24

Clay advirtió que la responsabilidad masculina era una absoluta estupidez. ¡Qué vanidad haber querido salvarlos! Tras el ruido anheló estar en su casa. No quería proteger, sino que lo protegieran. El ruido trajo lágrimas, lágrimas de frustración y rabia. Estaba desorientado, con la sensación de haberse perdido sin remedio. Ni de fumar tenía ya ganas, y eso que el suceso, cuando se abrieron los cielos y esa entidad indescriptible se cernió sobre ellos, lo había pillado justo cuando frenaba. No se fijó en si sobresaltaba a pájaros, ardillas, zorros, mapaches, polillas, ranas, moscas o garrapatas. Sólo estaba atento a sí mismo.

Se quedó con el motor en marcha, sin moverse porque no había tráfico que obstaculizar. Estuvo esperando ocho minutos con la certeza de que volvería el ruido y volvió, en efecto, pero sobre Queens, demasiado lejos para que lo oyera. La soledad había hecho insoportable el ruido para Clay, aunque su antítesis tenía el mismo efecto: en Queens se formaron aglomeraciones y el pánico se expandió. Gente que corría, gente que lloraba... La policía apenas se molestaba en fingir que hacía algo.

Y de repente dio con el camino. Fue como si los últimos tres cuartos de hora no hubieran ocurrido. Giró a la derecha y vio el cartel que prometía huevos. Era tan ridículo que no le cabía en la cabeza. No tenía información ni Coca-Cola fría. Minutos antes había decidido que al llegar a la casa metería a su familia en el coche y se irían. No quería volver a ver aquel edificio jamás.

Los ladrillos pintados lo recibieron como a un viejo amigo. Lloró de alivio, no de miedo. Apagó el motor y miró el cielo. Miró el coche. Miró hacia los árboles. Mientras corría hacia la casa, empezó a detallar lo que sabía.

Decían que estaba subiendo el nivel del mar. Se había hablado mucho de Groenlandia. La temporada de huracanes era peor de lo habitual. Por lo visto, el presidente número cuarenta y cinco de Estados Unidos tenía demencia. Por lo visto, Angela Merkel tenía párkinson. Había vuelto el ébola. Sucedía algo con los tipos de interés. Era la segunda semana de agosto. La vuelta a clase estaba bastante cerca para medir en días la distancia. Seguro que su editora de The New York Times Book Review le había enviado un correo con comentarios sobre su reseña.

Si volvía en algún momento el ruido, por ejemplo esa noche, cuando se pusiera el sol, cuando se hubiera afianzado en torno a ellos la oscuridad profunda de los campos, él no sobreviviría. Era imposible. La esencia del sonido era ésa: horror en forma destilada, en un único y breve instante. Se le ponía la carne de gallina si intentaba recordar cómo sonaba aquello para inferir qué había sido. Hasta acostarse lo aterraba. ¿Cómo se iba a ir en coche?

Pensó en su padre. Parecía muy posible que estuviera en su casa de Mineápolis, viendo la televisión sin saber nada de crípticos sonidos en Long Island. Para que algo incidiese en la vida tenía que ser grande de verdad. Cuando Clay era un adolescente, su madre había pensado que tenía gripe porque estaba todo el día cansada. Pocos meses después moría de leucemia. Con quince años, Clay aprendió a calentar pasta de sobre y a separar la ropa blanca de la de color. Aunque los ciudadanos muriesen como moscas, la cena debía prepararse. Quizá había estallado una guerra o se había producido un espeluznante accidente industrial o miles de neoyorquinos se hallaban atrapados bajo tierra en vagones de metro o habían lanzado un misil o estaba en pleno desarrollo algo cuya posibilidad jamás habían concebido (resulta que en mayor o menor grado era todo verdad), pero a Clay seguía apeteciéndole fumar un cigarrillo o seguía estando preocupado por los modales de los niños y seguía pensando en qué cenarían. La rutina de siempre: estar vivo.

Amanda, G.H. y Ruth, que estaban dentro, lo miraban como actores de una obra dramática, como si hubieran ensayado el momento: tú te pones aquí, tú aquí, tú allí y tú entras. A Clay le dio la sensación de que tenía que esperar a los aplausos y no decir nada hasta que remitiesen. Por cierto, ¿cuál era su monólogo?

—Dios mío... —Amanda no corrió a darle un abrazo ni lo dijo gritando; se le cayeron las palabras con un golpe sordo de alivio.

—Ya estoy aquí. —Clay se encogió de hombros—. ¿Se encuentra todo el mundo bien?

G.H. parecía resarcido, satisfecho.

Amanda abrazó a Clay. No dijo nada. Se apartó, lo miró y volvió a abrazarlo.

A Clay no se le ocurría nada más que decir. Se estremeció al oír el ruido. Luego el ruido amainó dejándole oír el redoble de la sangre por su cuerpo.

—Estoy bien. Ya he vuelto. ¿Y tú, estás bien? ¿Dónde están los niños?

—Estamos bien. —La afirmación venía de G.H.—. No falta nadie. Estamos todos bien.

—Si te quieres apuntar... —Ruth empujó la botella de vino hacia Clay como un camarero de película. No había contado con sentirse tan aliviada. Primero con vergüenza y después con horror comprendió que en el fondo no esperaba que volviera.

Clay arrastró las patas de la silla por el suelo de madera y se sentó.

—¿Lo habéis oído?

—¿Has ido al pueblo? ¿Qué ha pasado? —Amanda sostenía la mano de su marido.

Él no podía lidiar con aquel ruido, pero tenía que hacerlo con su propia vergüenza. No sabía si sería capaz de admitirlo.

—No he ido. —Lo soltó sin más, sin entonación alguna.

—Ah, ¿no? —Amanda estaba desconcertada, aunque les pasaba a todos—. ¿Y dónde has estado? —Empezaba a enojarse.

Clay se puso rojo.

—No he llegado muy lejos. Luego he oído el ruido...

—Pero ¿qué hacías? —Amanda estaba desconcertada—. Te esperábamos. Yo me estaba volviendo loca...

—No lo sé. Me he fumado un cigarrillo. Sólo estaba ordenando las ideas. Después me he fumado otro. He arrancado y al oír el ruido he venido directamente para aquí. —Mentía por vergüenza.

Amanda rió. Le salió una risa feroz.

—¡Creía que habías muerto!

—O sea que no has visto a nadie ni nada que pueda ayudarnos a entender qué pasa.

G.H. no quería que se distrajeran.

—Ya has vuelto. Venga, vamos, vámonos de aquí. ¡Vámonos a casa! —Amanda no estaba segura de si lo decía en serio, si lo decía para que la disuadiesen o qué.

Clay negó con la cabeza. Era mentira. Había visto a la mujer. La había visto llorando. ¿Habría encontrado a alguien que la ayudase? Se le hacía insoportable admitir qué tipo de hombre era cuando lo ponían a prueba. Lo más fácil era restar importancia a la mujer. A duras penas se acordaba de su aspecto. Se preguntó qué habría hecho ella al oír el ruido.

—No he visto nada ni a nadie. Coches tampoco. Nada.

—Por aquí es así. —G.H. intentó ser racional—. Por eso nos gusta. A menudo no te cruzas con nadie.

Se quedaron todos callados.

Ruth estaba mirando por la ventana, hacia la piscina.

—Fuera hay poca luz. Con lo despejado que estaba... —Se levantó—. Una tormenta. Igual era un trueno.

—No, un trueno no era. —Era cierto que el cielo se había cargado de nubes de un gris cercano al negro, pero Clay lo tenía muy claro.

Ruth se volvió para mirarlos.

—Hace años G.H. me llevó al ballet, El lago de los cisnes.

Uno de los motivos que, según Clay, justificaban vivir en Nueva York. Por desgracia, en términos logísticos era una pesadilla. Entradas para una velada agradable para ambos, un sitio donde cenar a las seis y media y dieciocho dólares por hora para la canguro. Estaban demasiado ocupados, demasiado entregados a la idea de su propio exceso de entrega. ¿No les quedaban unas horas libres para la trascendencia?

—Recuerdo que al principio pensaba: «Pero qué raro es esto...» Gente vestida de lentejuelas que salía a bailar, se iba corriendo y luego volvía al escenario para seguir bailando. Yo creía que había un argumento, pero la danza sólo consiste en fragmentos vagamente organizados en torno un tema que de por sí no es que tenga demasiado sentido.

«Como la vida», no dijo Clay.

Ruth continuó.

—Aves de blanco, aves de negro y una música arrebatadora. Me empezó a interesar. Creo que es la música más bonita que he escuchado en mi vida; sobre todo un tema que no había oído nunca y que es tan hermoso que no entiendo que no lo usen en películas y anuncios. Me compré los cedés: El lago de los cisnes, con André Previn de director. Aún me acuerdo del nombre de la pieza: Pas d’action (Odette y el príncipe). No puede haber nada más... arrollador ni más romántico. Y a la vez tan dulce y tan vivo.

—Me imagino que no. —Amanda no tenía ni idea de ballet. Se alegró de que Ruth hablara, de que llenara el silencio.

—¿Sabíais que cuando compuso El lago de los cisnes Chaikovski tenía treinta y cinco años? Entonces se consideró un fracaso, pero... es el paradigma del ballet: una bailarina vestida de pájaro. —Ruth vaciló—. Recuerdo que pensé... Bueno, es una idea cursilona, pero supongo que de vez en cuando las tenemos todos. Pensé que si tenía que morirme, como todo el mundo, y si al morir podía escuchar música o, si podía decidir qué escucharía antes de morir o qué me vendría a la cabeza cuando me estuviera muriendo, aunque sólo fuera su recuerdo, sería eso, Chaikovski, esa danza de El lago de los cisnes. Es lo que me viene ahora mismo a la cabeza. Igual no os gusta oírlo, pero estaba pensando: maldita sea, esos cedés los tengo en mi piso.

—Aquí no vas a morir, Ruth. —¿En esa casita tan encantadora? Imposible—. Aquí estás a salvo —afirmó Clay.

Era como ese juego del teléfono de los niños: hablaban más que nada para sí y habían perdido el hilo.

—¿Cómo lo sabes? —Ruth estaba tranquila—. La verdad, la triste verdad, es que no lo sabes. No sabemos qué va a pasar. Quizá no vuelva a oír nunca el Pas d’action (Odette y el príncipe). Creo que ya lo tengo. —Se dio unos golpecitos en la sien—. Me parece que lo oigo. El arpa, las cuerdas... Aunque igual me equivoco. En cualquier caso, lo que suena aquí dentro es bonito.

—Tampoco es que estemos en Marte. A pocos kilómetros hay gente. Algo oiremos. Hemos oído algo y puede que lo oigamos otra vez. —Era G.H. intentando mostrarse tranquilizador y racional a un tiempo—. Iremos en coche a ver a los vecinos o vendrá alguien. Sólo es cuestión de tiempo.

—Yo lo de antes no quiero volver a oírlo nunca más. —Clay se arrepintió de no haber negado que había oído el ruido. Le habría gustado poder imaginarse haciendo lo que describía G.H., pero era incapaz. Tenía miedo. Si no quería irse no era por prudencia, sino porque estaba demasiado aterrado.

Amanda se apartó de su marido, que aún la rodeaba con sus brazos, bálsamo conyugal, y miró a G.H.

—¿Sabes que te pareces un poco a Denzel Washington?

G.H. no supo muy bien qué contestarle. Por otra parte, no era la primera vez que se lo decían.

—¿Te lo había dicho alguien? ¡Y te apellidas Washington! ¿Algún parentesco? —Amanda miró a su marido—. Se llama George Washington. No sé... Perdona, ya sé que es de mala educación. —Se reía.

Nadie habló.