¿Qué debían hacer?
Amanda se quedó muy quieta, instinto de presa. Ordenar las ideas.
—Ve a por un bate.
La vieja solución de la violencia.
—¿Un bate?
¿De dónde iba a sacarlo Clay? ¿Cuánto hacía que no tocaba uno? ¿Acaso tenían bate en casa? Y, en caso afirmativo, ¿se lo habían llevado de vacaciones? No, pero ¿cuándo habían decidido prescindir de una distracción tan americana? En el vestíbulo de Baltic Street tenían varios paraguas, unos más rotos que otros, un limpiaparabrisas de repuesto, el palo de lacrosse de Archie, algunos folletos, de los que te llegan sin pedirlos, un fajo de cupones con plástico impermeable que nunca se biodegradaría... Bueno, el lacrosse era un deporte que venía de los indios. Quizá fuera más americano, americanísimo. En una consola, debajo de una foto de Coney Island, había un objeto de cobre, un pequeño torque muy vistoso, de esos trastos fabricados en China para dar carácter a las habitaciones de hotel o los pisos piloto. Al levantarlo vio que no pesaba nada. Además, ¿qué iba a hacer, agarrarlo y estampárselo en la cabeza a un desconocido? Él era profesor.
—No sé. —El susurro de Amanda fue como un aparte de teatro. Seguro que se oyó al otro lado de la puerta—. ¿Quién podría ser?
La situación empezaba a resultar grotesca.
—No sé. —Clay dejó el artístico objeto en su sitio. La belleza no podía protegerlos.
Volvieron a llamar. Esta vez percibió una voz de hombre.
—¿Perdón? ¿Hola?
Clay no se imaginaba a un asesino tan educado.
—No pasa nada. Ya abro yo.
—¡No!
Amanda tuvo una sensación brusca y terrible, el presentimiento de que podía ocurrir lo peor. Y, bueno, si no ocurría, todo quedaba en paranoia efímera. Aquello no le gustaba.
—Vamos a calmarnos. —Quizá Clay estuviera canalizando sin darse cuenta actitudes vistas en películas. Miró a su mujer hasta que pareció que ésta se serenaba, como los domadores con sus leones: dominio y contacto visual. No se lo creía del todo—. Ve a buscar el móvil, por si acaso.
Era una señal de determinación e inteligencia. Se enorgulleció de haberlo pensado.
Amanda entró en la cocina. Había una mesa y un teléfono inalámbrico con un número que empezaba por 516. En lo que llevaba de vida, los teléfonos inalámbricos habían pasado de ser algo novedoso a quedar obsoletos. En casa todavía tenían uno, pero nunca lo usaba nadie. Descolgó. ¿Qué hacía, apretar el botón, marcar el nueve y el uno y esperar?
Clay descorrió el pestillo y abrió la puerta. ¿Qué se esperaba?
La inquisitiva luz del porche reveló la presencia de un hombre, negro, apuesto y proporcionado, aunque tal vez un poco bajo, con más de sesenta años y una sonrisa cálida. Era curiosa la velocidad de absorción de la mirada: benévolo o inofensivo o tranquilizador desde el primer momento. Llevaba una americana arrugada, una corbata de punto con el nudo suelto, una camisa a rayas y un pantalón marrón de esos que llevan todos los hombres de más de treinta y cinco. Levantaba las manos en un gesto o bien conciliador o bien de «no disparen». Los hombres negros de su edad eran duchos en ese gesto.
—Siento mucho molestarlos. —Lo dijo con un tono conciliador que rara vez acompaña esas palabras. Sabía venderse.
—¿Hola? —Clay lo dijo como si se pusiera al teléfono. Abrir la puerta a un visitante inesperado era algo sin precedentes. La vida urbana sólo admitía al repartidor de Amazon, e incluso él tenía que llamar primero al interfono—. Dígame.
—Siento mucho molestarlos.
La voz del hombre tenía el punto ronco y solemne de un presentador de noticias, característica que le daba un aire de sinceridad, y lo sabía.
A su lado, un poco más atrás, había una mujer, negra también, de edad indeterminada, con un conjunto recto de falda y chaqueta de lino.
—Lo sentimos. —Lo corrigió subrayando el plural en «imos» con tanta práctica que sólo podía ser su esposa—. No era nuestra intención asustarlos.
Clay se rió, como si fuera una idea ridícula. ¿Asustado él? Parecía el tipo de mujer que sale por la tele en los anuncios de medicamentos para la osteoporosis.
Amanda se había quedado entre el vestíbulo y la cocina, detrás de una columna, como si esa ubicación le proporcionase una ventaja táctica. No estaba convencida. Quizá fuera el momento de hacer una llamada a emergencias. Uno podía llevar corbata y ser un delincuente. No había cerrado con llave las puertas de los cuartos de los niños; ¿qué clase de madre era?
—¿Los puedo ayudar? —¿Era lo que se decía en esas situaciones? Clay no lo tenía claro.
El hombre carraspeó.
—Sentimos molestarlos. —Tercera vez. Un conjuro. Siguió hablando—. Ya sé que es tarde y aquí, tan lejos, que llamen a la puerta...
Se había imaginado lo que pasaría. Traía el papel ensayado.
La mujer tomó la palabra.
—No nos decidíamos entre llamar a la puerta delantera o a la lateral. —Sonrió como reconociendo lo absurdo de aquella situación. La fuerza de su voz llevaba implícitas clases de dicción en un pasado lejano. Un deje a lo Hepburn que sonaba a aristocracia—. Me ha parecido que asustaría menos así...
Clay matizó demasiado:
—No, asustar no, sorprender.
—Claro, claro. —El hombre ya se lo esperaba—. Yo he dicho que probásemos por la puerta lateral. Al ser de cristal nos habrían visto y habrían sabido que sólo...
Dejó el enunciado a medias, con un encogimiento de hombros que significaba «no queremos hacerles ningún daño».
—Yo, en cambio, he pensado que podía ser más raro o asustar un poco.
La mujer intentó captar la mirada de Clay.
Su manera de hablar casi al unísono tenía un encanto rayano en la comedia a lo Powell y Loy. La adrenalina de Clay fermentó hasta convertirse en irritación.
—¿Los podemos... ayudar?
Ni siquiera había oído su automóvil, si era así como habían llegado, aunque ¿de qué otra manera podían llegar?
«Podemos», había dicho Clay, así que Amanda pasó al recibidor con el teléfono apretado en la mano, como una niña con su peluche favorito. Debían de haberse perdido yendo en coche o se les habría pinchado una rueda. La navaja de Occam, y tal y cual.
—¡Hola! —Lo aderezó con un poco de simpatía forzada, como si ya los esperase.
—Buenas noches. —El hombre quería recalcar que era un caballero. Formaba parte del plan.
—Nos han sobresaltado. No esperábamos a nadie. —A Amanda no le importó admitirlo. Calculaba que así tendría ventaja, como si fuera una manera de decir «ésta es nuestra casa ¿qué quieren, a ver?».
Hacía viento. Sonaba como un coro de voces. Los árboles se balanceaban sacudiendo sus copas con abandono. Se avecinaba tormenta, allá o en otro sitio.
La mujer tuvo un escalofrío. La ropa de lino no la abrigaba bastante. Daba lástima verla, tan mayor y poco preparada. Era lista. Ya contaba con ello.
Clay no pudo evitar la sensación de malestar, o de estar siendo un maleducado. Por edad, la mujer habría podido ser su madre, aunque la de verdad llevaba mucho tiempo muerta. Los buenos modales eran un instrumento que ayudaba a lidiar con momentos tan extraños como ése.
—Nos han pillado desprevenidos, pero ¿en qué podemos ayudarlos?
El negro miró a Amanda y su sonrisa se hizo aún más cálida.
—Usted debe de ser Amanda, ¿verdad? Amanda. Lo siento, pero... —En torno a ellos circulaba la brisa, que se colaba en su ropa de verano. Pronunció el nombre por tercera vez, sabiendo lo eficaz que sería—. Amanda, ¿le parece que podríamos entrar?