Amanda se ofreció voluntaria para ir a hacer la compra. Habían visto un súper en la carretera, de modo que desanduvo el camino despacio con las ventanillas bajadas.
Era un supermercado de temperatura gélida, luz fuerte y pasillos anchos. Compró cereales, yogures y arándanos. Compró pavo en lonchas, pan integral, mostaza granulada color barro y mayonesa. Compró bolsas de patatas fritas, nachos y salsa de tarro con mucho cilantro a pesar de que Archie se negaba a comerlo. Compró salchichas ecológicas, panecillos baratos y el mismo kétchup que compraba todo el mundo. Compró limones fríos y duros, agua con gas, vodka Tito’s y dos botellas de vino tinto de nueve dólares. Compró espaguetis, mantequilla salada y una cabeza de ajos. Compró beicon en lonchas gruesas, un kilo de harina y una botella de jarabe de arce (doce dólares) con superficie poliédrica (como de perfume hortera). Compró medio kilo de café molido, tan fuerte que el olor traspasaba el envase al vacío, y filtros para cafetera de tamaño cuatro hechos con papel reciclado. ¿Conciencia ecológica? ¡Por supuesto! Compró un paquete de tres rollos de papel de cocina, protector solar en aerosol y aloe, porque los niños habían heredado la piel clara de su padre. Compró esas galletitas saladas tan exquisitas que sacas cuando tienes invitados, pero también las Ritz, las que prefiere todo el mundo, un queso cheddar del que se desmiga, un humus con extra de ajo, un salami sin cortar y esas zanahorias repulidas hasta el tamaño de los dedos de un niño. Compró galletas Pepperidge Farm, tres botes de helado Ben and Jerry, que es políticamente virtuoso, un preparado para bizcocho Duncan Hines y un bote de cobertura de chocolate Duncan Hines, del de tapa de plástico rojo, porque ser madre le había enseñado que cuando llueve en vacaciones, lo cual es inevitable, puedes entretenerte haciendo un pastel de sobre. Compró dos calabacines tumefactos, una bolsa de guisantes y un kale rizado tan verde que era casi negro. Compró una botella de aceite de oliva, una caja de dónuts Entemann, unos cuantos plátanos, una bolsa de nectarinas blancas, dos envases de plástico de frambuesas, una docena de huevos morenos, una caja de plástico de espinacas lavadas, un recipiente de plástico con aceitunas y unos tomates del país (con vetas verdes y de un naranja impactante) envueltos en un celofán estrepitoso. Compró un kilo de ternera picada, dos bolsas de bollos enharinados para hamburguesas y un tarro de pepinillos locales. Compró cuatro aguacates, tres limas y un manojo de cilantro con arena a pesar de que Archie se negaba a comerlo. La compra le costó más de doscientos dólares, pero no importaba.
—Necesitaré ayuda.
El individuo que metía los artículos en bolsas de papel marrón podía ir aún al instituto o tal vez no. Llevaba una camiseta amarilla, tenía el pelo castaño y daba la impresión de ser todo él cuadrado, como si lo hubieran tallado en un bloque de madera. Verlo mover las manos le despertó algo dentro, pero era lo que tenían las vacaciones, ¿no?, que te ponían cachonda, que todo parecía posible, incluso una vida completamente distinta de la habitual. Ella, Amanda, podía ser una madre tentadora que succionase la ardiente lengua de un postadolescente en el aparcamiento del Stop and Shop o sólo una de tantas urbanitas que gastaban demasiado dinero en demasiada comida.
El chico, o tal vez hombre, puso las bolsas en un carrito y la siguió al aparcamiento. Las metió en el maletero. Ella le dio un billete de cinco dólares.
Se quedó sentada, con el coche en punto muerto, para ver si tenía cobertura. El chute de endorfinas de los correos entrantes ( Jocelyn, Jocelyn, Jocelyn, el director de la agencia, un cliente, dos circulares del director de proyectos) fue casi tan sexual como el revuelo de antes por el joven de las bolsas.
En el trabajo no había novedades significativas, aunque era un alivio estar segura y no preocupada por que las hubiera. Encendió la radio. Reconocía a medias la canción. Paró en la gasolinera y le compró un paquete de Parliament a Clay. Estaban de vacaciones. Por la noche, tras las hamburguesas, las salchichas y los calabacines a la plancha, tras los cuencos de helado con trocitos de galleta por encima (y quizá fresas cortadas) cabía la posibilidad de que follaran. No de que hicieran el amor. Eso se hacía en casa. Durante las vacaciones se follaba con sudor, humedad y el encanto de lo ajeno sobre unas sábanas Pottery Barn pertenecientes a otros. Luego saldrían y se meterían en la piscina climatizada para que los limpiara el agua, fumarían sendos cigarrillos y hablarían de lo que hablan quienes llevan casados tanto tiempo como ellos: dinero, hijos, delirios inmobiliarios (¡qué bonito sería tener una casa como ésa en propiedad!). También podían no hablar de nada, que es el otro placer de un largo matrimonio. Verían la tele. Volvió a la casa de ladrillo pintado.