G.H. sabía que encontrarían a Rose. Las madres tenían ese don, una especie de sónar secreto, como esos pájaros que en octubre esconden cien mil semillas y pasan todo el invierno bien gordos. El coche despertó como lo que era, una máquina fiable y cara.
Archie se estremeció en el asiento de cuero de atrás.
—Si tienes ganas de vomitar, me lo dices y paro.
Por el tono dio la impresión de que George pensaba en el coche, pero los padres están versados en vómitos y cosas peores; es como un bautizo que los faculta para sentir compasión, no horror, el resto de la vida: Maya, a los siete años, en la esquina de Lexington con la 74, vomitando pedazos enteros de pescado blanco en las palmas abiertas de su padre. Otro recuerdo, otro momento, pero de haber sido su hija la que iba detrás, sin dientes, a merced de una dolencia para la que no tenían nombre, volvería a hacerlo. Uno era padre para siempre.
Clay se inclinó a la izquierda para sacarse la cartera del bolsillo posterior derecho. Era increíble que lo hubiera recordado... Algún instinto secreto. Pasó el pulgar por tarjetas de plástico buscando la del seguro. Utilizaban el de Amanda, que era mejor que el de la universidad. Respiró al encontrarla: el alivio de que por fin saliera algo bien.
—Vamos a llevarte al médico. —Se giró hacia su hijo. ¿Estaba más delgado, más pálido, más frágil, más pequeño?—. Estás bien. Estás bien.
—Estoy bien. —Archie, obediente, estaba decidido a encajarlo como un hombre. Archie ya era un hombre.
El coche pasó del camino a la vía de acceso y de la vía de acceso a la carretera principal. George conducía más despacio de lo normal, a pesar del pulso acelerado, de la sensación de urgencia y de la acumulación de segundos en el temporizador. Ninguno de los hombres que iban en el coche se fijó en el pequeño puesto de venta de huevos. Ninguno sabía que dentro estaba Amanda encontrando un saludable olor a granja, pero no a Rosie. Los Mudd, propietarios de esas tierras, ya no llevarían nunca más a la caseta huevos recién puestos.
Clay lo veía todo como borroso, verde, un verde tupido, húmedo, frondoso, amenazador, inútil, inerme, encrespado e indiferente.
—Vi a alguien. La última vez que salí.
George no le prestó atención.
—Has dicho que te perdiste, ¿no? Pues presta atención. En la guantera hay lápiz y papel. Dibuja un mapa. Al salir del camino hemos girado a la derecha, y ahora acabo de girar a la izquierda. Detrás de esa colina volveremos a girar a la derecha.
Estaba haciendo planes para posibles imprevistos. ¿Y si se separaban? ¿Y si...? Las posibilidades eran infinitas.
Clay abrió la guantera, donde había un bloc y un lápiz, junto al manual del coche, los papeles del seguro y la matrícula, un paquete de servilletas de papel y un kit muy básico de primeros auxilios. Orden, preparación y pulcritud. En la vida de G.H. y Ruth todo funcionaba como una máquina maravillosamente engrasada. ¡Qué suerte tenían los ricos!
—Había una mujer. En la carretera. Me paró. Hablaba en español.
—¿Viste a alguien? ¿Ayer, al salir? —¡Qué absurdo, que fuera ayer! G.H. intentó calcular qué día de la semana era, pero no lo consiguió—. ¿Y por qué no lo contaste?
—Estaba... estaba al lado de la carretera y me paró con la mano. Estuve hablando con ella. Bueno, lo intenté. —Clay sabía que su hijo estaba escuchando. ¡Qué horror avergonzarte frente a tu propio hijo!
—Te preguntamos qué habías visto... —George estaba irritado. Necesitaba toda la información antes de poder decidir qué hacía.
—Iba vestida de criada, creo... Con un polo, un polo blanco. Pensé que... No sé, no la entendía. Hablaba en español. No sé qué dijo. Habría usado el traductor de Google, pero no se podía y luego... —No sabía si podía decirlo en presencia de Archie.
G.H. pensó en Rosa, que tenía la casa ordenada, cuyo marido cuidaba el seto y cuyos hijos a veces jugaban en silencio mientras sus padres trabajaban en pleno calor estival fingiendo no ver la piscina a pesar de que una vez Ruth le había dicho a Rosa que los niños podían bañarse sin ningún problema. Ni lo habían hecho ni lo harían nunca. Eran incapaces. ¿Sería ella la mujer?
—¿Hispana, dices?
Archie escuchaba, pero lo entendió. Él no sabría qué habría hecho; sabía que era absurdo pretender que una persona supiese lo que haría en un momento así.
—La dejé plantada. No se me ocurría qué hacer. No sabía qué pasaba. No sabía que estaba ocurriendo algo.
Clay nunca podría haberse imaginado nada tan concreto como los pájaros inexplicables y los dientes caídos. ¿Y si justo entonces Rose estaba caminando por el arcén y pedía ayuda a un conductor? ¿Por qué iba a hacerlo? Clay no tenía ni idea de lo que pensaba su hija.
—Bueno, da igual. —G.H. no creía que la moral fuera un examen, sino un conjunto de interrogantes que cambiaban sin cesar—. Fíjate bien. Dibuja un mapa que luego puedas interpretar. Ve tomando nota de lo que hacemos.
—La dejé plantada. Necesitaba ayuda, como nosotros.
¿Sería el karma? Clay estaba convencido de que el universo era indiferente y lo más probable era que tuviese razón, pero tal vez no; tal vez fuese algo matemático.
—Es lo que vamos a buscar, ayuda. ¿Ves esta curva? Pues justo al otro lado hay una granja, la de los McKinnon. Es un punto de referencia.
Se hacía raro intentar verlo todo con nuevos ojos. G.H. nunca pensaba en esas carreteras. Eran suyas, sin necesidad de verlas. Allí él y Ruth estaban en casa, pero al mismo tiempo no. Él no conocía a los McKinnon ni sabía si aún tenían alguna relación con la granja que portaba su nombre. Al formalizar la compra de la casa, Ruth y él no habían ido a presentarse a los vecinos. ¿Cómo habría sentado ver a unos desconocidos negros con un coche de ochenta mil dólares? Vivían enclaustrados. Ni siquiera les gustaba pasar por el supermercado o la gasolinera, tensos, llamando la atención. ¿Necesitaría un arma en los días que se avecinaban? Nunca había creído en ellas. ¿Los ayudaría en algo el dinero en efectivo de la caja fuerte del armario del dormitorio principal?
Clay trazó unas rayas en el papel, indescifrables en cuanto levantó el lápiz. No lo hacía de corazón. Su corazón estaba en el asiento trasero. Su corazón estaba dondequiera que estuviera Rose.
—No lo entiendes. —No se interponía nada en su visión y los campos se extendían hasta donde se perdía la vista, ondulantes, irritantes, obstinados—. No supe qué hacer. Sin mi móvil no valgo para nada. Me convierto en un inútil. Mi hijo está enfermo, mi hija ha desaparecido y ahora mismo, en este momento, no sé qué tengo que hacer. No tengo la menor idea. —Intentó recuperar la compostura, con los ojos horriblemente llorosos. Contuvo el sollozo como si retuviese un eructo. ¡Qué pequeño era!
La zona no inspiraba confianza a George. De sufrir un infarto, pagaría los tres mil dólares que costaba el traslado en helicóptero a Manhattan, donde se aceptaba la condición humana de los negros. Por muy bonita que fuera la región, a sus ojos dejaba mucho que desear. La población era desconfiada, con una combinación de resentimiento y dependencia respecto a los ricos, los de fuera. Rezaban para que, en el fin de los tiempos que se avecinaba, Mike Pence fuera un intercesor con lo divino. Estaba estudiado que muchos médicos y enfermeras tenían la convicción de que los negros «aguantaban» y se reservaban los opioides paliativos.
—Yo sí sé qué hacer.
Clay no podía decir en voz alta que no creía que el médico pudiera darles nada. Había metido los dientes de su hijo en una bolsa de plástico con cierre. La tenía en el bolsillo izquierdo y la iba palpando como un rosario truculento.
—Quizá en el hospital puedan explicárnoslo todo.
—Antes tenemos que hacer una parada. Vamos a casa de Danny.
—¿A casa de quién?
George no podía explicar su fe en que, si alguien podía entender lo que pasaba, si alguien podía tener, si no una solución, sí una estrategia, ese alguien era Danny. Estaba hecho de esa pasta. Si iban a verlo y le decían que había desaparecido la niña o que el chico estaba enfermo o que por la noche tenían todos miedo de los ruidos, Danny, como el mago de Oz, podría concederles la salud y un salvoconducto.
—De Danny, que era nuestro contratista. Es vecino y también amigo.
El día parecía de lo más normal.
—Tenemos que llevar a Archie al hospital.
—Y lo llevaremos. Diez minutos. Pararemos diez minutos. Te digo que Danny nos ayudará. Tendrá una idea.
Clay debería haberse resistido; lo tenía muy claro, pero lo único que hizo fue encogerse de hombros.
—Si tú lo dices...
—Sí.
Así se había construido George su vida. Todos los problemas tenían soluciones y Danny tendría información. También podía servirles de ejemplo. George y Clay podrían volver, arremangarse las camisas y proteger a sus seres queridos.
—No hay nadie.
Clay se preguntó si volverían a ver a la mujer de la otra vez. Mientras él y su familia pasaban la noche muy juntitos en la comodidad de la cama extragrande, con sus bonitas sábanas manchadas de semen, esa mexicana (si es que era mexicana) había pasado la noche... No tenía la menor idea.
—No está tan cerca de la playa como para tratarse de una casa de playa. De una granja tampoco porque no queda dentro de ninguna finca agrícola. De una casa histórica tampoco porque no es especialmente antigua. De lujo tampoco porque no es del todo nueva ni está equipada a la última. Sólo un sitio tranquilo en el culo del mundo, un sitio donde estar aislados, tranquilos y cómodos. —¿No se habían ganado el privilegio de distanciarse un poco de los pobres y los ignorantes, de la chusma?—. Aunque en el fondo es una ilusión. Está a pocos minutos de todo. A pocos kilómetros en esta dirección hay tiendas, un cine, la autovía, gente... Un cine y un centro comercial. Y el mar.
—Sí, estuvimos allí.
—Un Starbucks.
—Paramos.
—Todas las comodidades. Estar solos, pero no del todo. Es la idea. Lo mejor de los dos mundos.
—No se ven coches. ¿Tú has oído algún avión? —Clay renunció a la expectativa de reconocer los árboles, las curvas y las cuestas—. ¿O un helicóptero o una sirena?
Estaba claro que tendrían que aprender una manera nueva de moverse por un mundo nuevo.
—No, no he oído nada.
Archie escuchaba en el asiento trasero. Miraba por la ventanilla, pero sólo veía el cielo. Pensó en Rose y en los ciervos que había visto sin saber que ya se habían alejado mucho durante la noche.
La exhalación de G.H. era significativa. La edad te volvía más paciente.
—Todo es distinto. ¿Estás tomando nota?
Clay miró el mapa que había hecho. Resultaba ilegible, inútil. O sea que como cartógrafo también era un fracaso. Te decías que estarías en sintonía con un holocausto en la otra punta del mundo, pero no era cierto. La distancia lo volvía irrelevante. Tampoco había tanta conexión entre la gente. Ocurrían atrocidades sin fin, pero nunca te impedían salir a tomarte un helado ni celebrar los cumpleaños ni ir al cine ni pagar impuestos ni follar con tu mujer ni preocuparte por la hipoteca.
—Sí, estoy tomando nota.
G.H. estaba convencido.
—Danny sabrá algo.