Por instinto, Clay decidió consultar a los Washington. Sumar los esfuerzos de los cuatro. Una cumbre. La unión hace la fuerza. La sabiduría de la edad. Sin embargo, ninguno de los cuatro había visto nunca nada así. Muy juntos, procedieron a examinarlo como el incrédulo Tomás que inspecciona al Cristo resucitado en el cuadro de Caravaggio.
—Pero ¿te encuentras bien? —Ruth no lo veía posible.
Archie se limitó a encogerse de hombros. Ya lo había repetido hasta la saciedad.
—Qué cosa más rara... Tenemos que ir pensando en llevarlo al médico. —G.H. lo tenía muy claro—. No en Brooklyn, aquí.
—Tenemos el número de ese pediatra. —Ruth había hecho indagaciones para cuando fueran de visita Maya, Clara y los niños. Nunca se habían visto obligados a usar la información, pero la tenían.
—Hay que llevarlo a urgencias —dijo G.H.
Clay asintió con gravedad. Esos apremios los conocía de memoria como cualquier padre que se preciara. Un grumo de mantequilla de cacahuete escondido en un batido de fresas, un exceso de confianza al saltar de las barras, dificultades para respirar una noche horrorosa de invierno...
—Tienes razón, no hay tiempo que perder. —Cómo le habría gustado poder perderlo...
—¿Dónde está el hospital? —Amanda no sabía muy bien qué hacer con su cuerpo. Daba vueltas, se quedaba de pie y se sentaba como un perro que no encuentra la manera de estar cómodo—. ¿Queda lejos?
—A un cuarto de hora más o menos...
G.H. miró a su mujer para que se lo confirmase.
—Yo diría que más. Ya sabes que estas carreteras... Lo más probable es que tire a los veinte minutos y hasta puede que los pase. Creo que depende de si vas por Abbott o cortas hacia la autovía. —No quería implicarse. No quería lo que esa implicación conllevaba, si bien no podía evitarla. Era humana—. ¿Quieres un poco de agua o algo?
Archie negó con la cabeza.
—Al hospital no hace falta que vaya. Me encuentro bien, en serio.
—Ya, cielo, pero es que tenemos que asegurarnos. —Amanda se retorció las manos como si fuera un actor secundario aficionado—. ¿Nos explicaréis cómo se llega? A menos que de repente le funcione el móvil a alguien... ¿No?
—Yo os lo puedo explicar —dijo G.H.
—Ya nos dibujarás un mapa. El GPS no sirve para nada. Nos haces un mapa y salimos. —Amanda se acercó al escritorio.
Como no podía ser menos, Ruth tenía un vaso con lápices afilados y una libreta en blanco.
—Os puedo dibujar un mapa, pero una vez que sales a la carretera principal es muy fácil...
—Pues yo ya me he perdido una vez. —Clay apoyó una mano en el hombro de su hijo. Casi no podía mirarlos—. Me he perdido. Antes.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Amanda—. ¿Perdido?
—¡De fácil no tiene nada! Salí para ver si me enteraba de lo que pasaba y llegaba hasta el fondo de... pues eso. Primero fui hasta el final del camino, pasando por delante del puesto de huevos. Creía que sabía a dónde iba, pero no era cierto. Di toda una vuelta. Luego cambié de dirección y me perdí de verdad. No sé ni cómo volví a encontrar la casa. Oí el ruido, pensé que me volvería loco y de repente vi la salida que buscaba, la de la carretera que llega hasta el camino de la casa. La tenía delante.
—O sea que no viste a nadie. Ni nada. No fuiste a ningún sitio.
Amanda lo dijo con tono acusador, pero era un alivio: ¡Clay ni siquiera había tenido la oportunidad de mirar! Todos estaban exagerando. No pasaba nada. Un accidente industrial. Los ruidos habían sido cuatro explosiones controladas consecutivas. Era perfectamente explicable que se hubiera ido la luz. Nada positivo, pero tampoco lo peor.
—Puedo enseñaros el camino. Os acompañamos. Iremos todos juntos.
—No. —Ruth fue rotunda. Le temblaba todo el cuerpo—. Nosotros no nos vamos. De eso nada. Esperaremos aquí hasta que oigamos algo. Hasta que sepamos algo.
Dejaría que se quedaran en la casa, pero no arriesgaría la vida por ellos.
—No hay nada de que preocuparse. Los llevamos nosotros en coche, hablamos con alguien, averiguamos qué sabe la gente y de paso igual aprovechamos para llenar el depósito antes de volver directamente aquí.
—Os podéis quedar. Todos. Podéis quedaros en esta casa con nosotros. —Era lo más lejos que podía llegar Ruth—. Os quedáis y ya está.
—Quedarnos aquí. —Clay se lo pensó. Lo había pensado—. Hasta... ¿hasta qué?
—Es que no puedes irte, George. No puedes dejarme aquí y yo no puedo irme. Así están las cosas.
—¿Y si es para siempre? —Amanda no podía esperar. Su hijo estaba enfermo—. ¿Y si ya no vuelven a funcionar nunca los móviles? Total, aquí tampoco es que funcionasen mucho cuando todo era normal. ¿Y si se va la luz? ¿Y si Archie está enfermo de verdad? ¿Y si estamos todos enfermos? ¿Y si el ruido nos ha provocado alguna enfermedad?
—Yo no estoy enfermo, mamá.
¿Por qué no lo escuchaba nadie? ¡Pero si se encontraba bien! Vale, era raro que se le hubieran caído los dientes, pero ¿qué iba a hacer el médico, pegárselos? Algo (¿su propio instinto, alguna otra voz, muy queda?) le pedía que siguieran donde estaban.
Ruth se preguntó qué estaba haciendo Maya. Se preguntó por qué le parecía del todo plausible que sus nietos hubieran oído el ruido en Amherst, Massachusetts. Ellos sólo tenían dientes de leche, que se aguantaban de milagro. Quizá el ruido se los hubiera desprendido conduciendo a sus madres a la histeria. ¿Qué hacías si no podías ni salvar a un hijo? Se daba cuenta de que con su hijo enfermo no podían optar por quedarse con ella.
—Yo no creo que pueda ir.
—No pasará nada. —Eso G.H. no podía prometerlo. Todos habían estado esperando algún momento decisivo, algo que marcara un antes y un después. Quizá hubiera llegado. El descenso gradual hacia lo ilógico, el punto en que la rana se da cuenta de que la temperatura del agua ya es insoportable. El año más caluroso del que se tenía noticia. ¿No lo había leído en algún sitio? Pero el niño estaba enfermo o algo raro le pasaba y ésa era la única información de la que disponían—. Tú puedes esperar aquí.
—Sola no puedo quedarme.
—Hacemos las maletas, vamos al hospital y de ahí volvemos a Brooklyn. —Clay estaba pensando en voz alta—. No hace falta que nos llevéis. Con un mapa debería ser suficiente.
G.H. se puso a dibujar.
—También podríamos volver. Podríamos dejar a Rose aquí con Ruth y volver luego a buscarla. —Amanda no quería que la niña viera qué le pasaba a su hermano y le pareció que así sería menos angustioso para todos.
—Eso, puedo quedarme con Rose. Hasta puedo haceros yo las maletas y así os vais sin dilaciones. —A Ruth le gustaban los proyectos.
—Perfecto. —Clay se levantó. Eso ya era más lógico. Que los adultos hicieran lo que había que hacer y luego volverían a por Rose.
Fue Amanda la que se dio cuenta, o la que lo dijo. Los cinco habían estado tan absortos en aquella situación... Lástima porque el día era perfecto: los bonitos juegos de la luz en la piscina, su reflejo moviéndose en la parte trasera de la casa, el verde aún más exuberante gracias a la lluvia y ni una sola nube en todo el cielo.
—¿Dónde está Rose?