—¡La madre de Dios!
Nombrar en vano al Señor y su augusta madre era blasfemo, aunque también inútil. Dios le importaba un bledo a Clay y sin embargo no se fue la luz. Clay ya se había imaginado a Amanda y a la otra mujer (¿cómo se llamaba?) gritando. Quizá fuera una falta de delicadeza identificar la feminidad con el miedo. Tendría que razonar con ellas: una noche de viento, un rincón apartado de Long Island... El mundo era tan grande que buena parte de éste era remota. Resultaba fácil olvidarlo cuando llevabas demasiado tiempo en la ciudad. La electricidad era un milagro. Debían estar agradecidos.
—No pasa nada.
G.H. se lo dijo a sí mismo y a su mujer.
—O sea que... ¿ha habido un apagón y han venido hasta aquí?
A Amanda no le cuadraba. Con lo lejos que estaba Manhattan... No tenía sentido.
—Es que estas carreteras... las conozco. Ha sido casi sin pensar. Vimos que se apagaban las luces y miré a Ruth...
G.H. no sabía cómo describir lo que no acababa de comprender.
—Pensamos que podíamos quedarnos aquí —dijo Ruth.
No tenía sentido andarse con rodeos. Ruth siempre había sido directa.
—¿Pensaron que podían quedarse... aquí? —Ya sabía Amanda que algo querían—. Pero si estamos nosotros...
—Nos dimos cuenta de que no podíamos entrar en la ciudad ni subir catorce pisos a pie, así que hemos venido en coche hasta aquí pensando que lo entenderían.
—Claro que sí. —Clay lo entendía.
Amanda miró a su marido.
—Lo que ha querido decir es que claro que lo entendemos. —Aunque, ¿lo entendía? ¿Y si se trataba de un engaño? De unos desconocidos que entraban solapadamente en la casa y en sus vidas.
—Soy consciente de que es una sorpresa, aunque si pudieran... Ésta es nuestra casa. Queremos estar en nuestra casa, a salvo. Mientras averiguamos qué está pasando. —G.H. era sincero, pero seguía dando la impresión de que vendía algo.
—Hemos tenido suerte de no habernos quedado sin gasolina. —Ruth asintió con la cabeza—. Mucho más lejos no sé si habríamos podido ir, la verdad.
—¿Y no hay hoteles...? —Amanda intentaba no ser grosera, pero advertía que lo estaba pareciendo—. La casa la tenemos alquilada.
Clay se lo estaba pensando. Empezó a decir algo. Estaba convencido.
—Sí, claro, la tienen alquilada. —Ya sabía G.H. que hablarían de dinero, como tarde o temprano en casi todas las conversaciones. El dinero era su tema. Daba lo mismo—. Podríamos ofrecerles algo, claro. Somos conscientes de que es una molestia.
—Bueno, es que estamos de vacaciones... —Amanda encontraba la palabra «molestia» demasiado suave. Sonaba a eufemismo. Y el hecho de que hubiese sacado tan pronto el tema del dinero parecía aún más deshonesto.
G.H. tenía el pelo canoso, gafas de concha y un reloj de oro. Tenía presencia. Se irguió en su asiento.
—Clay, Amanda... —Lo había aprendido en la escuela de negocios de Cambridge: cuándo desplegar los nombres de pila—. Os puedo hacer un reembolso completo sin ningún problema.
—¿Quieres que nos vayamos? ¿En plena noche? ¿Os presentáis los dos aquí, mientras duermen mis hijos, y empezáis a hablar de reembolsos? Debería llamar a la agencia. No sé ni si está permitido. —Amanda fue a buscar su ordenador a la sala de estar—. Puede que en la web salga un teléfono...
—¡No, si no estoy diciendo que os vayáis! —G.H. se rió—. Podríamos devolveros... no sé, el cincuenta por ciento de lo que habéis pagado. Hay un dormitorio con baño para las visitas. Nos instalaríamos abajo.
—¿El cincuenta por ciento? —A Clay le gustó la perspectiva de unas vacaciones más baratas.
—La verdad, creo que lo mejor es consultar las condiciones. —Amanda abrió el portátil—. Claro, ahora no funciona. Tal vez haya que reiniciar el wifi.
—Déjame intentarlo a mí. —Clay tendió las manos hacia el ordenador de su mujer.
—No necesito que me ayudes, Clay. —Era como insinuar que no sabía hacerlo y eso a Amanda no le había gustado. Clay se pasaba todo el día con niños. Ella con jóvenes. Aprendía de su ayudante y de los subalternos. Se fijaba en sus preferencias y conversaba con ellos por Slack. Se manejaba bien, sobre todo con lo más sencillo—. No hay conexión.
—Hemos oído el sistema de transmisión de emergencia... —Ruth era de la opinión de que explicaba muchas cosas—. Se me ha ocurrido encender la radio: «Sintonizan ustedes el sistema de transmisión de emergencia.» —No era una parodia, sino una fiel imitación, exacta en los énfasis y las entonaciones—. No estaban de pruebas, ¿entendéis? No decían «esto es sólo un simulacro. Al principio ni me he fijado porque siempre lo había oído así, como simulación, pero al cabo de un rato me he puesto a escuchar y lo repetían todo el rato: «Sintonizan ustedes el sistema de transmisión de emergencia.»
—¿Emergencia? —Amanda intentaba ser lógica—. Claro, es que un apagón vendría a ser una emergencia.
—Exacto. Es una de las razones por las que hemos pensado que lo mejor era ir a casa. Fuera podía ser peligroso. —Las alegaciones de G.H. habían concluido.
—Ya, pero, bueno, hay un contrato de alquiler...
Amanda se acogía a la ley. Ningún problema. El documento estaba archivado entonces en el ciberespacio, una estantería a la que no tenían acceso. Por otra parte, aunque no pudiera explicárselo, le parecía todo un poco raro.
—Con permiso. —G.H. echó el taburete para atrás y se acercó a la mesa. Luego se sacó las llaves del coche del bolsillo de la americana y abrió un cajón del que sacó un sobre, de ésos que dan los bancos. Tocó los billetes que había dentro—. Podríamos daros mil dólares por esta noche. Si no me equivoco, cubrirían casi la mitad de lo que pagáis por toda la semana, ¿no?
Aunque se esforzara por evitarlo, Clay siempre sentía una emoción muy especial al ver un montón de dinero junto. Le dieron ganas de contarlo. ¿El sobre había estado todo el tiempo en un cajón de la cocina? Le apetecía un cigarrillo.
—¿Mil dólares?
—Fuera hay una emergencia. —Ruth quiso recordárselo. Le parecía amoral tener que pagarles, aunque tampoco esperaba lo contrario.
—La decisión es vuestra, claro. —G.H. sabía convencer a la gente—. Os estaríamos muy agradecidos. Sería una manera de demostrároslo. Así mañana sabremos algo más y nos haremos una idea. —No se comprometía a irse, lo cual era importante.
Clay seguía toqueteando el ordenador de su mujer, que era el de la oficina.
—Parece que no responde. —Sus intenciones habían sido buenas. Quería ser quien demostrase que el mundo continuaba funcionando y la gente seguía haciendo fotos de los Aperol Spritz que se tomaba o tuiteando invectivas contra la mala gestión del transporte público. Seguro que en los minutos transcurridos desde la alerta de noticias algún reportero intrépido había averiguado lo que pasaba. Clay seguía oyendo el viento, al que culpaba de todo. Siempre había un culpable de lo más inocente—. Bueno, yo creo que por una noche...
—Quizá podríamos hablarlo en privado. —Amanda no quería dejar solas a esas dos personas.
—Claro, faltaría más. —G.H. asintió como si fuera lo más sensato y dejó el sobre en la encimera.
—Vale. —Clay se estaba poniendo nervioso. Él no veía de qué debían hablar aparte del fajo de billetes—. ¿Vamos a la otra habitación?
—Por cierto, ¿os importa que tomemos algo?
Clay negó con la cabeza.
G.H. volvió a usar las mismas llaves para abrir un armario alto situado junto al fregadero. Buscó algo dentro.
—Ahora mismo volvemos. Vosotros como si estuvierais... —Amanda no acabó la frase porque el final le pareció una sandez.