Entre las aptitudes de Amanda estaba la de reconocer a la gente. Invitaba a cócteles a los mandamases de Mineápolis, Columbus y Saint Louis que le pagaban el sueldo. Recordaba quién era quién y preguntaba por sus familias. Lo llevaba a gala. Observando a su interlocutor sólo veía a un hombre negro a quien jamás había visto.
—¡Os conocéis! —Clay se quedaba más tranquilo. La brisa le levantaba los pelos de las piernas.
—No habíamos tenido el placer de tratarnos en persona. —El hombre tenía la práctica de un comercial, que en última instancia es lo que era—. Soy G.H.
A Amanda aquellas letras no le decían nada; tampoco supo si con ellas intentaba deletrear algo.
—George. —A la mujer le pareció más cordial el nombre que las iniciales, sobre todo cuando necesitaban parecer humanos. Nunca sabías quién estaba armado y dispuesto a plantar cara—. Es George.
Mentalmente se llamaba George, pero se refería a sí mismo como G.H.
—Exacto, George. Soy George. La casa es nuestra.
No es lo mismo la posesión que la propiedad legal. Amanda se había estado engañando. ¡Había fingido que la casa era suya!
—¿Cómo?
—Que la casa es nuestra —repitió el hombre—. Nos hemos escrito por correo electrónico. Sobre la casa, digo. —Intentó combinar firmeza y amabilidad.
Amanda se acordó: GHW@washingtongroupfund. com. Qué formal opacidad la de esas iniciales. Era una casa acogedora, pero bastante anónima para que no se hubiera molestado en imaginárselos y, ahora que los veía, supo que si se hubiera tomado la molestia, la imagen habría sido errónea. No le parecía el tipo de casa donde vivían negros, pero ¿qué quería decir con eso?
—¿Esta casa... es de ustedes?
Clay se había llevado una decepción. Pagaban por la ilusión de ser propietarios. Estaban de vacaciones. Cerró la puerta dejando el mundo fuera, donde tenía que estar.
—Sentimos mucho molestarlos.
Ruth seguía con la mano en el hombro de George. Bueno, pues ya estaban dentro. Algo habían conseguido.
¿Por qué Clay había cerrado la puerta e invitado a entrar a esos individuos? Típico de él. Siempre quería llevar el timón, pero no estaba del todo preparado. Amanda necesitaba pruebas. Quería revisar la hipoteca, ver alguna identificación fotográfica. Esa gente, con la ropa desaliñada... podían ser... pues a decir verdad tenían más pinta de misioneros que de delincuentes, de predicadores que acudían esperanzados a dar testimonio de Jehová.
—¡Un poco sí que nos han asustado! —Una vez dejada atrás, a Clay no le importaba confesar su cobardía. «Un poco» casi no contaba y lo importante era que la culpa la tenían ellos—. ¡Caramba, qué frío hace fuera de repente!
—Sí, es verdad. —G.H. era todo un experto en predecir la conducta de la gente, pero requería su tiempo. Estaban dentro, que era lo importante—. Puede que sea la típica tormenta de verano. A lo mejor pasa de largo.
Eran cuatro adultos que se miraban cohibidos como en los instantes previos a una orgía.
Amanda estaba enfadada con todos, pero básicamente con Clay. Tenía el alma en vilo por la certeza de que uno de los dos sacaría una pistola, un cuchillo, una exigencia... Habría preferido seguir con el teléfono en la mano, aunque a saber cuánto tiempo tardaría la comisaría de la zona en enviar a alguien a esa casa tan bonita en pleno bosque... Ni siquiera abrió la boca.
G.H. estaba a punto. Se había preparado intentando adivinar la reacción de aquellos sujetos.
—Soy consciente de lo raro que debe de parecerles que nos presentemos así, sin avisar.
—Sin avisar. —Amanda examinó las dos palabras, que no aguantaron el escrutinio.
—Habríamos llamado, pero es que los teléfonos...
¿Que habrían llamado? ¿Tenían quizá el número de Amanda?
—Yo soy Ruth. —Ruth tendió la mano.
Las parejas siempre se reparten el trabajo en función de sus capacidades, sobre todo en momentos así. El papel de ella era dar la mano, ser amable y hacer que esas personas se sintieran cómodas, para conseguir lo que querían.
—Clay. —Le dio la mano.
Ruth sonrió.
—Y usted es Amanda.
Amanda estrechó la mano, muy cuidada, de la desconocida. Si los callos eran señal de trabajo honrado, ¿la suavidad implicaba falta de honradez?
—Sí —contestó.
—Lo dicho, yo soy G.H. Encantado, Clay.
Clay, obligado a demostrar algo, aplicó más presión que de costumbre.
—Me alegro de que nos podamos conocer en persona, Amanda.
Amanda se cruzó de brazos.
—Sí, aunque tengo que reconocer que no entraba en mis previsiones.
—No, claro.
—¿Y si... nos sentamos?
La casa era de ellos. ¿Qué pensaba hacer Clay?
—Por mí encantada.
Ruth sonreía como las mujeres de los políticos.
—¿Sentarnos? Vale, perfecto. —Amanda intentó comunicarle algo a su marido, pero no cabía en una sola mirada—. Podríamos ir a la cocina, aunque sin hacer ruido, que están durmiendo los niños.
—Los niños, claro. Espero que no los hayamos despertado.
G.H. debería haber imaginado que habría niños. Bueno, quizá eso fuera un punto a su favor.
—A Archie no lo despierta ni una bomba atómica. Seguro que están bien. —Clay siempre tan bromista.
—Me parece que voy a ver cómo están.
Amanda, gélida, intentó dar a entender que tenía por costumbre asomarse cada poco tiempo a ver cómo estaban sus hijos.
—¿Están bien? —Clay no acababa de entender sus intenciones.
—Tan sólo voy a echarles un vistazo. ¿Por qué no...? —Ante la duda de cómo terminar la frase, Amanda prefirió dejarla a medias.
—Vamos a sentarnos. —Clay señaló los taburetes de la isla coquinaria.
—Permítame que se lo explique, Clay. —G.H. asumía la aclaración como una carga masculina, algo similar al alquiler de un coche para una excursión. Pensó que quizá otro marido lo entendería—. Ya le digo que habría llamado. De hecho, lo hemos intentado, pero no hay cobertura.
—Hace un par de veranos pasamos unos días no muy lejos de aquí. —Clay quería dejar claro que no se le escapaba por completo la geografía de la zona y sabía lo que era tener una casa en el campo—. Casi nunca encontrabas señal.
—Es verdad —dijo G.H., que se había sentado. Se inclinó con los codos sobre el mármol—. Aunque no estoy seguro de que esto sea lo mismo.
—¿En qué sentido? —A Clay le pareció que tenía que ofrecerles algo. ¿No eran invitados? ¿O lo era él?—. ¿Les traigo un poco de agua?
Amanda se alumbraba con el móvil en el pasillo a oscuras. Cuando hubo confirmado que Archie y Rose aún existían, sumidos en el despreocupado sueño de los niños, se detuvo justo donde no podían verla procurando oír de qué hablaban mientras intentaba conectarse con el móvil. Lo miró como si fuera un espejo, pero el teléfono no la reconoció (quizá porque el pasillo estaba demasiado oscuro) y no volvió a la vida. Pulsó el botón principal. Entonces sí que se encendió mostrando una alerta de noticias con la T casi ilegible de The New York Times seguida por un breve texto: «Informan de un apagón masivo en la Costa Este de Estados Unidos.» Clavó el dedo, pero la aplicación no se abría, sólo veía la pantalla en blanco de la máquina pensante. La irritación que sentía era muy peculiar. No podía enfadarse, pero estaba enfadada.
—Esta noche hemos ido a un concierto de música clásica. —G.H. estaba en pleno relato—. En el Bronx.
—George es de la junta directiva de la Filarmónica... —Orgullo conyugal, no se podía evitar. Ruth y George creían en la necesidad de devolver a la sociedad parte de lo que ésta les había dado—. Es para incentivar el interés de la gente en la música clásica... —Se estaba explayando demasiado.
Amanda entró en la cocina.
—¿Están bien los niños? —Clay no entendía que había sido una excusa.
—Sí, muy bien. —Amanda quería enseñar el móvil a su marido. Las únicas noticias que tenía eran esas doce palabras, pero algo eran y les daban cierta ventaja sobre los otros dos.
—Estábamos volviendo en coche a la ciudad, a casa, y ha pasado algo.
G.H. no estaba siendo vago a propósito. Con Ruth no lo había hablado ni en el coche porque tenían miedo.
—Un apagón. —Amanda se lo sacó triunfalmente de la manga.
—¿Cómo lo sabe?
G.H. estaba sorprendido. Había previsto que tendría que dar explicaciones. De camino se lo encontraron todo a oscuras hasta que distinguieron la luz de su casa entre los árboles. No se lo podían creer porque no tenía sentido, pero les daba igual que lo tuviera. El alivio de la luz y su seguridad.
—¿Un apagón? —Clay se esperaba algo peor.
—Me ha llegado una alerta de noticias. —Amanda se sacó el móvil del bolsillo y lo dejó en la encimera.
—¿Qué pone? —Ruth quería más información. Lo había visto con sus propios ojos, pero no sabía nada—. ¿Explican por qué?
—No, sólo eso, que ha habido un apagón en la Costa Este. —Amanda volvió a mirar el teléfono, pero la alerta ya no estaba y no sabía recuperarla.
—Fuera sopla el viento. —A Clay le parecía clara la relación de causa y efecto.
—Es temporada de huracanes. ¿No habían dicho algo de un huracán en las noticias? —Amanda no lo recordaba.
—Un apagón. —G.H. asintió con la cabeza—. Eso hemos pensado. Es que nosotros vivimos en un piso catorce.
—Se habrán apagado todos los semáforos. Habrá sido un caos. —Ruth no quería molestarse en explicarlo con más detalle.
La ciudad era el colmo de lo antinatural, un cúmulo de acero, vidrio y dinero: la energía eléctrica era fundamental para su existencia. Una ciudad sin luz era como un pájaro sin vuelo, un accidente de la evolución.
—¿Un apagón? —Clay sintió que lo único que hacía era brindarle la palabra a alguien que la había olvidado—. Ha habido un apagón. No parece tan grave.
Amanda no se lo tragaba. No parecía verdad.
—Pues aquí las luces parece que van.
Tenía razón, por supuesto, pero todos se quedaron mirando las lámparas que colgaban sobre la cocina insular como cuatro personas que pidieran ser hipnotizadas. La electricidad no se podía explicar: ni su presencia ni su ausencia. ¿Las palabras de Amanda habían pecado de soberbia? Se oyó el viento contra la ventana del fregadero. Inmediatamente después parpadearon las luces, no una ni dos veces, sino cuatro, como un mensaje en morse que tuvieran que descifrar, como una sucesión de flashes. Pero siguieron encendidas sin desviarse de su rumbo; la luz mantuvo la noche a raya. Los cuatro contuvieron la respiración y los cuatro respiraron.