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Clay se ató la toalla a la cintura. El gesto de abrir una puerta de dos hojas era intrínsecamente majestuoso. Dentro hacía frío y fuera, mucho calor. Los árboles estaban podados para que no dieran sombra a la piscina. Aquel sol mareaba. Sus pies húmedos dejaban marcas en el suelo de madera. Se borraban al cabo de unos segundos. Atajó por la cocina y salió por la puerta lateral. Al sacar sus cigarrillos de la guantera y pisar la grava, hizo una mueca de dolor. Se sentó en el césped de delante, a la sombra de un árbol, y se puso a fumar. Debería haberse sentido culpable, pero el tabaco era un cimiento del país. ¡Fumar te ligaba a la historia! Era un acto patriótico (o al menos lo había sido) como tener esclavos o matar a los cheroquis.

Resultaba agradable estar sentado fuera, medio desnudo, con la piel expuesta a un sol y un aire que te recordaban esa condición animal compartida con los otros mamíferos. Podría haberse sentado desnudo. No había ninguna otra casa ni ninguna señal de vida humana excepto un puesto de fruta y verdura a casi un kilómetro por la carretera que los había llevado hasta allí. En otro tiempo practicaba una desnudez empedernida: Archie, todo huesos menudos y risas, en la bañera con sus padres, pero con la edad se te pasaba, salvo que fueras un hippy.

No oía a los niños jugando en la piscina. La casa que los separaba no era tan grande, pero los árboles absorbían el ruido como el algodón la sangre. Se sentía a salvo, mimado, abrazado, con el mundo mantenido a raya por la muralla del seto. Se imaginó, como si lo estuviera viendo, a Amanda a la deriva en una tumbona inflable fingiendo dignidad (difícil: hasta al pato le falta, en cierto modo, porque las ondulaciones del agua siempre son ridículas) y leyendo Elle. Se desató la toalla y se tumbó. Le picaba la hierba en la espalda. Contempló el cielo. Sin pensarlo, en el fondo (pero también pensándolo en cierto modo), su mano derecha fue bajando hasta la parte delantera de su bañador de J.Crew y empezó a manosear su pene, que el agua había dejado frío y pusilánime. Las vacaciones ponían cachondo.

Se sentía ligero, sin ataduras, aunque tampoco es que tuviera muchas. Le habían encargado reseñar un libro para The New York Times Book Review y se había llevado el portátil. Sólo necesitaba novecientas palabras. En un par de horas habría acostado a la familia, se habría servido un whisky con hielo y estaría sentado sin camisa en la terraza iluminando la noche con el portátil y fumando. Entonces le vendrían las ideas y tras ellas las novecientas palabras. Clay era diligente, pero también un poco perezoso (y lo sabía). Quería que le pidieran recensiones para The New York Times Book Review, aunque en el fondo no le apetecía escribir nada.

Era profesor numerario y Amanda ostentaba el cargo de directora, pero no tenían aquel suelo mayestático ni aire acondicionado central. La clave del éxito era ser hijo de padres que habían tenido éxito. Aun así, durante una semana podrían hacer como si fueran los dueños. Su pene se irguió para saludar al sol, completamente tieso después de unos saltitos iniciales en reacción al porte de la casa. Encimeras de mármol, una lavadora Miele y Clay tenía una erección completa con la minga sobre la barriga como la aguja de una brújula en busca del Norte.

Apagó el cigarrillo sintiéndose culpable. Siempre llevaba encima chicles o pastillas para el aliento. Se ató la toalla a la cintura y entró en la casa. El cubo de la basura se deslizaba sobre ruedecitas por debajo de la encimera. Remojó la colilla en el grifo (sólo le faltaba incendiar la casa) y la hundió entre la porquería. Al lado del fregadero había un dispensador de cristal con jabón de limón. Por la ventana veía a su familia. Rose estaba enfrascada en uno de sus juegos. Archie hacía dominadas en el trampolín levantando hacia el cielo su cuerpo flaco, con unos hombros huesudos y rosáceos como la carne poco hecha.

A veces, al mirar a su familia, lo inundaban las ganas de actuar, de obrar prodigios para ellos. Os construiré una casa u os tejeré un jersey, lo que haga falta. ¿Que os persiguen lobos? Haré un puente con mi cuerpo para que podáis cruzar el barranco. Eran lo único que le importaba, aunque, claro, ellos no acababan de entenderlo porque en eso consiste el contrato paternofilial. Encontró un partido de béisbol en la radio. No le interesaba el béisbol, aunque se animaba oyendo la descripción de las jugadas, como un cuento antes de dormir. Echó dos paquetes de carne picada en un cuenco grande (Archie se comería tres hamburguesas), cortó una cebolla blanca en dados, la añadió, echó una pizca de sal y pimienta y un poco de salsa Worcestershire, como quien se perfuma la muñeca. Después de dar forma a las hamburguesas, las alineó en una fuente. Luego cortó el cheddar en lonchas y los panecillos por la mitad. Como se le resbalaba la toalla, se lavó las manos manchadas de carne y se la ató mejor. Llenó un cuenco de cristal con patatas fritas y salió con la comida. Cada paso que daba le producía una sensación familiar, como si llevase toda la vida preparando almuerzos de verano en esa cocina.

—Dentro de poco comemos —avisó.

Nadie se dio por aludido. Abrió el gas y utilizó el encendedor largo para prender el fuego. Atento a la carne, medio desnudo, pensó que debía de parecer un cavernícola, algún antepasado del que no quedaba memoria. ¿Quién le decía que no había habido alguno en ese mismo sitio? Milenios antes, o quizá sólo siglos, algún iroqués con el torso desnudo y un taparrabos de piel habría atizado el fuego para que la carne de su carne pudiera comer carne. La idea hizo que sonriera.