Ruth abrió la puerta de la caseta. Los goznes chirriaron, pero Amanda se quedó callada.
—Venga, mujer.
Ruth no quería ser esa persona, la compañera servicial, la secundaria. Ella también había perdido a su hija. ¿Quién iba a ayudarla a encontrar a sus nietos? ¿Quién la sostendría?
—Dónde está Rose, dónde está Rosie. ¿Qué vamos a hacer?
Amanda estaba sentada en un cubo vuelto del revés.
—Venga, levántate y sal, que aquí al menos hay luz.
Dentro el aire estaba muy cargado.
Salieron las dos. El sol ya se imponía. Ruth miró el temporizador del móvil: habían pasado once minutos. George volvería en cuarenta y nueve. No era tanto. Podía desmenuzarlos en segundos y contarlos en voz alta, como una vigilia. Oiría el ruido del coche en la grava y volvería a verlo.
—Así está mejor —dijo. Era verdad. El aire fresco contenía algún tipo de promesa—. Se han llevado a Archie. Volvía a encontrarse mal.
Amanda no podía pensar también en eso.
—Hemos trazado un plan. Una hora. Lo llevarán y George volverá a buscarnos a ti, a mí y a Rose.
—¿Vamos al bosque del fondo? ¿Caminamos hasta la carretera? ¿A cuánto está? ¿Se va por aquí? —Amanda señaló hacia un punto nebuloso, pero no estaba segura de hacia dónde.
—La carretera es por ahí. ¿Crees que es por donde puede haberse ido? —Ruth no le veía ninguna lógica. No se le ocurría ninguna razón para que la niña renunciase a la seguridad de la casita de ladrillo.
—¡No lo sé! No sé por qué iba a irse. No sé adónde se podría haber ido.
Amanda era incapaz de decirlo, pero ¿y si la niña no se había ido, sino que ya estaba muerta en algún sitio de la casa? Lo de JonBenét Ramsey comenzó como la búsqueda de una niña desaparecida, pero su cadáver estaba en el sótano desde el principio. Por cierto, ¿quién mató a JonBenét Ramsey? No se acordaba.
—Venga, vamos adentro y hacemos otro recorrido por la casa.
Ruth tuvo una visión horrible: la niña en el aseo de la entrada lateral desdentada y medio desmayada.
—¡Rose!
Amanda chilló. La respuesta del día fue el silencio. Fuera no encontrarían nada.
—Vamos a buscar dentro. Vamos a ser metódicas. —Ruth necesitaba que encontrasen sentido a las cosas.
Apretaron el paso desplazando la grava del camino. Las finas suelas de goma del calzado de Amanda le hacían notar hasta la última piedra. Ruth era mayor, y no podía ir tan deprisa, pero lo hizo. Tenían algo urgente entre manos.
—Vamos dentro. —Amanda lo dijo como si fuera idea suya—. Puede que se haya escondido.
No tenía por qué, pero a saber. Celos de su hermano, por acaparar la atención. Una lectura absorbente. Pocas ganas de volver a casa.
—¿Tú crees que habrán llegado al hospital?
—Aún es pronto, pero están de camino.
Ruth entró en la casa por la puerta lateral y abrió el trastero donde guardaban unas cuantas botas de agua, el derretidor de hielo químico para los escalones, una de las dos palas anchas de plástico que usaban para quitar la nieve y una bolsa vieja de lona con otras dentro. Rose no estaba.
—Van para allá. No les pasará nada. —Amanda se estaba convenciendo.
—George dejará a Clay y a Archie, para que los atienda el médico, y luego vendrá directamente a buscarnos.
—¡No pienso irme sin Rosie! —Amanda abrió la puerta del aseo: nada.
—No, claro, el plan es ése, que vuelva a buscarnos a las tres. —Era lo más sensato.
—¿Y luego qué? ¿Nos vamos? ¡Pero si no hemos acabado de hacer el equipaje! —Necesitaban sus cosas.
—Volveremos. Nos ocuparemos de Clay y de Archie y después ya no sé.
Ruth habría querido decir: «No necesitáis vuestras cosas. Nos tenéis a nosotros. Nos tenemos los unos a los otros.»
—¡Rose! —El nombre no hizo más que caer en la casa vacía. El único ruido eran las exhalaciones de los electrodomésticos, que ellas dos, de todos modos, ya no oían—. ¿Y luego qué? ¿Qué dirá el médico? ¿Qué hará el médico? No sé ni si Clay se ha llevado los dientes, al final. —Los habían metido en una bolsita de plástico. ¡Qué macabro! ¿Un dentista se los volvería a incrustar en las mandíbulas?
—Luego ya no sé.
—¿Nos iremos a casa? ¿Volveremos aquí? —Ninguna de las dos opciones tenía sentido.
Ruth abrió la puerta de la despensa. No era un sitio donde pudiera esconderse una niña de trece años.
—¡No lo sé! —Estaba gritando. También Ruth se había enfadado—. No sé qué haremos. No me lo preguntes como si tuviera a mi disposición una respuesta que no tienes tú. No sé qué haremos.
—Sólo quiero saber qué coño va a pasar y cuál es el puto plan. Quiero saber que encontraremos a mi niña y que nos meteremos las tres en el puto coche ese tan caro que tenéis y que iremos al hospital y que el médico me dirá que mi niño está bien, que estamos todos bien y que podemos irnos todos a casa.
—Ya, ya lo sé, pero ¿y si no es posible?
—Lo único que quiero es alejarme de una puta vez de aquí y de vosotros y de lo que esté pasando... —Amanda la odiaba.
—¡Nos pasa a todos! —Ruth estaba rabiosa.
—¡Ya sé que nos pasa a todos!
—A ti te da igual, ¿verdad, que esté yo aquí y mi hija en Massachusetts...? —Ruth sentía el abrazo fantasma, las cuatro dulces manos de sus nietos.
—No me da igual, pero es que no veo que pueda hacer nada. Mi hija está en... ¡No sé dónde está mi hija!
—Para de gritarme.
Ruth se sentó al lado de la cocina y levantó la vista hacia el globo de cristal de la lámpara, el que se había roto cuando habían pasado por encima los aviones (que ella no sabía que eran aviones). ¿Por qué no entendía esa mujer que por muy mala suerte que tuvieran también eran afortunados? Ruth deseaba dormir en su propia cama, pero además quería que se quedaran esos individuos.
—Lo siento. —¿Era sincera? Daba igual—. ¡Rose! —Amanda miró a la otra mujer y lo entendió: no podían irse de la casa. No podían regresar a Brooklyn. Lo que podían era ir al médico, pasar por el supermercado a lo sumo y volver para esconderse y esperar lo que viniera. Lejos de ser una desconocida, esa mujer era su salvación—. Lo siento. Sólo quiero a mi hija.
—Yo también quiero a mi hija.
Ruth oía la voz de Maya, el dulce timbre de su infancia. No podía resignarse a lo que se le pedía. Ella lo que quería era saber que su hija y sus nietos estaban sanos y salvos, pero, claro, nunca lo sabría. Nunca se sabía. Exigías respuestas, pero el universo te las negaba. La comodidad y la seguridad eran meras ilusiones. El dinero no significaba nada. Lo único que significaba algo era eso: gente en el mismo sitio, junta. Era lo que les quedaba.
—¡Rose!
Amanda no se sentó porque no podía. Volvió al salón, entró en el cuarto donde dormía Archie, cruzó el baño donde se había vaciado la bañera y pasó al cuarto donde había dormido Rose. Se puso de rodillas en el suelo para mirar debajo de la cama, donde no había nada, ni siquiera polvo. Luego volvió al baño, tapó bien el desagüe y empezó a llenar la bañera.
Irrumpió en el salón.
—Lo siento. Perdona que te haya gritado. Perdona por ser tan horrorosa. Es que quiero encontrar a mi hija. No sé por qué te he gritado. Sé que lo entiendes, pero es que quiero encontrar a mi hija. Estaba aquí mismo... No entiendo qué pasa. —Tenía ganas de abrazarla, pero no podía.
Ruth lo entendía, sí, y como ella todo el mundo. Era lo que querían todos, estar a salvo. Era lo que se les escapaba a todos, a todos sin excepción. Se levantó. De acuerdo, buscaría a la niña o su cadáver si estaba muerta. Haría lo que había que hacer. Haría lo humano.
Amanda abrió las puertas del porche de atrás y miró en la piscina. Gritó al bosque el nombre de su hija. Los árboles se movieron un poco con el viento, pero aparte de eso no pasó absolutamente nada.