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Rose se había despertado convencida. En eso consistía ser niño, aunque por otra parte tenía una misión. Su vista se aguzó: mesita de noche, lámpara de porcelana verde, una foto enmarcada que aún no se había molestado en mirar, su propio pie saliendo pálido de entre las sábanas, una luz color sorbete disuelta en la pared... Bocas fofas y húmedas, hombros rosados, pelos enredados: un día más, y todos eran un regalo. Se desprendió de su familia y bajó a la alfombra. La hija pequeña estaba acostumbrada a pasar desapercibida.

Salió de la suite porque no quería despertarlos. Al ser una niña nadie la tomaba en serio, pero no era idiota. El ruido de la noche era la respuesta que sus padres habían fingido no esperar, pero Rose había leído libros, había visto películas y sabía el final que tendría la historia; sabía que no había que ceder al pánico, aunque sí prepararse. En el baño contiguo a su cuarto hizo pis y tardó mucho. Se lavó las manos y la cara y, aunque no fue especialmente sigilosa (dejar que chocara la anilla del retrete, abrir el grifo, cerrar la puerta con más ruido del imprescindible), todo le daba una impresión furtiva.

Cordones bien anudados, un poco de repelente Off! en el tobillo, donde más despiadados eran los mosquitos, y agua. Aplicó su botella de plástico reutilizable al dispensador incorporado en la nevera. Peló un plátano y se oyó masticar con ruidos húmedos. El cubo de la basura estaba a rebosar: celofán arrugado, servilletas de papel sucias, rodajas de limón que a nadie se le había ocurrido poner a compostar... Casi no les quedaba nada de comer. Rose sabía que necesitaban cosas, pero no tanto como gente. Encontraría lo uno y lo otro en la casa del bosque. Metió una nectarina en su bolsa, donde iría chocando con el nailon barato y, cuando la sacara, estaría medio machacada. También metió un libro, que es algo que nunca sabes cuándo necesitarás.

Se acordaba. Adentrarse en el bosque sin cambiar de dirección, hasta allí, después justo por allá, luego un poco a la izquierda, luego recto, por debajo de los árboles y por aquella pequeña colina. Tenía una intuición que la vida urbana no había embotado. Un animal, humedad en los dedos de los pies forrados de lona, pasos apenas registrados por las hojas, sólo una protesta ínfima entre cantos de pájaros y brisa. Su cuerpo sabía que no había depredadores cerca.

Rose y Archie habían improvisado, pero también era posible que no lo hubieran hecho. Los niños saben algo, y el hecho de saberlo es tácito o inexpresable. Rose reconocía todos los indicadores: el bulto de tierra, el tronco mohoso, ciertas ramas caídas... Si hubiera mirado hacia atrás, como la mujer de Lot, quizá hubiese visto volar por los aires, rosado y colérico, a un flamenco. La verdad: habían llegado transportados por los vientos. Un viejo truco de la evolución. Unos lagartos, polizones en un tronco y arrastrados al mar como Noé y Emzara, podían tocar tierra en una nueva costa, donde se pondrían a lo suyo y sus descendientes devastarían el follaje autóctono. A los flamencos les daba tanta rabia como a los seres humanos recalar ahí, si bien tendrían que conformarse. Tendrían que ingeniárselas para encontrar algas. Anidaban una vez al año, pero no hacía falta más. Tal vez en mil generaciones la endogamia les hubiera dado un color nuevo, estrafalario (¿azul anticongelante de tanto beber agua piscinosa?), y ya fueran una nueva especie. Tal vez sólo quedaran ellos.

Rose iba cantando, primero mentalmente, después, sintiéndose intrépida o distinta o a tono o feliz, lo hizo en voz alta: una canción de One Direction, de esas que habrían provocado el sarcasmo de Archie, aunque en el fondo él también las disfrutara. Rose sentía una lucidez que era suya por derecho. Lo entendía. Cuando llegara a la otra casa podría contestar las preguntas que tanto parecían importar a los demás. Habría gente y alguna respuesta darían. En el peor de los casos, la familia de Rose no se sentiría tan sola.

La mañana era fresca, pero se notaba que más tarde haría calor. Las hojas que pisaba apenas estaban húmedas y las copas de los árboles eran muy densas. A un huso horario de distancia todavía era de noche, pero, bueno, era de noche en muchos sitios. Había gente que se suicidaba. Otros metían sus cosas en coches con la esperanza de alejarse un kilómetro o tres o quince o los que hiciera falta para llegar adonde perdurase la seguridad. A otros se les había ocurrido cruzar la frontera sin darse cuenta de que las fronteras son líneas imaginarias. Otros no habían advertido ninguna rareza. En ciertas poblaciones de Nuevo México y de Idaho aún no había ocurrido nada, aunque era extraño que nadie consiguiera hablar con los satélites de arriba. La gente seguía acudiendo a trabajos que tarde o temprano no servirían para nada, actividades como vender plantas en macetas o hacer camas de hoteles. Los gobernadores declaraban estados de emergencia, pero no encontraban la manera de comunicarlos. A las amas de casa con hijos les daba rabia que Daniel Tigre no estuviera disponible. Algunas personas se empezaban a dar cuenta de lo ingenua que era su fe en el sistema. Otras intentaban mantener ese sistema. Otras se sentían justificadas por haber acopiado armas de fuego y esas pajitas con filtro que vuelven potable cualquier agua. Aunque ya hubieran pasado muchas cosas, faltaban otras muchas por pasar. El líder del mundo libre estaba aislado debajo de la Casa Blanca, pero no le importaba a nadie, y menos a una niña que iba por el bosque pensando en Harry Styles.

Rose no era valiente. Si los niños no apartan la vista de lo inexplicable es porque son demasiado pequeños para saber que conviene hacerlo. Los niños se quedan mirando al chalado del metro mientras los adultos bajan la vista y piensan en podcasts. Los niños hacen preguntas sin saber que se consideran de mala educación. ¿Qué es ese bulto que tienes en el cuello? ¿Te está creciendo un bebé dentro de la barriga? ¿Nunca has tenido pelo? ¿De dónde salen esos dientes plateados? ¿Aún habrá elefantes cuando sea mayor? Rose sabía qué era el ruido, pero nadie se lo había preguntado. Era el ruido de los hechos. Era el cambio que habían fingido no saber que se avecinaba. Era el final de un tipo de vida, pero también el principio de otro. Siguió caminando.

Rose era una superviviente y sobreviviría. Sabía por una especie de intuición (a menos que fuera simplemente la conexión humana) que estaba en minoría. Al sur, el río se había llevado las represas. La crecida llegaba a dormitorios de primeras plantas, y la gente subía a los desvanes y tejados. En Filadelfia, una madre primeriza en pleno parto (era niño y pensaba ponerle el nombre de su hermano, muerto durante una misión en Teherán) notó el peso del bebé en su pecho justo cuando el hospital se quedaba sin suministro eléctrico, de modo que pareció que la causa del apagón fue el contacto entre sus pieles. Todos los bebés de la unidad de cuidados intensivos neonatales murieron en cuestión de horas. Los cristianos acudían a sus iglesias, pero también los no creyentes pensando que quizá sus piadosos vecinos estuvieran mejor preparados. (No era así, por desgracia.) En algunos sitios cundía el pánico por la comida y en otros se fingía que no. El personal de un restaurante salvadoreño de Harlem preparó una barbacoa en plena calle y repartió la carne gratis. La mayoría de la gente sólo tardaría veinticuatro horas en dejar de escuchar radios paleolíticas con la esperanza de comprender algo. Si era una prueba de fe, ellos tenían fe en su ignorancia. La gente cerraba a cal y canto puertas y ventanas, y jugaba a juegos de mesa en familia, aunque en St. Charles, Maryland, una madre ahogó a sus dos hijas en la bañera porque lo encontró mucho más sensato que una partida de parchís. Era un juego que no requería ni habilidad ni estrategia; su única enseñanza era que en la vida casi todo son ventajas inmerecidas o caídas devastadoras. Se necesitaba un valor inconcebible para matar a tus propios hijos. Pocas personas eran capaces.

Con humedad en el cuello, la frente y el labio superior (donde empezaba a salirle pelusa), Rose siguió adelante. A pocos kilómetros, la manada de ciervos que había visto Danny se encontró con otra (la unión hacía la fuerza) y se dirigía adonde le decía su instinto: un espectáculo increíble, como los búfalos en las praderas antes de que los blancos los mataran a todos. La gente de las casas de la zona no es que se lo creyera exactamente, pero era más crédula que hacía una semana. La siguiente generación de esos ciervos nacería blanca, como el unicornio de los tapices flamencos que nunca verían Rose y su familia. No era albinismo, como descubriría el único genetista que dio con la explicación, sino un trauma intergeneracional. Así era la vida. La vida era cambio.

Algunos vecinos de los alrededores subían a sus coches e iban hacia la ciudad. Como no había policía, aceleraban al máximo. En Brooklyn olía mal: contenedores refrigerados que se calentaban y se descomponían, basura que iba acumulándose en las esquinas, o donde fuera, y también el hecho de que los usuarios atrapados en el transporte público (el indigente bipolar, el secretario de prensa del alcalde, los optimistas que acudían a entrevistas de trabajo concertadas por medio de Google) se fueran convirtiendo lentamente en cadáveres que nadie reclamaba.

Dentro del bosque, el aire era dulce y pútrido, como tiende a ser en verano. Rose se hacía preguntas. ¿Serían un padre, una madre y uno o dos hijos? ¿Serían blancos, como su familia, o negros, como los Washington, o indios, como la familia de Sabeena, o de Arabia Saudí o de Taipéi o de las Maldivas? ¿En Arabia Saudí, Taipéi y las Maldivas sabían lo que estaba pasando en Waycross, Georgia, donde cuarenta funcionarios de prisiones, el personal completo de una cárcel, habían dejado a quinientos hombres a merced de los elementos? Una libertad inesperada: el techo caído por exceso de humedad, cuerpos atrapados entre los escombros, para siempre entre rejas, salvo que sus almas hubieran salido... Ninguno de los cuarenta había creído que el viento y la lluvia pudieran deshacer lo que había hecho el hombre. Ninguno de los cuarenta derramó una sola lágrima por esos muertos. Se decían que era mala gente sin saber lo poco que importaba que te hubieras pasado la vida siendo bueno o malo.

Rose llevaba caminando una hora o toda la vida. Abrió la bolsa de plástico y dio un mordisco a la nectarina pocha. Cerca había un insecto volador que había detectado su dulzura. Rose se comió la pulpa blanca en uno, dos, siete, catorce mordiscos. Qué limpiamente se separaba la fruta del hueso. Los cuescos tenían algo milagroso. Lo dejó caer, rugoso y con surcos, esperando que con el paso de los años germinara allí un árbol.

No era tonta. No esperaba la salvación. Comprendía que solos no tenían nada. Entonces tendrían algo y sería gracias a ella. Vio el tejado a través del bosque, justo donde sabía que estaría.

¡Pero si la casa era igual que la de ellos! Le pareció que significaba algo, aunque en cierto modo todas las casas se parecen. Le dio ánimos ese eco de la casa de los Washington, como los balbuceos de los bebés, que tranquilizan porque suenan como si hablara alguien. Rose, valiente, rodeó la casa para dirigirse a la puerta principal. Recorrió todo el camino de ladrillos para las visitas y dio golpes firmes en la puerta, apretando el puño con seguridad.

Pisando la tierra, pero procurando no aplastar nada sembrado, pegó la cara a la ventana. Un prado de papel de pared floreado, el óleo de un caballo marrón, un aplique de latón, el emplomado de una puerta cerrada y un espejo que sólo reflejaba su cara, su cara resuelta y optimista. No podía saber (ni sabría nunca) que los Thorne, la familia que vivía en la casa, estaban en el aeropuerto de San Diego sin poder viajar, debido a que se habían suspendido todos los vuelos nacionales a causa de una emergencia sin precedentes, como si hicieran falta precedentes. Los Thorne no volverían a ver nunca la casa, aunque Nadine, la matriarca, soñaría a veces con ella antes de sucumbir a su cáncer en uno de los campamentos que logró levantar el ejército en las afueras del aeropuerto. Su cadáver lo quemaron antes de dejar de tomarse esas molestias puesto que eran más los cadáveres que la gente viva para quemarlos.

Rose fue a la parte trasera de la casa y llamó a la puerta corredera de cristal. La habitación era distinta de la de los Washington, con muebles más macizos y madera más oscura. No se trataba de una casa pensada para complacer a los veraneantes, sino ajustada a los gustos de quienes vivían en ella. Quizá estuvieran apiñados en el sótano, esperando con armas de fuego. Quizá hubieran oído el ruido y se hubieran subido al coche para irse lo más rápido posible. Rose fue al garaje independiente y encontró cajas de cartón y herramientas colgadas en tableros, pero ningún coche. Lo que sí había era una barca dentro de una funda sucia de lona.

—No estáis en casa. —Lo dijo en voz alta aunque hablaba para ella.

Llamó al timbre y lo oyó al otro lado de la puerta, barata y hueca. No pensaba volver sin lo que había ido a buscar.

El macizo de flores que bordeaba la casa estaba marcado con piedras ornamentales. Rose se planteó tirar una a la puerta trasera, pero luego se fijó en que los cristales de al lado de la principal ya estaban agrietados. Retrocedió y arrojó la piedra. Los cristales se desparramaron por dentro de la casa, mientras la piedra volvía a aterrizar junto a sus pies. Fue un ruido breve. Lo siguiente que se oyó fue nada. Se bajó la manga de la sudadera para taparse la mano, cogió una piedra más pequeña, como si fuera una sartén caliente, y golpeó las puntas de cristal que se habían quedado prendidas al marco. Luego metió la mano y encontró enseguida el pestillo. Así de fácil.

La casa olía a gato. Rose encontraría la comida para gatos, y el arenero, pero nunca al animal, que se había ido a hacer lo mismo que los otros animales. Encendió la luz, como una concesión a su miedo. Sabía que estaba sola porque es algo que se sabe. Aun así, entró en todas las habitaciones, abrió todos los armarios, descorrió las cortinas de ducha y se arrodilló para mirar debajo de las camas. Había un dormitorio con moqueta de color rosa y una cama con edredón de flores orientada para ver de frente las copas de los árboles. Había un cuarto de la tele con armarios llenos de juegos de mesa y puzles y un sofá modular con el televisor más grande que había visto Rose en su vida. Había un comedor donde se advertía el rastro de la aspiradora en una alfombra azul inmaculada, bajo una mesa pulida y lustrosa.

La nevera era una cacofonía de imanes, notas, recetas y postales de familias sonrientes y descalzas en la playa o posando ante follajes otoñales. La abrió. Dentro había más maravillas que en la de los Washington: aliños de ensalada, kétchup, un tarro de cristal de pepinillos, salsa de soja, una de esas latas de cartón que cuando se abren están llenas de masa de galletas... Había botellines de plástico con algún medicamento, una barra de mantequilla empezada y un poco de zumo de arándano blanco. En el escurridor había vasos limpios. Cogió uno.

Sentada junto a la encimera de la cocina vio el teléfono, el frutero con dos limones y los periódicos y el correo sin ordenar. Abrió un cajón de la cocina, que resultó ser el típico lleno de gomas elásticas, calderilla, una pila vieja, unas tijeras, unos cupones y una llave inglesa. En el aseo de al lado del pasillo admiró la bandejita de jabones moldeados en forma de concha.

Volvió al cuarto de la tele y la encendió. La pantalla estaba azul. Abrió el armario de debajo y encontró la PlayStation, decenas de estuches de plástico con juegos y decenas de deuvedés. En su casa no tenían reproductor, pero en el aula sí, y Rose no era tonta. Se decidió por Friends. Tenían la serie completa. Era el episodio donde Ross fantasea con la princesa Leia.

Al oír la tele se sintió mucho mejor. Puso el volumen a tope para que le hiciera compañía mientras lo registraba todo: tiritas, ibuprofeno, un paquete de pilas... Eran tesoros, pero le servirían como prueba. Había un dormitorio con las paredes azules, casi vacío. Se notaba que su morador adolescente se había ido de casa. Pensó que podía ser el de Archie. A ella no la molestaría quedarse con el de invitados, con su alfombra ovalada, tan formal, y sus cortinas recargadas de visillos. Al fin y al cabo, donde estás es tu casa. Es el lugar donde te encuentras.

No sabía que en ese momento su madre estaba sentada y en silencio en el interior de la caseta vacía de los huevos, con su olor aviar. Incluso al volver a ver a su hijo, Amanda tardaría cierto tiempo en recuperar la voz. Un shock. Más tarde vería de nuevo a su hija y seguiría sin poder hablar. Sólo tiritaría.

Rose se sabía el camino de vuelta: subir a la colina, bajar por el otro lado, atentamente, compensando los efectos de la gravedad, pasar junto a ese árbol que le sonaba y ese otro que también, luego el pequeño claro, con su rayo sagrado de luz... Una vez, en internet, había visto que los árboles aprenden a no estorbarse cuando crecen y se mantienen a cierta distancia de sus vecinos. Los árboles saben ocupar sólo la parte de tierra y cielo que se les ha asignado. Los árboles son generosos, diligentes. Quizá era ésa su salvación.

Volvería. Ya debían de haberla echado en falta. Se sintió un poco culpable por no haber dejado una nota, pero les enseñaría su bolsa, todo lo que había encontrado, y les hablaría de la casa en el bosque con reproductor de deuvedés, tres dormitorios muy bonitos, material de camping en el sótano e hileras de latas en la despensa. Sólo era una niña, pero aún quedaba algo en el mundo y eso era importante. Quizá sus padres llorasen por lo que no sabían y por lo que sí: que estaban juntos. Quizá Ruth vaciara el lavavajillas y G.H. sacase la basura y quizá empezara de verdad el día y si el resto (¿algo de comer, relajarse un poco en la piscina, los flotadores, leer una revista pendiente, probar a hacer el puzle?) no estaba claro, ¡qué le vamos a hacer! Si no sabían cómo acabaría aquello (con una larga noche, con más ruidos terroríficos procedentes del Olimpo, con bombas, con enfermedades, con sangre, con felicidad, con ciervos u otras criaturas mirándolos desde la oscuridad del bosque), pues, bueno, ¿no podía decirse lo mismo de cualquier día?