Estaba viendo la película, la que ya no recordaba haber descargado. Amanda buscó en el cuarto de la niña, pero no estaba. Estará en el baño. Amanda fue a mirar, pero tampoco. Otra vez al salón.
—No encuentro a Rose.
Convinieron todos en que no tenía sentido. Clay volvió al dormitorio principal, donde no había nadie. Amanda se asomó por la puerta trasera y vio que se iba fraguando un día perfecto. Luego echó un vistazo en el cuarto de la lavadora y regresó al dormitorio principal porque no se fiaba de que Clay hubiera buscado a fondo. Miró en el vestidor y debajo de la cama, como si Rose fuera un gato. Miró en el cuarto de baño principal, que aún olía a las violentas expulsiones de sus cuerpos.
Clay encontró a su mujer en el pasillo.
—No entiendo nada. ¿Dónde está?
Amanda volvió al cuarto de la niña y apartó la sábana para echar una ojeada a la base de la cama sin saber exactamente qué esperaba encontrar. Titubeó delante del armario, como un personaje de película. ¿Cuál era la intención del director, una finta (Rose acurrucada con un libro), un susto (un desconocido con un cuchillo) o un enigma (nada de nada)? No había más que el olor de las bolas de cedro colocadas para disuadir a las polillas con gusto por la cachemira. Pánico, pues, y por fin algo concreto en que centrarlo.
Otra vez al salón, donde no estaba Rose viendo la tele ni sentada con un libro; a la cocina, donde no estaba Rose comiendo ni haciendo ese endiablado puzle de una alfombra oriental; a la puerta que daba a la piscina, aunque no, le habían prohibido bañarse sola (cuestión de sentido común). Amanda abrió la puerta principal como si fuera a encontrar a la niña: ¡truco o trato! Qué va, sólo la hierba oscurecida por la lluvia y los trinos de los pájaros.
La niña estaba en el sótano, en el sector reservado a la exclusiva posesión de los Washington. Había salido al garaje para ver qué diversiones podía contener. Estaba sentada en la parte trasera del coche, obediente como ciertos perros, lista para el viaje a casa. Venga, más fuerte: «¡Rosie!»
—Rosie, Rosie. —Amanda lo dijo para sí.
Volvió al cuarto de baño. Hubo una época en la que a la niña le encantaba esconderse y darles sorpresas. Al descorrer la cortina de la ducha sólo encontró dos o tres centímetros de agua en la bañera. ¿Le pedía a Clay que la llenara y el resultado era ése? Volvió a su salón.
—No encuentro a Rose.
Clay quería otro vaso de agua.
—Pues en algún sitio tiene que estar. —Señaló hacia los dormitorios.
—Ahí no está... —¿Por qué no la escuchaba?
—¿Se estará duchando?
—No, eso no... —¡Que no era tonta!
—Está en... —Clay ya no sabía qué quería decir.
—Que no, que no, que ya he mirado. No está en ningún sitio. ¿Dónde está? —Amanda no gritaba, pero tampoco susurraba.
—¿Habéis mirado abajo? —El tono de Archie era desdeñoso.
—Ya voy yo. —G.H. se levantó—. Lo más probable es que sólo esté explorando la casa.
—¿No la encuentro? —Amanda le dio la entonación de una pregunta, por lo tonto que le parecía: «¡No la encuentro! ¡No encuentro a mi hija!» Era como decir que no te encontrabas los lóbulos de las orejas o el clítoris.
Entró en la cocina y se quedó de pie, indecisa. Ruth la siguió por el impulso de tranquilizarla. Ese condenado instinto... Tenía que ayudar. Eran colegas, no como madres, sino como seres humanos. Aquello, todo aquello, era un problema que debían compartir.
—Seguro que está fuera. —Se imaginó a la niña mirando cómo flexionaban las alas las mariposas monarca sobre los algodoncillos—. Habrá salido a jugar.
—Delante ya he mirado.
—Vamos fuera.
Clay había vuelto a sentarse al lado de su hijo.
—Amanda, cálmate. Vamos a pensar. Podría estar en el garaje o al otro lado de la valla. Es cuestión de buscarla...
—¿Y qué coño te crees que estoy haciendo, Clay? Voy a por mis zapatos para salir a buscarla. —Amanda salió disparada hacia el dormitorio.
—Archie, ¿tú sabes adónde ha ido tu hermana? —Clay hacía acopio de paciencia.
Archie habló en voz baja. ¿Lo sabía? Algo intuía, pero era absurdo.
—No.
Amanda volvió con sus Keds sin cordones. Ya ni le quedaban lágrimas.
—Tengo la sensación de que me he vuelto loca. ¿Dónde está Rose?
—Seguro que fuera. —Ruth no estaba muy segura de nada.
Amanda debería haber gritado, pero no se oyó ningún grito. De alguna manera, aún resultaba más inquietante que estuviese tan callada.
—Ponte los putos zapatos y ayúdame a buscarla.
Clay vio sus chanclas de goma al otro lado de la puerta, al pie del yacuzzi.
—Yo voy delante, al lado del huerto, a buscar por detrás de la valla.
—Se habrá puesto a pasear por ahí. —Ruth intentaba convencerlos—. Ya que no hay televisión, está jugando como jugábamos antes, dando vueltas sin rumbo. Por aquí no hay nada que deba preocuparnos.
Quería decir que no había tráfico ni secuestradores. Tampoco osos ni pumas. No había violadores ni pervertidos ni gente, de hecho. Estaban preparados para gestionar determinados miedos, pero eso era otra cosa. Costaba acordarse de ser racional en un mundo donde no parecía tener mucha importancia, si es que la había tenido alguna vez.
Abajo, G.H. encontró su armario, repleto de provisiones, la cama hecha a la perfección, el baño, el televisor, mudo e inservible, la puerta trasera rota y su móvil enchufado a unos cables blancos muy optimistas. Se lo metió en el bolsillo.
En el salón, Archie embutió los pies en sus Vans e indagó con la lengua en los delicados huecos de sus encías. Eran suaves y agradables como las oquedades del cuerpo humano diseñadas para que el suyo encajara en ellas, algo que no llegaría a conocer de primera mano. ¿Podría perdonarle al universo que le hubiera negado su finalidad como persona? No tendría la oportunidad. Abrió la puerta de atrás y fue con su padre en busca de su hermana.
—¿No hay nada que deba preocuparnos? —La imaginación de Amanda se había rendido por agotamiento.
Salió con el resto de su familia a ese día precioso, demasiado angustiada para fijarse en si se diferenciaba en algo de los miles de días que llevaba vividos. Sus «¡Rose, Rose!» eran muy fuertes y lo bastante exaltados para sobresaltar a animales que no veía, animales que nunca sabría que estaban allí.
Tenía teorías. Una madre siempre tiene alguna. Un paso por descuido en un pozo en desuso con más de treinta metros de profundidad tapado por la espesa capa de hierba. La caída de una rama, segada por aquel ruido. Una mordedura de serpiente, un esguince de tobillo o una picadura de abeja, aunque era probable que se hubiera perdido, sin más. ¡No podían llamar al 911! ¿Quién iba a salvarlos?
G.H. salió por la puerta de abajo, que cerró con cuidado. La hierba estaba húmeda, frondosa.
—Voy delante. —Fue lo que hizo Clay.
Ruth tenía miedo porque a partir del momento en que tienes un hijo sabes tener miedo.
—Deberíamos buscar en el garaje. —Se puso en cabeza.
Amanda la siguió.
Archie cruzó el jardín para dirigirse a la caseta. Ya sabía que su hermana no estaba dentro, pero tenía que mirar. La puerta estaba abierta. Apoyado en la estructura, se giró hacia la casa. ¡Pero qué niña más tonta! Sabía que había vuelto a meterse en el bosque. ¿Por qué no era capaz de decirlo en voz alta? ¿Y cómo lo sabía? Daba igual. Tuvo un escalofrío como cuando te metes en una telaraña; como si vieras que sale una araña de detrás de tu almohada y se pierde en la sábana con estampado de mosaico; como si te subiera una araña por el hombro y el cuello, y se metiera en la acogedora cavidad de tu oreja; como si cayera una araña del techo, se posara en tu pelo y se fuera abriendo paso cuidadosamente por la curva de tu nariz, hasta que la vislumbrasen tus ojos separados; como si una araña se asustara y te picara, y su veneno se infiltrase en tu flujo sanguíneo hasta formar parte de ti, igual de inextricable que tu ADN, lo que te constituía. Se notó rara la rodilla izquierda. Luego le falló, y se dobló sobre sí mismo y se puso a vomitar, pero no era vómito, sólo agua y un poco de sangre. Adivina: era rosa como...