicadeza de la que se atribuía; tenía churretes de mayonesa en los labios rosados—. Mamá, Hazel ha compartido conmigo una ubicación en Google Maps. ¿Puedes mirarla para ver a cuánto queda su casa?

Amanda aún recordaba el impacto que le producía lo ruidosos que eran sus hijos cuando les daba el pecho, el ruido como de cañerías que hacían al mamar entre eructos desapasionados y flatulencias en sordina, como de petardo defectuoso: pura animalidad descarada. Echó el brazo hacia atrás para coger el móvil de la niña, un aparato grasiento de comida y dedos pringosos aún caliente por el exceso de uso.

—Cerca no va a estar, cariño.

Más que una amiga, Hazel era una de las obsesiones de Rose. Su padre era directivo de Lazard, aunque Rose no tenía edad para entender eso. Seguro que las vacaciones de las dos familias no se parecían mucho.

—Vale, pero míralo. Dijiste que igual podíamos acercarnos.

Era el tipo de concesión medio distraída que Amanda lamentaba más tarde porque los niños recordaban sus promesas.

Miró el móvil.

—Está en East Hampton, cielo, a una hora como mínimo. Más, dependiendo del día.

Rose se apoyó en el respaldo audiblemente disgustada.

—¿Me devuelves el móvil, por favor?

Amanda se volvió para mirar a su hija, roja de contrariedad.

—Lo siento, pero no quiero pasarme dos horas en atascos de verano porque hayáis quedado para jugar, y menos ahora que estoy de vacaciones.

Rose se cruzó de brazos e hizo un mohín bélico. ¡Quedar para jugar! Era insultante.

Archie masticaba contemplando su reflejo en la ventanilla.

Clay conducía y comía. Amanda se enfadaría mucho en caso de accidente mortal causado por un esposo distraído con un bocadillo de setecientas calorías.

Las carreteras seguían estrechándose. Puestos de fruta y verdura en algunos de los desvíos (se fían de ti: dejas cinco dólares y te llevas una tarrina de fieltro verde con frambuesas pudriéndose en sus jugos y una caja de madera). Era todo tan verde que resultaba un poco delirante, la verdad. Daban ganas de comérselo: bajar del coche y ponerse a cuatro patas para mordisquear la tierra.

—Que nos dé un poco el aire.

Clay bajó todas las ventanillas para aventar la peste de sus flatulentos hijos. Redujo la velocidad porque la carretera era sinuosa, seductora, una cadera, con cambios constantes de sentido. Buzones de diseño como el lenguaje secreto de los vagabundos: buen gusto y dinero a espuertas, pasa de largo. Los árboles eran tan frondosos que no se veía nada. Algunas señales anunciaban la vecindad de ciervos idiotas acostumbrados a la presencia humana: salían tan tranquilos a la calle con las pupilas dilatadas y por lo tanto ciegos. Se veían sus cadáveres por todas partes, de color avellana, abotargados por la muerte.

Detrás de una curva se encontraron con otro vehículo. Cuando tenía cuatro años, Archie les habría dicho que era un tráiler con enganche cuello de cisne, un transporte vacío remolcado por un tractor resuelto. El conductor hizo como si no viera el coche que tenía detrás: la indiferencia típica de los aborígenes ante una especie invasora conocida. El tráiler superaba laboriosamente los altibajos de la carretera y tardó casi dos kilómetros en desviarse hacia su granja nativa. Para ese entonces, el hilo de Ariadna, o lo que los uniera a los satélites de arriba, se había roto. El GPS no tenía ni idea de dónde estaban y tuvieron que seguir las indicaciones que Amanda, reina de la planificación, tuvo la prudencia de anotar en su libreta. A la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda, otra vez a la izquierda, casi dos kilómetros, y de nuevo a la izquierda, luego tres y pico más, y otra vez a la derecha. No del todo perdidos, pero tampoco del todo no perdidos.