20

Habían pasado catorce minutos desde que había salido de la casa. Recordaba haber mirado la pantalla al arrancar. Quizá fueran dieciséis. Tal vez no lo recordara bien. ¡Podían ser menos! Luego la pausa para el cigarrillo, a la que dedicaba siete minutos de acuerdo con su criterio, aunque en realidad eran más bien cuatro. En resumidas cuentas, Clay llevaba conduciendo diez minutos, lo cual tampoco era mucho; o sea, que perdido de verdad no podía estar. Se exhortó a no perder los nervios y paró a fumarse un cigarrillo en el camino de entrada a la granja McKinnon. Podía seguir hasta la finca, claro, o hasta algún otro edificio donde hubiera gente, pero habría sido una señal de pánico y él no había cedido al pánico, así que fumó buscando la relajación inherente al hecho de fumar y al final, por impaciencia, apagó el cigarrillo sin habérselo acabado. No se acordaba de si habían visto más coches al llegar a la casa el primer día. Parecía que hubieran pasado semanas.

Cerró la puerta con más fuerza de lo que pretendía, aunque no llegó a ser un portazo. Sí sonó lo bastante fuerte para resaltar el silencio general. Se dijo que era normal, y lo era. Si hubiera estado predispuesto a la paz, lo habría encontrado apacible. En el mejor de los casos parecía irritante; en el peor, amenazante. Los símbolos no quieren decir nada. Los revistes de sentido en función de lo que más necesitas. Mascó chicle y arrancó. Al llegar al final del camino de acceso a la granja, viró a la izquierda y condujo despacio tomando nota de cualquier posible desvío a la derecha. Había uno, luego otro y otro más, pero ninguno le sonaba ni tenía un puesto de venta de huevos al lado. Había un letrero donde sólo se leía MAÍZ, aunque no parecía señalizar nada en concreto y debía de ser viejo.

Pensó en los preparativos, psicológicos y prácticos, con que habían mentalizado a Archie para su primer viaje solo en metro: la insistencia en que memorizase sus números de teléfono, por si perdía o se le estropeaba el móvil, y el plan que habían consensuado en caso de que desviaran el convoy y acabara en alguna zona de la ciudad donde no había estado nunca. Por aquel entonces ya se movía siempre en metro. Clay apenas pensaba en ello. Quizá fuera siempre así: preparas a tu hijo para que duerma toda la noche o use el tenedor o haga pipí en el váter o diga por favor o coma brócoli o sea respetuoso con los adultos, y entonces el hijo está preparado. No hay más. No supo por qué estaba pensando en Archie. Sacudió la cabeza, como para despejársela. Tendría que dar media vuelta, meterse por alguno de los tres, cuatro o cinco caminos que había dejado atrás, averiguar adónde llevaba y ver si era la ruta adecuada. Alguna tenía que serlo. Era cuestión de ser metódico. Desandaría el camino hasta la casa y empezaría de nuevo con más prudencia y atención hasta llegar al pueblo, que era a donde tenía previsto ir desde el principio. En ese momento sí que le apetecía la Coca-Cola. Le dolía la cabeza por falta de cafeína.

Las vacaciones se habían ido al garete. Ya estaba roto el encanto. En el fondo, lo mejor era volver a la casa y hacer que los niños recogieran sus cosas. Antes de la hora del almuerzo podían estar en la ciudad y darse un capricho en ese sitio francés de Atlantic Avenue. Podían pedir boquerones fritos, entrecot y un martini. Clay sólo era expeditivo a posteriori. En ese momento estaba... bueno, él no habría dicho en las nubes o en la inopia, sino desorientado. Tenía ganas de ver a sus hijos, un deseo de rara intensidad.

Tomó el primer desvío a la izquierda y a los pocos metros se dio cuenta de que no era el camino. Subía, mientras que a él le constaba que el trayecto había sido llano. Dio media vuelta y salió otra vez a la carretera principal sin apenas pisar el freno pues sabía que no venía nadie en ninguno de los dos sentidos. Tomó el segundo desvío a la derecha. En esa ocasión le pareció que podía ser. Siguió y giró a la derecha porque se podía. Quizá sí. Quizá esa carretera llevara a la caseta de los huevos. Le sonaba todo porque los árboles y la hierba nunca tienen otro aspecto que el siempre previsto y repetido.

Volvió a girar hacia la carretera por donde se había desviado de la principal y vio que al otro lado había una mujer. Llevaba un polo blanco y unos chinos. En algunas mujeres habría parecido un conjunto informal, pero en ésa, con su cara ancha y de forma indígena (sangre antigua, dignidad atemporal), parecía un uniforme. Ella lo vio y levantó una mano para saludarlo, hacerle señas, llamarlo. Clay salió a la carretera, más despacio, y frenó con suavidad. Bajó la ventanilla y sonrió a la mujer como te enseñan a hacerlo con los perros, para que no se note que les tienes miedo.

—¡Hola!

No sabía muy bien qué decir. ¿Reconocería que se había perdido?

—Hola.

Ella lo miró y se puso a hablar muy deprisa en español.

—Lo siento.

Clay se encogió de hombros. A pesar de su resistencia, incluso interna, a reconocerlo, no entendía ni jota. No hablaba ningún otro idioma. Ni siquiera le gustaba intentarlo. Le daba la impresión de hacer el tonto o de ser un niño chico.

La mujer siguió hablando. Era un torrente de palabras. A duras penas respiraba. Tenía algo urgente que decir y quizá se le hubiera olvidado el poco inglés que conocía: «hola», «gracias», «no pasa nada», «limpiacristales», «teléfono», «mensaje», «transferencia» y los días de la semana. Hablaba y hablaba.

—Lo siento. —Clay encogió otra vez los hombros. No entendía nada, por supuesto, pero quizá un poco de comprensión... ¡Ah, sí, en español también existía! «Comprendo.» Salía en las películas. No podías vivir en Estados Unidos sin saber un poco de español. Si hubiera tenido tiempo de pensar, si hubiera hecho un esfuerzo por tranquilizarse, habrían podido comunicarse, pero la mujer tenía pánico y se lo estaba contagiando. Clay se sentía extraviado y quería volver con su familia. Quería un bistec en el restaurante de Atlantic Avenue—. No español.

La mujer no paraba de rajar. Que si tal, que si cual. Clay oyó «cerveza», aunque ella dijo «ciervos». En los dos idiomas algo se parecían las palabras (deer y beer). Dijo más cosas. Dijo «teléfono», aunque él no lo entendió. Dijo «eléctrico», pero Clay no lo oyó. A la mujer se le acumularon las lágrimas en las comisuras de los ojillos. Era baja, pecosa y ancha de espaldas. Podía tener tanto catorce como cuarenta años. Le moqueaba la nariz. Sollozaba. Habló más alto, atropelladamente, con imprecisiones, pasando tal vez del español a otra lengua, algo aún más viejo, la jerga de antiguas civilizaciones desaparecidas, montañas de escombros en selvas. Su pueblo había descubierto el maíz, el tabaco y el chocolate. Su pueblo había inventado la astronomía, el lenguaje y el comercio. Luego dejó de existir y ahora sus descendientes despinochaban el maíz que habían conocido antes que nadie y pasaban la aspiradora por alfombras y regaban macizos decorativos de lavanda plantados al lado de piscinas de mansiones de los Hamptons que la mayor parte del año no se usaban. Perdió la compostura hasta el extremo de apoyar las manos en el coche de Clay, algo que era a todas luces una infracción. Se aferró a los cinco centímetros de ventanilla que sobresalían por la puerta. Tenía las manos pequeñas y morenas. Todavía hablaba, entre lágrimas; le estaba haciendo una pregunta, una pregunta que Clay no entendía y a la que de todas formas habría sido incapaz de responder.

—Lo siento. —Clay sacudió la cabeza.

Si le hubiera funcionado el móvil, podría haber probado con el traductor de Google. Podría haberle propuesto que subiera al coche, aunque ¿cómo habría conseguido explicarle que estaba perdido y que no daba vueltas porque quisiera matarla o dormirla, como hacen los padres de los suburbios con sus bebés? Otro hombre habría reaccionado de otro modo, pero Clay era como era, un hombre incapaz de dar lo que necesitaba esa mujer, un hombre asustado por su vehemencia y su miedo, que no necesitaba traducción. Ella estaba asustada. Clay habría tenido que estarlo. Clay lo estaba.

—Lo siento. —Lo dijo más para sí mismo que para ella.

Empezó a subir la ventanilla y ella la soltó. Clay se alejó rápidamente por la carretera a pesar de su intención de investigar uno por uno los desvíos. La necesidad de alejarse de la mujer superaba incluso la de estar con su familia.