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Hicieron lo más comprensible: apelotonarse todos en la cama grande. Un lecho para toda la familia: Amanda odiaba la idea. Le parecía propia de antivacunas y de madres que daban de mamar hasta los cinco años, pero no soportaba tener lejos a Archie y a Rose. Apagaron las luces porque los niños estaban agotados, aunque en su fuero interno habrían preferido dejarlas encendidas para ahuyentar la noche.

—Podéis... —¡Clay quería invitar a Ruth y a G.H. a la cama, con ellos! Casi tenía sentido.

—Procurad dormir. —G.H. tomó a su mujer de la mano y volvieron a bajar por la escalera de la cocina.

Ningún adulto consiguió dormir. Los niños, en cambio, no tardaron en roncar. La curva del cuerpo de Rose hizo pensar a Clay en esos puentes naturales de la costa californiana, vaciados por el mar durante muchos milenios. Tarde o temprano, sin embargo, se desmoronaban. Decían que el mar venía a por todos. Admiró la persistencia de los pulmones de su hija. Es increíble que no debas decirte a ti mismo que has de respirar o caminar o pensar o tragar. Al tomar la decisión de tener hijos se hicieron varias preguntas (¿tenemos el dinero necesario, contamos con el espacio suficiente, somos como hay que ser?), pero no se preguntaron cómo sería el mundo cuando se hicieran mayores. Clay no se sentía culpable de nada. Era culpa de George Washington y los de su generación, con su manía por el plástico, el petróleo y el dinero. No poder proteger a tu propio hijo era una barbaridad. ¿Lo sentía todo el mundo? ¿Era eso, a fin de cuentas, ser humano?

Dio un beso en el algodón gastado del hombro de Rose lamentando no creer en la oración. Cómo se parecía a su madre... La naturaleza tenía apego a la repetición. ¿Los flamencos se distinguían entre ellos?

Amanda tocaba todo el rato el brazo de Archie, que cada vez daba un pequeño respingo, pero sin despertarse. Tenía ganas de preguntar algo a su marido, pero no daba con las palabras adecuadas. ¿Ya estaba? ¿Era el final? ¿Le tocaba mostrarse valiente?

En la oscuridad, Clay no veía a su hijo. Pensó en que a veces aún entraba con sigilo en los cuartos de los niños. Durante esas visitas nocturnas nunca se despertaban. Te decías que en algún momento dejarías de preocuparte. Te decías que era dormir toda la noche y luego el destete y luego caminar y luego atarse los cordones y luego leer y luego el álgebra y luego el sexo y luego entrar en la universidad, y que entonces estarías liberado, aunque era mentira. La preocupación es infinita. La única misión de los padres es proteger a sus hijos.

Él ya no era capaz de visualizar a su madre. Llevaba muerta la mayor parte de su vida. El papel debía de haber recaído en su padre. No cuadraba con lo que sabía de él, pero así funciona el amor a los hijos.

Amanda tocó la mejilla de Archie y la notó caliente. Intentó diferenciar entre fiebre y verano, entre adolescencia mamífera y enfermedad. Le tocó la frente, el cuello y el hombro. Apartó la sábana para que se le refrescase el cuerpo. Le tocó el pecho: un ritmo constante de tambor. La piel de Archie estaba suave y seca, con el calor de una máquina que se ha quedado demasiado tiempo encendida. Amanda sabía que la fiebre era una señal de auxilio emitida por el cuerpo, una pulsación del sistema que activa los servicios de urgencias. Sea como fuere, Archie estaba enfermo. Quizá lo estuvieran todos. Quizá fuera una plaga. Pero era su bebé, el de Amanda, el de los dos... No se podía imaginar un mundo indiferente a eso.

Ambos, sin embargo, pecaban de falta de imaginación; eran dos engaños superpuestos, pero inseparables. G.H. habría hecho notar que siempre habían tenido los datos a su disposición: la muerte gradual de los cedros del Líbano, la desaparición del delfín de río, el resurgir de la guerra fría y sus odios viperinos, el descubrimiento de la fisión, las embarcaciones que zozobraban atestadas de africanos... Nadie podía alegar una ignorancia que no fuera intencionada. Para saberlo no hacía falta examinar la curva. Ni siquiera hacía falta leer la prensa porque nuestros móviles nos recordaban con exactitud, muchas veces al día, cuánto había empeorado todo. Qué fácil era fingir lo contrario. Amanda susurró el nombre de su marido.

—Estoy despierto. —Primero no la veía, luego la vio. Sólo había que fijarse más.

—¿Aún deberíamos irnos?

Clay simuló pensárselo, aunque ya tenía muy claro el dilema: no, no deberían marcharse; sí, tenían que marcharse.

—No lo sé.

—Tenemos que llevar a Archie al médico.

—Es verdad.

—Y a Rosie. ¿Y si la misma cosa que...?

Decirlo era arriesgarse a que fuera verdad. Amanda se abstuvo de hacerlo. A Rose le habrían encantado los flamencos. Quizá ante los misterios de la vida fuera mejor limitarse al asombro, como hacían los niños.

—A ella no le pasa nada. Se la ve bien.

Era verdad: la Rose de siempre, con esa fortaleza tan fiable o, mejor dicho, implacable del segundo hijo. Y no eran ilusiones que se hiciera Clay. Tenía fe en su hija.

—A ella se la ve bien, se me ve bien a mí... Parece que todo va bien, pero al mismo tiempo todo parece un desastre. Por parecer, hasta podría ser el fin del mundo. Necesitamos un plan. Necesitamos saber qué haremos. No podemos quedarnos aquí para siempre.

—De momento sí que podemos. Lo han dicho ellos. —Clay había oído la propuesta.

—¿Tú prefieres quedarte? —Amanda quería que él lo dijese primero.

Clay intentó pensar en cuántos cigarrillos le quedaban. Quería quedarse, sí, a pesar del adolescente enfermo, del mono de la nicotina y de que esa casa tan bonita no fuera suya. Tenía miedo, pero si juntaban todas sus reservas de valor quizá les alcanzase para hacer algo, lo que fuera.

—Aquí estamos a salvo. Tenemos electricidad y hay agua.

—Ya te he dicho que llenases la bañera.

—Tenemos comida y un techo. G.H. posee dinero y nos tenemos los unos a los otros. No estamos solos.

Estaban solos y a la vez no lo estaban. El destino es colectivo, pero el resto es siempre individual, y de eso no hay escapatoria. Se quedaron mucho tiempo así, tumbados en la cama. No hablaban porque no había nada que decir. Los ruidos de sus hijos al dormir eran tan persistentes como el mar.