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Comieron en la terraza sin mucha más vestimenta que unas toallas de colores estridentes y servilletas de papel manchadas de kétchup. Hamburguesas grandes como discos de hockey entre dos trozos de pan esponjoso. Rose era especialmente sensible a los agrios encantos de las patatas fritas con sabor a vinagre. Tenía migas y grasa en la barbilla. A Amanda le encantaba que aún conservara rasgos infantiles. Una cosa era su cerebro y otra, su cuerpo: sería cosa de las hormonas de la leche o la cadena alimentaria o el agua del grifo o el aire, a saber...

Hacía tanto calor que los padres ni siquiera rogaron a los hijos que pasaran por la ducha. Dejaron que derrumbasen en el sofá tapizado a cuadros sus cuerpos carnosos; larguirucho el de Archie, pletórico el de Rose: costillas marcadas y una constelación de lunares; hoyuelos en los codos y pelusa en la barbilla. Rose quería ver dibujos y Archie se sentía secretamente tonificado por la animación: ¡nostalgia de su propia infancia! La piel le hormigueaba por el frío del aire acondicionado. El sofá, nuevo para él, era blando. Se notaba embotados el cerebro y la boca por todo un día de calor y ejercicio. Estaba demasiado exhausto para levantarse a por otra hamburguesa, que ya se habría enfriado y que se comería de pie en la cocina, tras bañarla en kétchup, con el frío de las baldosas en los pies. En un rato voy, pensó, pero se lo suplicaba el cuerpo, hambriento por tantas horas en la piscina o quizá por tantas horas sin moverse en el coche; siempre se notaba el cuerpo igual.

Amanda fue a ducharse. El agua caía de la alcachofa, fija en el techo, como si lloviese. La puso lo más caliente que pudo para que se llevara los restos de protector solar, que siempre le pareció vagamente tóxico: más vale prevenir, etcétera. Llevaba el pelo ni largo ni corto, sin flequillo, hecho que le daba un aspecto juvenil nada bueno para el ecosistema del trabajo. Reflejaba el choque de dos vanidades: el deseo de parecer una directiva eficiente y no una jovencita femenina. Amanda sabía que daba la imagen del tipo de mujer que era. Se veía de lejos. El aplomo y los gestos, la ropa y la manera de arreglarse, todo la identificaba como lo que era.

Su cuerpo aún contenía el calor del sol. La piscina le había dado a lo sumo un respiro, tibio como agua de bañera. Se notaba los brazos y las piernas gruesos, espléndidos. Tenía ganas de acostarse y quedarse dormida. Se le fueron los dedos hacia las partes de sí misma donde más a gusto se encontraban, no en busca de un placer interno, sino de algo más cerebral: la confirmación de que existía, sus hombros, sus pezones, sus codos, toda ella. ¡Qué maravilla tener un cuerpo, algo que te contiene! Las vacaciones eran para realojarse en el cuerpo.

Se envolvió el pelo en una toalla blanca, como las protagonistas de ciertas películas. Después se embadurnó la piel con crema y se puso los pantalones holgados de algodón que le gustaba llevar en la cama durante el verano con una camiseta vieja cuyo logo ya no le decía nada. Era imposible controlar la procedencia de todos sus bienes terrenales. El algodón de la camisa estaba tan gastado que brillaba. Amanda se sentía viva; no sexy necesariamente, pero sí sexual con la expectativa de Clay, que era más seductora como tal que como interacción en sí. Quererlo aún lo quería, y él, además, conocía su cuerpo (¡cómo no iba a conocerlo después de dieciocho años!), pero Amanda era humana y no le habría importado experimentar algo nuevo.

Miró el salón por el resquicio de la puerta. Sus hijos parecían aturdidos, gruesos, como dos odaliscas encima del sofá. Su marido estaba inclinado hacia su móvil.

—Veinte minutos y a dormir. —Lanzó una mirada sugerente a Clay y cerró la puerta a su espalda.

Se quitó los pantalones y se metió en el percal fresco de la cama. No corrió las cortinas: que mirasen los ciervos, los búhos, los pavos esos tan tontos que no sabían volar; que admirasen el ancho músculo dorsal de Clay, todavía impresionante (remaba dos veces por semana en el New York Sports Club), donde a Amanda le encantaba clavar los dedos; que olieran la agradable peste de sus sobacos peludos; que aplaudiesen los fructíferos lamidos de su lengua sobre ella.

La casa estaba demasiado lejos del mundo para tener cobertura de móvil, pero lo que había era wifi, con una contraseña absurdamente larga (018HGF234WRH357XIO) para protegerla de..., ¿de quién, de los ciervos, los búhos, los pavos esos tan tontos que no sabían volar? Fue dando golpecitos en el cristal para escribir la clave, aleatoria como la güija o el rosario; luego se estableció la conexión y empezaron a apilarse los correos electrónicos: ¡cuarenta y uno! Qué necesaria se sentía, qué añorada, qué querida.

En su cuenta personal se enteró de que había cosas en venta, de que el club de lectura al que tenía la intención de unirse estaba organizando una reunión para el otoño y de que en The New Yorker había un artículo sobre un director de cine bosnio. En su cuenta del trabajo había preguntas e inquietudes, gente que solicitaba su participación, su opinión, sus consejos. Todos habían recibido la respuesta de «estoy fuera de la oficina», alegre y contundente. Aun así, rompió la promesa de responder cuando volviera. No, a X no. Sí, a Y mándale un mensaje. Pregúntale a tal por esto y por lo otro. Sólo un recordatorio, un seguimiento sobre tal o cual tema con tal o cual persona.

Se le empezó a dormir el brazo por el esfuerzo de aguantar el teléfono, demasiado pequeño. Al ponerse boca abajo percibió el calor de su cuerpo en la sábana, de modo que el calor que se transfirió a su vulva era el de su propio cuerpo e ir cambiando de postura en la cama se convirtió en un acto masturbatorio. Se notaba limpia, lista para notarse sucia, pero fue leyendo los correos, distrayéndose hasta que por fin llegó Clay, que olía a tabaco furtivo y al limón del vodka.

El calor de la ducha le había suavizado a Amanda la columna como se ablanda una barra de mantequilla a temperatura ambiente. Las clases de vinyasa a las que iba muy de vez en cuando la habían enseñado a prestar más atención a sus huesos. Dejó que cedieran y se relajó renunciando a su habitual determinación de no hacer lo más guarro que se les pudiera ocurrir entre los dos. Dejó que le metiera la mano por el pelo y le sujetase la cabeza con firmeza y suavidad contra la almohada, convertida la garganta en un pasaje, un hueco que llenar. Se permitió gemir con más fuerza que en casa (gracias al largo pasillo que los separaba de los cuartos de los niños). Subía y bajaba las caderas para restregarse contra la boca de Clay, y luego (al cabo de lo que le pareció una eternidad, aunque sólo fueron veinte minutos) acogió en su boca aquel lánguido pene asombrada por el sabor de su propio cuerpo.

—¡Madre mía! —A Clay le costaba respirar.

—Tienes que dejar de fumar.

Amanda temía que sufriera un ataque al corazón. Ya no eran tan jóvenes. Todas las madres se han planteado perder a un hijo. En cuanto a la teórica muerte de su esposo, a Amanda no le quedaban emociones. Se decía que volvería a enamorarse. Era un buen hombre.

—Es verdad. —Clay lo dijo por decir. Con los pocos placeres que quedaban en la vida moderna...

Amanda se levantó y se desperezó, felizmente pegajosa y con ganas de fumarse también ella un cigarrillo; así se marearía un poco distanciándose de lo que acababan de hacer, algo necesario después de fornicar con alguien, incluso con alguien conocido. ¡No era yo de verdad! Abrió la puerta y la asombró encontrar una noche tan sonora. Grillos, o los bichos que fueran, pisadas potencialmente siniestras en las hojas secas del bosque más allá del césped, la brisa que lo movía todo con sigilo... Igual hasta hacía algún ruido el crecimiento vegetal, un cric-cric casi inaudible de la hierba al avanzar, el pálpito como de corazón de las hojas de roble recorridas por la clorofila.

Tuvo la sensación de que la estaban observando, si bien fuera no había nadie, ¿verdad? Sintió un escalofrío involuntario al pensarlo y luego el refugio de la ilusión adulta producida por la seguridad.

Salieron a la terraza desnudos como neandertales, sin más luz que una esquirla filtrada por la puerta de cristal. Clay levantó la tapa del yacuzzi y se sumergieron en la espuma con sonrisas sensuales, satisfechas, mientras se le empañaban las gafas por el vapor. Los ojos de Amanda se adaptaron a la oscuridad. La piel blanca de Clay en todo su contraste. Lo veía tal como era, pero lo quería.