30

Todavía desnudo, neandertal, básico, Clay fue a preparar un par de copas. Ya terminarían más tarde de hacer las maletas. Las acabarían por la mañana. No, ni las harían: irían directamente a Target a comprar cepillos de dientes nuevos y bañadores y libros y protector solar y pijamas y auriculares de botón y calcetines. O no. No necesitaban cosas. Los objetos no los mantendrían a salvo de cortes de luz ni de estruendos repentinos tan fuertes como para rajar cristales ni de ningún otro fenómeno inexplicable. Eran superfluos; los objetos no importaban.

Amanda levantó la pesada tapa del yacuzzi. La estaba esperando el vapor, que se disipó en la oscuridad. Con la luz en los árboles, la vista era más satisfactoria. Podías tener la sensación de que eran tuyos, aunque nadie podrá pretender nunca que le pertenece un árbol. No veía. Apretó la zona donde sabía que estaban los botones y no levantó la mano hasta que la máquina se despertó con un zumbido. Soltaba burbujas como el caldero de las brujas de Macbeth. Ojalá lo fuera porque Amanda habría negociado por la buena salud de su pobre y enfebrecido hijo; la de los dos, por supuesto, a pesar de que ella no tenía nada que ofrecer a una bruja salvo el mismo deseo que cualquier persona viva. Comprendió que lo que tenía que hacer era levantarse, ponerse una bata, entrar de puntillas en el cuarto a oscuras y calibrar la temperatura de Archie con la mano.

Era G.H., en respuesta a la desafiante desnudez de Amanda. Llevaba su traje de baño, ajustado y conservador, de ésos que se ponían en Nantucket los bisnietos blancos de bisabuelos con el mismo nombre que ellos. En su sonrisa no se leía nada impúdico, como si llegara exactamente con esa expectativa: encontrar en su terraza, desnuda y evidentemente poscoital, a esa mujer a la que apenas conocía.

—Veo que hemos tenido los dos la misma idea.

Habría sido hipócrita aparentar vergüenza. De eso Amanda se había liberado y ni se sonrojó.

—Supongo que al final se ha arreglado la noche.

G.H. señaló el yacuzzi.

—Tú primero, por favor. Si no te molesta la compañía. —Ya no se extrañaba por nada—. Hemos tenido la misma idea. Ruth no ha querido venir, pero me alegro de no estar solo aquí fuera. —Era lo más cerca que podía llegar a una admisión del miedo.

El agua estaba muy caliente, pero las burbujas que se movían frenéticas de un lado al otro estaban frías, y al reventarse en la piel de Amanda eran como un alivio entrecortado. G.H. se sentó enfrente de ella, a una distancia decorosa. De todos modos, ¿qué importancia tenía? Podía ser su hija. No los unía nada: dos desconocidos desnudos.

—En la puerta hay una grieta. —Amanda la señaló—. Acabo de reparar en ella. Yo creo que ha sido...

G.H. ya había investigado por su cuenta.

—En la puerta de abajo también. ¿Sabes cómo se llaman? Grietas capilares. Es bonita la expresión. Tiene forma de i griega. Creo que si me pusiera a empujar de verdad se rompería. —No pensaba empujar el cristal ni romperlo. Lo necesitaba, por muy engañosa que fuera la seguridad que le proporcionaba.

—¿Tú crees que ha sido por...?

Dejó que contestara su expresión. ¿Por qué se empeñaban en seguir con ese debate?

—Siempre me he considerado un hombre racional que ha contemplado el mundo tal como es, pero nunca había visto nada como esto y ahora me pregunto si lo que siempre había pensado de mí mismo era una ilusión.

No había ninguna hostilidad en el silencio de G.H. y Amanda. Ya habían dicho cuanto se podía decir. Era como cuando se rompe una pareja sin ninguna acritud. Sólo tenían que esperar a que saliera el sol para que terminara todo, con alivio y pesar. Dentro, encima de la cama, Ruth pensaba en su hija. Archie dormía sin soñar y Rose soñando mientras Clay llenaba vasos de cubitos sin pensar en nada.

—Sólo quiero que vaya todo bien.

G.H. miró las estrellas. Allá la noche era bastante negra para que pudieran verse de verdad. A él no le despertaban nada en especial. Le gustaba estar en el campo, pero no porque le reportase ningún beneficio espiritual. ¿Le hacían sentirse pequeño las estrellas? No. Él ya sabía que era pequeño. Era como se había hecho rico. Dijo el nombre de Amanda, nada más que el nombre.

—Al principio no os creía, pero me equivoqué. Pasa algo, algo malo. —Amanda no podía soportarlo.

—Hay que ver lo ruidoso que es el silencio. Fue una de las cosas que me llamaron primero la atención cuando empezamos a pasar aquí las noches. Me costaba dormir. En casa no oímos nada. Es un piso muy alto. Alguna sirena, a veces, pero hasta eso se lo lleva el viento. —Desde su apartamento, el mundo parecía como una película muda.

—Aún tenemos electricidad. —Amanda veía el vapor como un velo sobre la oscuridad.

—Antes os he dicho que con información todo es posible. Mi fortuna, dentro de lo modesta que es, se la debo a la información. —G.H. se quedó callado. El agua burbujeaba—. ¿Sabes que lo vi? Antes de que se apagaran las luces. Miré el mercado y me di cuenta de que pasaba algo.

—¿Cómo puede ser?

Sonaba espiritual, no financiero.

Clay abrió la puerta.

—¿Estáis bien?

G.H. lo saludó con la mano.

—Aquí, charlando.

Clay se acercó al yacuzzi como si no tuviera nada de raro presentarse desnudo ni encontrar desnuda a su mujer con un desconocido. Fingiría.

—Con el tiempo aprendes a interpretar la curva. Si le dedicas tanto tiempo como yo, al final lo entiendes. Te explica el futuro. Si se mantiene estable, promete armonía; si sube o baja un poco, sabes que algo quiere decir. Entonces lo estudias con más atención para intentar entender exactamente lo que significa. Si se te da bien, te haces rico; si no, lo pierdes todo.

—¿Y a ti se te da bien? —Amanda aceptó el vaso que le ofrecía su marido.

Clay hizo demasiado ruido al meterse en el agua.

—¿De qué habláis?

—De la información. —G.H. lo dijo como si fuera sencillo.

—Dice que él ya sabía que iba a pasar algo... —explicó Amanda, que se lo creía. Necesitaba creer en algo.

—Ya... ¿Y qué viste? ¿Qué ha pasado, por cierto? Se fue la luz. Amanda recibió unas notificaciones de The New York Times y después oímos un ruido muy fuerte. —Al oírse enumerando los hechos, Clay se dio cuenta de que no hacía falta más.

—¿Viste el fin del mundo? —¿Eso podían predecirlo los números? ¿En serio? En la mano de Amanda, el vaso era frío y perfecto.

—No es el fin del mundo —afirmó G.H.—. Es un incidente del mercado.

—Pero ¿qué dices? —Clay pensó que hablaba como esos que van por el distrito financiero con una pancarta, algo muy típico de Wall Street, de la calle propiamente dicha, que estaba cerrada con bolardos a prueba de coches bomba.

—Yo creo que sé mucho. —G.H. lo dijo como disculpándose—. Pero igual no se puede saber todo.

El vapor le empañaba las gafas. No podía ver ni ser visto. Cada día era una apuesta.

—A lo mejor no pasa nada —dijo Clay.

Se estaban dejando llevar. Estaban diciendo cosas que no deberían haber dicho.

—Eso espero, por nuestro bien. —A G.H. no le gustaba no tener nada más que la esperanza. Era algo que le molestaba de Obama: esa promesa vaga, casi religiosa. Él prefería un plan.

Se oyó un fuerte chapoteo más abajo.

Amanda se asustó enseguida. Incorporándose en el centro del yacuzzi, se giró hacia el jardín que tenían detrás.

—¿Qué ha sido eso?

G.H. sacó la mano del yacuzzi para silenciar los chorros. La máquina respondió enseguida, cambiando su runrún de lavadora por un zumbido grave. Por alguna razón, el silencio hacía que todo pareciera más oscuro. Se oyó un chapoteo en la piscina, un chapoteo indudable, intencionado. A pocos metros de distancia, aunque no se veía.

Era uno de los niños, sonámbulo y a punto de ahogarse. Era alguien que los vigilaba desde el bosque y que acudía a matarlos. Era un zombi, un animal, un monstruo, un fantasma, un extraterrestre.

—¿Qué ha sido...?

G.H. la hizo callar. Aún era capaz de tener miedo.

—¿Qué es? —Amanda no susurraba. Lo suyo era pánico—. Igual es un ciervo.

Se acordó de la cerca. ¿Qué ruido haría un ciervo en apuros? ¿Cómo sonarían las lágrimas de un ciervo?

—Una rana. —A Clay le parecía obvio—. Una ardilla. Nadan.

G.H. se levantó a pulso del yacuzzi para ir hacia la casa, donde había un interruptor que alumbraba la piscina por dentro. Era un buen toque de distinción para las fiestas: la metafísica de la luz filtrada por el agua bailando en las copas de los árboles. Ambos vieron, abajo, en la piscina, un flamenco, rosado y absurdo, que chapoteaba con elegancia y batía sus alas agitadamente en la superficie de la piscina.

—Es un flamenco. —Aunque fuera obvio, Amanda lo dijo. Un ave rosa era un flamenco. Era tan característico (la coma del pico, el signo de forte en su ilógico cuello) que hasta un párvulo lo habría reconocido—. ¿Es un flamenco?

—Es un flamenco. —G.H. se desempañó las gafas con las yemas de los dedos. No sabían qué pasaba en el mundo, pero eso lo sabían.

El flamenco siguió batiendo las alas. Cuando se les acostumbró la vista, vieron otro. No, dos. No, tres. No, cuatro. No, cinco. No, seis. Se paseaban por el césped con sus andares como en marcha atrás, ondulantes, fibrosos. Dos de ellos alzaron el vuelo a la manera de las aves, como en un ballet, pasaron por encima de la cerca y se posaron en el agua. Luego metieron la cabeza por debajo de la superficie. ¿Qué pensaban, que había comida dentro? Sus ojos tenían una inteligencia desconcertante. Sus alas eran más anchas de lo que cabía pensar. En descanso las apretaban mucho contra el saco del cuerpo, pero desplegadas... desplegadas eran majestuosas. Parecía mentira que fueran tan hermosos. La lógica se disipó.

—¿Por qué...?

El motivo no importaba. ¿Y el cómo, importaba? ¿Y el «esto es real» o cualquier otra pregunta? Amanda advirtió que George Washington también veía las aves, pero estaba documentado que las alucinaciones podían ser compartidas. Salió del yacuzzi reblandecida por el calor. Estaba tan desnuda como el día en que su madre la trajo al mundo. Observó a los flamencos retozar alegremente en la piscina frente a sus congéneres posados en la hierba de detrás.

—Decidme que también lo veis.

George asintió. No conocía de nada a esa mujer, pero a su propio cerebro y a sus propios ojos sí los conocía.

—Yo lo veo.

Clay notó un frío que le calaba por dentro. Al día siguiente zarparían en su coche y aquello era un augurio. El viaje desagradaría a los dioses. Estaban recibiendo una señal. Se levantó derramando whisky en el yacuzzi. Los pájaros se sobresaltaron.

Tres flamencos despegaron de la superficie del agua con un viril alarde de alas. Cualquier flamenco que lo viera habría querido empollar su descendencia. Eran flamencos, los mejores de todos, robustos, potentes. Se elevaron por los aires y sobre los árboles como si fuera lo más simple del mundo. Los siguientes en hacerlo fueron los flamencos de la hierba: siete aves rosadas, del tamaño de un ser humano, sinuosas y extrañas, ascendiendo en la noche de Long Island, tan bellas como aterradoras.

Estuvieron un momento sin hablar: la perplejidad de siempre, el asombro de toda la vida. Un sentimiento religioso. Lo que no hacían las estrellas, intimidarlos, lo hacían esos pájaros tan raros. George parpadeó detrás de sus gafas. Clay se aferró al vaso que tenía en la mano porque estaba frío y le recordaba que seguía vivo.