Yutaka ingresó al pabellón de su madre con aire marcial, dando a entender que no descansaría hasta encontrar al responsable de lo ocurrido. Incluso había pensado en una manera altiva de iniciar el diálogo, diciendo: “Es indignante...” y luego el resto de la frase se encadenaría solo. Pero, al entrar, comprobó que el ambiente carecía de crispación y lamentos. Los shōjis estaban descorridos y la luz entraba a raudales, sin filtro alguno, mientras que el viento suave traía el bálsamo perfumado de los pinos. La propia Mitsuko, en reposo sobre el futón, contemplaba serena el atardecer.
En el primer instante Yutaka creyó que su madre mostraba ese aspecto porque se estaba preparando para recibir a la muerte; de hecho, aquella blancura sobrenatural esparcida sobre sus facciones era propia de un maquillaje fúnebre. O tal vez estaba muerta y él no se había dado cuenta. Pero, segundos más tarde, las dos bolitas negras de las pupilas se volvieron en su dirección. Alzando la mano, Mitsuko lo invitó a acercarse. De acuerdo con su rango, el daimyo debería haber esperado a que algún sirviente le acercara un taburete, pero en un impulso se arrodilló y tomó la mano tendida. Luego las palabras fluyeron. Preguntó a su madre cómo estaba, lamentó la muerte de Nishio, prometió investigación y venganza y castigo a los culpables y quiso saber si había reconocido a alguno. Mientras hablaba, sin embargo, no podía menos que preguntarse dónde y cómo se expresaba en ella el tormento infligido. Las heridas en la piel, que había imaginado múltiples, cada una fatal, parecían poco más que raspones de trazo irregular, como si Mitsuko viniese de ser azotada con un puñado de ramas empleado durante el baño de vapor para favorecer la circulación; era claro que las más profundas debían de estar ocultas bajo el kimono, pero el kimono tenía un aspecto inmaculado. O tal vez ya había sangrado demasiado y lo que permanecía era su espíritu, dispuesto a recordarle que debía reparar el honor de la familia. Para disipar esa sospecha, Yutaka rozó con un dedo el borde de la prenda, y como no hubo respuesta, ascendió con la mano sobre el brazo de su madre, que tampoco se movió. Si se trataba de un espíritu, entre sus atribuciones estaba la de adoptar una apariencia idéntica a la que había llevado en vida, pero lo que resultaba imposible era que conservara la naturaleza carnal, por lo que, al intentar tocarla, habría debido atravesar el aire... ¿Era su madre esa presencia inmóvil y átona, o los dioses habían concebido la posibilidad de una representación encarnada?
Para diluir toda sospecha, Yutaka pensó en recurrir a la fuente misma de sus recuerdos, y entonces, inclinándose con toda la suavidad posible, extendió su diestra y descorrió la parte superior del kimono. Se veía el nacimiento del suave montículo, que la respiración hacía ondular. Quiso tocar el pecho, percibir el calor, la textura de la piel, y retiró aún más la tela:
—Madre.
Pero ella apartó la mano y dijo:
Los gansos salvajes no se proponen reflejarse en el agua
El agua no piensa recibir su imagen
Yutaka se cruzó de brazos y meditó durante unos instantes acerca de aquellos dos versos tradicionales. Desde luego, el sentido depende de muchas cosas: la voz de quien recita, su entonación, el público al que va dirigido, el momento y lugar en que el poema es recitado. Toda esa serie de aspectos determina la circunstancia general del hecho poético y de su recepción, y toda circunstancia es esencialmente cambiante. De lo contrario sería tenida por la eternidad, una eternidad inmodificable. Como es natural, las circunstancias cambian con el tiempo y con las acciones que en su interior se realizan, aunque era claro que pensar en el interior del tiempo resulta impreciso, hasta abrumador. Porque el tiempo no tiene interioridad sino duración, aunque esta a la larga termine siendo una forma del espacio. La espacialidad del tiempo está dada, en el fondo, por las acciones que se precipitan o demoran en su transcurso, la cadena de los sucesos. Y eso era lo más extraño de todo, lo raro de lo raro, la rareza misma, lo que Yutaka Tanaka no terminaba de comprender. Porque en la secuencia presente, la infamia cometida contra su madre, infamia aún sin reparación, estaba siendo sucedida por nuevos hechos que momento a momento eran sucedidos por otros, como lo demostraba la misma Mitsuko, que acababa de recitar esos dos versos. ¡Nada se suspendía bajo los cien mil universos tras ocurrir la peor de las abominaciones, tan grande que ella no era capaz de mostrársela, tan descomunal que ni siquiera se permitía mencionarla! Y, sin embargo, precisamente por haberlos recitado, su madre había obrado una interrupción en la cadena de las causas y los efectos, ya que, en el momento de ser dicho o leído, todo poema (o fragmento de poema) introduce el milagro de una especie de suspensión, algo ocurre y no ocurre, algo se agrega a esa cadena a la vez que fija a los hechos que la componen en una eternidad sin circunstancia, volviéndose a la vez tiempo fugitivo y detenido, tiempo demorado y reverberante, materia que se evapora girando dentro de su propia bruma, y que en su misma evanescencia... en su misma evanescencia... ¿qué?
En cualquier caso, estaban a la vez dos hechos, la acción infame y el poema, uno relativamente reciente y el otro completamente reciente, y este último aludía a aquel y de algún modo lo modificaba. Y también era claro que su madre había preferido expresarse en términos alusivos, de lo contrario habría resuelto todo empleando una sola frase (“sé quiénes son mis atacantes” o “no sé quiénes son”). Pero Mitsuko había elegido dar paso a la exégesis literaria, lo que probaba que creía haber educado bien a su hijo, preparándolo para su correcta interpretación.
Frente a ese desafío, Yutaka Tanaka inclinó el mentón sobre su pecho y se rascó la pera, donde comenzaba a crecer una barba rala. En voz baja repitió el primer verso:
Los gansos salvajes no se proponen reflejarse en el agua
Sin duda, pensó el joven daimyo, para su madre los gansos salvajes eran la banda de atacantes, y su falta de voluntad de reflejarse —“no se proponen”— refería a la determinación de ocultar su identidad. El segundo verso, en cambio, exigía una lectura más detallada, porque al escribirlo el poeta se había complacido en un juego delicioso.
El agua no piensa recibir su imagen
Que lo inerte sea móvil, que sea móvil y fluido, supone de por sí una condición paradojal, y esa paradoja era exquisita. Al escribir “el agua no piensa”, el poeta plantaba, en esa negación, una afirmación implícita: la existencia de la posibilidad de que esto pudiera ocurrir. En realidad, se trataba de una negativa segunda, pero más fuerte, a la previa decisión de los gansos de “no proponerse”. Que los gansos salvajes se propongan o no reflejarse, es asunto de los gansos salvajes. Allá ellos con su determinación. El agua podría recibirlos, pero no piensa hacerlo más allá del propósito que tengan. Así, en el marco de lo sucedido, la clave del asunto se resumía en la quinta palabra. “Recibir”. En la realidad que existe fuera de las palabras, el agua carece de alma, raciocinio y voluntad, ni piensa ni deja de pensar, aunque si es lo suficientemente límpida puede “recibir” (es decir, reflejar) la imagen de cualquier ser u objeto. Es su condición y no depende de su arbitrio. Por eso, habiéndola dotado el poeta de algo parecido a un ánima, y siendo Mitsuko quien recibió la afrenta de los samuráis/gansos salvajes, este segundo verso no podía menos que referirse a ella misma, y en ese sentido se debía realizar una doble lectura; por una parte, de manera literal, indicaba su decisión de comportarse como si nada hubiera ocurrido (El agua no piensa —es decir, no quiere ni admite— recibir su imagen —es decir, guardar la memoria de los hechos infamantes—); pero, por otra, y en un sentido figurado, más ambiguo y misterioso, expresaba otra decisión tan personal como la primera. Si Mitsuko había conseguido identificar a los atacantes, su negativa (el agua no piensa recibir su imagen) traicionaba de algún modo su propia naturaleza, ya que el agua no puede no recibir (es decir, reflejar) lo que se le pone por delante. ¡Y eso era absurdo! Si lo que no es recibido no es devuelto (acusado, denunciado), en modo alguno puede ser capturado y castigado. Así que, callando los nombres de aquellos miserables, fingiendo poéticamente que nada había ocurrido —concluyó Yutaka Tanaka—, su madre se protegía de reconocer el abuso pero a él le impedía lavar el deshonor familiar y cobrar el precio de la venganza.
Ahora bien —se preguntaba el joven daimyo— ¿qué determinación la obstinaba en la negativa, al punto de superar su obligación de lealtad al clan Tanaka e incluso a la debida a su propio hijo? Tal vez, sencillamente, Mitsuko estaba tan afectada por lo ocurrido que recitó el fragmento de poema inadecuado para el momento. Desde luego, prueba de mayor perturbación aún habría sido que citara estos otros versos de Hsüan-Chüe:
Sobre el río la Luna brillante, en los pinos el viento que suspira
Toda la noche tan tranquila; ¿por qué? ¿Para quién?