22

Bueno, llevaba tres cuartos de hora fuera, señal de que se había parado a fumar y a hacer la compra. Amanda: ¿preocupada yo?

Ruth dejó en la mesa un cuenco de cerezas más negras que rojas. El gesto tuvo algo litúrgico.

—Gracias. —Amanda no sabía qué estaba agradeciendo. ¿No eran las cerezas que le habían costado once dólares?

Por el cielo se coló una nube, una de esas nubes blandas, como de algodón, llena de curvas, como en un dibujo infantil. El cambio fue lo bastante brusco como para que G.H. se estremeciera.

—Casi me apetece meterme un rato en el yacuzzi.

Amanda se lo tomó como una invitación. Se levantó de la mesa y se hundió en la espuma junto al desconocido. En el agua flotabas, de modo que costaba sentarse. Se inclinó hacia delante para observar los árboles. Ya no veía a los niños.

—Seguro que están bien. —George lo entendía (tenías un hijo y no volvías a bajar la guardia jamás)—. Lo único que hay al fondo son más árboles.

Ruth los miró a los dos. Beber vino con el almuerzo la había adormilado.

—Pues igual preparo un poco de café.

—Estaría muy bien, cariño, gracias.

Amanda sonrió.

—¿Puedo hacer algo?

—Tú relájate. —Ruth entró en la casa.

—Con la piscina y el yacuzzi se dispara la factura de la luz. Tendremos que instalar paneles solares. Prefiero no hacerlo en temporada, cuando usamos la casa. Voy a esperar hasta septiembre u octubre. Me comentó mi contratista que él genera bastante electricidad para vender parte a la compañía. Debería hacerlo más gente.

G.H. casi empezaba a disfrutar de la compañía de esa mujer. Le gustaba tener público.

—Energía limpia. Debería salvar el planeta. Tendría que ser obligatorio. —A veces, en el cine o en la acera, Amanda veía a propagandistas de la energía eólica que repartían folletos y regalaban chapas, pero casi siempre parecía un timo—. ¿Tú cómo empezaste a trabajar en lo tuyo? —Buscaba un tema de conversación.

—Por un mentor que tuve en la universidad. Me formó. Yo no sabía cómo se ganaba la vida la gente. Mi madre tenía una peluquería. —Su tono transmitía respeto hacia el trabajo de su madre. La mató un cáncer (hígado, estómago y páncreas), probablemente por manipular los productos químicos que usaban las mujeres como ella para que les quedara el pelo digno—. Se llamaba Stephen Johnson. Murió, pero qué vida la suya...

—Me imagino que será como tener buena mano con las plantas o componer hábilmente el cubo de Rubik. Hay gente que sabe ganar dinero y gente que no. —Amanda sabía de qué tipo eran Clay y ella.

El tema era una de las pasiones de G.H.

—Es lo que piensa todo el mundo, pero debes preguntarte por qué ocurre eso. ¿Quién quiere que veas imposible no digo hacerte rico, pero al menos alcanzar una buena posición? Es una destreza. Te la pueden enseñar. Todo se basa en la información. Hay que leer la prensa y observar qué pasa en el mundo.

G.H. pensaba que también había que ser inteligente, por supuesto, pero le parecía una obviedad.

—Yo leo la prensa. —Amanda se consideraba una mujer de mundo. Tuvo ganas de decir algo sobre su trabajo, pero había poco que contar.

—Sólo hay que entender las pautas por las que se rige la sociedad. ¿Has oído hablar del hombre que ganó el concurso Press Your Luck? —G.H. la miró por encima de la montura de sus Ray-Ban. Quería un periódico. Pensó en los números y se preguntó qué se habría movido.

—¿El del muñeco ese, Whammy?

—Lo único que hizo fue prestar atención y advertir que el Whammy no era aleatorio. Siempre aparecía en una secuencia determinada. El dato estaba ahí, pero nadie se había molestado en buscarlo. —Los ricos no tenían autoridad moral. Solamente sabían dónde estaba el Whammy.

—Qué interesante —dijo Amanda, señal de que no se lo parecía. ¿Dónde estaban los niños?—. Yo ahora mismo me alegro de no estar en mi trabajo. Entiéndeme, es interesante, o al menos a mí me lo parece, ayudar a la gente a contar las historias de sus empresas, encontrar clientes y establecer un vínculo, pero comporta mucha diplomacia y al final te cansas.

George continuó.

—Mi mentor fue uno de los primeros negros en un despacho de Wall Street. Un día comimos juntos. ¡Comer juntos! Yo tenía veintiún años.

¿Cómo transmitir que hasta entonces nunca se había planteado almorzar en un restaurante, y menos en uno de esas características, con moqueta, espejos, ceniceros de latón y chicas solícitas de uniforme y con coleta? Se presentó sin corbata. Stephen Johnson lo llevó a Bloomingdale’s y le compró cuatro de Ralph Lauren. G.H. no sabía ponérselas. Las que llevaba en Navidad eran de clip.

—Siempre he pensado que en el mundo laboral las mujeres tienen que apoyarse mutuamente. Bueno, puede que en todas partes. Sin mis mentoras yo no habría logrado nada.

No era del todo cierto. Amanda había tenido jefas, pero en su fuero interno prefería trabajar con hombres. Sus motivaciones eran tan simples...

—Me dijo: «Todos somos máquinas.» Y punto. Lo que eliges es el tipo de máquina que serás. Todos somos máquinas, pero algunos tenemos inteligencia suficiente para llegar a dictar nuestra programación.

Lo que le había dicho: los tontos creen que es posible rebelarse. El capital lo dicta todo. O te ajustas a ello o crees que lo has rechazado, aunque lo segundo, decía Stephen Johnson, era engañarse. O acababas siendo rico o no. Era cuestión de elegir. Stephen Johnson y él eran el mismo tipo de persona. G.H. era quien era (patriarca, cerebro, marido, coleccionista de relojes fastuosos, viajero en primera clase) por elección.

Amanda estaba perdida. No conversaban: se esquivaban con palabras.

—Debe de encantarte lo que haces.

¿Le gustaba o le había tomado cariño con el tiempo, de la misma manera que los cónyuges de un matrimonio concertado acababan llegando a un pacto basado en el afecto o algo similar?

—Soy un hombre afortunado.

El calor despejaba a la manera de un orgasmo, un poco como cuando te suenas la nariz. Calor al sol, calor en el agua, pero siempre la misma energía: Amanda podría haber dado la vuelta a la manzana corriendo o haberse echado una siesta o haber hecho una tanda de flexiones. Aguardaba el regreso de Clay. Ya hacía una hora, ¿no? Estuvo atenta por si oía el coche.

Lo mejor era marcharse. Si calculaban bien el tiempo, llegarían a casa para comer. Podrían darse el lujo de alguno de los restaurantes del barrio cuyo precio quedaba justo por encima del que les habría permitido ser asiduos. Ignoraba, por supuesto, que Clay estaba pensando lo mismo, lo cual era señal de lo bien avenidos que estaban.

Lo único que se movía en el jardín eran las ondas vaporosas del yacuzzi. Echó un vistazo al bosque y le dio la impresión de que se movía algo, pero no reconoció los cuerpos de los niños. En su momento había pensado que las madres debían tener esa pericia, pero luego, estando con ellos en el parque (aún eran muy chicos), los perdió en un mar de pequeña humanidad que no tenía ninguna relación con ella. Se alegraba de que se tuvieran el uno al otro y de que todavía fueran bastante pequeños para enfrascarse en sus juegos y retozar por el bosque como se imaginaba que hacían los niños de campo.

Ocurrió mientras estaba ahí sentada, sin hacer nada más. Ocurrió algo. Se produjo un ruido, aunque eso no lo explicaba del todo. El término «ruido» se quedaba corto, a menos que los ruidos nunca puedan describirse con palabras. ¿No era ruido la música, en el fondo? ¿Se podía aprehender a Beethoven con palabras? Fue un ruido, sí, pero tan fuerte que era casi una presencia física y además repentina porque no tenía precedentes, claro. No había nada (¡la vida real!) y entonces se produjo un ruido. Por supuesto que nunca habían oído un ruido así. Los ruidos como ése no se oían: se vivían, se superaban, se sobrevivían, se presenciaban. Cabía decir sin exagerar que sus vidas podrían dividirse en dos: la etapa anterior al ruido y la etapa posterior. Fue un ruido, pero fue también una transformación. Un ruido, y también una confirmación. Había pasado algo, estaba pasando, estaba en marcha; el ruido tenía tanto de ratificación como de misterio.

La comprensión vino después. Así funcionaba la vida: estoy siendo atropellado, estoy teniendo un infarto, la bola entre gris y morada que brota entre mis piernas es la cabeza de nuestro hijo. Epifanías. Siempre al final de una cadena de acontecimientos invisible hasta que se alcanzaba esa epifanía. Había que retroceder y buscarle un sentido. Era lo que hacía la gente. Así se aprende. Sí. Bueno, aquella anomalía era un ruido.

Ni estallido ni estruendo. Más que un trueno y más que una explosión; ninguno de ellos había oído nunca una explosión. Parecían habituales, por la frecuencia con que aparecían en las películas, pero había pocas, o al menos ellos tenían la suerte de no haber estado cerca de ninguna. En ese momento, lo único que se podía decir es que era un ruido, tan fuerte como para cambiar para siempre las definiciones de ruido que manejaban. Sólo el susto o la sorpresa o la incomprensible sensación que te dejaba te impedía llorar. Si es que no llorabas igualmente.

Quizá el ruido fuera breve, aunque el zumbido que dejó en el aire dio la impresión de prolongarse mucho. ¿Qué fue aquel ruido y cuáles fueron sus secuelas? Una de esas preguntas sin respuesta. Amanda se puso de pie. Detrás de ellos, el cristal de la puerta que separaba el dormitorio y la terraza se resquebrajó: una grieta fina, pero larga, bella, matemática, que aún tardaría bastante en ver alguien. La fuerza del ruido bastaba para poner a un hombre de hinojos. Fue lo que hizo Archie en el bosque, lejos: caer sobre las rodillas desnudas. Un ruido capaz de arrodillar a una persona de ruido sólo tiene el nombre. Era algo para lo que no hacían falta palabras porque ¿cuántas veces se usarían?

—Pero ¿qué coño ha sido eso? —Quizá fuera la única reacción adecuada. Amanda no se lo había dicho a George. No estaba hablando con nadie—. Pero ¿qué coño ha sido eso?

Lo dijo por tercera, cuarta y quinta vez, lo mismo daba. Siguió diciéndolo y la pregunta quedó sin respuesta, como una plegaria.

Temblaba. Más que estar agitada, se le agitaba el cuerpo de verdad, vibrando. Se quedó callada. ¿Qué acogida distinta del silencio se le puede dar a un ruido tan fuerte? Creyó que lo que estaba haciendo era gritar: la sensación de un grito, la emoción, aunque era un grito ahogado, la falta de aliento de un pez sacado de su estanque, el sonido que emiten los sordomudos en los momentos de pasión, la sombra del habla, su silueta. Amanda estaba muy cabreada.

—Pero ¿qué...? —No tenía especial necesidad de terminar la frase porque hablaba sola—. ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

George se levantó de golpe de la bañera sin taparse el cuerpo con una toalla. La inmovilidad del mundo era total, con la excepción, quizá, de ese eco, ese vacío en el espacio dejado por el ruido. Quizá a Amanda le hubieran quedado secuelas en el oído y se tratase de una ilusión. Quizá las secuelas fueran cerebrales. Contaban que una parte del personal del consulado de La Habana había tenido extraños síntomas neurológicos causados por algún sonido. A Amanda nunca se le había ocurrido que pudiera haber armas sónicas ni que se pudiera tener miedo de un ruido. Cuando hay tormenta, a los niños y los animales domésticos se les dice que no tengan miedo de los truenos.

Estaba temblando. Notaba un sabor a medio dólar de Kennedy en la punta de la lengua. Si se movía tal vez se repitiera el ruido y en ese caso no estaba segura de poder soportarlo. No quería volver a oírlo nunca.

—¿Qué ha sido eso?

Lo dijo más que nada para sí. ¿Era algo localizado (dentro de la casa o en las inmediaciones) relacionado con el tiempo atmosférico, algo interestelar, la abertura de los cielos que anunciaba la llegada de Dios? Al formular la pregunta ya sabía que el ruido nunca recibiría una explicación satisfactoria. Estaba más allá de cualquier lógica o, en todo caso, de cualquier explicación.

Al principio fue todo muy lento. Bajó los escalones caminando y después corriendo. Acababa de mirar los árboles. Trató de distinguir sus cuerpos entre tanto verde y marrón. Mejor llamarlos. Pareció hacerlo, pero no lo hizo. Su voz no funcionaba o no conseguía dar alcance al cuerpo. Amanda sólo se movía. Primero despacio y luego más rápido; primero al trote y luego a la carrera; dejó la piscina atrás, empujó la verja y se metió por la hierba. Sus hijos, sus caras perfectas, sus cuerpos sin defectos o desperfectos, estaban por allí, en alguna parte. Sólo veía la masa homogénea del paisaje. La impresión que tenía era de ser miope y no llevar las gafas: todo impreciso, luminoso, imposible.

Siguió corriendo. El jardín no era muy grande. Tampoco había tanto sitio por donde correr, pero fue lo único que hizo, sin gritar. En la sombra había un pequeño cobertizo. Abrió la puerta: estaba vacío. Con un solo movimiento, sin pararse del todo, continuó hasta el borde del jardín: tierra blanda y hojas secas. El ruido había cesado, pero seguía habiendo ruido: la sangre en sus venas, la fortaleza de su corazón. Necesitaba los cuerpos de sus hijos contra el suyo.

Saltó por encima de un palo, bastante pequeño para pasar por encima caminando, y hundió los pies en la alfombra de humus, con alguna que otra piedra, trozo puntiagudo de corteza o espina que se le clavaban, o algo húmedo, desagradable. Mejor llamarlos, aunque no quería cubrir el sonido de sus voces, por si la llamaban: «mamás» urgentes como los que, según cuentan, pronuncian los condenados a muerte cuando los ejecutan.

Los niños, ¿dónde estaban los niños? Los árboles apenas parecían moverse. Permanecían indiferentes a ella. Amanda se dejó caer al suelo. Llevaba pantalones cortos. Casi supuso un consuelo tocar hojas, cortezas y tierra. El barro en las rodillas rosa era casi un bálsamo. Las muy pulcras plantas de sus pies estaban negras y llenas de cortes, pero no le dolían. Al final volvió en sí. Pensaba llamar a sus hijos, diciendo en voz alta los nombres que con tanto amor habían elegido, sin embargo, en lugar de «Archie» y «Rosie» (porque seguro que le habría salido el diminutivo de amor y añoranza), solamente le salió un grito, un aullido horrible y animal, el segundo ruido más impactante que había oído en su vida.