Los motores llevaban sin dificultad la enorme nave submarina en su nuevo periplo por el mar antártico, pero esta vez en claro zafarrancho de combate ya que podían ser atacados en cualquier momento. Patrick tenía claro que navegarían en inmersión en cuanto fuese posible, pero aún requería más tiempo de carga todo el conjunto de baterías eléctricas. Fueron dejando atrás los icebergs y la dificultad que entrañaba navegar entre ellos. A medida que se adentraban en mar abierto y dejaban la Isla Berkner detrás, el tiempo iba mejorando también. Pronto el cielo azul apareció en todo su esplendor y aunque la temperatura era fría, apetecía estar en la torre.
Sin embargo todos temían que aquel buen tiempo permitiese el vuelo de naves enemigas y por ello John ‘bullet’ y Eric Jones permanecían atentos a cualquier detalle que apareciese en la pantalla. Mientras viraban la Península de Trinidad y dejaban atrás el Mar de Weddell, el sistema eléctrico estaba a su máxima carga, por lo que Patrick dio la orden de inmersión con snorkel en superficie y así aprovechar la potencia de los motores diesel. Reith reportó que el armamento de ataque y defensa con que contaba el U-2193 en aquel momento era de un torpedo LUT de guía automática, dos minas marinas y munición en las dos torres por un total de unos 170 proyectiles, lo que no dejaba mucho lugar para los ataques y deberían economizar los disparos. La cantidad de gas-oil de los tanques del submarino permitía ir hasta la Isla de Scott y a partir de ese momento quedaría un 25% de combustible, según los cálculos de Reith. Quedaba claro que una vez se reuniesen con el USS Philippine Sea, deberían recargar los tanques de combustible. Pero hasta allí no tendrían que preocuparse. Reith también había calculado que en el peor de los casos, ese 25% de combustible les permitiría llegar holgadamente a las costas chilenas del sur, en la Patagonia. Entraron en contacto con el USS Philippine Sea, que ya había llegado a la Isla de Scott. El almirante Byrd no indicó ningún problema, quizás con la intención de no alarmarles y ordenó nuevos contactos radiofónicos a medida que fuesen acercándose. Por su parte, él iba a iniciar una exploración aérea con los aviones pesados R4D, que necesitaban la ayuda de cohetes bajo las alas JATO (jet-assisted take-off bottles), para poder despegar del portaaviones con el impulso suficiente. Era un despegue muy arriesgado, que sólo se había intentado antes desde el portaaviones Hornet, durante la segunda Guerra Mundial al mando de Doolittle, en una operación de bombardeo simbólico sobre Japón, tras Pearl Harbour. Además, para complicar más las cosas, Byrd deseaba aterrizar en la base Little America IV que todavía no estaba en construcción.
El submarino respondía correctamente en inmersión y la reparación aguantaba también bien. Patrick se preguntaba si en una inmersión muy profunda, la fisura reparada aguantaría la presión. Prefería suponer que sí. Recordaba que en una ocasión su submarino, el USS Monitor, también fue reparado de forma similar y aguantó. También era verdad que el USS Monitor no podía bajar tan profundamente como el U-2193, y las presiones cambiaban mucho. Pasaron cerca de la Isla Decepción donde la base inglesa había sido atacada y destruida. Patrick no quiso mirar. No le gustaba recordar aquel incidente y opinaba que siempre lo llevaría en su conciencia, al igual que el barco HMS Brighton, hundido cerca de Gibraltar. Ahora todo aquello le parecía distante en el tiempo y habían pasado dos meses unicamente. En ese momento el doctor Philip L. Hill le informó de la muerte del comando que estaba muy grave. Tras embalsamar el cadáver y en una discreta ceremonia en superficie, el cuerpo fue arrojado al mar antártico donde reposaría para siempre. Las pertenencias personales serían enviadas a su familia cuando fuese posible.
Ya estaban llegando al Mar de Bellinghausen y la Isla de Pedro I, zona de actuación del Grupo Este y que contaba con el Portahidroaviones USS Pine Island, el destructor USS Brownson y el petrolero y buque de aprovisionamiento USS Canisteo.
Desde luego y a través de periscopio no se veía nada que fuesen buenas noticias, ya que se observaban densas columnas de humo cerca de la costa y que parecían presagiar que quizás alguno de los barcos del Grupo Este había sido alcanzado. Kenneth dijo que podía tratarse del destructor USS Brownson haciendo una pantalla de humo para proteger al convoy en su aproximación a la costa. En el fondo, no estaban tranquilos y la imagen no permitía entrar en más detalles. Patrick no lo dijo y aceptó la explicación de Kenneth, pero había logrado ver varios discos volantes sobre la zona del humo, pero prefirió no decir nada a sus hombres para no crear un ambiente de temor. Les necesitaba a todos al máximo. Tenía que seguir su marcha sin más complicaciones, no podían ayudar al Grupo Este.
Tras dos semanas de navegación, el Mar de Ross apareció ante ellos. Ahora su derrota les alejó de la costa en más de 500 millas, en dirección a la Isla de Scott. La conexión por radio con el USS Philippine Sea seguía sin problemas, pero se detectaba en los comentarios y el tono que las cosas no iban bien. El Grupo Este había perdido el petrolero USS Canisteo, con lo que el aprovisionamiento para el grupo se complicaba enormemente. También el destructor USS Brownson había sido alcanzado y se mantenía a flote casi de milagro, pero con serios daños. El Grupo Central había comenzado la instalación de la base Little America IV con muchas dificultades tanto climatológicas, como militares.
—Capitán Malone, ¿a qué distancia se encuentra usted de la Isla de Scott? —preguntó el almirante Byrd tras una pausa.
—Estamos ya a unas 130 millas, almirante —respondió Patrick rápidamente, leyendo el dato que le había suministrado Reith—. Estaremos allí en la madrugada de mañana, señor.
—De acuerdo. Me imagino que querrá repostar y recargar de provisiones su submarino.
—Así es, almirante. También tengo varios heridos que necesitan asistencia médica en una instalación más adecuada y amplia.
—Conforme. Les esperamos.
En la madrugada del día siguiente y ya en superficie, tuvieron el primer contacto visual con el moderno portaaviones. El día era grisáceo, pero el mar estaba en calma con un viento frío pero suave y una visibilidad bastante aceptable. Desde la torre emitieron un mensaje en código morse con uno de los potentes focos, avisando de su presencia allí. La distancia era de unas 4 millas y se iba acortando rápidamente. El portaaviones estaba alejado de la costa de la Isla de Scott, ya que no podía fondear más cerca. Patrick, en su camarote, estaba contento de que su misión ya hubiese terminado y ahora ya se encontraba bajo la protección de la potente nave de guerra. Habría que planificar el regreso a los Estados Unidos, pero antes y desde el portaaviones trataría de ponerse en contacto con el vice-almirante Clark. No habían vuelto a tener contacto desde que estaba en aguas antárticas. Ahora vendría un periodo muy pesado de redacción de informes y responder a miles de preguntas sobre lo que había pasado en todo momento. Pero estarían en casa y Betty volvería a estar con él.
Se levantó para dejar un documento en una de las estanterías. No pudo. Una fuerte sacudida le hizo perder el equilibrio y casi cayó al suelo. Pensó que habían chocado contra algo. Salió rápidamente de su estancia.
—¿Qué sucede! —los hombres que estaban en el puente también habían sufrido la sacudida desconocida. Le miraron con cara de sorpresa. Tampoco sabían nada. En aquel momento, Kenneth se asomó por la escotilla que daba a la torre.
—¡Patrick, sube inmediatamente! ¡Estamos perdidos!
Llegar hasta la torre fue muy difícil, porque las sacudidas seguían. De repente cesaron y una calma absoluta llenó todo. Patrick llegó en ese momento al exterior de la torre, donde los demás tenían los rostros fuera de sí por el horror.
—¿Qué pasa, Kenneth?
Antes de que le respondiese, lo primero que llamó la atención de Patrick, fue que el portaaviones USS Philippine Sea, estaba debajo de ellos.
—Eso es imposible —pensó con toda lógica.
Alzó la vista y decubrió con horror que dos discos volantes alemanes habían sacado el U-2193 del agua, y lo transportaban por el aire hacia el interior del continente antártico a una enorme velocidad. Debía ser un sistema electromagnético muy potente, porque los discos no tocaban al submarino, por lo que éste parecía volar debajo de ellos. Aquello era inconcebible e iba más allá de cualquier imaginación. No podían hacer nada. No podían imaginarse a donde los llevaban, pero no podía ser nada bueno. Ellos habían destruido el puerto de la Base 211 y por eso los habían capturado limpiamente en cuanto había sido posible y delante de las narices del almirante Byrd y el USS Philippine Sea.
El increible vuelo siguió durante un buen rato, siendo imposible permanecer en la torre, debido al viento gélido y la velocidad que había aumentado enormemente. Patrick no podía explicarse cómo era posible aquello.
—¿Qué pasará ahora, capitán? —preguntó Reith, mirando a los demás que, lógicamente, pensaban lo mismo.
—No tengo ni idea, Reith. Pero puedo imaginarme que nos llevan a una de sus bases aéreas, donde seguramente nos reuniremos con el resto de prisioneros. Estoy convencido de que Blankfort no consiguió su objetivo, tras asaltar el primer disco. También creo que nos someterán a interrogatorios.
Tras estas palabras, todos siguieron en silencio pensando que lo que había dicho Patrick tenía sentido. Sólo cabía esperar.
—Creo que la velocidad está disminuyendo —dijo Kenneth mirando hacia arriba.
—Sí, es verdad. Vamos a la torre —concluyó Patrick. Volvieron a abrigarse para el inclemente tiempo y salieron al exterior. Efectivamente, la velocidad era mucho menor, aunque la vista frente a ellos no indicaba ninguna pista de aterrizaje, sino una planicie inmensa de hielo. ¿A dónde se dirigían? De repente, una entrada de forma rectangular fue abriendose hacia el norte y mostrando la entrada a una base subterránea.
—¡No puede ser que quieran entrar con el submarino! —exclamó incrédulo Patrick.
—Sí lo van a hacer, capitán —dijo con absoluta seguridad Böse.
Efectivamente, el vuelo de los discos y su presa no indicaba otra cosa. Fueron encarando la entrada, cuya inmensa cubierta estaba casi en vertical mostrando unos brazos hidráulicos titánicos, y entraron tras una maniobra digna de aparecer en los anales de la aviación. El submarino fue posado suavamente sobre unos soportes en el suelo de un inmenso hangar subterráneo de dimensiones colosales. Los dos discos aterrizaron también con suavidad y con absoluto silencio. No emitían ningún tipo de humo de escape. La cubierta se cerró tras haber entrado todo el grupo.
Los minutos pasaban lentamente en el interior del submarino.
—¿Qué hacemos, capitán? —inquirió John ‘bullet’, que desde que el submarino inició el vuelo había perdido toda capacidad de comunicación con el exterior.
—No tenemos más remedio que salir de aquí y rendirnos. Vamos a ver qué sucede después. ¿Estáis preparados?
Con cierta amargura asintieron a las palabras de Patrick. Los dos alemanes, Reith y Böse, estaban muy tensos ante la situación. El doctor Philip L Hill apareció en aquel instante.
—De momento, los enfermos tendrán que seguir aquí, capitán. No podemos moverlos fácilmente.
Patrick accedió.
—Es cierto. Creo que usted, doctor, debería quedarse por el momento a bordo. Ya explicaremos la situación ahí fuera. Hasta luego.
La comitiva se puso en marcha y por la puerta lateral de la torreta salieron al exterior. La visión que tenían delante de ellos los sobrecogió. Estaban en una base aérea subterránea de dimensiones más allá de la razón, donde unos 20 discos volantes de diferentes formas y tamaños aparecían en perfecto orden y cientos de personas de diferentes especialidades les observaban desde fuera. Se podían distinguir fácilmente soldados, mecánicos, ingenieros, etc., con diferentes uniformes y monos de trabajo de colores llamativos. Se veían instalaciones de todo tipo e incluso un edificio de control, con un amplio ventanal de observación. Lo que parecían ser dos oficiales, les indicaron que bajasen a través de una escalerilla que habían colocado en un lateral del casco. Ver el submarino en aquellas condiciones era increible. Patrick, mientras bajaba, se fijó que el casco necesitaba un repaso. Parecía mentira en qué pequeños detalles podía fijarse un hombre incluso en situaciones que le superaban ampliamente.
Todo el grupo llegó al suelo, con sus uniformes americanos y se pusieron en dos filas en posición de firmes, con Patrick delante de ellos. Los dos oficiales se acercaron hasta él.
—Capitán Patrick Malone, ¿verdad? —preguntó uno de ellos, con claro acento alemán. Era un elegante y frío oficial con el uniforme SS antártico.
Patrick asintió.
—Soy el capitán de submarinos Patrick Malone, de los Estados Unidos de Norteamérica y esta es mi tripulación. ¿Podría usted identificarse, oficial?
El alemán sonrió.
—No se preocupe por eso ahora, capitán. Resulta curioso ver una tripulación americana en un submarino alemán. ¿Cómo es posible? —preguntó con cierta sorna—. Según su Convención de Ginebra, que se supone ustedes cumplen escrupulosamente, este tipo de acciones están absolutamente prohibidas y los que las utilizan pueden ser fusilados sin contemplaciones.
Patrick aguantó la mirada del frío oficial alemán.
—También ustedes han perdido la guerra, Alemania se rindió incondicionalmente y por lo tanto ustedes son rebeldes ¿Qué es toda esta instalación? ¿Qué pretenden hacer con todas estas armas? El submarino en el que hemos navegado estaba siendo probado por la Marina de los Estados Unidos para ver el alcance de las innovaciones que incorpora. Era un submarino de una potencia inexistente.
El alemán sonrió.
—Y por eso ustedes han hundido barcos ingleses en Gibraltar y en Sudáfrica, y también han atacado la base de Isla Decepción. Supongo que sus amigos ingleses saben toda la historia ¿verdad? También han atacado la Base 211. Curiosa forma de probar una nave del enemigo…
Patrick no demostró ninguna emoción al saber todo eso, que indicaba un profundo conocimiento de todo el viaje por parte de los alemanes. El oficial extrajo unas fotos que llevaba en una pequeña carpeta de piel. Hablando en alemán se dirigió a Reith y a Böse.
—¡Vaya a quienes tenemos aquí! U-Boot Offizier Wolfgang Reith y el U-Boot Offizier Georg Böse, de la tripulación original del U-2193.
Patrick se interpuso entre el alemán y sus dos compañeros.
—Estos hombres son ciudadanos y militares de los Estados Unidos y por lo tanto bajo la jurisdicción de ese país. No puede hacerles nada.
Reith y Böse permanecían en silencio pues su situación podía ser considerada como mínimo delicada en esos momentos. El oficial alemán sonrió.
—¿Ah, no? —sacó su pistola y disparó a los dos alemanes que cayeron muertos al instante.
—¿Y qué piensa hacer ahora, capitán Malone?
Los dos cadáveres quedaron sobre el cemento de la base aérea alemana de forma terrible y en medio de un gran charco de sangre que iba aumentando.
—Sólo eran dos traidores que han vendido a su patria y no merecían otra cosa.
Un gran silencio siguió a esta tremenda escena. Patrick no pudo contenerse y se abalanzó sobre el alemán, que le esquivó y le golpeó con su arma en la cabeza. Patrick cayó desvanecido, junto a los dos cadáveres.
No sabía cuanto tiempo había pasado, pero se levantó con un terrible dolor de cabeza. Se pasó la mano junto a su oreja izquierda y notó el golpe que había recibido del oficial alemán. Fue mirando lo que había a su alrededor. Estaba en una pequeña habitación, totalmente espartana, en la que había un catre, una mesa y una silla. Un pequeño lavabo se podía ver a la izquierda. Se levantó y se enjuagó la cara. No había espejo, por lo que no podía adivinar que aspecto tenía. Pensó en sus hombres y en la desgraciada e injusta muerte de los dos alemanes. Aquello había sido terrible. Se oía el ruido de un sistema de ventilación que suministraba aire a la pequeña estancia. La puerta no tenía paño de apertura, por lo que adivinó que debía de ser corredera y activada desde fuera. Pensó en ese momento en el doctor Philip L. Hill y sus enfermos a bordo ¿qué les habría pasado?
Pasó un rato y nada sucedió. Comenzaba a estar inquieto. Como mínimo quería saber si sus hombres estaban bien, pero no había nadie por allí, ni se oía ningun ruido especial. Le habían quitado su reloj y su arma. Sólo podía esperar. De repente, con un sonido suave, la puerta se deslizó y apareció frente a él, el oficial alemán que ya conocía, tristemente. Iba con dos soldados fuertemente armados.
—Capitán Malone, acompáñeme.
No podía hacer otra cosa que obedecerle en aquellas circunstancias. Salieron a un amplio pasillo, con puerta a ambos lados y consignas por las paredes, escritas con letras góticas. El color interno de la instalación por donde caminaban era como amarillento-ocre, que daba una cierta sensación de calor en aquel continente helado. La temperatura era muy buena. Pasaron frente a un retrato del Führer y el de un general SS, que Patrick no supo identificar en aquel momento. El grupo seguía a buen paso, pasando frente a varias instalaciones científicas y técnicas, donde pudo ver a equipos de gente trabajando en máquinas y artilugios más allá de su comprensión. No recibió ninguna explicación de todo aquello que pasaba frente a sus ojos. Tampoco la podía esperar de alguien frío e implacable como aquel oficial de las SS. Se iban cruzando con personal de todo tipo que caminaba tranquilamente sin hacer caso de aquel prisionero.
De repente recordó que el general SS de la fotografía era el Dr. Hans Kammler, responsable de todo aquello, según decían los informes secretos militares. Desde luego tenía algo que ver, pensó. Se detuvieron frente a la puerta de un ascensor. El ascensor, del tipo montacargas industrial, cargó a todo el grupo y se puso en marcha en sentido descendente. A través del enrejado de protección, Patrick pudo ver que la instalación seguía muchos metros por debajo de la base aérea. Volvía a verse personal militar y científico trabajando sobre lo que parecían aviones de forma geométrica y de color oscuro. No podía entender esos diseños. Más al fondo de la enorme instalación, pudo vislumbrar un cañón del Dr. Zippermeyer con su característica forma de L. Parecía que lo estaban probando ya que a intervalos regulares lanzaba una llamarada inmensa hacia arriba, por lo que dedujo que debía de haber una abertura a cielo abierto. El montacargas siguió bajando muchos metros más, hasta que la pared de piedra dura hizo desaparecer las sorprendentes instalaciones. La pared no parecía tener fin y, tras más de diez minutos interminables, de repente apareció frente al montacargas lo que parecía ser una “ciudad”, muy ordenada, con sus casas, sus calles, vehículos muy pequeños que no hacían ruido y gente que paseaba tranquilamente. ¡Incluso había niños jugando! También igual que en la Base 211, estaba perfectamente iluminada. No podía creer lo que estaba viendo. Aquello debía de estar a medio kilómetro de profundidad, según calculó. Era increible pues también era una cavidad inmensa. El montacargas se detuvo con un ruido seco y la puerta enrejada se abrió a ambos lados. El grupo salió y se dirigió a lo que parecía el edificio principal de aquella “ciudad”. Unos guardias en la puerta les permitió el paso. De nuevo, las fotos del Führer y del general Kammler estaban en lugar destacado. El emblema antártico con el mapamundi al revés coronaba la estancia a donde fue llevado Patrick. Le hicieron sentar en una mesa, como esperando a alguien. El silencio con sus guardianes era total.
Una puerta se abrió y apareció el general Dr. Hans Kammler. Tenía buen aspecto, aunque su cara afilada, huesuda y sus ojos de mirada aguileña daban a entender que Patrick se hallaba frente a alguien fuera de lo común. Su uniforme impecable apareció bajo el abrigo de cuero que se quitó tras entrar.
—Buenos días, capitán Malone. Soy el general Hans Kammler de las SS y responsable del imperio antártico que acaba de conocer.
Su inglés era muy bueno. Se sentó tras la mesa. Patrick hizo un tímido movimiento de cabeza a modo de saludo. Kammler continuó:
—Se preguntará qué hace usted aquí. Nosotros nos preguntamos lo mismo ¿qué hace usted en la Antártida?
Kammler calló esperando la respuesta de aquel capitán de submarino americano.
—General Kammler, usted sabe por qué estoy aquí y toda la fuerza operativa de mi país que está en la superficie. Estábamos al corriente de su presencia militar en este continente y ese es un riesgo que el mundo libre no puede soportar.
—¡El mundo libre, dice, capitán Malone! —Kammler interrumpió—. Lo tenía por alguien más inteligente. El mundo libre, como usted lo llama, está en manos de la judería internacional y del sionismo en particular. En su país o cualquier otro, observe quién tiene la propiedad de los grandes medios de comunicación que crean opinión, de la gran banca, de la finanza, Hollywood, el teatro, de las piedras preciosas, del petróleo, etc. Hasta el arte y la ciencia siguen criterios determinados. Está todo en manos de los judíos y de su mano armada, la masonería. Su país, los Estados Unidos dan la carne de cañón para los intereses judíos ¿o no se da cuenta? Usted mismo en su misión ha llevado a dos grupos de comandos judíos. ¿No le llamaron la atención los nombres que tenían: Jericó y Levítico? Fue una concesión, un “divertimento”, una “boutade”. Todos los comandos usaban nombres falsos, occidentalizados, “gentiles”. Estaba usted entrenando a la futura fuerza militar y secreta del futuro estado de Israel, auténticos terroristas, que según los informes que tengo, no tardará en tener su propio estado en Oriente Medio. Esa será la base de muchos problemas en el futuro, no tenga dudas, capitán.
Patrick recordó los nombres de los dos grupos, pero no lo había visto bajo esa óptica. Sí que recordaba el profundo odio de Blankfort. ¿Sería ese su nombre? Por Reith y Böse.
—Los dos comandos han caído y los prisioneros han sido eliminados tras un exhaustivo interrogatorio. No queda nadie, ni tan siquiera los comandos heridos a bordo del submarino. Nosotros y el imperio antártico que estamos desarrollando aquí y en los Andes chilenos y argentinos, somos la última barrera ante la esclavitud que reperesenta el sionismo y que nuestro Führer caido en Berlín supo ver con clarividencia única y prepararnos para la gran prueba final. Ahora no fallaremos.
—¿Pero que está usted diciendo general? —Patrick estaba fuera de sí—- Es imposible que usted crea esa superchería.
Kammler sonrió.
—El llamado Ralph Blankfort jamás fue comando americano, ni intervino en el Pacífico como usted ha creido hasta ahora. Le presentaron una hoja de servicios falsa, capitán. Él le hizo el juego.
Patrick intervino.
—No sé cómo sabe todo eso, pero el superior que me la hizo llegar es de mi máxima confianza.
—¿El vice-almirante Clark, se refiere? —Kammler sonrió de nuevo.
Patrick afirmó con la cabeza
—Debe saber, que aparte de haber sido su suegro —Patrick puso cara de sorpresa al saber que Kammler sabía un detalle así—, se llama Moshe Yisah, es hijo de un rabino de Nueva York y está ayudando al futuro estado de Israel con todas sus fuerzas. Siempre adaptan sus nombres al país en el que residen. Usted ha sido utilizado para sus fines y la idea del comando era capturar el máximo posible de material técnico alemán. Como sabrá, el llamado Blankfort capturó uno de nuestros discos, con la pretensión de entrar en nuestra base y tomar como botín para el futuro Israel todo aquello de interés científico que hubiese en la base. Así estaba acordado con el resto de la fuerza americana y bajo el máximo secreto evidentemente. Lamentablemente, falló en su misión y murió. Capitán Malone, ésta es una lucha despiadada. No podemos tener compasión de los traidores, ni de un enemigo como el sionismo —Kammler miró fijamente a Patrick, como analizando su rostro.
Patrick estaba destrozado. No podía entender nada. Su cabeza era un lío descomunal. Si era verdad, aquello le superaba. No podía creer que el vice-almirante Clark le hubiese utilizado a él y a sus hombres de esa manera. ¿Realmente se llamaba Moshe Yisah? Lo conocía desde hacía años, también a su hija que había sido su esposa. Nunca le hablaron los dos de que fuesen judíos ¿Por qué no se lo había dicho, por lo menos, durante los preparativos de la misión? A él no le hubiese importado y quizás hubiese entendido muchas cosas, que no había logrado entender hasta ese momento. ¿El almirante Byrd sabía todo esto? Aunque parte de lo que decía Kammler parecía estar bien sustentado por los hechos, él no podía creer algo así.
—¿Dónde están mis hombres, general Kammler? Necesito saber que están bien —balbuceó con una mezcla de rabia, impotencia e incredulidad, tratando de cambiar de tema—. Compréndalo.
Kammler asintió con la cabeza e hizo una señal a uno de sus ayudantes que había estado presente. Éste se retiró y habló por teléfono con alguién en alemán. Patrick no podía entender lo que decía.
Kammler se incorporó.
—Puedo decirle, capitán Malone, que no tengo nada contra usted. Ni siquiera el hecho de que utilizase nuestro U-2193 es importante para mí. Ha utilizado un submarino de una potencia rendida oficialmente. Usted es un soldado y ha actuado bien en todo momento y dentro del código militar. Ha cumplido su misión hasta donde ha podido y seguramente más allá de sus posibilidades en muchos momentos. Sólo puede tener mi admiración por ello.
Patrick estaba sorprendido por las palabras del general Kammler y no sabía si era aquello el presagio de algo malo, que podía venir a continuación.
—Ahora le ruego que acompañe a mi ayudante. Volveremos a vernos. Hasta pronto, capitán Malone.
El ayudante abrió la puerta del despacho del general Kammler y de nuevo acompañado por los guardias armados y el oficial SS, siguieron su camino hacia otro edificio más hacia el interior de la ciudad. Vio pasar a un grupo de niños dirigidos por una profesora, que les iba mostrando las flores de un jardín. Era una escena surrealista, en una instalación militar subterránea en el Polo Sur. Los niños lo miraron con curiosidad y se escucharon algunas risitas, pero no le dieron más importancia. Tenían buen aspecto, pensó Patrick. La profesora les hizo seguir el camino, como si nada sucediese.
Estaban frente a un edificio ubicado bajo un enorme techo de roca que sobresalía muchos metros en horizontal. Era sin duda algún tipo de presidio, ya que toda la parte superior de roca viva endurecía el aspecto general. Las ventanas eran muy pequeñas, casi troneras de bunker. De nuevo la guardia del edificio les franqueó el paso sin problemas. Una vez dentro, todo cambiaba y parecía una edificación confortable y bien iluminada. Casi no parecía una carcel.
—No es una carcel, capitán Malone —comentó de repente el oficial SS, que parecía adivinar lo que Patrick pensaba—. Es un lugar de retiro, para encontrarse a uno mismo. A veces va bien ¿sabe?
Patrick sonrió levemente, ante el eufemismo que acaba de escuchar, pero no le dio más importancia. Le hicieron esperar en un patio interior y pronto aparecieron sus hombres que fueron saliendo por una pequeña puerta. Todos estaban bien, pero su comportamiento era extraño. Aunque lo reconocían, no actuaban igual que otras veces. Kenneth, su segundo, parecía ausente. Les faltaba alegría. Parecía que habían sufrido algun tipo de terapia psicológica. Allan Perkins, el cocinero, se puso a llorar desconsoladamente al escuchar la voz de Patrick que les iba saludando. Allan se desmayó y Patrick lo recogió rápidamente del suelo. Los demás, curiosamente, se limitaron a mirar. Mientras le pasaba un pañuelo por su frente para eliminar el sudor, observó en un lado de su cabeza tras la oreja izquierda, que llevaba implantada una pequeña cajita que no supo adivinar que era. Vio que todos los demás también llevaban el mismo implante que Allen. Sin duda se trataba de una manipulación que afectaba al comportamiento y a la psicología de sus compañeros. Patrick se pasó la mano por sus oídos, pero no lo llevaba. Aquello le horrorizó ya que era convertir a un ser humano en una figura sin vida, sin brío y totalmente dependiente.
No podía soportar aquella situación. Kammler le había dicho que eran soldados y por lo tanto habían cumplido todos con su deber. Podrían ser prisioneros, pero sin represalias de ningún tipo. Era inmoral lo que habían hecho con sus hombres. Quería hablar con él inmediatamente. Solicitó volver a ver al general, pero le fue denegado. Le hicieron regresar a la habitación en la que había despertado tras el golpe que había recibido en la cabeza. Tras un viaje interminable y de nuevo allí solo, comenzó a pensar en la situación que había y de qué manera podría él escapar de esa base. Desechando el huir a pie, pensó que sólo había dos formas, en uno de los discos o bien en un vehículo terrestre. El disco, aunque más rápido, podía ser muy difícil de controlar adecuadamente y necesitaría un piloto. El vehículo terrestre era más sencillo, y seguramente él podría conducirlo, pero tardaría más en huir y podía ser alcanzado y neutralizado rápidamente. Pronto volvió a la realidad y se dio cuenta de que seguía en esa especie de celda y por el momento sin ninguna esperanza. La puerta se abrió y un soldado le dejó una bandeja con comida. Había un trozo de queso o algo parecido y una especie de carne muy rojiza que no supo identificar. El postre parecía un alga, pero dulce. Era todo muy extraño, pero tenía hambre y no tardó en dar buena cuenta de aquel menú tan especial. Pensó en por qué a él no le habían colocado el implante, como a sus compañeros. Desconocía la respuesta, pero quizás era una cuestión de tiempo que también se lo implantasen. Desde luego, no le apetecía esa posibilidad. No tenía reloj y no sabía si era de día o noche. Estaba cansado y se echó en la cama. No tardó en quedarse dormido.