26

La tele habría sido paliativa. La tele los habría aturdido, entretenido, informado o ayudado a olvidar, pero no: los tres sentados en torno a un televisor que no les enseñaba nada oyendo la grata orquesta de la lluvia contra el tragaluz, el tejado, la terraza, la sombrilla de lona y las copas de los árboles. También los chillidos de Rose en la cocina («¡puedo hacerlo sola!») seguidos por el olor químico de su preparado de pastel hinchándose en el horno de gas.

—Tenemos que llenar las bañeras. —Amanda no estaba segura de que hiciera falta. Lo decía por probar.

—¿Llenar las bañeras? —Clay lo tomó por una figura retórica.

Amanda bajó la voz.

—Por si... el agua...

—¿Si se va la luz no hay agua corriente? —Clay no tenía ni idea.

No la había, en efecto. Al segundo día o al tercero o con seguridad al cuarto, algunos residentes de los apartamentos más altos de Manhattan caerían en el delirio que presagiaba su deshidratación final.

—Me parece que no. El depósito se llena con una bomba eléctrica; o sea que, si se va la luz, tampoco hay agua. —A G.H. le parecía increíble que en su casa aún hubiera luz. Atribuía el portento a lo bien hecha que estaba la casita, aunque ya sabía que el mérito no era precisamente suyo.

—¿Tú crees que se irá la luz? —Clay encontraba el día, con su olor a bizcocho y la percusión de la lluvia, de una normalidad casi inquietante.

—Suele irse cuando hay tormenta, ¿no? Si cae alguna rama o se avería algo en la ciudad... Y encima el ruido ese, que no sé qué era... Menos mal que todavía funciona, somos afortunados, pero igual no hay que tentar a la suerte. —Amanda miró a su marido—. ¡Ve!

Clay se levantó y fue a cumplir su encargo sin comentar que ni las bañeras ni el agua eran suyas.

Amanda se inclinó hacia G.H., que estaba sentado enfrente de ella.

—No hay truenos. Ni siquiera relámpagos. Tan sólo lluvia.

—De todos modos, yo en el fondo tampoco creía que hubiera sido un trueno.

—Pues entonces, ¿qué era?

Amanda susurraba porque no quería que la oyera Rose; no porque la considerase tonta, sino porque le parecía una manera de protegerla.

—Ya me gustaría saberlo.

—¿Qué hacemos?

—Estoy esperando a que tu hija acabe el pastel.

—¿Nos vamos? —Miró a G.H. como si fuera el padre que no había tenido, el padre de quien siempre podía esperar consejos sensatos—. ¿No estaríamos mejor, más seguros, en casa, en la ciudad, rodeados de gente?

—No lo sé.

—Yo con saber qué pasa ya estaría más tranquila. —Miró hacia el pasillo oyendo el ruido del agua en las bañeras. Lo que había dicho era falso, pero ni siquiera lo sospechaba.

Clay volvió secándose las manos en los pantalones cortos.

—Listo.

—Abajo hay una bañera. Haré lo mismo. —G.H. dio las gracias con un movimiento de cabeza.

—Bueno, pues una cosa menos. —Amanda intentaba convencerse a sí misma—. Tenemos agua. Y ni siquiera nos hace falta. Igual no llegamos ni a necesitarla.

—Mejor estar preparados —convino Clay.

Amanda miró a su marido.

—¿A ti te parece que deberíamos irnos a casa?

—También podríamos volver mañana al pueblo... Bueno, ir por primera vez —se corrigió G.H.

—Lo siento. —Clay apoyó las manos en las rodillas. Era un gesto como de bochorno.

—¿El qué? —preguntó Amanda.

—Debería haber... He oído el ruido y he vuelto. Estaba preocupado. Ahora, no he visto ni un solo coche. —Clay no les habló de la mujer. Se preguntó si estaría a la intemperie con aquella lluvia.

—Yo ya creía que estabas... No sabía qué te había pasado.

G.H. se mostró comprensivo.

—Lo de no ver coches pasa mucho. Supongo que depende de la época del año, pero este sitio es muy tranquilo. Por eso vinimos aquí.

—Yo creo que lo mejor es esperar. —A Clay no le apetecía nada volver a esas carreteras tan desconcertantes.

—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Amanda.

Para ser padre o madre había que hacerse un poco el gallito, simular arrojo, osadía, entereza y convicción. Era puro instinto, puro amor.

—Está lloviendo a cántaros. No sé si es muy buena idea marcharse en plena tormenta.

—Vale, pero mañana sí. —Amanda lo estaba espoleando.

—Iremos al pueblo —dijo Clay— y después podremos... decidir. Si en la ciudad no hay electricidad, igual es mejor esperar a que pase todo esto.

—¿Aquí?

Alquilado lo tenían, aunque tampoco parecía tan importante. Amanda se prepararía para demostrar su fe. Haría el equipaje y estaría lista para marcharse. Era una declaración de intenciones.

—Mañana. Clay, saldremos tú y yo por la mañana. Yo conozco el camino. —G.H. no se creía la versión de Clay y no le faltaban razones—. Así luego tendremos una idea de nuestra situación: si hay electricidad, si hay un problema, qué era el ruido... Sabremos más que ahora y sabiendo más podremos decidir qué es lo mejor. —Miró a la niña, que se estaba acercando a los adultos. G.H. compartía el ansia de Amanda—. ¡Qué bien huele aquí dentro! —Lo dijo con desenfado, aunque con sinceridad.

—Ahora sólo se tiene que enfriar, luego le pondré el glaseado.

—¿Ya está acabado? —Amanda intentó calcular la hora—. Deberíamos guardarlo para después de la cena.

—He hecho capas para que tardara menos. Dos pasteles pequeños en vez de uno grande. Qué pena que no tenga nada para decorarlo, espolvorearlo y esas cosas...

—Pues igual encuentras algo en la despensa. Ve a pedirle a la señora Washington que te enseñe dónde guarda todo lo de los pasteles. No me sorprendería que algo tuviéramos a mano. —No se parecía en nada a su hija, pero fue en quien pensó, como era natural.

—Debería ir preparando algo de cenar. —A Clay le parecía una manera de expiar su fracaso anterior. Ya había llenado las bañeras. Acto seguido les haría la cena, demostraría lo que valía—. Rose, vamos a recoger un poco la cocina antes de que te pongas a decorar el pastel.

—¿Dónde está Archie? —Amanda no quería a los niños a la vista, pero tampoco se los podía quitar de la cabeza.

Clay se encogió de hombros.

—Igual está echando la siesta.

—Pues mejor lo despierto.

Amanda era consciente del peligro de prolongar demasiado las siestas, ese aturdimiento que no se iba con nada. Cuando era poco más que un bebé, Archie se despertaba con la cara arrugada por la sábana y roja por el esfuerzo del descanso. Durante diez minutos, como mínimo, no podía hacer nada mejor que estar de morros. Tras un «con permiso» dirigido a G.H., Amanda fue a la puerta de su hijo. Primero llamó, señal de respeto necesaria con los adolescentes (había visto cosas). Luego empujó la puerta, al tiempo que decía su nombre.

Archie no se movió, como si no percibiera que alguien había entrado.

—¿Archie? —Amanda vio su forma retorcida entre las sábanas—. ¿Estás dormido, cielo?

Si la oyó no dijo nada, así que Amanda le apartó la sábana del rostro dejando a la vista el glorioso desaliño de su pelo: mechones apuntando en todos los sentidos, como las raíces de un viejo árbol. Se los alisó y obedeció al reflejo de ponerle una palma en la frente. ¿El calor era de fiebre o de dormir?

—¿Archie?

Archie abrió los ojos sin pestañear: de dormir a no dormir, sin transición. Miró a su madre, pero la vio borrosa.

—¿Archie? ¿Te encuentras bien?

El chico exhaló un suspiro largo, lento y trémulo. No sabía dónde se hallaba ni entendía lo que estaba ocurriendo. Se incorporó con un movimiento brusco. Luego abrió la boca, pero no para hablar, sino para mover la mandíbula, que le dolía, o de la que era consciente de una manera que le pareció nueva, distinta o errónea.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? —Amanda apartó el edredón y destapó el cuerpo delgado de su hijo, liberando el calor que irradiaba, un calor tan intenso que lo notó sin tocarlo—. ¿Archie?

Él emitió un sonido, una especie de «mmm», y se inclinó para vomitarse encima de las piernas.