El bosque daba la sensación de ocultar algo indescifrable por mucho que te esforzases en descubrirlo. Había insectos, sapos inmóviles de color pardo, setas de perfiles fantásticos que parecían fruto del azar, un olor dulce de putrefacción y una humedad inexplicable. Te sentías pequeño, una cosa entre tantas, la menos importante.
Quizá les había pasado algo. Quizá. Quizá les estaba pasando. Durante siglos no hubo idioma para describir que los tumores se expanden en el interior de los pulmones, apuestos voluntarios, como plantas en flor que arraigan en los lugares más inverosímiles. La ausencia de descripción no anulaba el hecho en sí: una muerte por asfixia conforme se te iba llenando el pecho de sacos con líquido.
Rose se sentía observada, pero, bueno, a menudo fingía que la miraban. Se veía encuadrada en la cámara de un móvil. Siendo aún tan joven, no entendía que así nos vemos todos, como si cada uno de nosotros fuera el protagonista de una historia, no uno más entre literalmente miles de millones mientras los pulmones se nos van llenando de agua salada.
En el bosque la luz era distinta. Interferían los árboles con ella. Los árboles estaban vivos, como seres majestuosos de Tolkien. Los árboles observaban, y no con imparcialidad. Los árboles sabían qué pasaba. Hablaban entre ellos; eran sensibles a las reverberaciones sísmicas de bombas muy lejanas. A varios kilómetros (donde el mar había empezado a abrir una brecha en la tierra) estaban muriendo árboles, aunque tendrían que pasar años para que se redujeran a troncos albinos. Los árboles tenían todo el tiempo del que carecemos los demás. Quizá los manglares (con su inteligencia y la capacidad de las raíces para recogerse como faldas victorianas para absorber la sal del suelo) salieran indemnes junto con los caimanes, las ratas, las cucarachas y las serpientes. Quizá les fuera mejor sin nosotros. A veces el suicidio supone un alivio. A veces. Era la palabra indicada para lo que estaba sucediendo. La enfermedad del suelo, del aire y del agua respondía a un plan ingenioso. En el bosque flotaba una amenaza y Rose la sentía y otra niña la habría llamado Dios. ¿Tenía alguna importancia que una tormenta se hubiera metastatizado en algo para lo que aún no había nombre? ¿Tenía alguna importancia que la red eléctrica se viniera abajo como si fuera una construcción de Lego? ¿Tenía alguna importancia que el Lego nunca se biodegradase, que fuera a sobrevivir a Notre Dame, las pirámides de Guiza y los pigmentos con que se pintó la gruta de Lascaux? ¿Tenía alguna importancia que un país reivindicase el apagón y que éste se considerara una declaración de guerra? ¿Tenía alguna importancia que se tratase de un pretexto para una represalia largamente anhelada y que fuera imposible, a fin de cuentas, demostrar quién había hecho qué a través de cables y de redes? ¿Tenía alguna importancia que Deborah, una mujer asmática, hubiera muerto tras seis horas atrapada en un convoy de la línea F parado debajo del Hudson y que los demás pasajeros del metro hubiesen pasado de largo frente al cadáver sin sentir nada especial? ¿Tenía alguna importancia que unas máquinas hechas para mantener con vida a las personas dejasen de cumplir esa ardua labor tras el fallo de los grupos electrógenos en Miami, Atlanta, Charlotte o Annapolis? ¿Tenía alguna importancia que el nieto del presidente eterno, obeso mórbido, hubiera mandado una bomba de verdad o lo único importante era que pudiera hacerlo si quería?
Los niños no podían saber que habían ocurrido algunas de esas calamidades. En una residencia de ancianos de una localidad costera llamada Port Victory, un veterano de Vietnam llamado Peter Miller estaba flotando boca abajo sobre medio metro de agua. Durante la interrupción del sistema de control del tráfico aéreo, Delta Airlines había perdido la pista de un avión que iba de Dallas a Mineápolis. En una región despoblada de Wyoming estaba saliendo crudo por una tubería. A una gran estrella de la televisión la había atropellado un coche en el cruce de la calle 79 con Amsterdam Avenue y murió porque las ambulancias no podían llegar a ningún sitio. No podían saber que el silencio que tan relajante parecía en el campo resultaba tan amenazador en la ciudad, absurdamente calurosa, muda e inmóvil. A los niños sólo les importan ellos mismos o tal vez sea ésa la condición humana.
Descalzos, con la cabeza y el pecho al descubierto, los niños se movían con cautela, arqueando las plantas de los pies y encogiendo los dedos. Las ramas les arañaban la piel sin dejar marcas visibles. La enfermedad del planeta no había sido nunca un secreto; el mecanismo general nunca había estado en duda, y si había cambiado algo (así era) el hecho de que ellos aún no lo supiesen carecía de toda relevancia. Para entonces, fuera lo que fuese, estaba dentro de ellos. El mundo se guiaba por la lógica, pero ya hacía un tiempo que esa lógica evolucionaba y debían tenerlo en cuenta. Lo que creían entender no era erróneo, pero sí irrelevante.
—Mira, Archie. —Fue un susurro. Rose bajó la voz en señal de respeto, como cuando se entra en un lugar sagrado. Señaló con el dedo. Un tejado. Un claro del bosque que se convirtió en un jardín. Una casa de ladrillo como la que ocupaban ellos, con una piscina y un columpio de madera maciza.
—Una casa. —Archie ni siquiera lo dijo en son de burla, sino como una mera constatación.
No esperaba encontrar nada. Ruth les había dicho que no había nada, pero nunca se había alejado tanto como ellos. No tenía la misma curiosidad por el mundo. Fue un descubrimiento satisfactorio. Más gente. Archie había dejado el móvil en su cuarto, cargando. Se arrepintió de no haberlo cogido porque podría haber intentado usar el wifi de esa gente.
—¿Nos acercamos? —Rose estaba pensando en el columpio y en que quizá los hijos ya fueran demasiado mayores para usarlo. Estaba pensando que no hablar con desconocidos era sólo una restricción en la ciudad.
—No, vámonos. —Archie se giró en la dirección por donde creía haber venido. No notó la garrapata que se le metía en la piel, como no notaba la lenta rotación diaria de la Tierra. No notó nada en el aire porque parecía el de siempre.
Caminaron ni despacio ni deprisa. El tiempo no transcurría igual en el bosque. No sabían cuánto llevaban fuera. No sabían cuál había sido su intención. No sabían por qué era tan agradable pasear a la sombra de los árboles, con el aire, el sol, los bichos y el sudor en la piel. No sabían que en ese momento, a menos de un kilómetro, de medio kilómetro, estaba pasando el coche de su padre, bastante cerca para haber podido correr a su encuentro y salvarlo. Desde donde estaban no se oía la carretera, y ellos no pensaban en su padre, ni en su madre ni en nadie.
Archie y Rose caminaban casi sin hablar, pisando las hojas, tiritando un poco. Sus cuerpos sabían lo que no sabían sus cerebros. Es algo que tienen en común los niños y los ancianos. Se nace entendiendo algo del mundo. Por eso los niños pequeños dicen que hablan con fantasmas y sacan de quicio a sus padres. La gente muy vieja empieza a recordarlo, pero casi nunca lo puede explicar y además a los muy viejos nunca les hace nadie caso.
En el fondo los niños no tenían miedo. Se hallaban tranquilos. Se estaba produciendo un cambio, en ellos y en todo lo demás. Daba igual el nombre que se le pusiera. Arriba, las hojas se movían y susurraban; mientras, entre Archie y Rose se oían palabras ininteligibles que sólo existían entre ellos: la lengua privada de la juventud. Por lo demás sólo se oía el suave crujido de los árboles al acomodar su ramaje y el bisbiseo de insectos inadvertidos. Pronto enmudecerían porque todo se sume en el silencio antes de la súbita tormenta de verano, porque los insectos sabían lo que iba a ocurrir y pegarían sus cuerpos a la corteza moteada de los árboles a la espera de lo que se avecinaba.