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Los niños no oyeron la risa de su madre desde los otros cuartos. Desde los otros cuartos, los niños no habían oído volver a su padre. La casita estaba tan bien hecha (¡qué paredes tan sólidas!) y era tan seductora que te borraba por completo el recuerdo de las demás personas.

Archie se duchó con el agua muy caliente. Tenía los huevos muy pegados al cuerpo, dos bolitas, como si acabara de salir de la piscina. Se le relajaron los músculos de la espalda al ver girar el agua por el sumidero, primero sucia y luego limpia. Se secó el cuerpo con toallas blancas. Luego se puso unos calzoncillos y se metió en la cama, donde, como no podía ver The Office, se entretuvo con esa importante reserva que era el álbum oculto de su móvil. La mayoría de las fotos eran bonitas. Lo que más le gustaba no era tan tremendo. Le incomodaban las complejas configuraciones de internet: tres mujeres, cinco mujeres, siete mujeres, pollas enormes (le preocupaba que la suya no llegara a ser nunca tan grande), dos hombres, tres hombres, incesto fingido, violencia racial, escupitajos, cuerdas, material deportivo, espectáculos públicos, focos de teatro, maquillaje corrido, piscinas, juguetes y herramientas cuyos nombres ignoraba, la supuesta belleza del castigo... A él le gustaban las mujeres, sin más. Pelo y piel morenos. Las prefería totalmente desnudas, no posando con ropa que resaltara las partes expuestas de su cuerpo: un jersey de lana levantado por encima de unos pechos abundantes de pezones satinados, una falda de cuadros arremangada sobre unas caderas blanquecinas para que se viera lo que él llamaba coño porque estaba seguro de desconocer la palabra exacta, unos vaqueros cortos desgarrados o rotos de los que sobresalían los labios... A él le gustaba que la mujer saliera guapa y contenta. Archie quería satisfacer y ser satisfecho.

Rose se subió el edredón de plumas de sus padres hasta la barbilla y luego más arriba, hasta la nariz, aspirando olor a detergente, jabón de baño, su propia piel y el persistente rastro del distintivo químico de sus padres. Era muy grato, casi canino. Su libro no era una huida (los problemas de la adolescencia, las traiciones del cuerpo, los nuevos deseos del corazón), sino una preparación, la guía Fodor de un país al que tenía pensado viajar pronto. Sin embargo, no lograba retener su atención. Pensó en el silencio del bosque puntuado por el estallido en el cielo. Apenas podía visualizar su cuartito de Brooklyn. Sacudió la cabeza para despejársela, pero no sirvió de nada.

No quería esconderse en la cama ni en ningún otro sitio. Se levantó y se desperezó como después de un sueño largo y reparador. Luego se acercó a la ventana e intentó mirar entre los árboles. No estaba segura de lo que buscaba, pero lo sabría cuando apareciese y sabía que aparecería. Antes quiso demostrar que había visto los ciervos, pero en el suelo no quedaba ningún rastro. El paso de los animales por el mundo era muy liviano.

Estaba delante de la puerta acristalada del fondo, contemplando el cielo plano, con las nubes tan cerca que podían tocarse. Vio que en el cristal había una fisura y entendió que antes no estaba. Tenía sentido. La lluvia era la de siempre: primero vacilante y después copiosa. Los árboles estaban tan cargados de hojas que absorberían casi toda el agua antes de que tocara el suelo. La que rebosaba del canalón de encima de la puerta formaba una especie de cascada. ¿Qué hacían los ciervos cuando llovía? ¿Les importaba a los animales mojarse? Deseó poder volver a la piscina o sentarse en el yacuzzi. Deseó un poco más de vacaciones, aunque sólo fuese una hora.

Con el móvil en una mano y él mismo en la otra, el cuerpo de Archie no respondía como de costumbre. Podía correrse por la mañana, en la ducha, y de noche, en su cuarto, a la luz del portátil, con el volumen al mínimo. A veces por la tarde también: acurrucado en el cubículo, entre olor a pis y corrientes de aire, escupiéndose en la palma. Primero chorros de leche, luego una versión abreviada, un estornudo, y por último un estremecimiento seco, con la polla roja, cansada y tal vez un poco dolorida. Siempre se juraba que no, pero... acababa encontrando la manera. ¡Era la vida!

Fuera se estaba fraguando una tormenta y la luz era extraña, pero incluso en otras circunstancias no habría tenido la menor idea de cómo adivinar la hora. Era raro que se hubiesen presentado los dueños de la casa, pero le daba igual e incluso le parecían simpáticos. El señor Washington le había hecho el tipo de preguntas que hacen siempre los mayores y le resultó agradable, cordial. Renunció al teléfono y se deslizó por el delicioso vacío. Si soñó con algo (¿el ruido?), fue desde una parte del cerebro tan remota que a duras penas la dominaba.

¿Tenía calor? Bueno, acababa de ducharse. Pasarse la muñeca por debajo de la mejilla no le indicó nada. Tocarse la propia piel no es ningún diagnóstico. El cuerpo era una máquina maravillosa y complicada que casi siempre iba como una seda. Si se estropeaba algo, los órganos reaccionaban con inteligencia y tomaban medidas. La luz era turbia y espesa; dentro del cuarto se oían la música de la lluvia en el tejado y el modesto sonido de los objetos en el espacio: la presencia del cuerpo de Archie, su cama, sus almohadas, su vaso de agua, su edición de bolsillo de Nueve cuentos y la toalla húmeda enroscada en el suelo como una mascota dormida. Algo similar al aparato de ruido blanco que usaban sus padres cuando era muy pequeño para engañarlo y que se durmiera.

Ruth, que se estaba lavando las manos, no oía la lluvia. Entonces salió del baño de invitados y lo entendió al ver cómo caía el agua. No la había afectado el vino. No estaba adormilada ni mortecina, tampoco distraída. Formó un montoncito con la ropa sucia. ¿Cómo podía haber tanta ya? El amarillo de las lámparas de las mesitas de noche y el gris de detrás de las ventanas tenían algo de reconfortante. Debería haberse metido en la cama para leer un libro. Incluso podría haber dormido a medias de esa forma indolente de cuando estás de vacaciones fuera de tu casa: no porque necesites descansar, sino porque puedes.

Lo que hizo, en cambio, fue dirigirse al trastero del pasillo, donde encontró un cesto de ropa sucia en la misma estantería donde tenía George sus provisiones: las botellas de vino, las latas de conserva, siempre útiles, los recios recipientes de plástico con sus miles y miles de calorías... «Bien», se permitió pensar. Estaban preparados para lo que fuera. Habría supuesto que la tranquilizaría pensarlo, pero ella no quería latas de tomate ni pringosas barritas Kind. De hecho, no servía de nada ponerse a pensar en lo que quería. Quizá por eso estaba tan resuelta a hacer algo, lo que fuera. Metió su ropa sucia y la de George en el cesto. Enderezó las almohadas encima de la cama. Volvió a dejar sobre la cómoda el mando del televisor, que era perfectamente inútil. Apagó las lámparas de noche que no utilizaba nadie y fue a recoger las toallas húmedas del lavabo.

Aunque fuera demasiado íntimo, se daba cuenta de que lo más lógico era invitar a Amanda a añadir su ropa sucia. Sería una manera de aprovechar mejor la electricidad y el agua. Como un detalle entre vecinas, aunque la expresión no describiera el vínculo que las unía (quizá no hubiera ninguna apropiada). Ruth sabía que era preceptivo mantener una conversación y que ésta requeriría simular una amabilidad o una gentileza muy superior a la que le apetecía exhibir. Pensó en el dulce peso de sus nietos encima de su cuerpo.

Rose apoyó una mano en la ventana. Estaba fría, como solía estarlo el cristal. La superficie de la piscina, rizada a causa de la lluvia constante, mostraba algo satisfactorio. Truenos no se oían. De todas formas, Rose ya entendía que lo de antes no había sido un trueno. Se daba cuenta de lo tentador que resultaba creer que sí, pero, a su manera adolescente, intuía que las creencias y los hechos no suelen guardar una relación muy armónica.

La cuestión no era qué había sido, sino qué harían ellos a continuación. Rose sabía que sus padres no se la tomaban en serio, que no la consideraban mayor, pero también sabía que sus problemas no tenían su origen en ningún ruido en el cielo. Ella ya había visto cuál era el problema e intentaría resolverlo. Entonces recordó que su madre le había prometido que harían un pastel si llovía, así que se olvidó del libro y fue a reclamar el cumplimiento de esa promesa.