La nevera de G.H., la de siempre, era una fuente de sorpresas. Él no habría puesto nada de eso dentro: fiambres envueltos en papel, restos retorcidos de calabacín a la plancha, un queso blanco y duro dentro de un celofán aceitoso, un bol de pírex con fresas a las que alguien había tenido el detalle de quitar el rabillo... Tenía un hambre de locos o quizá se estaba volviendo loco sin más. Encontró un paquete de galletas saladas, una bolsa abierta de patatas fritas y un tubo de galletas. Lo dejó todo en la encimera. Otra persona habría organizado esa plétora de alimentos juntando los artículos complementarios, pero él no se molestó.
Clay no le preguntó si le apetecía beber algo. Se lo depositó entre las negras manos.
—George. —Había encontrado su bañador secándose en la baranda. También había encontrado la camiseta recortada de Archie, que dejaba a la vista sus menguados músculos de hombre maduro.
—Lo hemos visto los tres. —Amanda se había puesto una bata sin saber de quién era, pero había olvidado cerrársela en el regazo.
George le dio las gracias a través de un bocado de queso gomoso y tosió un poco.
—Yo sí.
—¿Hemos tenido una alucinación? —Era tentador fingir que estabas exonerado de lo que ocurría.
—Son de un zoo. Se ha cortado el suministro eléctrico y no han podido mantenerlos en cautividad. —George daba tajos al queso con un cuchillo de cortar carne—. Seguro que están etiquetados, como esas cercas invisibles que impiden a los perros entrar en tu propiedad.
—En los zoos recortan las alas, ¿no? —Amanda lo había leído en La trompeta del cisne, aunque no estaba segura de que fuera verdad—. Éstos podían volar. Eran salvajes.
Clay agarró el cuchillo de George y cortó una rodaja de salami.
—Tiene que haber una explicación lógica.
—No llevaban anillas ni nada. —Amanda cerró los ojos para revivirlo—. Me he fijado. Las he buscado.
A George le parecía que no era necesario ni decirlo.
—En Nueva York no hay flamencos salvajes.
—Pues lo hemos visto todos. ¿Qué coño está pasando?
La ordinariez no tuvo el poder que había querido conferirle Amanda. Ella tenía ganas de salir corriendo al jardín y gritar a las aves que volvieran, que se mostraran, que dieran alguna explicación.
Ruth se había duchado y vestía la ropa amorfa, cara y recién lavada que solía llevar en casa. Al subir desde el sótano ni siquiera se sintió desprotegida, como le habría pasado si se hubiera encontrado vestida así con el portero. Ya había hecho las paces con esa gente. Ya se conocían. Abajo había intentado usar su móvil, por supuesto. Sí, escudriñó las fotos de la galería, todas desenfocadas porque los niños pequeños nunca paran de correr, reírse, retorcerse... Se fijó en que Amanda llevaba la bata abierta con el pubis a la vista.
George había encendido todas las luces como profilaxis contra el miedo.
—Vamos a picar algo.
—Te has perdido un espectáculo. —Amanda era sincera, no sardónica.
—Siéntate, cariño.
G.H. desbordaba afecto hacia su esposa. Fue descriptivo y se ciñó a los hechos. Hasta mencionó la desnudez de Amanda. Siete flamencos. Si le hubiesen pedido que dibujara un flamenco, habría trazado un pico triangular y se habría equivocado.
—Yo creía que los flamencos no volaban. Estaba convencida o puede que nunca me lo haya planteado —dijo Ruth.
—Eran tan grandes como Rose. —Amanda aún los veía ascender a la presunta manera de Jesucristo.
—Yo sabía que eran de color rosa, pero no de un rosa así. No parece natural. —G.H. le preparó algo de beber a su mujer.
—¿Estáis seguros? —Ruth no lo preguntó porque lo pusiera en duda. No había nada que pudieran haber confundido con un flamenco. Ya había renunciado a la normalidad o a sus previsiones.
—Un flamenco es un flamenco. —Amanda quería dejarlo claro—. La cuestión no es si estamos seguros, sino por qué...
—Por esta zona hay gente rica. —Clay tuvo una inspiración—. Es la colección privada de alguien, un zoo en miniatura; alguna finca de los Hamptons que en realidad es un arca. Muchos multimillonarios son supervivencialistas. Todos tienen refugios en Nueva Zelanda, adonde piensan ir cuando se vaya todo al carajo.
—¿Hay algo dulce? —Ruth bebió un poco. En el fondo no le apetecía.
Amanda le acercó las galletas.
—Puede que el ruido que oímos fuera un trueno, una especie de macrotormenta. He oído que a veces la fuerza del viento desvía a las aves de sus rutas migratorias. En el Atlántico hubo un huracán que extravió a muchísimos pájaros.
Clay intentó acordarse de algo que nunca había sabido.
—¿Son aves migratorias? Y si lo son, ¿cruzan el mar? Podría ser posible.
—¿No se congregan en los lagos? ¿No comen una especie de gamba que produce el color rosa de su plumaje? Sí, creo que es verdad —añadió Ruth.
—Sólo somos un hatajo de adultos que no saben nada de pájaros. —George estaba acostumbrado a explicarlo todo. ¿La curva podía explicar lo de los pájaros? Existía alguna relación, pero tardaría días en dar con ella. Necesitaría un lápiz, un periódico y un poco de serenidad—. No sabemos nada sobre ruidos tan fuertes como para resquebrajar cristales. No sabemos nada de ningún apagón en Nueva York. Somos cuatro adultos que no saben hacer que tengan cobertura los móviles ni que funcione la tele ni gran cosa, en general.
La sala se llenó de ruidos de masticación y hielo chocando con cristal.
—Lo curioso es que antes os haya estado hablando de El lago de los cisnes. —Ruth sonrió—. Cisnes, flamencos... Es lo mismo, pero no.
—Necesito que sea mañana. —Clay consultó el reloj digital del microondas—. Deberíamos dormir.
—Vosotros queréis iros a casa. Nosotros tenemos la suerte de que ya lo estamos —dijo G.H.
—A menos que... —Ruth no tenía ningún interés en tirar de tópicos y palabras tranquilizadoras. Ella no le veía ningún lado bueno—. Ha sido una señal. No os deberíais ir. No podemos acompañaros.
—Habíais afirmado que nos enseñaríais el camino —replicó Amanda.
—Es peligroso salir —dijo Ruth.
¿Y si el jueves no aparecía Rosa? ¿Y si fuera había algo que iba a por ellos?
—¡Tenemos que llevar a Archie al médico! —Amanda lo sentía en el cuerpo, como el ansia migratoria de los pájaros.
—¿Qué creéis que nos pasará? —Clay quería una suposición sincera, no palabras tranquilizadoras—. Vamos a marcharnos y nos habíais dicho que nos ayudaríais a encontrar el camino.
George nunca había creído en las incógnitas. El álgebra demostraba lo fácil que era despejarlas. Las matemáticas ya no eran aplicables o bien eran necesarias unas matemáticas que él a duras penas sabía manejar.
—Tampoco va a pasarnos nada por salir hasta la carretera —le dijo a su mujer.
—¿Y quién te dice que se podrá circular? ¿Que habrá comida, agua? Yo no me fío de la gente ni del sistema. —Ruth hablaba con seguridad—. Si nos quedamos, puede que Archie mejore. Igual mañana se despierta sin fiebre y con ganas de comerse todo lo que haya en la casa.
—¿A lo mejor sólo necesita antibióticos o algo así? —Clay ya no quería marcharse; estaba aterrado.
—Yo aquí me siento a salvo. —Ruth sabía que en el fondo la seguridad de esa familia no era problema suyo—. Es lo único que quiero, sentirme a salvo.
—Os podríais quedar —dijo George.
—No, imposible.
Amanda se mostró muy rotunda, pero ¿seguro que era imposible? Clay no lo tenía tan claro.
—Podríamos... podríamos instalarnos nosotros en el sótano y así recuperaríais vuestro dormitorio.
Se callaron como si supieran que estaba a punto de llegar. Y llegó. ¿El mismo ruido? Claro. Sí. Probablemente. Por qué no. A saber. Una, dos y tres veces. La ventana del fregadero se resquebrajó. La lámpara colgante que había encima del mármol también. Tendría que haberse ido la luz, probablemente, pero no se fue. Nadie sabría explicar nunca con exactitud por qué. Eran ruidos solapados pero discontinuos, ruidos (ellos no lo sabían) de aviones americanos en el cielo americano, de camino al futuro americano. Había un avión cuya existencia ignoraba casi todo el mundo. Un avión diseñado para actividades innombrables que había puesto rumbo a esas actividades. Cada acción tenía una reacción equivalente y contraria, y había más acciones y reacciones de las que se pudieran contar con las ocho manos del grupo. Las intenciones de su gobierno y las de otros gobiernos: sólo una manera abstracta de referirse a las decisiones de un puñado de hombres. Los lemmings no son suicidas. Tienen el impulso de migrar y confían demasiado en sus habilidades. La culpa no la tiene el líder de la manada. Se tiran todos al mar pensando que cruzarlo es tan fácil como vadear un charco. ¡Qué instinto tan humano en unos roedores! Millones de estadounidenses se apiñaban a oscuras en sus casas, aunque sólo unos miles oían esos ruidos y tranquilizaban a los niños y se tranquilizaban unos a otros mientras se preguntaban qué estaban oyendo. Había gente que se ponía enferma porque era su constitución. Otros escuchaban y se daban cuenta de lo poco que entendían del mundo.
Ruth no se puso a gritar. No tenía ningún sentido. Se le empañaron los ojos, pero contuvo las lágrimas parpadeando. Con las manos en el borde de la encimera, se agachó como quizá le habían enseñado décadas atrás en caso de aniquilación nuclear. Se quedó medio agachada, con los músculos tirantes, aunque no era una sensación desagradable.
Amanda chilló. Clay chilló. G.H. chilló. Rose chilló. Los niños se tiraron de la cama y corrieron a buscar a los adultos. A quien buscaron fue a su madre (en esas situaciones siempre se acude a la madre) y hundieron sus caras en la desconocida bata que tapaba su desnudez. Ella los apretó contra su cuerpo intentando taparles las orejas con las manos, pero entre los dos tenían cuatro orejas y ella, sólo dos manos. Amanda no era suficiente.
Otra vez el ruido. Fue el último. Era uno de los últimos aviones. Fuera enmudecieron los insectos, perplejos. Los murciélagos que no habían sucumbido al síndrome de la nariz blanca se cayeron del cielo. Los flamencos apenas se fijaron. Bastantes preocupaciones tenían.