La sensación de un peso seco en la lengua y la garganta, un espasmo que ofuscaba la vista, la supina estupidez de la resaca y que para esas patochadas ya estaban un poco mayores, francamente. ¿Cuándo aprenderían a no ser así? Amanda corrió al baño para beber del grifo y lamió el metal sin querer. Sabía que iba a vomitar, como se sabe siempre. A veces a uno no le queda más remedio que admitir lo que sabe. Sal en la lengua, la cintura doblada como un yogui contemplando la taza del váter, y después algo que parecía un eructo, pero con un ardor al fondo de la garganta. Finalmente, la liberación. Era un vómito poco espeso, rosado como un flamenco (¿lo pillas?). Amanda dejó que saliera. Se le empañaron los ojos, pero no apartó la vista. Se le contrajo el estómago una, dos y tres veces, mientras el vómito saltaba a la garganta, y después al agua. Al acabar tiró de la cadena, se enjuagó la boca y sintió vergüenza. Era como debían de haberse sentido esa mañana todas las personas del mundo.
Clay oyó sus tremendas arcadas. Con semejante ruido no se podía dormir ni siquiera a medias. En el cuarto hacía demasiado calor para tantos cuerpos. En un momento dado de la noche se había apagado el aire acondicionado. Era una resaca de ésas en que anhelas abrir las ventanas de par en par, quitar las sábanas y recuperar la virtud por la vía de la limpieza. Una revolución ruidosa y húmeda en el estómago de Clay. Bonito no iba a ser.
Archie se incorporó y miró a su padre. Luego farfulló como si tuviera algo en la boca.
—¿Qué pasa?
—Voy a buscar un poco de agua para todos. —¿Se había fijado en que no estaba Rose? En ese instante parecía lógico.
Clay llenó vasos. Bebió un poco del suyo, con alivio, y lo volvió a llenar.
—Rosie.
Lo dijo hacia la casa vacía. No hubo respuesta. La máquina de cubitos de la nevera emitió uno de sus zumbidos periódicos. No era fácil llevar tres vasos, pero lo consiguió.
Amanda estaba sentada en el borde de la cama, pálida. Archie se había puesto una almohada encima de la cabeza.
—Bebed. —Clay dejó los vasos sobre la mesa.
Para cualquier malestar de origen indeterminado se aconsejaba beber agua. Era la primera línea de defensa. Si había algo en el aire (la tormenta no había llevado sólo aves tropicales) y ese algo estaba en el agua (todo el sistema era un circuito cerrado), él no lo sabía.
—Gracias, cariño —dijo su mujer.
Clay se fue por el pasillo, al trote, con urgencia. Dio un portazo rápido. El baño impregnado del olor del vómito de Amanda y de su propia caca, toda la comilona de la medianoche saliendo de él en cuestión de segundos. Como penitencia se metió en la ducha con el ojete irritado y se enjuagó la boca varias veces escupiendo el agua con rabia contra la pared de azulejos. ¿Sabía si era resaca o un síntoma de algo peor? No, no lo sabía.
Al otro lado de la pared, Amanda abrió la puerta del jardín (¡uf, qué olor!, sus cuerpos), donde el aire era dulce y vibraba la luz del sol. Habría querido deshacer la cama, pero su niño aún estaba remoloneando.
—¿Cómo te encuentras, cariño? —Pensó que ya no tenía tan mala cara.
Archie buscó la respuesta correcta. Estaba raro, medio dormido o lo que fuese, pero, en fin, siempre que se despertaba antes de mediodía se sentía así. En ese momento estaba enfadado o le pasaba algo. Dio la espalda a su madre y se tapó la cabeza con la sábana.
—Tendría que tomarte la temperatura. Estábamos muy preocupados. Yo pensaba llevarte esta tarde a ver al doctor Wilcox, cuando hubiéramos vuelto, pero quizá no haga falta.
Archie emitió un pequeño gruñido de irritación.
—¿Volvemos?
—Venga, que ya sé que tienes sueño, pero siéntate y deja que te mire mamá. —Amanda se sentó en la cama al lado de su hijo.
Él se incorporó hasta quedar sentado, pero lentamente, que era su manera de protestar, y también de presumir de la elástica eficiencia de su cuerpo adolescente, una línea cuyo ángulo pasó gradualmente de obtuso a agudo.
Aplicando el dorso de una mano a la frente de su hijo, Amanda lo miró a los ojos, fuente inagotable de belleza para ella, que los había hecho, incluso cuando estaban legañosos y encogidos por el sueño.
—Ya no te noto tan caliente. —Le puso la palma en la frente, el cuello, el hombro y el pecho—. ¿Te duele la garganta?
Archie no sabía si le dolía la garganta. No lo había pensado. En vista de que su madre no lo dejaría en paz hasta que colaborara, optó por la colaboración: abrió mucho la boca, como si fuera a bostezar y evaluó el estado de salud de su garganta. Por lo visto estaba bien.
—No.
Como buena madre, Amanda ignoró el mal aliento de su hijo y observó los recovecos rosados de su cuerpo como si supiese qué buscar o como si se pudiera ver lo que había dentro.
Archie cerró la boca. Acto seguido se empujó un diente con la lengua, por un tic o como prueba, y en sus papilas gustativas fluyó la sal de la sangre. Le resultó familiar, pero el sabor de la sangre no se olvidaba. Volvió a pasarse la lengua por el esmalte, por curiosidad y, si bien la presión fue de lo más suave, el diente cedió. Se le llenó la boca de saliva.
Abrió más la boca, con lo que se le derramó por el cuello y goteó hasta el pecho: saliva, baba, como de bebé, entreverada de un rojo que no acababa de mezclarse, como un aliño de ensalada que no se ha agitado lo suficiente. La sangre tiende a ser una sorpresa. Su boca seguía salivando y sangrando. Introdujo un dedo para hurgar en el problema y, al tocarlo, el diente cayó con un ruido de carne; se volcó como una ficha de dominó, sobre su lengua, y luego, horriblemente, se le fue hacia la garganta como cuando estás a punto de tragarte un hueso de cereza. Archie escupió el diente, que aterrizó en la palma de su mano y se lo quedó mirando. No se había imaginado que fuera tan grande.
—¡Archie!
Al principio, Amanda pensó que el niño estaba vomitando. Habría sido más lógico, pero era todo demasiado consciente y sutil: se limitaba a inclinarse hacia su mano y le caían gotas de sangre en el pecho desnudo.
—¿Mamá? —Archie estaba desconcertado.
—¿Vas a vomitar, cielo? ¡Sal de la cama!
Archie se levantó y se acercó al espejo.
—¡No estoy mareado!
Le enseñó el diente en la palma de la mano, pegajosa y rosada de sangre.
Amanda no entendía nada.
Archie se miró en el espejo, abrió la boca y se armó de valor para afrontar su oscura humedad. Se mareó un poco porque daba asco. Se tocó otro diente con el dedo, uno de los de abajo, que también se movió. Lo cogió y lo sacó directamente de la encía, casi negra por la sangre. Luego otro. Luego otro. Cuatro dientes que se estrechaban hacia la raíz, blancos, macizos, cuatro pequeños indicios, cuatro pequeñas pruebas de vida. ¿Tenía que gritar? Cerró la boca, dejó que se acumulara el líquido un segundo y lo escupió en el suelo, sin importarle que se manchara la alfombra. Total, ¿qué más daba? Se le cayó otro diente al suelo, sin hacer ningún ruido, por supuesto. Era demasiado pequeño para tener alguna importancia en el vasto universo.
—¡Archie! —Amanda no sabía qué pasaba. ¿Cómo iba a saberlo?
Archie se agachó para recoger el diente. Era más grande que las conchitas huecas que había ido dejando debajo de la almohada hasta cumplir los diez. Se estrechaba en la raíz, animal y amenazadora. Se los enseñó en la palma de la mano, como un buzo orgulloso de sus perlas.
—¡Mis dientes!
Amanda miró a su niño, esbelto y patético con su bóxer de rayas.
—¿Qué pasa?
Él no lloró. Estaba demasiado perplejo.
—¡Mamá, mamá, mis dientes!
Tendió la mano para que los viera.
—¡Clay! —Lo único que se le ocurrió a Amanda fue pedir otra opinión—. ¡Dios mío, tus dientes!
—¿Qué me está pasando? —La voz de Archie era grotesca porque sin la percusión de la lengua en la dentadura no podía hablar bien.
Amanda le apoyó las manos en los hombros y volvió a llevarlo hacia la cama. Archie era demasiado alto para cualquier otra cosa. Le puso la palma de la mano en la frente y luego el dorso.
—¿No tienes fiebre? No entiendo nada...
Acudió Clay, como le habían pedido, con la toalla en la cintura y expresión irritada.
—¿Qué pasa?
—¡Que Archie tiene algo! —A Amanda le parecía evidente.
—¿Qué le pasa?
El muchacho tendió la mano hacia su padre.
Clay no lo entendió. ¿Quién lo habría entendido?
—¿Qué te ha pasado, cariño?
—Nada, es que... me notaba los dientes raros y al tocármelos se me han caído.
Era el momento. Era el abismo. Clay iba a tender su cuerpo.
—¿Cómo ha...? ¿Aún tiene fiebre? —Levantó la mano para tocarle el brazo, el cuello y la espalda—. Estás caliente. ¿Tú lo notas caliente?
—No sé. Creía que no tanto, pero, bueno, no sé... —Amanda no recordaba haber dicho nunca esas palabras tantas veces. No sabía, no sabía, no sabía nada.
Clay, atónito, iba mirando a su hijo y a su mujer. Tal vez Archie estaba enfermo. ¿Y si era contagioso?
—Tranquilo, que no te pasa nada.
—¡Pues no es lo que noto!
Sin embargo, eso no era verdad. Archie se notaba... ¿bien? Todo lo normal que podía notarse. Su cuerpo estaba trabajando por no venirse abajo. Se desprendería de lo superfluo para proteger el conjunto.
En alguna parte de su fuero interno, Clay se paró a ver si en su cuerpo estaba todo bien. No sabía que no. Luego, ya más despierto, propiamente, miró a su hijo, ensangrentado y desdentado e intentó pensar en qué hacer a continuación.
—¿Llenaste la bañera? —Amanda hacía lo que podía—. ¡Es una emergencia! ¡Necesitaremos agua!