23

Hablaban más bajo de lo normal. Por deferencia al ruido, se comprende: estaban esperando que se repitiera. No querían que los pillara desprevenidos, pero ¿cómo adelantarse a algo así, aunque lo hayas oído antes? De todos modos, había discrepancias.

Ni el propio G.H. se creía del todo lo que estaba diciendo.

—Supongo que podría haber sido un trueno.

A veces, con un poco de voluntad, puedes creerte lo que acabas de decir.

—¡No hay nubes!

El alivio moderaba un poco la rabia de Amanda, sólo un poco. Había encontrado a sus hijos con los ojos muy abiertos, sucios como dos mendigos, y ya no pensaba soltarlos. Tenía en su mano la derecha de Rose, como años antes, cuando se portaba mal. La palma izquierda de la niña llevaba grabada una línea roja, perfecta y sin interrupciones. Una abrasión en la piel de la rodilla izquierda, y manchas de suciedad en la barbilla, el hombro y el suave abdomen (había pasado meses presionando a favor de un bikini), pero aparte de eso, del pelo sucio y de los ojos rojos, no le había pasado nada. Estaban los dos bien. Tenían buen aspecto.

Amanda se adentró corriendo en el bosque y los halló gracias a un instinto que ya no recordaba tener, a menos que fuera pura chiripa. Los tres habían salido corriendo por el ruido y la casualidad quiso que se cruzasen sus caminos. A Clay, el ruido lo obligó a detenerse al lado de la carretera, exasperantemente vacía, para abrir la puerta y observar el cielo. A Ruth, el ruido la sobresaltó cuando llenaba la cafetera y se le cayó una cuchara al suelo. A los ciervos, cuyo número ascendía a más de mil, y que ya ignoraban previamente los límites entre las propiedades de los hombres, el ruido los incitó a cruzar los jardines en estampida sin pararse a mordisquear ni una sola brizna de hierba. Los dueños de las casas estaban demasiado estupefactos (por las ventanas rotas, los gritos de los niños, los tímpanos de los bebés irreparablemente afectados) para contemplar boquiabiertos tantos animales.

Amanda y los niños salieron del bosque y, a pesar de que no se conocían, la alegría del reencuentro fue sincera. Ruth pasó al niño un brazo por los hombros desnudos. G.H. apretó el antebrazo a Amanda con alivio paternal. Las secuelas del ruido parecían prolongarse (un zumbido, la sensación de algo que vibraba). Era como un enjambre de insectos persistentes, como las moscas que hay a veces en la playa, las que pican. Estaba y no estaba, pertinaz. Amanda propuso entrar dando así voz a lo que pensaban todos. El cielo se veía muy azul y muy bonito, aunque por alguna razón no te fiabas del aire libre. La impresión era que el ruido pertenecía a la naturaleza, pero, como sabía Ruth, no habían bastado los ladrillos para mantenerlo a raya.

—¿Ha sido una bomba? —Visiones de hongos nucleares.

—¿Y papá? —La voz de Archie se quebró al decir «papá», por la típica regresión posterior a un trauma: le salió aguda, torpe. ¿Dónde estaba papá?

—Ha ido a hacer un recado. —Amanda fue lacónica.

—Seguro que está a punto de volver. —Ruth llenó vasos de agua.

Los niños estaban sucios y sudorosos. Ruth no sabía muy bien cómo ayudar, que era lo que deseaba hacer. No podía abrazar a sus nietos. Sólo podía dar vasos de agua a los hijos de esa desconocida.

—Gracias. —Archie se acordaba de la buena educación. No era mala señal.

—¿Por qué no vais a lavaros un poco? Ya me quedo yo con Archie. —Ruth se agachó para recoger la cuchara con la que había dosificado el café molido. Tenía ganas de ayudar, pero sobre todo de distraerse.

Amanda se llevó a Rose al cuarto de baño y le limpió las heridas. Eran superficiales. El ritual las reconfortó a las dos: papel higiénico húmedo, Neosporin y la cara de su hija lo bastante cerca para oler su cálido aliento. Después del genocidio, los salones de belleza ayudaron a las ruandesas a seguir viviendo. Tocar a otro ser humano es curativo. Pasó una toalla caliente por la cara de la niña y le puso una camiseta y unos pantalones cortos. Rose, que ya no quería que la vieran desnuda, ni siquiera protestó. El ruido la había aterrorizado.

Ruth tenía que hacer algo, lo que fuera.

—Bébete el agua, cariño.

El apelativo no le salió de forma natural. En el colegio llamaban a todos los niños «amigo». No estaban obligados al «señora» y «señor», ni siquiera cuando los regañaban. Amigo, tenemos que hablar de tu conducta. Por favor, amigos, bajad la voz. El término poseía un aura, una sacralidad que no comprometía a nada.

La espalda sin vello de Archie estaba cubierta por una pasta de sudor y tierra. Tenía la piel tan sucia que allí se podría haber escrito algo, como cuando los típicos bromistas ponen «lávame» en los coches mugrientos. Bebió un poco, obediente.

—Me noto raros los oídos.

—Supongo que es normal. —Ruth no se notaba raros los suyos, pero sí todo lo demás—. Es que ha sido... muy fuerte.

Tal vez les había dañado los tímpanos.

Amanda volvió llevando de la mano a una hija limpia, otra vez pequeña.

—¡Archie, estás hecho un desastre! —Le acarició la espalda pringosa, tranquilizada y tranquilizadora.

G.H. miraba por la ventana, receloso de todo lo que veía: la piscina, los árboles que murmuraban con la brisa... Fuera no había nada más. Él no veía nada, pero, en fin, tampoco esperaba ver... ¿Qué? ¿Una bomba? ¿Un misil? ¿Era lo mismo?

—¿Ha sido un avión? —Amanda se esforzaba por reconstruirlo, pero los dolores son como los ruidos: el cuerpo no puede recordarlos en detalle. Quizá hubiera sido mecánico y el tipo más elevado de máquina parecía el avión.

—¿Al estrellarse? —Ruth no sabía si se refería a eso ni se podía imaginar la clase de ruido que haría un avión al explotar como el de Lockerbie o ser derribado como el que iba rumbo al Capitolio. Tampoco en este caso tenía más modelo que las películas de Hollywood.

—O la barrera del sonido. Una explosión sónica. ¿Habrá sido una explosión sónica? —Una vez habían ido en el Concorde, un capricho para sus quince años de casados. En el mismo vuelo iba François Mitterrand—. Creo que está prohibido romper la barrera del sonido al sobrevolar tierra firme, pero parece que el ruido se disipa sobre el mar. Sí, me parece que sí.

—Normalmente los aviones no rompen la barrera del sonido. —Archie había hecho un trabajo en sexto—. El Concorde ya no vuela.

Tenía razón en que las únicas asustadas por el Concorde habían sido las ballenas del Atlántico Norte, pero el momento era excepcional. Archie no sabía que los aviones enviados desde Rome, Nueva York, solían ir hacia el norte, que era la ruta más directa a mar abierto, pero que en esos instantes su misión era interceptar algo que se aproximaba al flanco este del país. La circunferencia del ruido que generaban era de unos ochenta kilómetros, un desgarrón en el cielo justo encima de su casita.

Ruth lo había pensado durante el almuerzo de sándwiches raros.

—No sé a vosotros, pero hoy me ha llamado la atención la falta de tránsito aéreo. Ni un avión o helicóptero.

Al oír lo que decía su mujer, G.H. supo que aquello era verdad.

—Tienes razón. Normalmente oímos tantos... Aviones y helicópteros.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Amanda—. Seguro que...

—Lecciones de vuelo para aficionados. Impacientes que salen de Manhattan. En la prensa local da para muchos artículos de opinión.

Estaba bastante acostumbrada a la contaminación aérea para que su ausencia le llamara la atención. Sin saber qué, Ruth pensaba que algo podía significar.

A Amanda le habría gustado que los niños salieran de la cocina, pero no había televisión para que se distrajeran.

—Archie, ¿por qué no vas a vestirte? —Su mano en la espalda de su hijo, cubierta de arenilla. Estaba caliente al tacto—. Bebe más agua. Te podrías duchar, ¿no?

Ruth lo entendió, como seguramente lo habría entendido cualquier persona con hijos.

—Rose, te podría ir bien echarte un rato.

La niña no sabía si tenía que obedecer a esa desconocida. Miró a su madre pidiendo instrucciones.

—Es una buena idea, cielo. —Amanda estaba agradecida—. Ve a acurrucarte en la cama de mamá y lee tu libro.

—Me voy a duchar. —Archie había tomado bruscamente conciencia de que no estaba vestido. Aunque no pudiera confesarlo, al oír el ruido se había hecho pis en el bañador, como un bebé. Siendo más pequeño había soñado con entender las conversaciones de los mayores, pero ahora que podía hacerlo se daba cuenta de que las había sobrevalorado—. Vamos, Rose. —Benevolencia de hermano mayor.

Amanda esperó a que se hubieran ido los niños.

—¿Qué ha sido lo de antes?

Ruth miró la ventana y el liso azul del cielo detrás de su marido.

—El tiempo no...

Un día ideal para nadar. Además, nunca había habido un trueno tan fuerte ni tan largo. Si vivieran en Hawái quizá hubiese dicho que había sido un volcán.

G.H. se impacientaba. Estaba harto del asunto.

—Podemos coincidir en que no sabemos de qué se trata —dijo.

—¿Dónde está Clay? —Amanda miró a Ruth como si fuera la responsable. Si el ruido había convertido a la adolescente en niña, a Amanda la había dejado floja e impotente.

Ruth había perdido la noción del tiempo.

—Tampoco ha pasado tanto rato. Sólo lo parece.

—Pronto volverá. —G.H. hacía promesas.

—En todo caso, se confirma que... algo pasa. —La ausencia de cobertura en el móvil era un asalto y la televisión fallecida, una táctica—. ¡Tenemos que hacer algo!

—¿Y qué hacemos, cariño? —No es que Ruth estuviera en desacuerdo, pero no entendía nada.

—Nos están atacando. Es un ataque. ¿Qué hay que hacer en caso de ataque?

—No nos están atacando. —G.H., sin embargo, no estaba del todo seguro y se le notaba—. No ha cambiado nada.

—¿Que no ha cambiado nada? —Amanda había elevado el tono—. Estamos aquí como... no sé. Se dice «presa fácil», ¿no? Esperando a que nos disparen.

—Ya, pero bueno, seguimos sin saber qué pasa. Lo mejor es esperar a Clay y a ver de qué nos enteramos cuando vuelva.

—¿Voy en coche al pueblo para encontrar a Clay? —Amanda no quería irse de la casa, pero no tenía más remedio. Algo había que hacer—. ¿Llenamos las bañeras? ¿Tenemos pilas y paracetamol? ¿Salimos a buscar a los vecinos? ¿Hay bastante comida? ¿Es una emergencia?

G.H. apoyó sus manos marrones en la encimera de piedra de Vermont.

—Es una emergencia y estamos preparados. Aquí estamos a salvo.

Los hechos eran los siguientes: sus barritas energéticas y su caja de vino.

—¿Hay generador? ¿Y refugio antiaéreo? ¿Hay...? No sé, una radio de manivela... Una de esas pajitas que hacen que se pueda beber el agua sucia...

—Clay no tardará, no me cabe duda. —G.H. también intentaba convencerse a sí mismo—. Nos quedamos aquí, que es lo más seguro. Todos. Nos quedamos.

—Hay un cuarto de hora hasta el pueblo. Un cuarto de ida más un cuarto de vuelta, media hora. Como mínimo. —Ruth estaba inquieta. ¿Qué estaban haciendo?—. Y si no te sabes el camino, puede que más. Puede que veinte minutos. Cuarenta de ida y vuelta.

Amanda estaba enfadada con todos.

—¿Y si no vuelve? ¿Y si se le ha averiado el coche o le ha pasado algo por el ruido o...? —¿Qué se estaba imaginando? Perder a Clay para siempre.

—George tiene razón. Aquí estamos seguros. Mejor esperar.

—¿Cómo puedes decir que estamos seguros si no sabes qué nos va a pasar? —Amanda deseó que no la oyeran los niños. Se había echado a llorar.

—Hemos oído el ruido. —Ruth estaba siendo lógica—. Lo que tenemos que hacer es esperar para ver qué hacemos luego.

Amanda estaba furiosa.

—No hay internet, no nos funcionan los móviles y no sabemos qué es nada. —Les culpaba a ellos. Lo habían estropeado todo llamando a la puerta.

—Igual ha sido como... ¿Cómo era? ¿Ten Mile Island? —A Ruth le apetecía tomarse una copa, pero no acababa de decidir si era buena idea—. Por esta zona hay centrales eléctricas, ¿verdad?

—Three Mile Island. —G.H. siempre tenía la información enciclopédica.

Amanda lo conocía por los libros de historia.

—¿Un accidente nuclear? —El miedo persistente de su juventud: teléfonos rojos presidenciales, fogonazos de luz, lluvia radioactiva... En un momento dado lo había olvidado todo—. Dios mío... ¿Sellamos las ventanas con cinta adhesiva? ¿Nos vamos a poner enfermos?

—No sé yo si eso explicaría el ruido.

G.H. intentó recordarlo: el vapor lo producía el agua de mar usada para enfriar el material causante de la reacción que creaba la energía. Un terremoto en Japón había demostrado que aquello era una falacia: el agua de mar podía refluir y lo tóxico podía desplazarse a grandes distancias por el agua. Habían encontrado restos en Oregón. ¿Un accidente nuclear habría causado un ruido así? ¿Las centrales nucleares de la zona alimentaban la ciudad? ¿Era el apagón una consecuencia de ese accidente?

—¿Un misil? —Amanda pensaba en voz alta—. Corea del Norte. Lo de Corea del Norte lo dijiste tú, Ruth.

—Irán. —G.H. lo dijo sin querer.

—¿Irán? —Amanda lo dijo como si no le sonara de nada.

—Mejor no especular. —G.H. estaba arrepentido.

—Igual es eso. Ya me entendéis, el apagón. La causa del ruido. Una bomba o lo que sea.

Los terroristas eran expertos en hacer planes. Si el acto en sí parecía impulsivo era porque las cadenas de televisión no podían enseñar los pasos previos: reuniones, estrategia, esquemas, dinero... ¡Pero si los diecinueve hombres esos habían practicado con simuladores de vuelo! ¿Dónde se podía encontrar algo así, un simulador de vuelo?

—Nos estamos poniendo nerviosos... —A G.H. le parecía importante ceñirse a los hechos tangibles.

Ruth decidió tomar algo. Buscó la llave de los vinos y fue a sacar un cabernet del armario.

—Pero ¿y si Clay...? ¿Y si ha encontrado algo?

O peor, que no regresara, o sí, pero hubiese encontrado algo realmente pavoroso, tan malo que no se lo podían ni imaginar y tuviera que volver con la noticia y obligar a esos individuos a sobrellevarla con él.

Amanda lloraba más que antes.

—Ya, pero no sabremos qué pasa hasta que lo sepamos.

Miró las lámparas colgantes, nuevas, pero hechas para que pareciesen de un colegio de finales de siglo, los armarios diseñados con inteligencia para esconder el lavavajillas de acero inoxidable y el cuenco de vidrio lechoso lleno de limones. Con lo atractiva que les había parecido la casa... Ya no daba la misma sensación de seguridad. Se notaba cambiada, como todo.

—Puede que vuelva a funcionar la tele. —Ruth intentó mostrarse optimista.

—O quizá podamos volver a utilizar los móviles. —Amanda lo dijo como si rezara.

Miró la encimera. Tal vez fuese la primera vez que se fijaba en la elegancia de aquella abstracción pétrea. No parecía resistente ni sólida, pero estaba dotada de una nueva belleza. Menos daba una piedra.