Era una casa de ladrillo pintada de blanco. Había algo cautivador en esa transformación del rojo. Parecía vieja pero nueva, sólida pero ligera. Quizá el deseo de ver encarnada esa contradicción en una casa, un coche, un libro o unos zapatos fuera intrínsecamente americano o sólo un anhelo moderno.
La había encontrado Amanda en una web de alquileres. «La escapada definitiva», proclamaba el anuncio. La descripción estaba escrita en un simpático lenguaje comercial que ella apreciaba: «Entra en nuestra bonita casa y deja el mundo atrás.» Le pasó a Clay el portátil, lo bastante caliente para incubar tumores en su abdomen, y él contestó con alguna evasiva al tiempo que asentía.
Amanda, sin embargo, insistía en aquellas vacaciones. Con el ascenso le habían subido el sueldo. Faltaba muy poco para que Rose se diluyera en el desdén del instituto. Por un lapso efímero, los niños aún eran básicamente niños, aunque Archie rozase el metro ochenta. Aún recordaba la aguda voz infantil de Archie y el peso de Rose en la cadera, aunque ya no pudiera oírlo ni sentirlo. Algo manido, pero ¿qué recordarás en tu lecho de muerte? ¿La noche en que llevaste a tus clientes a cenar al viejo asador de la calle 36 y les preguntaste por sus esposas o aquel baño en la piscina con tus hijos y sus oscuras pestañas perladas de agua clorada?
—Tiene buena pinta. —Clay apagó el motor.
Los niños se desabrocharon los cinturones, abrieron las puertas y saltaron a la grava tan ávidos e impetuosos como agentes de la Stasi.
—No os alejéis —dijo Amanda, aunque era algo absurdo.
No había adonde ir. Al bosque, a lo sumo. Le preocupaba, eso sí, la enfermedad de Lyme. Eran hábitos de madre: intervenir para afirmar su autoridad. Ya hacía tiempo que los niños habían dejado de escuchar sus quejas cotidianas.
Bajo los zapatos de piel de Clay, los de conducir, la grava sonó a grava.
—¿Cómo entramos?
—Con un código. —Amanda consultó su móvil. No había cobertura. Ni siquiera estaban en una carretera. Lo levantó por encima de la cabeza, pero nada, no se llenaban las barritas. Había guardado la información—. La caja de seguridad está... en la valla, al lado del calentador de la piscina. Código 6-2-9-2. La llave de dentro abre la puerta lateral.
La casa estaba resguardada por un seto esculpido, el orgullo de alguien, como una barrera de nieve o un muro. Una empalizada blanca ceñía el jardín delantero sin rastro alguno de ironía. Alrededor de la piscina había otra valla, de madera y alambre en este caso. Así no pagaban tanto de seguro y, por otro lado, los dueños de la casa sabían que un ciervo despistado, por bonito que fuese, podía ser un engorro: si estabas dos semanas fuera, los muy tontos se ahogaban, se hinchaban y reventaban dejándolo todo perdido, un horror. Clay fue a buscar la llave. Envuelta en la humedad de la insólita tarde, Amanda se quedó escuchando el extraño sonido del silencio casi absoluto que añoraba, o decía añorar, por vivir en la ciudad. Se percibía la rítmica actividad de un insecto o una rana o quizá de ambos animales. También el viento revolviendo las hojas y la vaga existencia de un avión o un cortacésped, salvo que fuera el tráfico de una carretera lejana que llegaba a los oídos como los persistentes embates del mar cuando estás cerca de él. Ellos no estaban cerca del mar. No, no podían permitírselo, pero, gracias a un acto de voluntad, casi lo oían como una merecida recompensa.
—Ya está —dijo Clay cuando abrió con la llave: tenía la innecesaria costumbre de narrar lo que hacía, algo que luego lo avergonzaba.
Dentro reinaba el típico silencio de las casas caras. Esa calma significaba que era un edificio construido como Dios manda, sólido, con órganos que funcionaban en feliz armonía: la respiración del aire acondicionado central, la vigilancia de la nevera suntuosa, la fiable inteligencia de múltiples pantallas digitales que daban la hora casi en sincronía... Las luces de fuera se encenderían en un instante programado. Una casa que a duras penas requería la presencia humana. El suelo era una tarima de grandes planchas obtenidas en una antigua fábrica de algodón de Utica, tan bien ensambladas que no se oía el menor crujido o protesta. Las ventanas estaban tan limpias que una vez al mes aproximadamente un pájaro común calculaba mal su trayectoria y perecía en la hierba con el cuello partido. Unas manos eficaces habían subido las persianas, bajado el termostato, aplicado limpiador a todas las superficies y metido el aspirador sin cable en los resquicios del sofá para absorber azules briznas de nachos ecológicos y alguna que otra moneda díscola de diez centavos.
—¡Qué bonito!
Amanda se quitó los zapatos en la puerta; era una firme partidaria de quitarse los zapatos en la puerta.
—Es precioso.
Las fotos de la web eran una promesa que acababa de cumplirse: las lámparas colgadas sobre la mesa de roble, por si te apetecía hacer un puzle por la noche, la cocina insular de mármol gris donde ya te veías amasando pan, el doble fregadero al pie de una ventana con vistas a la piscina, los fogones con su grifo de cobre para poder llenar la cazuela sin tener que moverla... Los dueños de la casa eran lo bastante ricos para ser exquisitamente esmerados. Amanda fregaría los platos en esas pilas mientras fuera, justo al otro lado, Clay se hacía cargo de la barbacoa con una cerveza en la mano, atento a los niños, que jugarían a Marco Polo en la piscina.
—Voy a por las cosas. —El subtexto de Clay estaba claro: iba a fumarse un cigarrillo, vicio teóricamente secreto.
Amanda paseó por la casa. Había una sala grande con televisor y una cristalera que daba a la terraza. Había dos dormitorios, más bien pequeños, con combinaciones de color azul celeste y marino, y un baño en medio accesible desde ambos. Había un armario con toallas de playa, una lavadora con la secadora encima y un largo pasillo que llevaba al dormitorio principal entre inofensivas escenas de playa en blanco y negro. Imperaba el buen gusto y no faltaba detalle: una caja de madera ocultaba la botella de plástico con detergente para la lavadora y una concha enorme acunaba una pastilla de jabón aún en su envoltorio de papel. La cama de matrimonio era tan enorme que jamás habrían podido subirla por las escaleras hasta el tercer piso donde vivían. El baño en suite era todo blanco (baldosas, lavabo, toallas, jabón, un níveo cuenco de conchas blancas), inspirado por esa curiosa fantasía de pureza que pretende eludir la realidad de nuestros excrementos. Excepcional y por tan sólo trescientos cuarenta dólares al día más gastos de limpieza y una fianza. Desde el dormitorio, Amanda veía a sus hijos, que, enfundados ya en sus bañadores de licra de secado rápido, iban lanzados hacia el borde de la piscina, plácida y azul: Archie, de extremidades largas y ángulos agudos, con un pecho apenas convexo en cuyos pezones rosa brotaban botones marrones, y Rose, curvilínea y bamboleante, con pelusa de bebé, piernas un poco anchas para el bañador a topos de una pieza y las partes íntimas marcadas. Después de un grito festivo se oyó el delicioso chapoteo. En el bosque se sobresaltó algo que revoloteó destacándose sobre el marrón uniforme del paisaje: dos pavos gordos, necios y molestos por la intromisión. Amanda sonrió.