Nadie había comprado cereales. Más que un sabor concreto, lo que quería Archie era la sensación del cereal empapado en leche. Bostezó.
—Lo siento, campeón, ya te hago una tortilla.
Su padre jugaba estúpidamente a ser el mejor preparador de desayunos. Aunque cocinase bien (siempre ponía mantequilla al pan y volvía a meterlo en el horno para que se impregnase bien y se reblandeciera como si ya lo hubiera masticado alguien), aquella necesidad de reconocimiento tenía algo penoso.
Amanda extendía protector solar por la espalda de Rose. La televisión estaba encendida, pero no la veía nadie. Se limpió las manos en las piernas desnudas y metió el envase en la bolsa de tela.
—¿Te llevas tres libros, Rose? ¿Sólo para una tarde en la playa?
—Es que estaremos todo el día fuera. ¿Y si me quedo sin lectura?
—Con lo que pesa ya la bolsa...
Rose no quería lloriquear, le salió de manera espontánea.
—Puedes ponerlos en esta otra bolsa. —A Clay le parecía que tener una hija tan lectora hablaba bien de ellos—. Archie, ¿ésta la puedes llevar tú?
—Tengo que ir al baño.
Una vez dentro, Archie se quedó un buen rato delante del espejo. Llevaba la camiseta de lacrosse, la que había cortado por las mangas porque quería que se le vieran los músculos. Los estudió y quedó satisfecho.
—¡Date prisa! —le dijo Clay a su hijo: era la irritación que requería aquella pachorra.
—La comida está aquí; el agua, aquí; y la manta y las toallas, aquí. —Amanda señalaba bolsas, segura de que algo se olvidarían por muy planeado que estuviese todo.
—Lo pillo, lo pillo. —Un jo entre dientes, más un reflejo de lo que creía. Archie levantó la bolsa que había dejado su padre al lado del sofá. ¡Pero si no pesaba nada! ¡Qué fuerte estaba!
La familia desfiló hacia el exterior, cargó los bártulos y abrochó sus cuerpos. El GPS iba dando bandazos, incapaz de ubicarse a sí mismo o a ellos o al resto del mundo. Sin pensarlo mucho, Clay encontró el camino de la carretera, momento en que el satélite volvió a detectarlos; después siguieron avanzando bajo su mirada protectora. La carretera se convirtió en un puente que no conducía a ninguna parte según todos los indicios, un puente hacia el mismísimo confín de América. Entraron en el aparcamiento, que estaba vacío (era temprano), y pagaron cinco dólares a un adolescente con uniforme caqui que parecía hecho de arena, rizos rubios, pecas, piel morena y dientes como conchas menudas.
Entre el aparcamiento y la playa había un túnel que pasaba por debajo de un parque con astas tan altas como secuoyas y banderas de muchos países ondeando en el aire marino.
—¿Qué es esto? —preguntó Archie, despectivo hasta cuando no quería.
Las chanclas de los cuatro se apoyaban en un pequeño cañón de cemento. Amanda leyó la inscripción.
—Está dedicado a las víctimas del vuelo 800.
TWA, con destino París. Murieron todos. A veces el recuento se hacía en almas, hecho que le daba un tono más solemne o anticuado o sacro. Amanda se acordaba: según los teóricos de la conspiración, había sido un misil americano, pero lo lógico era atribuirlo a un fallo mecánico. Son desgracias que pasan, por mucho que finjamos lo contrario.
—¡Vamos! —Rose tiró de la bolsa que llevaba su padre al hombro.
Hacía calor, pero el viento incesante transportaba frío desde la inmensidad marina. Tenía algo de ártico, y a saber si no lo era en verdad. El mundo es gigantesco, pero también pequeño, y la lógica lo gobierna. A Amanda le costó extender la manta, comprada por internet y estampada por aldeanos indios iletrados. Puso una bolsa en cada esquina, para que no saliera volando. Los niños se quitaron las capas de ropa y se alejaron dando saltos de gacela. Rose investigó los detritos acumulados en la arena por las olas: conchas, vasos de plástico y globos tornasolados que habían celebrado graduaciones o decimosextos cumpleaños a muchos kilómetros de distancia. Archie se arrodilló en la arena a cierta distancia de su campamento fingiendo no mirar a las socorristas, chicas sanas y fuertes, con el pelo aclarado por el sol y trajes de baño rojos.
Amanda tenía una novela cuyo hilo le costaba seguir, una historia con una tediosa metáfora central sobre pájaros. Clay llevaba uno de sus libros reglamentarios, una crítica no muy extensa, pero muy inclasificable, de nuestra vida actual, uno de esos ensayos que es imposible leer casi desnudo al sol, pero que de cara a su trabajo era importante haber leído.
Se le iba todo el rato la mirada hacia los socorristas. Igual que a Amanda. ¿Cómo evitarlo? Era una metáfora menos tediosa: ¿qué iba a interponerse entre tú y una muerte a manos de la naturaleza sino agraciados jóvenes, vientres planos, pezones como monedas de veinticinco centavos, bíceps turgentes, piernas sin vello, pieles bronceadas, pelos secos, bocas mejoradas por la ortodoncia y ojos de mirada sumisa tras gafas oscuras de plástico barato?
Primero comieron sándwiches de pavo y patatas fritas que se partían en el guacamole pastoso (con una porción aparte, más pequeña y sin la hierba amarga, para el niño mimado), luego sandía, fría y vigorizante. Archie se quedó dormido. Rose se puso a leer una de sus novelas gráficas. Al despertarse, Archie instó a su padre a meterse en las olas, que daban auténtico pavor. Amanda estaba atenta por si veía tiburones porque había oído que podía haberlos. ¿Qué haría uno de esos socorristas adolescentes en caso de que aparecieran tiburones?
Era agradable, entretenido, agotador. El sol no aflojaba, pero se imponía el viento.
—Tendríamos que irnos.
Amanda volvió a guardar los recipientes de plástico vacíos en la bolsa hermética que había hallado en la cocina. Estaba exactamente donde habrías guardado una bolsa hermética en tu propia cocina (en un armario bajo el microondas).
Rose se estremeció y su padre la envolvió con una toalla, como cuando era un bebé recién salido del baño. La familia regresó al coche arrastrando los pies, con un extraño aire de derrota, y cruzó otra vez el puente.
—Hay un Starbucks. —Amanda, entusiasmada, apretó el antebrazo derecho de su marido.
Clay se metió en el aparcamiento y entró Amanda. A sotavento, lejos de las ráfagas, el aire aún era caliente. El establecimiento era igual a cualquier otro, como suele ocurrir con las cadenas, pero qué consuelo, ¿no? Los colores de marca, las servilletas marrones que nunca fallaban (siempre un fajo en el coche para sonarse los mocos en invierno o secar líquidos derramados), las pajitas de plástico verde, los corpulentos incondicionales que pagaban siete dólares por batidos con nata en vasos del tamaño de trofeos deportivos... Pidió cafés solos, pese a que ya eran más de las tres y le iba a costar conciliar el sueño; o no, porque siempre que estaba cerca del mar se cansaba mucho.
La manguera del jardín sirvió para un superficial desarenado de brazos y piernas. Archie se echó directamente el chorro por la parte delantera del bañador, ya que tenía los huevos lacados de conchitas diminutas, conchitas de verdad, y cuando consideró que ya era suficiente, se tiró a la piscina. Al frotarse el cuero cabelludo, notó que se desprendían granos de arena que se alejaban por el agua.
Amanda se lavó los pies y luego entró a ducharse. Pasadas menos de veinticuatro horas, la tranquilizó reconocer tan bien los rasgos de la casa. Se puso un podcast en el ordenador (algo sobre el cerebro, aunque no hizo mucho caso) y volvió a lavarse el pelo con champú porque odiaba los efectos del agua salada. Después de vestirse encontró a Clay silbando mientras lavaba la fiambrera, que se había llenado de arena.
—Voy a hacer pasta —dijo Amanda.
—Los niños están en la piscina. Pasaré un momento por el súper a comprar cereales para Archie. —Quería decir que pasaría por el súper, se fumaría un cigarrillo en el aparcamiento, entraría, se lavaría las manos y volvería con cien dólares de comida—. Dicen que mañana podría llover.
—Casi se nota. —Un barrunto en el aire o quizá una amenaza. Amanda se había llevado el ordenador a la cocina para seguir escuchando el podcast. Lo puso en la encimera—. ¿Y si compras algo dulce? No sé, una tarta... Eso, compra una tarta. ¿Y un poco más de helado? —La noche anterior, poscoitales y groguis por efecto del yacuzzi, se habían comido una tarrina entera entre los dos—. Y unos tomates. Y otra sandía. Y arándanos, moras o frambuesas. No sé, lo que tenga buena pinta.
Clay le dio un beso; no solía hacerlo antes de un simple recado, pero fue bonito.
Gracias a la ventana, Amanda podía vigilar a los niños mientras hacía algo más. Ralló el limón, lo echó en la mantequilla, que se estaba ablandando, picó ajo y lo incorporó. Con la tijera de cocina troceó el perejil, que tenía un olor intenso, impactante. Lo aglutinó todo en una masa consistente. La pasta caliente atemperaría el sabor del ajo.
Usó el grifo de encima de los fogones, echó mano de la sal kósher de la despensa y se sirvió una copa de vino tinto, que le revolvió el estómago: vino tinto después de café solo. El agua ya hervía. Se había distraído. Más allá de la piscina, en el bosque que bordeaba la propiedad, había un ciervo. Cuando se le acostumbró la vista, vio otros dos, más pequeños. ¡Madre y crías! ¡Qué oportuno! Con cautela, metían el hocico entre los arbustos, rebuscando... ¿Qué comían los ciervos? Se avergonzó de su ignorancia.
Escurrió la pasta hervida, depositó la mantequilla con hierbas en el nido de fideos, volvió a poner la tapa y abrió la puerta acristalada. Había refrescado. Llovería o sucedería algo y al día siguiente no podrían salir. Había juegos de mesa y televisor. Podían ver una película. En la despensa había un tarro de cristal con maíz para palomitas. Podían hacerlas y estar todo el día tirados.
—Venga, chicos, que ya es hora de entrar.
Archie y Rose estaban en el yacuzzi, rosados como bogavantes a medio hervir.
Amanda insistió en que se bañasen para quitarse el olor a cloro. Se sirvió más vino. Clay volvió con una abrumadora cantidad de bolsas de papel.
—Me he pasado un poco. —Se lo veía avergonzado—. He pensado que prefiero no salir mañana de casa porque como igual llueve...
Amanda frunció el ceño por obligación. No se arruinarían por gastar un poco más de lo normal en la compra. O quizá fue por el vino.
—Bueno, bueno, no importa. ¿Lo guardas y cenamos? —Tal vez estaba farfullando.
Puso la mesa. Los niños se sentaron, olían a mazapán (jabón Dr. Bronner’s, el de la botella verde). Estaban cansados, pero en el mejor sentido, dóciles, casi educados, sin eructos ni insultos. Archie incluso ayudó a su padre a recoger la mesa. Amanda se tumbó en el sofá al lado de Rose con la cabeza apoyada en el regazo caliente de su hija. No tenía pensado dormir, pero se durmió de tanto vino y pasta, aburrida de la cháchara televisiva. Veinte minutos después se quedó perpleja cuando la despertaron las necesidades urinarias de Rose y un anuncio más chillón de lo normal. Tenía la boca seca.
—¿Qué, has descansado? —bromeó Clay sin pasión (aún estaba saciado), pero con romanticismo, algo incluso mejor o más raro.
¿Acaso no era bonita la vida que se habían creado?
Amanda hizo el crucigrama de The New York Times en el móvil (temía la demencia y pensaba que así la prevenía) mientras el tiempo transcurría de manera extraña, como siempre que se mide en minutos delante del televisor. Si la noche anterior había tenido muchas ganas de ver qué pasaba en el trabajo y follar con su marido, en ese momento le parecía importante quedarse con sus hijos en el sofá: Archie aletargado, con su sudadera demasiado grande, y Rose infantil, envuelta en aquella manta de lana áspera que habían dejado en el brazo del sofá. Clay sirvió unos cuencos de helado, luego se los llevó y el lavavajillas trabajó emitiendo ruidos plácidos y guturales. Rose miraba con expresión vaga, Archie bostezó de forma ruidosa (tan mayor de repente) y Amanda los mandó a la cama con la orden de cepillarse los dientes, aunque no vigiló el cumplimiento de ese mandato.
Bostezó, bastante cansada para irse a la cama, pero por alguna razón estaba segura de que si se movía no se dormiría. Clay cambió de canal y dejó un rato a Rachel Maddow antes de poner un thriller que no pudieron seguir ninguno de los dos, algo sobre unos detectives y sus víctimas.
—La televisión es una idiotez. —La apagó. Prefería jugar con el móvil. Puso unos cubitos en un vaso—. ¿Quieres tomar algo?
Amanda movió la cabeza.
—No, no quiero nada más.
Aún no sabía con qué interruptor se controlaba cada foco. Pulsó uno y se iluminaron la piscina y el terreno situado detrás con haces de luz blanca entre el ramaje verde. Volvió a apagarlo devolviéndolo todo a su negrura, que parecía el estado correcto, el natural.
—Necesito un poco de agua —dijo o pensó antes de ir a la cocina; justo cuando llenaba uno de los vasos de Ikea oyó un roce, una pisada y una voz, algo que le pareció anómalo o alarmante—. ¿Lo has oído?
Clay masculló porque no estaba muy atento. Usó los botones laterales del móvil para verificar que estaba silenciado.
—Yo no soy.
—No... —Amanda bebió un poco de agua—. Era algo más.
Otra vez: roces, una voz, un murmullo en voz baja, una presencia. Una alteración, un cambio. Algo. Esta vez estaba más segura. Se le aceleró el corazón. Se sintió sobria, despierta. Sin hacer ruido, dejó la copa en la encimera de mármol. De repente le parecía adecuado el sigilo.
—He oído algo —susurró.
Circunstancias como ésa convocaban al marido. Estaba obligado a ser el hombre. A él no le importaba. Quizá hasta le gustase, quizá incluso se sintiera necesario. Casi podía oír los ronquidos de Archie al fondo del pasillo, como los de un perro dormido.
—Habrá sido un ciervo que pasaba por ahí delante.
—Algo es. —Amanda levantó la mano para que su querido esposo se callara. Tenía en la boca el regusto metálico del miedo—. Estoy segura de que he oído algo.
Otra vez, innegable: un ruido. Una tos, una voz, un paso, un titubeo, la inclasificable certeza animal de que hay otro miembro de tu especie en las inmediaciones y la pausa, elocuente, a la espera de ver si tiene propósitos nefandos. Llamaron a la puerta. Golpes en la puerta de esa casa, donde nadie sabía que estaban, ni siquiera el sistema de posicionamiento global, esa casa cercana al mar, pero perdida entre campos, esa casa de ladrillos rojos pintados de blanco, el mismo material que eligió el cerdito más listo porque lo protegería mejor que ningún otro. Llamaron a la puerta.